#4 Tiempos
Monólogo del hijo único | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
(Hace poco, en mi oficina, escuchaba el monólogo de un hombre solo –quiero decir, solitario-. Ahora lo transcribo entero, aunque agregándole unas cuantas citas tomadas de la literatura para demostrar que la suya no es una experiencia asilada, sino el sentir de muchas personas que, por la razón que sea, debieron vivir de pequeños sin otra compañía que la que se forjaron en su imaginación).
«La familia pequeña vive mejor». Hace treinta años la radio no dejaba de decir cosas como ésta, y claro, nuestros padres se lo creyeron. ¿En qué sentido vive mejor la familia pequeña? ¿En el sentido de que, como se dice en el rancho, entre menos burros más olotes?
Yo, que soy hijo único, siento hoy una gran nostalgia por los hermanos que nunca tuve. Con ellos cerca de mí, acaso mi vida no sería tan solitaria. Pero desde muy pequeño me acostumbré a reír solo, a hablar solo y a jugar con la única compañía con la que podía contar: yo mismo. ¿Hay algo más triste que un niño que, mientras arma un rompecabezas –un puzzle, según lo llaman hoy– habla en voz alta cual si todos sus amigos estuvieran allí armándolo con él? «Mira, dice el niño, aquí embona la pieza. No, no, ésta no va aquí», etcétera. ¿Con quién habla? Con nadie; quiero decir, con el aire, con su sombra.
Lo triste del asunto es que luego este niño se acostumbra a hablar solo, cosa que más tarde hará incluso en la calle, suscitando miradas si no recriminatorias, sí por lo menos de admiración o, en el peor de los casos, de lástima.
–¡Qué chico más serio! –decían las visitas que llegaban a mi casa mientras contemplaban mis ojos melancólicos. Y yo les sonreía con dolor tratándoles de explicar con mi mirada que lo mío no era precisamente seriedad, sino tristeza.
Un niño necesita más hermanos que juguetes. Esto es lo que me digo ahora que termino de leer el bellísimo relato de William Styron (1925-2006) titulado Una mañana en la costa. En él aparece también un hijo único que no se resigna a serlo y que ve con envidia a las familias de su entorno inmediato, tan llenas de hijos, en un pueblo de Virginia; el muchacho se llama Paul Whitehurst y… Pero permítame usted leerle la página entera:
«En la semipenumbra, mis ojos recorrieron la estancia, el reducido espacio de la habitación de un hijo único, pequeña y ordenada con aquella posesiva sensación de tenerlo todo en su sitio, sin la molesta presencia de los hermanos y hermanas que durante tantos años había ansiado tener y que ahora, en mi desolación, ansiaba tener con un dolor muy especial».
Antes de continuar, estimado padre, quizá convenga decir que la madre de Paul está agonizando en la habitación de a lado cuando él se dice a sí mismo estas cosas; muere de cáncer, y él no tiene a quien agarrarse para soportar su dolor. Una vez aclarado esto, volvamos a nuestro relato:
«En el pueblo había muchos niños. Era un lugar y una época de tendencias prolíficas y las casas del pueblo, a pesar de lo pequeñas que parecían, estaban llenas de familias numerosas y todos mis amigos tenían hermanos a quienes yo envidiaba por el simple hecho de existir…, espléndidos hermanos mayores y delicadas hermanas menores; incluso me hubiera encantado mimar y proteger a los pequeños mocosos que constituían el último eslabón de la cadena familiar.
Una vez que la hija de un vecino murió a causa de una caída de caballo, pude ver la desbordante fuente de amor y consuelo que surgió del corazón de la familia, hermanos y hermanas abrazándose y besándose como si el dolor se pudiera aliviar con el simple contacto de una carne de origen común.
Durante varias noches los hermanos dormían juntos en una sola cama, abrazados los unos a los otros para que ni siquiera el sueño pudiera separarlos en su aflicción. Yo, en cambio, me sentía tan solo en mi dormitorio como en una mazmorra. El calor era asfixiante y yo jadeaba como un pez en la oscuridad».
¿No es bella esta página? En ella está dicho todo. Un niño que tiene hermanos es fuerte para soportar cualquier prueba de la vida: le basta, en efecto, con colgarse al cuello de de uno de ellos y echarse a llorar hasta que la fuente de las lágrimas se seque y todo vuelva a comenzar.
Pero, ¿en el hombro de quién se llora cuando los hermanos no existen? ¡Respóndame usted!
Tener hermanos es poder decir: «Pase lo que pase, yo no estoy solo». En los momentos de aflicción yo no he podido ir a la recámara de un hermano y acostarme a su lado, así, en silencio, sólo para sentir el calor de un cuerpo que no me va a rechazar, de una piel que no me sentiría culpable de tocar.
Desde que alguien se puso a decir que la familia pequeña vive mejor, los hijos son vistos como unos advenedizos que lo único que vienen a hacer en este mundo es a robarles a sus padres libertad, dinero, sueño y comodidad.
A los que piensan que la familia pequeña vive mejor, yo querría repetirles lo que una vez, en un libro autobiográfico, escribió el gran historiador francés Pierre Chaunu (1923-2009):
«La infancia sola con adultos es triste. El único regalo válido que se le puede hacer a un niño es el de darle hermanos y hermanas».
Y continúa: «No se recalcará jamás bastante el papel de la fratría. Me basta comparar este recuerdo con el espectáculo que me ofrecen cotidianamente mis hijos. Yo no he conocido la fratría. Huérfano de madre a los nueve meses, recogido por un matrimonio cuadragenario, sin hijos, una tía y un tío político, he tenido una pequeña infancia feliz, pero una infancia que no me preparaba para el encuentro con los otros».
¿Lo ve usted? Son los otros, los hermanos, quienes nos van enseñando, paso a paso y golpe a golpe, como dice la canción, el difícil arte de vivir.
Nunca es fácil vivir con ellos, pero sin ellos todo es más difícil.
No sé, tal vez los hermanos existan para colgarse de su cuello en los momentos de duelo; para no estar solos mientras papá y mamá salen de casa, como los antiguos cazadores y recolectores, para traer de fuera algo que comer.
¿Esto que digo le parece absurdo? Si es así, piénselo un poco y al final respóndame…
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#4 Tiempos
Tamtoc, cuna del calendario mesoamericano | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En el año 2005 se llevó a acabo el proyecto arqueológico Tamtoc en la huasteca potosina, donde se localizó una gran lápida esculpida en bajo y alto relieve en el fondo de un estanque que se conecta a un canal que desemboca en la llamada Laguna de los Patos. Junto a la lápida se encontró cerámica a manera de ofrenda cuyos análisis indicaron que correspondían a tradiciones alfareras asociadas a la costa del Golfo de México del periodo 900 años antes de Cristo a 650 años antes de Cristo.
Análisis posteriores indicaron que esa lápida conocida como Monumento 32, así como la escultura femenina asociada corresponde al periodo Preclásico tardío con inicio en 350 antes de Cristo. El monolito en cuestión está labrado con un mensaje simbólico que no se asemeja a ninguna otra muestra de arte mesoamericano.
Una vez colocado en su posición original y con estudios sobre su orientación con la ayuda de herramientas de la arqueoastronomía se encontró que la orientación implica una peculiar división del año, la cual define la temporada de iluminación del monolito por los rayos solares. La conclusión actual, por parte de los investigadores, es que Tamtoc es una de las ciudades donde tempranamente se utilizó el calendario mesoamericano.
En Tamtoc se desarrollaron importantes rituales vinculados a la vida y la fertilidad, que concurren en la noción de la cosmogonía mesoamericana y por extensión en la cosmovisión. Resultados que tras largos años de análisis son dado a conocer por uno de los involucrados en los estudios astronómicos de la ciudad de Tamtoc, Jesús Galindo Trejo, en una reciente publicación de los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
Las primicias de este descubrimiento nos las compartió Jesús Galindo en el 2007 en lo que fue la primera charla del ciclo Noches de Museo que organizamos en el entonces Museo de Historia de la Ciencia de San Luis Potosí. Dieciocho años después, publica sus resultados aportando a la historia de uno de los más antiguos pueblos originarios del país situada en la huasteca potosina y que marca esa cosmovisión huasteca reflejada en el Monumento 32, que es uno de los monumentos importantes de ese sitio arqueológico.
Parte de los cálculos astronómicos que realizó Jesús Galindo nos los reservamos, como nos lo pidiera entonces, hasta que sean publicados.
Jesús Galindo Trejo es Licenciado en Física y Matemáticas por la Escuela Superior de Física y Matemáticas del IPN. Realizó estudios de Posgrado en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Obtuvo el doctorado en Astrofísica Teórica en la Ruhr Universitaet Bochum en la República Federal de Alemania. Fue Investigador Titular en el Instituto de Astronomía de la UNAM durante más de 20 años en las áreas de Plasmas Astrofísicos y Física Solar. Actualmente es Investigador Titular en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Su actividad de investigación se centra principalmente en la Arqueoastronomía de Mesoamérica. Es miembro del SNI. Pertenece a la Unión Astronómica Internacional. Ha realizado investigación Arqueoastronómica en Malinalco, en el Templo Mayor de Tenochtitlan, en Teotihuacan, en Oaxaca, en la Huaxteca, en Baja California y en algunos sitios de la Región Maya.
Sus inicios en la arqueoastronomía se remontan a fines de la década de los ochenta, cuando participó en nuestro programa de divulgación científica Domingos en la Ciencia de San Luis Potosí, charlas en las que nos hablaba todavía de sus investigaciones sobre física solar y nos adelantaba sus inquietudes en iniciar estudios de arqueoastronomía en el sitio de Malinalco cuando conoció al cronista de Malinalco, quien le señaló que en la historia de ese pueblo había aspectos que podrían estar conectados con la disciplina astronómica. Asimismo, su participación en el proyecto coordinado por la doctora Beatriz de la Fuente, del Instituto de Investigaciones Estéticas, sobre pintura mural prehispánica, lo interesó en la cosmogonía de los antiguos mexicanos.
En una entrevista para la revista ¿cómo ves?, Galindo aseguró que el acercamiento al estudio de las antiguas civilizaciones del país lo ha llevado a acercarse a las 60 lenguas de México, porque de esta manera “se puede penetrar en la mentalidad de aquellos que hace más de 500 años construyeron sociedades y levantaron templos, legados actualmente ignorados por muchos mexicanos”.
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#4 Tiempos
Meditación sobre el azar | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
-Dudé de Dios –dijo el hombre visiblemente apenado-. Creo, según he oído decir, que es el único pecado que no tiene perdón. Pero es que estaba al borde del colapso…
El hombre se mesaba los cabellos, se secaba el sudor, lloraba más que gemía.
-Incluso hasta llegué a blasfemar. Dije a Dios cosas que no me hubiese atrevido a decir ni siquiera al peor de mis contrarios. ¿Verdad que para esto no hay perdón?
Yo me limitaba a dejarlo hablar. A todas luces se veía que lo necesitaba. Era necesario que lo dijera todo, que se desahogara. ¿Para qué, pues, interrumpirlo?
-Cuando me dijeron que ya no había trabajo para mí, creí que nunca perdonaría a Dios. ¿Por qué me había dado cuatro hijos si ya no iba a poder mantenerlos? Hoy, claro está, veo las cosas desde otra luz, pero en aquellos días de incertidumbre y desasosiego… ¡Quería morirme! Y, lo que es peor, quería que también mis hijos se murieran. ¿Comprende usted que les deseé la muerte?
Pensé en esos cuatro niños a los que yo no conocía. ¿Sabrían alguna vez que su padre, en un momento de desesperación, pensó lo que acababa de decirme? Pero no, no lo sabrán. Los pensamientos de su padre quedarán guardados para siempre en el silencio de Dios. ¡Que no lo sepan, que su padre no se lo diga nunca! Hay sinceridades que matan.
¡Y pensar que era necesario que yo perdiera aquel trabajo para poder tener el que ahora tengo! Cuando pienso en esto, me lleno de vergüenza. Sí, era necesario vivir esa pena para conocer la satisfacción que ahora experimento. Mis hijos, hoy, están mucho mejor que antes, y me digo a mí mismo: «¡Qué bueno que perdí aquel empleo!».
Sonreí. Porque siempre he creído que la palabra azar es una palabra bastarda que no debió acuñarse nunca. ¿Quién la inventó y qué quiso decir con ella? ¿Que el mundo se mueve como un barco sin timón? ¡Casualidad! ¿Quién es el tonto que cree en las casualidades? La palabra azar no debería existir en el vocabulario cristiano, pero, ya que existe, habría que darle el significado que le daba, por ejemplo, Anatole France (1844-1924): «Azar: aquello que Dios hace cuando no quiere poner su nombre».
A estas alturas de mi vida he llegado a la conclusión de que ni siquiera los libros que caen en nuestras manos lo hacen por casualidad. A veces pienso que, si nos los encontramos en el estante de una librería cualquiera, es porque Dios ha querido decirnos algo a través de ellos.
Y de los encuentros, ¿qué decir? Que es Dios quien nos envía a estas personas que no buscábamos por una razón que generalmente desconocemos pero que forma parte de su misterioso querer. «El destino, al igual que todo lo humano –dijo una vez el escritor argentino Ernesto Sábato (1911-2011)-, no se manifiesta en abstracto, sino que se encarna en alguna circunstancia. Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obras de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en la vida me ha sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino como si hubiéramos pertenecido a los capítulos de un mismo libro! Nunca supe si se los reconoce porque ya se los busca o se los busca porque ya bordeaban los aledaños de nuestro destino» (Conferencia en la Feria del Libro de Sevilla, 2002).
También ahora, como en los tiempos de Moisés, sólo nos es permitido ver a Dios «de espaldas», es decir, cuando ya ha pasado. Únicamente entonces podemos decir como aquel hombre de quien acabo de contar la historia: «¡Y pensar que era necesario que yo perdiera aquel trabajo para poder tener el que ahora tengo!». Siempre es hasta después cuando se comprende por qué ocurrieron ciertas cosas que en su momento nos parecieron horrorosas, ininteligibles e insoportables.
En un libro sobre Jesucristo (El Jesús desconocido), Donald Spoto hace la siguiente reflexión: «El azar no implica necesariamente falta de propósito; lo que llamamos caos quizá no sea desorden, sino un claro signo de las limitaciones de nuestra comprensión… La experiencia humana valida este enfoque. En nuestra historia individual, ¿no vemos un momento aparentemente accidental o fortuito, a posteriori, como sumamente significativo e incluso como el comienzo de una nueva etapa de la vida? Si yo no hubiera asistido a tal escuela en tal momento, por ejemplo, no habría tenido ese excelente maestro, seguido ese importante curso ni trabado esa duradera amistad. Si nuestros padres no se hubieran conocido en tal momento, nunca jamás lo habrían sido. Si no hubiéramos asistido a tal reunión, no habríamos conocido al amor de nuestra vida ni iniciado una carrera importante. No es exagerado afirmar que los elementos más importantes de la vida del amor dependen tanto de lo que podríamos llamar accidente significativo como deliberación. El novelista y dramaturgo francés Georges Bernanos lo expresó muy bien: Lo que llamamos azar tal vez sea la lógica de Dios».
Vistas así las cosas, aun cuando me halle en cama y afiebrado –y quiera morirme de pura pesadumbre-, debo poder decirme a mí mismo con convencimiento y seguridad:
-Sí, quizá sea necesario que hoy no salga de casa. Si Dios me tiene encerrado aquí, por alguna razón será. ¿Iba hoy a atropellar a un caminante distraído en la avenida, o es que un camión carguero iba a arrollarme a mí? En efecto, tal vez sea éste el motivo por el que no debo salir. Después de todo, es muy posible…
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#4 Tiempos
Las dos mujeres de Truman. Palabras con cicuta
Apuntes
Hay autores que escriben un solo amor con distintos nombres. Truman Capote lo hizo con los de Nancy Clutter y Holly Golightly: la muchacha asesinada y la mujer que huye. Dos rostros de la misma herida.
Nancy era todo lo que el mundo aprueba: pureza, promesa, familia. Una adolescente que hacía listas, organizaba fiestas y creía que el bien era una costumbre diaria. Holly, en cambio, era todo lo que el mundo juzga: libre, contradictoria, caprichosa, superviviente. Todo sinónimo de “libre y espontánea”.
Ambas están solas frente a una sociedad que las define, una desde la muerte y otra desde el deseo.
Yo creo que Capote estuvo enamorado de una mujer que fue las dos. Una que lo deslumbró por su bondad y lo desarmó por su caos. En Nancy encontró la integridad que él nunca tuvo; en Holly, la libertad que siempre le fue negada. Una mujer que cocinaba con delantal los domingos, pero que podía desaparecer una semana sin explicar por qué. La amaba por lo que lo salvaba y por lo que lo destruía.
En A sangre fría, Capote mira a Nancy como si aún pudiera rescatarla. La describe con ternura casi maternal, pero también con una envidia melancólica: ella no sabía lo que era la vergüenza ni el exceso. En Desayuno en Tiffany’s, en cambio, elige no salvar a Holly. La deja ir. Le permite el privilegio que Nancy nunca tuvo: seguir viva aunque nadie la entienda.
Quizá esa fue la forma en que Truman se reconcilió con su propia culpa. Escribir a la que murió como víctima y a la que se fue como promesa. Una purificada por la muerte, la otra condenada a vivir
. Entre ambas, Capote puso su propia alma: la de un niño que soñaba con el orden de Nancy y despertaba con el desorden de Holly.No se puede amar a dos mujeres tan distintas sin romperse un poco. Pero Capote lo hizo. Amó la pureza que se deja matar y la libertad que se mata sola.
Y quizá, como tantos de nosotros, entendió demasiado tarde que una y otra eran la misma. Que la vida te puede matar por ser buena o por querer ser libre. Y que entre esas dos muertes —la literal y la simbólica— se esconde el precio de vivir como uno quiere.
Punto.
Y aquí estoy yo, leyendo a Truman y sintiendo que me contó la historia antes de que ocurriera. Porque yo también quise que Holly fuera Nancy: que se quedara, que colgara su vestido brillante y se sentara a esperar el desayuno. Pero ella eligió la noche, otro hombre, otra ciudad.
Yo sigo aquí, recogiendo los platos, preguntándome si alguna vez alguien puede amar a una mujer así sin terminar escribiendo sobre su ausencia.
Quizá eso somos los que escribimos: los que convertimos el abandono en literatura.
Los que seguimos hablando con las Holly que quisimos que fueran Nancy, aun sabiendo que la vida —como en Capote— siempre acaba a sangre fría.
Yo soy Jorge Saldaña.
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