diciembre 1, 2025

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#4 Tiempos

John Cleese contra el progresismo | Columna de Carlos López Medrano

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John Cleese

Luces de variedad

 

El gran comediante inglés John Cleese montó en cólera luego de que el servicio de streaming UKTV, propiedad de la BBC, retiró de la plataforma uno de los episodios de Fawlty Towers, serie que escribió y protagonizó en la segunda mitad de los años setenta. La corporación tumbó el capítulo temporalmente como un acto de conciencia debido a los estereotipos que contenía, así como por el lenguaje racista empleado por el mayor Gowen, un personaje septuagenario que, en teoría, debía entenderse como tal, alguien fuera de sí, ya con demencia, gagá. La decisión de la BBC llegó en medio de una atmósfera censora que se percibe a escala global, una arremetida de algunos sectores de la población que claman contra aquello que consideran ofensivo, así se trate de un personaje de ficción ridiculizado por un equipo creativo en busca de causar risa, y así, reducirlo. Como manifestación de su inconformidad, Cleese recuperó una cápsula televisiva que protagonizó en 1987 para reivindicar la coalición electoral SDP-Liberal Alliance de tipo centrista. “Es difícil saber si grabé esto hace 30 años o 10 minutos …”, dijo en sus redes sociales. Por la vigencia de su contenido hago una traducción aproximada de aquel mensaje a continuación:

La gran ventaja del extremismo es que te hace sentir bien porque te provee de enemigos. Déjame explicarte, la gran cosa de tener enemigos es que puedes pretender que todo lo malo en el mundo está en tus enemigos y todo lo bueno en el mundo está dentro de ti. ¿Es atractivo, no es así? De este modo si tienes mucho enojo y resentimiento […] puedes justificar tu propio comportamiento incivilizado solo porque estos enemigos tuyos son muy malas personas, y si no fuera por ellos, tú en realidad serías bondadoso, cortés y racional todo el tiempo. Así que, si quieres sentirte bien, conviértete en un extremista. Ahora bien, tienes que tomar una decisión. Si te afilias a la extrema izquierda, recibirás una lista de enemigos autorizados: casi cualquier tipo de autoridad, en especial la policía, el distrito financiero, los estadounidenses, los jueces, las corporaciones multinacionales, las escuelas públicas, los peleteros, los dueños de periódicos, los cazadores de zorros, los generales, los traidores de clase y, por supuesto, los moderados. Si prefieres la extrema derecha, ellos también tienen su propia lista, una que incluye a los ruidosos grupos minoritarios, los sindicatos, Rusia, los raros, los manifestantes, las sanguijuelas de la asistencia social, el clero entrometido, los blandengues pacifistas, la BBC, los huelguistas, los trabajadores sociales, los comunistas y, por supuesto, los moderados.

Era difícil pronosticar un nuevo auge de los extremismos para un año como el 2020, tan redondo en su nomenclatura y de promesa futurista. A estas alturas se antojaba un espacio con mayor civilidad y con coches voladores… al final ni una cosa ni la otra. Avances muchos, pero también una fuerte regresión. Una que preocupa de forma considerable es la de la gente incapaz de medir el arte, la ficción y el entretenimiento en sus propios términos y que es incapaz de entender un asunto que resulta fundamental para no provocar revueltas y descabezamientos cotidianos: los seres humanos cargan sin excepción muchos defectos y, algunos de ellos, actitudes repudiables. Ante ellos, con frecuencia autores o personajes históricos, no corresponde la quema irreflexiva del legado ni la supresión inmediata de sus representaciones, por el mero hecho de que bajo esa exigencia en la que solo sobrevive lo puro, lo inmaculado, al final nos quedaríamos sin nada, incluyendo de obra sublime que trasciende a sus creadores. Hay límites, claro, pero conviene analizar caso por caso antes de caer en una ola irreflexiva.

La modernidad presenta anomalías para aquellos que siguen creyendo en una historia lineal que conduce al jardín de rosas. Un siglo después hemos sido incapaces de emular la gracia de 1920, la vida del exceso, el sentido del humor, el encanto de la frivolidad. Entender que no todo debe provocar un cisma y que una ración de ligereza resulta necesaria para sobrevivir, para conservar los nervios fuertes y, entonces sí, luchar por lo verdaderamente importante, no por fruslerías. Tal vez nos hizo falta el guiño de las flappers y a más de uno le urge un martini para relajarse. En cambio, tenemos mucha amargura, algunas veces justificada, otra más un despropósito. La indignación se ha vuelto también, hay que decirlo, un modo de vida, una eficaz maniobra para obtener prebendas, cariño y aplausos de la muchedumbre, jugar al activista u obtener contratos para salir en conferencias, instituciones o en televisión. Prolifera también la imputación de etiquetas atroces que aparecen con total ligereza hasta que pierden su significado, haciendo que los verdaderos trúhanes acaben por camuflarse entre la colectividad de los malos, que a juicio de los extremistas son todos ya, salvo ellos mismos y los que comparten sus opiniones.

Es curioso: el arrecio de la corrección política no proviene más de aquella caricatura que otrora se hacía de los ancianos cascarrabias, religiosos de la vela perpetua que en su versión contemporánea resultaron moderados en comparación a la progresía del joven comprometido y tirado a la calle y a las plataformas virtuales como justiciero social. La víctima de estos dictaminadores puede ser la película favorita de tu abuelo, a la que no se les ocurre calibrar como una expresión de su tiempo, sino un producto al que se deben aplicar los barómetros actuales o, mejor dicho, los de su propia invención. Si no pasa la prueba, ha de ser censurada o se le debe poner algún mensajito de contexto y advertencia, elaborado por los de su estirpe, para avisar al público, que es tonto y no listo como ellos, de lo que viene a continuación. O puede que un comediante se haya burlado de lo que no debe ser burlado (y esto lo eligen los correctos) y, por tanto, su carrera debe ser arruinada. No es necesario ir a plantarse a su casa ni soltarle de golpes, basta el asfixio social, mediático, el amedrentamiento de armar escándalo por aquí y por allá, revisar minuciosamente tu pasado hasta encontrar el desliz que cualquier persona medianamente expresiva llega a tener. Y exhibirte. Los progresistas se dan palmaditas en la espalda los unos a los otros y si no estás de acuerdo, ya se sabe, eres un facho, un machito, un conservador

, alguien que debe ser borrado, ridiculizado, suprimido.

Simplifico y mezclo varios ejemplos, el objetivo es dar cuenta de un ambiente extendido (y que lleva ya algunos años con variación de intensidades) que en su asiento refleja lo dicho por John Cleese. Aquel mensaje ochentero es significativo ya en que en él atribuye a la extrema derecha un odio hacia la BBC, un sentimiento que décadas después tiró un capítulo emitido por la propia BBC, pero no debido a presiones de tal espectro ideológico, sino como una determinación que la empresa tomó al interiorizar una coyuntura caldeada por la extrema izquierda. Un hecho semejante, como tantos otros, debe invitar a la reflexión de la sociedad en conjunto, en especial a los que han tomado la destrucción, el arrecio, la quema y el derribo como una forma de anular el pasado y las posturas contrarias; un pasado que, con sus claroscuros, fue lo que fue y que conviene tener en la memoria como una referencia de lo que somos y lo que pudimos ser. No terminar, como temía Orwell, en una dictatura del presente, un delirio que destruye todo lo que hubo antes, que reescribe a sus antepasados, que altera cada registro, cada estatua, cada libro, todo, absolutamente todo, con la salvedad de la tendencia o moralidad actual, aquella en la que el partido, o en este caso el movimiento, siempre tiene la razón. Un movimiento que, conviene recordar, se erige como la representación popular cuando más bien se trata de un conjunto estimable, pero no mayoritario, de personas.

Pese a los posibles costos sociales que ello implique, entrar a la discusión es tan pertinente como enunciar el desacuerdo ante una especie de norma que intenta imponerse. Que no se malinterprete, la crítica de cualquier obra y de cualquier personaje histórico o actual es valiosa y necesaria, lo mismo que el reproche, el boicot o la organización de una protesta que igualmente configura otra esfera de libertad. Y hay cuestiones inadmisibles que hacen bien en permanecer en el basurero de la historia: debemos ser responsables de nuestras palabras y actos y saber que todo tiene una posible consecuencia (aunque igual, el ser humano es imperfecto y sería una locura borrar a cada uno del mapa por sus equívocos sin dar espacio al debido proceso). Refiero, más bien, a las maniobras intimidatorias que algunos grupos se reservan como marca registrada y que imposibilitan el diálogo, el enriquecimiento de la cultura y que suponen un peligro para la expresión; la imposición del pensamiento único, una sola corriente merecedora de la supervivencia que avanza sin contrapeso suficiente. Hay que alzar la voz cuando surja el colmo, la barbarie; fue así como el episodio de Fawlty Towers volvió a estar disponible en UKTV, gracias a que John Cleese abandonó el silencio y puso un alto.

Un riesgo mayor es que el extremismo acabe por enlazarse a políticas gubernamentales. Esto escalaría a una represión del pensamiento a un nivel sistemático. Al promover, por ejemplo, el castigo a los “discursos de odio”, medida en apariencia bondadosa, se pueden colar prácticas de autoritarismo, ya que en su tipificación ambigua se da cabida a censurar a cualquiera que vaya en contra de quienes ostentan el poder y sus satélites sociales (quienes a fin de cuentas deciden qué es “discurso de odio” y qué no lo es), mientras que el canon continúa comiendo más y más terreno.

Si atendemos a lo que dicen los feligreses de la corrección acabaríamos por ser consumidos por ese mismo león al que estamos alimentando. La construcción de la realidad como un cuento de hadas en la que solo entran aquellos que cumplen ciertos parámetros. Un mundo con más limitaciones. Y lo peor, nos quedaríamos sin Fellini, sin José Alfredo Jiménez, sin Céline… sin tantos otros seres que en su individualidad pecadora son, todavía, más relevantes y nutritivos que esa muchedumbre censora que lo mismo en las calles que en las redes clama y se burla para desaparecer aquello con lo que no concuerda. Todo desde una posición ventajosa: la falta de escrutinio que les otorga el anonimato. Pobres de espíritu a los que si uno los revisara con lupa (aunque ni ganas), a lo mejor tampoco salían vivos de las exigencias que imponen a los demás.

@BigMaud

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#4 Tiempos

Consideraciones sobre la amabilidad | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

Tenía Víctor Hugo, el gran escritor francés, veintisiete años de edad cuando publicó, en 1829, El último día de un condenado, novela o largo relato en el que se pone a describir los pensamientos íntimos, las agitaciones interiores y los estados de ánimo que se apoderan de un hombre que pronto -muy pronto- va a tener que morir. La justicia ha señalado ya el día y la hora en que deberá tener lugar la ejecución; todo, pues, está listo…

Pero, no: ¡no todo está listo! Puede que lo esté el cadalso, puede que lo esté el verdugo, pero este hombre todavía no está listo. ¡Aún no sabe por qué debe morir! «Soy joven, estoy sano y fuerte –gime en el calabozo-. La sangre circula libremente por mis venas; todos mis miembros obedecen a todos mis caprichos; estoy robusto de cuerpo y de mente, preparado para una larga vida. Sí, todo esto es verdad; y, sin embargo, padezco una enfermedad, una enfermedad mortal, provocada por la mano del hombre».

Afuera, en la calle, todos ríen y se gozan: el calor del sol es bueno, la vida es bella. ¡Ah, tienen razón al mostrarse tan alegres! Para ellos hay futuro. ¿Cómo no sonreír cuando a la noche sigue el día, cuando se espera vivir muchas noches y muchos días? En cambio él… ¡Quizá no haya para él ni otra noche ni otro día!

Llama la atención, sin embargo, cómo es que este hombre se da cuenta de que no le queda mucho tiempo: ¡por la amabilidad del personal penitenciario! ¿De cuándo acá se mostraban tan amables estos monstruos de indiferencia? ¿De cuando acá? «El camarero de guardia acaba de entrar en mi calabozo, se quita el gorro, me saluda, pide perdón por molestarme y me pregunta, suavizando en lo posible su voz ruda, lo que deseo para el desayuno. Me entran escalofríos. ¿Será hoy?».

Es decir, ¿será hoy cuando tenga que ser ejecutado? Tanto refinamiento, tanta delicadeza le parecen francamente sospechosos. Hasta hace poco todos le hablaban a gritos, brutalmente, pero hoy se descubren la cabeza para saludarlo y hasta ejecutan ante él respetuosas reverencias. Sí, es posible que sea hoy. El condenado, entonces, se pone a temblar. Es que no era normal, no era normal en absoluto que…

Pero las cosas se complican todavía más cuando, de pronto, la reja del calabozo se abre y aparece en el marco de la puerta una figura pequeña, de largos bigotes negros, y amable hasta la falsedad. «Sí, es hoy –piensa el condenado al ver a este individuo ejecutando todas las ceremonias de la cortesía-. El mismo director de la prisión ha venido a visitarme. Me pregunta lo que me gustaría o podría serme de utilidad; incluso hasta expresó el deseo de que no tuviera quejas de él o de sus subordinados; se interesó por mi salud y por cómo había pasado la noche. ¡Al salir me llamó señor! ¡Sí, es hoy!».

Y admírese usted: los pensamientos del condenado resultaron ser ciertos; su intuición no lo engañó. Era hoy, precisamente cuando debía morir. No se equivocaba.

¿Por qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último momento? Al parecer, sólo los muertos –o los que están a punto de serlo- logran conmovernos. «¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! –exclama el personaje único de La caída

, el famoso monólogo de Albert Camus (1913-1960)-. El homenaje se les ofrece entonces con toda naturalidad, ese homenaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiésemos durante toda su vida… Observe usted a mis vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en el que usted vive. Los inquilinos dormían su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero. Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan».

¡Los hombres sólo somos corteses con los muertos! He aquí lo que el Nóbel francés quiso decir. Pero no sólo lo dice él. He aquí, por ejemplo, lo que Máximo Gorki (1868-1936), el escritor ruso, escribió en su autobiografía: «¡Las misas de difuntos son las más bellas de toda la liturgia! ¡Hay en ellas ternura y piedad para los hombres! ¡Nuestros semejantes no compadecen sino a los muertos!».

Está bien, está bien, así es. Y, sin embargo –me digo-, he aquí un método para cultivar la cortesía: ver en el otro, ese que ahora está junto a mí, un condenado a muerte -¡que lo es, sólo que él no lo sabe, o lo ignora, o no quiere pensar en ello!- y tratarlo como si mañana ya no fuera a estar aquí; tratarlo, en una palabra, con las mismas atenciones que el carcelero dispensó al condenado a muerte en el relato de Víctor Hugo. ¡Ah, si nos viéramos como somos, es decir, como mortales, qué dulces seríamos en nuestras relaciones, y qué corteses!

Dice Aliosha a Lisa en Los hermanos Karamazov, la novela de Fiodor Dostoyevski (1821-1881): «Hay que tratar muy a menudo a las personas como si fueran niños, y a veces como si fueran enfermos». No está mal, no está del todo mal. ¿Con qué delicadeza no trataríamos a una persona si supiéramos que quizá hoy mismo va a morirse? ¿Y cómo estar seguros que no será hoy el día en que morirá? Por eso, más vale ser amables con él.

Otra cita más; ahora la he tomado de Sobre héroes y tumbas, la novela de Ernesto Sábato (1911-2011), el escritor argentino: «¿Sería uno tan duro con los seres humanos si se supiese la verdad que algún día se han de morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?».

Todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal. El silogismo nos sale bien; en el fondo, los hombres no somos tan ilógicos como parecemos a primera vista. Sólo que no siempre sacamos de nuestros razonamientos todas las consecuencias pertinentes al caso.

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#4 Tiempos

“México, esta niebla que arde” | Apuntes de Jorge Saldaña

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APUNTES

Culto Público, si no han leído la novela “Niebla Ardiente” de la muy joven escritora, Laura Baeza, les recomiendo hacerlo como desde ayer

Tuve la oportunidad de conocer a Laura personalmente hará unos cuatro años, ¿Qué les digo? Una de esas circunstancias alineadas que convergieron en el segundo piso de la librería Gandhi del centro, la de los Arcos Ipiña.

Fue en un taller breve de escritura creativa previo a la presentación formal de su libro, el que les recomiendo. Si conocerla fue una circunstancia, convivir con ella e intercambiar casualidades fue de plano como regalo de estrella fugaz.

Fui de los selectos y afortunados que en grupo terminamos sentados con ella en “La Oruga y la Cebada” en el Callejón San Francisco, conversando sobre lo que duele y lo que salva, entre un par de cervezas y una cena sencilla.

Ella me firmó su libro con una frase que ahora, en este 25 de noviembre, regresó a mi atormentada cabeza: “A Jorge, que siempre nos una el deseo por hallar algo más en esta realidad tan rara…con todo cariño, Laura Baeza”. El momento de por sí, ya era una realidad rara.

A la distancia, empiezo a creer que su frase fue más que optimismo, y es más un deber moral, y es que su ficción (vuelta a releer en estos días) se parece demasiado a México.

No es “spoiler” (o como se diga) pero “Niebla Ardiente” detalla el regreso de su protagonista Esther a México pensando en encontrar a su hermana Irene, quien había desaparecido hace años, y a quien creía muerta, cuando de la nada, un primero de enero en un reportaje que vio en la televisión, Esther la reconoce en una marcha y se lanza en su búsqueda.

Pero la novela, la primera de Laura (y creo que premiada) realmente no comienza allí. Comienza donde casi todas las historias de violencia en este país empiezan: en los pasillos de la burocracia, en los que los papeles cuentan más que las personas.

Esther aparece en un México reconocible para cualquiera: expedientes mutilados, archivos “perdidos”, oficinas donde la verdad siempre llega después de que las secretarias coman sus gorditas grasosas y funcionarios que usan el futuro para encubrir lo que nunca harán.

Es en esa atmósfera donde la desaparición deja de ser un crimen y se convierte en un proceso. Como alguien escribió: los países se definen por cómo recuerdan; México, al parecer, se define en cómo olvida.

En medio de esa maquinaria oxidada, Esther descubre a un policía. No es un héroe: es un hombre cansado que simplemente no rompe las reglas pero las dobla para que la realidad duela un poco menos. Ese personaje era como algo que escribió una pensadora feminista de la que en este momento no recuerdo su nombre “la dignidad aparece cuando alguien no mira hacia otro lado”.

En fin, siguiendo con la novela y nuestra realidad, este policía mira. Acompaña. Abre una grieta. Y sin embargo, ni siquiera es lo suficientemente poderoso para luchar contra un país donde las fosas clandestinas actúan como el archivo nacional.

La comparativa y reflexión con la novela va porque hoy es 25 de noviembre y México sigue siendo esa tierra donde la violencia parece que no importa, sino que se repite. Casi 2 feminicidios cada día. 3,284 mujeres asesinadas en 2024. 89% de impunidad. Una agresión física cada siete minutos. Más de 10 millones de mujeres violentadas digitalmente. En San Luis Potosí, 24,000 víctimas por cada 100,000 mujeres.

Uno quisiera creer que estos números son de un país lejano, pero no. Están aquí, sobre las mismas banquetas que caminamos todos los días. Ese es el verdadero crimen de México: haber entrenado a la gente para no sorprenderse.

Sí, no se debe negar que mucho se ha hecho pero poco alivia (hoy casi todos los gobiernos e instituciones hablan de esto, pero mañana la rutina sigue).

Sí, con la llegada de Claudia Sheinbaum como la primera presidenta de México, llegaron todas…excepto las que no alcanzaron a llegar porque les truncaron la vida.

El nuestro, es un país donde buscar es amor—y protesta.

Igual que como ocurre en la novela de Laura, que no describe un país imaginado sino nuestro México. Uno donde las hermanas encuentran hermanas, donde las madres encuentran hijas, donde las mujeres salvan mujeres. Un país donde todavía hay justicia, pero casi siempre fuera de los edificios públicos.

Y así como Esther enfrenta la niebla, miles enfrentan la opacidad del Estado día tras día: ventanas cerradas, sistemas incompatibles, versiones contradictorias, funcionarios que deletrean la palabra “protocolo” como si lanzaran un hechizo contra la verdad.

México es hogar de una burocracia tan grande que hasta la violencia tiene formularios que completar.

Tras varios años de no recordar la anécdota con la escritora, hoy vuelvo a esa dedicatoria: “encontrar algo más en esta extraña realidad…”

Ese “algo más” no es una esperanza ingenua. Es algo que se parece más a la obligación de nunca acostumbrarse, “la memoria es la única defensa contra la repetición del horror”.

Por esa razón, espero, que por cada mujer desaparecida o mujer luchando por no desaparecer, o lidiando contra cualquier tipo de violencia, recordemos que la niebla espesa arde. Y que si arde, es porque la herida está abierta.

Hasta la próxima. Jorge Saldaña.

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#4 Tiempos

Diego José Abad ilustre formador de potosinos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

El majestuoso edificio central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí que fuera construido en el siglo XVII y alojara a la Compañía de Jesús se convertiría en un edificio característico de la educación en San Luis Potosí. En ese edificio funcionaría el Colegio de San Ignacio de la Compañía de Jesús orientado principalmente a la educación de primeras letras; posteriormente se establecería en dicho edificio el Colegio Guadalupano Josefino instaurado por Gorriño y Arduengo siendo el primer establecimiento de educación secundaria o superior en San Luis, dando paso posteriormente, al reinstaurarse la República al Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí que se convertiría en el primer establecimiento en obtener la autonomía universitaria dando paso así, en el mismo edificio, a la actual Universidad Autónoma de San Luis Potosí.

De los profesores ilustres que tendría el Colegio de San Ignacio de San Luis Potosí, se encuentra Diego José Abad, uno de los impulsores del pensamiento moderno en México y que tuviera influencia del jesuita Rafael Campoy, también profesor en San Luis Potosí y de quien tratamos en anterior entrega de El Cronopio en La Orquesta.

La física, o filosofía natural, formaba parte del cuerpo de temas de la filosofía en los cursos que de ella se realizaban en Nueva España y se dedicaba una parte a la lectura de temas de física, principalmente la aristotélica. De esta forma existirían manuscritos sobre la física como parte de cursos de filosofía, situación que se haría común, al ser redactados apuntes para los diversos cursos que se ofrecerían en Nueva España. La mayoría de esos textos se encuentran perdidos, pero existen las referencias que aseguran su presencia, los cuales fueron escritos, en su mayoría, por sacerdotes y frailes que pertenecían a diferentes órdenes religiosas.

Diego José Abad, puede considerarse el más profundo de los jesuitas innovadores; su Curso fue muy influyente, es bastante completo y se ven por todas partes las influencias modernas. Este curso, que ya no lleva el nombre de Cursus Philosophicus

, sino simplemente el de Philosophia, aparece en un manuscrito del Colegio de San Pedro y San Pablo de México, cuyo contenido se enseñó desde 1754 hasta 1756.

Comprende la lógica, la física y la metafísica. Es el primer intento de asimilar (y no simplemente de atacar, como hasta entonces se hacía las más de las veces) las ideas modernas

. En particular, se refiere a Gassendi y los atomistas, y trata de conciliar el atomismo con el hilemorfismo aristotélico. Intenta hacer lo mismo con Descartes, opuesto al gassendismo.

Habla de la necesidad de construir la física con ayuda de la experimentación y la matemática. Acepta el atomismo en el campo físico, mas no en el metafísico. Dice que muchas ideas aristotélicas sobre el cielo han sido abandonadas por los escolásticos después del descubrimiento del telescopio, mediante el cual se han podido ver las manchas del Sol. Lo mismo en cuanto a la noción del vacío, después de los experimentos de Torricelli, Otón de Gericke y Roberto Boyle. Cita a Maignan, y mucho a Descartes en cuestiones de filosofía del hombre. Aunque las más de las veces defiende la tradición, ya se muestra abierto a integrar ideas de la filosofía moderna.

Fue profesor del Colegio de jesuitas de San Luis Potosí donde enseñó gramática a los potosinos y donde fincó su formación filosófica sin rechazar las ideas del pensamiento moderno, pero con una posición crítica.

Diego José Abad nació en Jiquilpan en 1727 y tras la expulsión de los jesuitas moriría en Bolonia en 1779.

Si se interesan en ubicar su obra en el ambiente cultural y científico de la Nueva España pueden consultar nuestro artículo: Manuscritos y libros Novohispanos y Mexicanos de Física y Filosofía Natural, en la dirección:

https://www.researchgate.net/publication/391327380_Manuscritos_y_libros_Novohispanos_y_Mexicanos_de_Fisica_y_Filosofia_Natural

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Opinión

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