enero 6, 2025

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El hombre de la caja 7 | Columna de Juan Jesús Priego

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caja 7

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El hombre de la caja 7 murió un 22 de abril. Era jueves y llovía. «Mi papá», me dijo la mayor de sus hijas, que había ido a buscarme a la parroquia al final de la Misa. 

No hacía falta decir más. Ya sabía yo de qué se trataba. Corrimos juntos. 

Dos días antes el anciano había rehusado confesarse. «Ustedes los curas… ¡Como si no supiera lo que son y lo que hacen!». Pero ahora era diferente. Ahora era necesario decidir. O no había nada después de esta vida y los curas éramos unos mentirosos, unos farsantes, o en el fondo, muy a su pesar, estos curas que según él conocía tan bien tenían razón, y entonces… 

Entonces pidió que me llamaran.

-Tráiganlo. Quiero que mientras yo doy el salto o traspaso la puerta, o no traspaso ninguna puerta y caigo al vacío, él me tome de la mano. Como quiera que sea, un salto habrá que dar. Díganle que quiero que me tome de la mano en ese momento. Váyanle a decir eso. Que venga a ayudarme a dar el brinco.

Cuando llegamos, él me esperaba con los ojos abiertos. Me vio abrir un pequeño libro de tapas color marrón, observó cómo me colocaba al cuello una pequeña estola morada y cómo hacía sobre mi cuerpo el signo de la cruz; cuando me vio preparado, extendió con dificultad su mano derecha: se disponía a ejecutar el acto más importante de cuantos había realizado en su vida y no quería hacerlo solo. 

Al día siguiente, el banco en el que trabajaba laboró normalmente, y sus compañeros lanzaron furtivas miradas a la caja número 7; es verdad que pusieron cara de tristeza durante unos segundos, pero finalmente se consolaron al ver el rostro joven y hasta atractivo del nuevo cajero. La caja 7 seguía con sus filas habituales, con su olor característico a aire encerrado, con sus transacciones de siempre. Que yo sepa, ningún banco ha cerrado nunca sólo porque uno de sus trabajadores haya sido borrado definitivamente de las nóminas mensuales. ¡El que haya visto una cosa semejante, que levante la mano y exija que me calle! Pero no, los bancos no cierran sólo por eso, ni los grandes almacenes, ni las oficinas de gobierno. En realidad, todo sigue igual; lo único que cambia es que nosotros ya no estamos… Sí, y cuando seamos nosotros a quienes nos toque el turno sucederá lo mismo, exactamente lo mismo: otro vendrá a ocupar nuestro puesto y la vida seguirá su curso.  

Y es que, en cuanto trabajadores, somos casi siempre desechables, intercambiables. Es posible que yo haya sido un oficinista ejemplar; que después de treinta años de servicio no haya dado a mis jefes y superiores un solo motivo de queja o de reproche; es posible, además, que me haya distinguido por mi honradez y probidad. Sí, todo esto es posible. Pero en cuanto me enferme y ya no pueda desempeñar mis funciones, otro vendrá a ocupar mi lugar y a sentarse a mi escritorio. No porque yo desaparezca desaparecerá también la oficina a la que he dado lo único que tenía para vivir: mi tiempo, mi precioso y escaso tiempo. 

¡Qué malos negociantes somos los hombres! Damos la vida, y lo único que recibimos a cambio de ella es una cantidad de dinero que nunca nos alcanza para casi nada. ¡Damos lo irrecuperable a cambio de unos cuantos billetes arrugados que tan pronto como llegan se van! 

Conviene recordar esta verdad. Conviene recordarla para no equivocarnos y darle al César lo que es de Dios. Me gustan los discursos que alaban la excelencia, la flexibilidad, la eficacia y el rendimiento, pero me dejan de gustar cuando no hablan de otra cosa. 

En la oficina no soy nunca necesario; soy imprescindible únicamente en el amor, en la amistad y en el seguimiento de mi íntima vocación: sólo ahí nadie más puede usurpar mi puesto. Sólo en estos ámbitos soy único e irrepetible. 

Si lo que hago en la oficina concuerda con la idea que tengo del amor, si fomenta la amistad, si me permite realizar mis anhelos más profundos, entonces la oficina es sacrosanta. Pero, si no es así, no vale la pena sacrificarle el amor, la amistad ni la vocación. 

En el hogar del hombre de la caja 7 las cosas no seguirán iguales después del 22 de abril; en el banco, en cambio, sí. 

Si le dijéramos a la hija que llora: «Tranquilízate, consíguete otro padre», es muy probable que nos mire con rencor y hasta tengamos que esquivar una bofetada. Los seres no son nunca intercambiables; sí lo son, en cambio, los trabajadores.

«Con cada hombre llega al mundo algo nuevo, algo que nunca existió, algo primero y único –escribió el filósofo judío Martin Buber en El camino del hombre-. Cada uno en Israel tiene la obligación de considerar que él es único en su género y que, en el mundo, nunca existió un hombre idéntico a él. En efecto, si en el mundo ya hubiera existido un hombre idéntico a él, no tendría motivo para que estuviera en la tierra»… 

La misión más noble que puede realizar un hombre es saber dónde es insustituible y dónde no, para que el César no reciba nunca más de lo que se merece. 

«No tuvo amigos». «No amó a nadie». «No tuvo nunca tiempo para las cosas verdaderas. Todo fue para él correr, agitarse y llegar tarde». Si va a ser esto lo que piensen de mí los dos o tres compañeros que asistan a mis funerales, lo digo con sinceridad: habré vivido en vano.

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#4 Tiempos

Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?

Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?

Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:

¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.

Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.

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#4 Tiempos

Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Eso me dijo mi papá:

-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.

Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.

Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.

Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.

Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.

Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.

Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.

Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.

¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.

Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.

Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.

Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo

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#4 Tiempos

¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.

Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.

Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.

Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.

Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.

A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para dar nos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera

. La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.

Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.

En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.

Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.

En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).

Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?

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