#4 Tiempos
#Crónica | El día que Harry Styles me contagió de gripa
Una divertida anécdota sobre uno de los artistas más relevantes del momento
Por: Camila AR
El combustible de La Orquesta.mx siempre ha sido la vitalidad de los jóvenes periodistas potosinos. Como parte de un ejercicio para dar a conocer su talento, durante las próximas semanas publicaremos entrevistas y crónicas realizadas por los alumnas y alumnos de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Queremos saber cuál es la visión de las chicas y chicos que, desde ya, son responsables de registrar la memoria de nuestra ciudad.
Viernes 19 de septiembre, 2014. El Paso, Texas. 6:30 AM.
Desperté gracias al ruido que venía del baño. No queriendo abrir los ojos, oí a mi hermana Arantza decir “¿Ya te despertaste? No entiendo cómo puedes seguir dormida”, emití un sonido onomatopéyico porque realmente no quería dejar esa cama. En mi vida había conocido colchón y cojines tan cómodos.
“¡Ya párate!, ¿no estás emocionada?”, volvió a decir Arantza, mientras se retocaba las puntas del pelo de un color lila, no podían estar despintadas, no ese día. Por fin, abrí los ojos porque la luz que venía del baño había dejado de molestar. “Es un sueño. Cuándo me despierte, vamos a estar en San Luis y estaré en camino a clase de matemáticas” , le contesté.
Los sucesos de ese día, son tan claros. Recuerdo lo que comí, la ropa que usé, el vestido que compré en ese mall del Paso que estaba solo cruzando la carretera (una misión casi suicida), la gente con la que hablé y los sentimientos que me invadieron.
5:00 PM
Para llegar al estadio, un camión con pinta de limusina pasó por nosotras. Del restaurante PF Changs al estadio eran apróximadamente 15 minutos de recorrido. Ese día fueron más de dos horas. One Direction nunca había puesto pie en El Paso, así que la euforia era notoria. Llegó gente del norte de México y de otras partes de Texas para llenar el Sun Bowl Stadium. 51,500 personas.
El tráfico se volvía cada vez más desesperante y esto hizo que la emoción disminuyera, pero la pasión era tanta, que vimos abandonar sus automóviles a un costado de la carretera para llegar caminando más rápido al estadio.
Cuándo por fin llegamos al estadio, se podía oír que los teloneros ya habían comenzado a tocar. En la entrada principal, nos esperaba un guardia de seguridad con boletos en la mano, listo para llevarnos a nuestra sección. Hannah, una acompañante del grupo, estaba al borde de las lágrimas al saber que los teloneros, 5 Seconds of Summer, ya habían comenzado su acto y que ella no estaba en su lugar. Nos apresuró todo el camino a nuestros asientos.
Al llegar, pudimos disfrutar de la mayoría del acto de los teloneros. Yo, parada y cantando. Disfrutando de algo que no se sentía real. Solo canté. Recuerdo no sentir esas mariposas en el estómago como cuando se está nerviosa o emocionada. Era como si la versión que estaba escuchando fuera la misma versión que suelo cantar en mi habitación. Mi hermana estaba sentada en su lugar, aplaudía y sacaba su abanico para tratar de combatir el calor texano.
“¿Podemos ir al baño?”, le pregunté a mi hermana. Ella asintió y nos paramos de nuestros asientos. “¡Camila! Where are you going? It’s time!” , me informó el encargado del grupo, Keith Bond, que era momento de ir trás bambalinas.
Caminamos a un costado del estadio, donde esperaba por nosotros un guardia del evento que nos abrió las rejas para poder pasar al detrás del escenario. Rumbo al backstage, por fin comencé a sentir emoción y las famosas mariposas ya estaban presentes.
Había una puerta abierta y se nos informó que ahí sería el Meet & Greet y que nos teníamos que formar afuera del salón porque faltaba el retoque de los últimos detalles. La organizadora de eventos, Molly Thompson, se presentó ante nosotras y sugirió que se llorara antes de que nuestra foto con los de la banda fuera tomada.
De un segundo al otro, llegaron 5 Suburbans negras, completamente polarizadas, una atrás de la otra. “¡Ay!” , gritó Arantza mientras me tocaba el hombro para indicarme que viera a mi derecha. Zayn Malik y Louis Tomlinson estaban a poco más de 1 metro de distancia de nosotras. A mí izquierda, Liam Payne y un Niall Horan bajando de una de las camionetas.
Mi mente no pudo registrar muy bien que estaba pasando hasta que Harry Styles caminó frente a nosotras, “Hi guys!” dijo él, mientras nos saludaba con su mano.
Al entrar al salón, había una mesa con un mantel negro, con muchos paquetes de galletas Oreo y Chips Ahoy encima. El fondo para tomarse la fotografía, también tenía el logo de las galletas de Nabisco. Todo esto estaba, porque el primer grupo que pudo tener una foto con ellos, fueron personas que ganaron un concurso de la marca de galletas. El segundo grupo, era el grupo que estaba ahí por contactos. El tercer y último grupo, era el nuestro.
Por algún motivo, al entrar al cuarto, terminé siendo la primera en la fila.
Retiraron el fondo de Nabisco, porque el tercer grupo no iba a tener ese fondo, sino uno completamente negro. Las galletas también fueron retiradas de la mesa y nos pidieron los objetos que quisiéramos que nos firmaran. Firmaron una copia de mi disco de Midnight Memories.
Mientras esto pasaba, mi hermana bromeaba con los guardaespaldas de One Direction ya que le pidieron prestado su abanico.
“Guys, this is Camila” , dijo Alberto, uno de los guardaespaldas de la banda. En ese momento, Harry, Niall, Zayn, Liam y Louis (posicionados en ese orden), dejaron de bromear entre ellos y me voltearon a ver. Todos. Al mismo tiempo. “Ay, yo soy Camila”, pensé.
Me paralicé por unos cuantos segundos, en lo que mi mente me reclamó que hiciera algo. Harry, al notar que no estaba avanzando, comenzó a caminar hacía a mi. “Hi, I’m Harry”, dijo mientras me daba su mano para que la sacudiera y así poder presentarnos. Fue muy amable de su parte el presentarse así con todo el mundo, aunque todos sabíamos quién era él.
Mi impulsividad, decidió que no quería darle la mano, así que, en ese momento aventé su mano de un manotazo para darle un abrazo, fue la primera acción que Camila adolescente y emocionada, pudo hacer. “¿Cómo estás, Camila?”, dijo Niall, con un acento en castellano bastante cómico, dijo, mientras abría sus brazos para abrazarme.
“You alright?”, preguntó Zayn. Estaba bien, estaba sintiendo tanta felicidad acumulada que realmente no sabía qué decir o cómo actuar. Caminé hacia él para abrazarlo también. El único olor que podía percibir fue el de alguna colonia cara mezclado con una cajetilla entera de cigarros.
“Hi babe”, dijo Liam. Su brazo derecho tenía un yeso, así que antes de darme un abrazo, metió su dedo en el yeso para rascarse la piel. “Hi love, how are you?” preguntó finalmente Louis, al caminar hacia él. Noté que ya tenía los brazos abiertos, para un abrazo.
Ese fue el saludo inicial con One Direction.
Podría contar cómo me paré sobre el pie de Liam, cómo fueron las fotos, los demás abrazos, pláticas y despedidas, como mi hermana casi se tropieza frente a ellos y cómo Niall se mordía los labios en un intento de no reírse en la cara de Arantza. Pero nada de esto forma parte de la historia que les quiero contar.
La vista de lo que pasaba debajo y atrás del escenario era perfecta desde nuestros asientos. Desde el Meet & Greet nos dimos cuenta que Harry se sentía mal. Sus ojos estaban apagados, cómo cuándo tienes un resfriado terrible (se sumaba el calor sofocante y la responsabilidad de tener que cantar frente a un Estadio con más de 50,000 personas esperando por ti… con una garganta que lastima). A pesar de tener una cara de resfriado, fiebre y olor a jarabe para la tos con un sabor a cereza falsa, su actitud fue increíblemente amable y agradable. Se notaba que a pesar de su situación de salud, quería estar ahí.
Desde nuestro lugar, podíamos ver que Harry se bajó varias veces del escenario para tomar pastillas, jarabe o para que le tomaran la temperatura. Tres veces, si mal no recuerdo. Regresó al escenario todas las veces, listo para seguir cantando. Al día siguiente, subió una foto a instagram, donde se observaba un jarabe para la tos y la garganta con una taza de té de jengibre y miel al lado.
El día siguiente al concierto, a mi me picaba la garganta. Un día después, de regreso en casa, ya tenía fiebre.
¿Pudo haber sido porque la temperatura en Texas pasaba los 30 grados y en el restaurante, hotel y transporte estaba puesto el aire acondicionado?, ¿pudo haber sido el volar 4 vuelos en 2 días lo que resecó mi garganta? o ¿pudo ser Harry Styles, la única persona enferma con la que tuve algún tipo de interacción, quién me contagió el resfriado?. Claramente, la última opción es la más lógica.
Al final, cuando todo había pasado. Me encontré en San Luis, en camino a clase de matemáticas y con un resfriado terrible.
De limpiar vidrios a fundar la Facultad de Ciencias Sociales de la UASLP
#4 Tiempos
Pena de muerte | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Imagine que un día, mientras se baña, descubre en alguna parte de su cuerpo –por ejemplo, en la planta del pie izquierdo, aunque bien podría ser en cualquier otro lugar- unos números tatuados que nunca antes había visto. ¿Cómo es que aparecieron allí? Hace usted memoria: ¿quién pudo haberle jugado una broma tan pesada? Y, sobre todo, ¿cuándo y a qué hora, que usted no se dio cuenta?
Como quiera que sea, trata de averiguar el significado de aquella cifra misteriosa. Lee una vez y luego otra vez: 290614. Doscientos noventa mil seiscientos catorce. ¿Y qué quiere decir? Piensa usted en las cantidades de dinero que debe e, incluso, en el saldo de su cuenta bancaria. ¡No, imposible! Por más que ha tratado de ahorrar, nunca le ha sido posible reunir una suma semejante. ¡Ojalá tuviera esa cantidad! Pero no: sospecha que, por lo menos aquí, no se trata de dinero. ¿Y si hubiera que leer la cifra de otro modo, es decir, no de corrido sino por partes? 29-06-14. Así la cosa está más clara. Parece una fecha. ¿Veintinueve de junio del año dos mil catorce? Ahora imagine que, de pronto, lo invaden ciertas sospechas. ¿Y si esa fecha fuera la de su futura muerte?
Sí, eso es: usted ha desentrañado un misterio: esos números que nadie pudo haber tatuado -por la sencilla razón de que, si alguien lo hubiese hecho, usted se habría dado cuenta- son una revelación, algo así como un mensaje. Usted se morirá, pues, el veintinueve de junio del año dos mil catorce. Y cuando ha caído en la cuenta del significado de los números misteriosos, éstos desaparecen y no vuelven a dejarse ver nunca más. Fueron como un relámpago en la noche, sí, y, sin embargo, usted ya sabe…
¿Cómo sería la vida de los hombres si Dios, valiéndose de estos avisos o de otros, nos hiciera conocer el día de nuestra muerte? ¡Que sencillamente no podríamos vivir! Cada mañana nos despertaríamos con la boca pastosa pensando que la fecha fatídica está hoy más cerca que nunca. ¿Cómo vivir en semejantes condiciones?, ¿cómo no pegarnos entonces un tiro en la cabeza? Pero no. Dios, aunque conoce el día y la hora de cada uno, se la calla. Al crearnos, no nos puso en ningún ángulo del cuerpo nuestra fecha de caducidad. ¿Para qué conocerla? ¿Para vivir aterrorizados? Sin embargo, lo que ni Dios se ha atrevido a hacer, los humanos sí que lo hacemos, y hasta con una naturalidad que habría que llamar mejor ensañamiento. Nosotros sí, para castigar a los culpables, los condenamos a muerte y hasta les decimos, armados con el código penal, el día en que deberán ser ejecutados. ¿No es esto salvaje e inhumano? Imaginemos, en efecto, la vida de un hombre que deberá morir el 29 de junio del año 2014… ¿Cómo transcurrirían las horas de este hombre?
Bien, Víctor Hugo (1802-1885), el gran escritor francés, trató de imaginarlo escribiendo una novela publicada en 1829 que llevaba por título El último día de un condenado a muerte. En ella aparece un hombre acusado de asesinato al que la ley está a punto de dar el último golpe. ¿En qué piensa este hombre al saber que sus días están contados? ¿Qué ideas concibe mientras la fecha se aproxima y los minutos vuelan? Para enterarnos es preciso leer la novela. Yo, por mi parte, sólo quiero detenerme allí donde el prisionero, en su celda, se pone a observar las paredes con curiosidad. ¡Va a morir, él va a morir! ¡Y cuantos ocuparon esta misma celda antes que él están ya muertos, y bien muertos, desde hace tiempo! Sin embargo, antes de irse de este mundo escribieron algo en las paredes que era como su último adiós. Se puso a leer…
«¿Qué hacer con la noche cuando aún no despunta el día? Se me ocurrió una idea. Me levanté y paseé mi lámpara por las cuatro paredes de la celda. Están llenas de frases, de dibujos, de extrañas figuras, de nombres que se mezclan y se tapan unos a otros. Parece como si, aquí al menos, cada condenado hubiera querido dejar su huella. Con lápiz, con tizón, con carbón, letras negras, blancas, grises, con frecuencia profundas hendiduras en la piedra, por doquier caracteres oxidados, como si estuvieran escritos con sangre… A la altura de mi cabeza hay dos corazones inflamados, atravesados por una flecha y, por encima, la leyenda: Amor para toda la vida. El desgraciado no se comprometió por mucho tiempo. Al lado, una especie de tricornio con una figurita groseramente dibujada por debajo y estas palabras: ¡Viva el emperador!. Y luego otros dos corazones inflamados con esta inscripción: Amo y adoro a Mathieu Danvin. Jacques. En la pared de enfrente se lee este nombre: Papavoine. La p mayúscula está bordada con arabescos y adornada con esmero»…
La celda que describe Víctor Hugo es la celda de los condenados, sí, y, sin embargo, antes de tomar el camino del cadalso unos hombres dibujaron corazones y escribieron unas cuantas palabras de amor. Amo y adoro a Mathieu Danvin. ¿Quién era este Jacques que, a escasas horas de morir, resumía así las andanzas y quehaceres de toda una vida? Antes de irse de este mundo, Jacques había escrito las palabras decisivas; palabras que nunca leería Mathieu Danvin, pero que él se sentía en el deber de dejar grabadas para siempre. ¡A punto de ser llevado a la guillotina, Jacques declaraba su amor en la distancia a Mathieu Danvin! Por ahora no quiero leer más. Y cierro la novela de Hugo pensando en esto: que acaso lo único que hemos venido a hacer a este mundo es decir unas cuantas palabras de amor, unas pocas, para luego irnos un poco así como los barcos se pierden en la lejanía del mar durante la noche. ¿Que no somos correspondidos? Eso no importa. ¿Que no dio nunca nadie importancia a nuestro afecto? Eso importa menos aún. Nosotros hemos amado, lo hemos dicho y con eso nos basta.
Cuando hemos pronunciado las palabras esenciales, cuando hemos escrito nuestra declaración de amor en una de las paredes de la vasta prisión que es este mundo, ya nada nos falta. ¡Hemos dicho ya lo único que importa decir! Que venga entonces el carcelero: nosotros tendemos las manos hacia él y lo acompañamos a donde quiera llevarnos…
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#4 Tiempos
El secuestro de 7 vidas al barranco | Crónica de Jorge Saldaña
CRÓNICA
Por: Jorge Saldaña
Todos perdieron. En San Luis, a veces la justicia no llega por la puerta grande de los tribunales, sino por la rendija torcida del rencor. Cuatro adolescentes, todavía con el olor a niñez pegado en la piel, decidieron convertirse en verdugos de otro recién salido de la adolescencia. Lo subieron a un Mazda gris como si se tratara de un ritual iniciático: una venganza disfrazada de justicia.
El nombre del capturado era Fidel. Lo golpeaban dentro del auto, le gritaban lo que creían que era verdad: que había embarazado a una amiga, que la golpeaba, que la humillaba y que dejó junto a su hijo a la deriva. Ellos, convencidos de ser vengadores, eran apenas muchachos con un arma de balines que parecía real. Creían portar justicia, pero cargaban sólo una farsa de poder.
En la huida desesperada, Fidel se arrojó del vehículo. No era valentía ni cobardía: era instinto de supervivencia. Saltó, y el destino lo arrojó todavía más abajo, al barranco. El golpe contra las rocas fue la sentencia que ninguno de los adolescentes imaginó, pero todos firmaron con ese acto.
El saldo es un inventario de pérdidas: Fidel perdió la vida en la caída. Los cuatro jóvenes perdieron la libertad, y con ella, cualquier atisbo de futuro. La muchacha, centro invisible de la tragedia, perdió al padre de su hijo y a los amigos que quiso como vengadores. Se quedó sola, con un bebé en brazos y la sombra de un muerto sobre la cuna.
El niño crecerá huérfano de padre, y su madre, huérfana de red. No hay vencedores: sólo cenizas.
La historia parece sacada de una novela de Arriaga: adolescentes que creen en la épica de la violencia, que juegan a dioses con armas falsas, que hacen justicia con las uñas sucias del odio
. El final es tan brutal como inevitable: cuando la violencia se hereda, los hijos juegan con ella.El barrio El Aguaje se quedó con una postal difícil de olvidar: sirenas iluminando la noche, un cuerpo roto en el fondo del barranco, y cuatro chamacos esposados, con la mirada aturdida de quien no alcanza a comprender que la adolescencia terminó en un segundo.
Nadie hablará de ellos en la sobremesa. Nadie los pondrá en canciones. Pero ahí está la historia, un espejo áspero que refleja a al del país entero: un lugar donde la justicia se busca a golpes, donde la violencia se hereda como apellido, y donde hasta los niños cargan con la fatalidad de ser verdugos o víctimas.
En esta tragedia, no hubo malos ni buenos: sólo cinco adolescentes devorados por un mismo monstruo, el de la violencia que crece como plaga en los rincones donde el Estado no llega, pero sí llega Netflix y todas las plataformas con series donde se exalta la violencia como único camino, y la justicia por propia mano como un acto de valentía en una selva que no tiene otra ley que el ojo por ojo y diente por diente.
La pregunta queda flotando como un eco incómodo: ¿A quién le importa?
Simplemente es una corriente y cruda historia más, en la que nadie gana.
Un reflejo del barranco en el que todos estamos al borde.
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#4 Tiempos
El sueño que parecía imposible | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Durante décadas, el fútbol mexicano ha vivido con una deuda pendiente, la de encontrar a ese jugador distinto, capaz de cambiar un partido con una sola jugada, de desatar emociones colectivas y de encender la esperanza de millones. Y de pronto, en medio de la rutina de un campeonato que pocas veces sorprende, aparece un adolescente llamado Gilberto Mora para recordarnos que el sueño sí puede ser real.
Con apenas dieciséis años ya hizo historia. Debutó en la Primera División con Xolos y no fue un relleno, no fue una anécdota, se convirtió en protagonista, dio una asistencia, marcó un gol y rompió el récord de precocidad. Desde entonces, cada vez que pisa la cancha transmite esa sensación de que algo diferente va a ocurrir. Es el tipo de jugador por el que uno prende la televisión o se sienta en la tribuna con la ilusión de ver magia.
Lo extraordinario de Mora no es solo su juventud ni sus estadísticas. Es la manera en que juega con naturalidad, como si la presión no existiera, como si la cancha le perteneciera. Ve espacios que los demás ignoran, inventa caminos en lugares cerrados, toma decisiones que parecen dictadas por un instinto superior. Y lo más impresionante es que ya lo hace con la Selección Mexicana, donde su talento no se disfraza entre adultos, sino que se multiplica. En la Copa Oro lo vimos asistir, competir, atreverse, y ganar un título con una madurez que contrasta con su edad.
El horizonte para Mora es tan prometedor como inédito. Si el proceso se maneja bien, no solo podría disputar el Mundial Sub-17 —ese que corresponde a su categoría natural y donde sería la estr ella indiscutida—, sino que incluso está en condiciones de aspirar al Mundial Mayor , en un salto que pocos futbolistas en el planeta pueden presumir. Imaginarlo jugando ambos torneos, en paralelo, sería confirmar que estamos frente a un fenómeno.
México ha tenido buenos futbolistas, jugadores de época, líderes de vestidor o símbolos nacionales. Pero pocas veces hemos sentido tan cerca la posibilidad de tener a alguien con el aura de un Messi o un Maradona: un joven que no solo juega, sino que transmite la sensación de que su historia puede transformar la del fútbol mexicano. Por eso cada partido suyo parece más grande que el marcador. Porque lo que está en juego es la ilusión de un país entero que lleva generaciones esperando a “ese” futbolista que cambie todo.
Claro, el riesgo existe. La presión mediática, los clubes europeos que pronto tocarán la puerta, la exigencia desmedida de una afición que no suele tener paciencia. Pero si Mora encuentra el entorno adecuado, si logra madurar sin perder la magia, entonces podemos estar al inicio de la historia que tanto tiempo se nos negó.
Gilberto Mora es hoy más que un jugador: es la encarnación de un sueño que parecía imposible. Si mantiene el rumbo, no estaremos hablando solo del más joven en debutar, anotar o asistir. Estaremos hablando del crack que México llevaba décadas esperando, capaz de unir en un mismo calendario el Mundial Sub y el Mundial Mayor, para después escribir la página que nos acerque, por fin, a la eternidad futbolística.
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