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“Justicia para Karla Pontigo”, el documental narrado desde la perspectiva de una madre
Este largometraje narra los detalles recolectados por las víctimas de este feminicidio
Por: Ana G Silva
Con motivo de la conmemoración del mes de la mujer, la Cineteca Alameda y el Museo Federico Silva proyectaron el documental “Justicia para Karla Pontigo”, en el que Esperanza Lucciotto, madre de Karla Pontigo, víctima de feminicidio el 28 de octubre de 2012 en San Luis Potosí, narra los episodios más obscuros de su lucha, las omisiones por parte de las autoridades y la impunidad que aún existe en este caso. Olivia Portillo Rangel, cineasta y directora del documental, narró su experiencia al realizar el largometraje, el impacto que ha tenido y el objetivo de este.
Olivia Portillo comentó que comenzó a trabajar en el proyecto de “Justicia para Karla Pontigo” desde el 2019, cuando inició en un laboratorio de género e interculturalidad y derechos humanos que tiene el Colegio de San Luis, bajo la dirección de la doctora Oresta López:
“Me invitó a trabajar con ella para generar material audiovisual acerca de temas de feminismo, pensábamos que podrían funcionar pequeños contenidos audiovisuales para internet, ella mantiene vínculos con familiares de víctimas de feminicidio y entre ellos era el de Esperanza Lucciotto, mamá de Karla Pontigo que tiene muchos años en la exigencia de justicia, 10 años impune el feminicidio”.
Olivia contó que fue iniciativa de la señora Esperanza contar su testimonio de una manera más profunda, es decir, dando detalles, desde su perspectiva de cómo ocurrieron los hechos.
“Pensamos que iba a ser un material pequeño, pero estando con la señora Esperanza su exigencia de justicia es tal que nos quedó un largometraje, nos llevó un tiempo largo la entrevista, y el proyecto se fue centrando en el caso de Karla, comenzamos a filmar a finales de 2019, cerca de su séptimo aniversario luctuoso, y se dio que hubo varios eventos en conmemoración de esta lucha y vino gente de Amnistía Internacional, después tuvimos esta marcha histórica en 2020 el 8 de marzo que fue muy sobresaliente”.
El documental cuenta con una estructura basada en el testimonio de Esperanza y algunas imágenes que se registraron durante protestas de varias colectivas, imágenes que fueron formando los episodios que tiene el largometraje de 60 minutos.
La directora de “Justicia para Karla Pontigo” detalló el documental se estrenó en línea en 2020, esto a causa de la pandemia por el covid-19, aunque ha tenido más de 45 mil visitas en Youtube y recientemente ha sido proyectada varias veces en la Cineteca Alameda y el Museo Federico Silva.
Olivia Portillo dijo que en la película no se tomó en cuenta el testimonio de los presuntos agresores o victimarios, pues no fue pensado como un documental de un mecanismo de justicia, sino que es un proyecto académico para visibilizar el caso y para sensibilizar a la sociedad civil: “Es lo mismo, no hay más datos nuevos, sino que es un testimonio paciente en el que platicó todo a detalle”.
Al cuestionar sobre cómo es trabajar con la madre de Karla Pontigo y el resto de su familia, Olivia reiteró que le sorprende lo fuerte que son; agregó que el hablar por años sobre el feminicidio les ayuda para poder ser más claros al brindar su testimonio.
“Son una familia unida, la señora Esperanza sigue siendo mamá de otros dos hijos, Fernando y Pedro, me encontré con una familia unida en la lucha de búsqueda de justicia. Fernamdo siempre acompaña a su mamá, se mantiene pendiente de la actualización del caso, ellos fueron muy abiertos en el esclarecimiento del caso, nos dejaron entrar hasta la habitación de Karla, fue con calma la entrevista. Son personas que en la medida de lo posible tratan de seguir su vida normal y la señora Esperanza es un ejemplo de lucha para muchas mamás o familiares de víctimas, no se ha conformado a pedir apoyo a autoridades de San Luis Potosí sino nacionales e internacionales”
Olivia Portillo señaló que lo que se logró una vez proyectado el documental fue sensibilizar a la sociedad, donde se muestran todas las implicaciones que no quedan tan claras cuando hay una circunstancia como es el caso de Karla Pontigo:
“Por ejemplo para las mujeres tener más cuidado con las personas que te rodean, saber más de esa gente, las invitaciones laborales que te hacen, el documental pone acentos en eso, cómo parecía que donde no había nada, la llevó a la muerte. Deja ver cómo es más complejo el dejar un feminicidio impune, cómo se escala la violencia hasta el grado de feminicidio; el hecho de ponerle cara, nombre, historia, una familia, hace que nos impacte el caso ‘todas podemos ser Karla o Esperanza’. Aporta a alzar la voz y a que sea una aportación en la memoria histórica en los feminicidios de San Luis Potosí, que no crean que se nos olvidó el nombre de Karla”
La directora del documental comentó que se retomó un caso emblemático como el de Karla Pontigo, que luego de 10 años sigue impune, por la violencia que tuvo y por los actores implicados, donde existen omisiones en diferentes niveles, desde el Hospital Central con la negligencia médica hasta la poca efectividad de las nuevas administraciones en el gobierno estatal que no han tomado con seriedad el caso.
Olivia argumentó que tanto en redes como en las proyecciones en recintos del documental la respuesta de las personas ha sido fuerte, pues es un evidente “grito ahogado” ya que no tiene un final de película: “De acuerdo con los comentarios genera mucha impotencia, enojo, quedan preguntas, todos dicen ‘pero no hay nadie en la cárcel por esto’, hay bastante rabia. Hoy diría que no es miedo lo que hay, sino es la molestia de que no haya ningún responsable, se mencionan culpables pero es algo que no es oficial, las evidencias no las terminan de reunir a pesar de que en su momento las había y las desaparecieron”.
La directora agregó que se debe recordar que el feminicidio de Karla Pontigo no es un caso cerrado y sigue doliendo a la familia y espera que no gane la impunidad, por lo que su motivación para participar en la obra fue que se haga justicia, ya que al abordar el tema se genera empatía para que las autoridades profundicen más.
“Desde mi lado seguiré trabajando desde una perspectiva más activista audiovisual, me parece que las imágenes y sonidos tienen mucho poder. A veces es desesperanzador de que cambien los gobiernos y vienen otros y no avanza mucho el caso, la misma señora Esperanza es un icono, un emblema viviente de seguir en esa lucha, porque Karla dejó de ser solo una chica, porque Karla es todas y si este caso lograra tener una resolución sería muy importante para todo San Luis Potosí”.
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Por: Redacción
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano
Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado
Por: Ana G Silva
A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.
Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.
Inician.
Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.
La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.
A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.
Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.
Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.
En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.
Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.
En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.
En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:
Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.
Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.
Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.
Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.
Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.
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