#Si Sostenido
El telegrama del comerciante | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
Un viejo comerciante, famoso por su tacañería, fue una vez a un mercado lejano a vender su producción anual de calabazas. Cuando hubo vendido hasta la última pieza, movido por un inusual sentimiento de ternura hacia su mujer, se dirigió a la oficina postal de la localidad para enviarle un telegrama. Parecerá mentira, pero la verdad es que la extrañaba. ¡Ah, su mujer! ¿Por qué no proporcionarle una pequeña alegría diciéndole cuánto la amaba? Escribió en un papel que tendió después de mal modo a un telegrafista vestido de azul: «He vendido bien las calabazas. Regreso mañana. Abrazos afectuosos».
Un poco para cerciorarse de que el mensaje estaba escrito según sus deseos, y otro poco para no escribir de más, lo releyó. No, la frase no acababa de gustarle: era demasiado larga, es decir, demasiado cara.
¡Oh! –se dijo a sí mismo-, ¿y para qué poner la palabra bien si mi mujer sabe que yo siempre vendo bien mis calabazas? Hasta ahora nadie me ha ganado en el difícil arte del regateo. ¡Para comerciantes, yo! Eliminemos, pues, esta palabra inútil.
El mensaje quedó así: «He vendido las calabazas. Regreso mañana. Abrazos afectuosos».
Volvió a leer el texto. Pero tampoco ahora acababa de gustarle: seguía siendo demasiado largo.
-Pero –volvió a decirse-, ¿no es verdad que mi mujer ya sabe a lo que he venido a este pueblo lejano, es decir, a vender mis calabazas? ¿Qué novedad podría ser esta para ella? Borremos inmediatamente eso de que he vendido las calabazas; nunca, que yo recuerde, he regresado a casa con ellas. ¡Al diablo con las palabras superfluas! Ahora el telegrama está más que perfecto: «Regreso mañana. Abrazos afectuosos».
El hombre volvió a ponerse pensativo. Algo había allí que no lo convencía.
-¿Y no es obvio que si ya vendí las calabazas regreso mañana? ¿Es que no sabe ya mi mujer cuándo regreso? ¡Por supuesto que lo sabe! ¿Cómo no va a saberlo? ¡Que me enseñen al loco que pagaría una noche de hotel por el puro gusto de malgastar sus pesos! Tachemos, pues, esto de que regreso mañana: se trata de una frase cara además de inútil. Viéndolo bien, con esta basta: «Abrazos afectuosos».
-Pero, ¿qué es eso de «abrazos afectuosos»? –siguió diciéndose a sí mismo el comerciante-. ¿Y de cuándo acá estos efluvios sentimentales? ¿Es acaso Navidad o Año Nuevo para andar en vena de abrazos y arrumacos? ¿Es acaso cumpleaños de mi mujer o algo por el estilo; es acaso el día de San Valentín, por ejemplo? ¡Qué cursilería! Yo no soy un hombre que se pase la vida dando abrazos, ella lo sabe y además así me quiere. Borremos también esta desagradable expresión».
Decidido lo cual, el viejo estrujó el papel en el que había escrito el mensaje y salió de la oficina más que satisfecho por haber vencido la malsana tentación de gastar su dinero en caprichos tan perniciosos para la estabilidad de los bolsillos. Y colorín colorado…
Vistas las cosas desde el lado puramente económico, el comerciante tenía razón: cada una de las frases del telegrama podía ser suprimida. Pero, al suprimirlas todas, suprimía también la alegría que pensaba, por sorpresa, darle a su mujer. ¿Para qué hacer, pues, una llamada telefónica, escribir una carta, enviar un e-mail si todo esto cuesta dinero y de cien palabras que digamos o escribamos ninguna será esencial? La respuesta es simple: para cultivar el cariño. Nada más. No es esta o aquella palabra la que vale, sino todas en conjunto, es decir, el detalle.
«Oh, ¿para qué hablarle? Ya sabe él cuánto lo aprecio». Con esta sola frase solemos excusarnos de todas nuestras omisiones, de toda nuestra pereza y de toda nuestra tacañería. Sí, es probable que lo sepa, pero a lo mejor lo duda: como nunca le hablamos ni le escribimos en las fechas más significativas de su calendario personal…
No es que los demás esperen de nosotros palabras esenciales; esperan solamente esas humildes palabras comunes que poseen, paradójicamente, este extraño poder: el de inclinar la balanza hacia el lado del afecto.
En un texto escrito, en una página impresa, no es esta o aquella palabra la que cuenta: es el conjunto de palabras, las frases, los párrafos enteros. Al Quijote se le puede quitar una palabra y no pasará nada. Se le pueden quitar dos y los críticos ni siquiera lo notarán (¡ni que fueran tan sabios!). Pero si se le quitan todas, acabamos con el Quijote. Es así.
Según Pedro Salinas (1891-1951), el poeta español, un telegrama –hoy diríamos, un e-mail– jamás valdrá lo que vale una carta; «la carta –explica en su Defensa de la correspondencia epistolar– ayuda a seguir sintiendo al corazón del que ya no puede ver. ¡Qué de innúmeros vínculos de humano afecto, qué de amor, de comuniones espirituales, de compañerismos del alma, no se salvan gracias a una carta!… Por lo tanto, ¡que viva la carta y muera el telegrama!». Todo esto es muy cierto, y yo aplaudo con entusiasmo sus palabras, pero es preciso reconocer que también los telegramas sirven de algo, por lo menos en algunas ocasiones en que no se puede más. El telegrama es parco, pero por lo menos dice algo…
¡Era claro que la esposa sabía que su marido había vendido bien las calabazas, que regresaba mañana, que eso de los abrazos afectuosos era sólo una frase retórica, pues aún no existen los abrazos a larga distancia! Claro que ella sabía todo esto. ¡Pero qué feliz se habría puesto al recibir, de pronto, aquel telegrama inesperado!…
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#4 Tiempos
Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam
VOLUTA
En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?
Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?
Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:
¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.
Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.
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#4 Tiempos
Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam
VOLUTA
Eso me dijo mi papá:
-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.
Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.
Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.
Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.
Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.
Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.
Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.
Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.
¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.
Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.
Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.
Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo
También lee: ¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
#4 Tiempos
¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
VOLUTA
Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.
Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.
Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.
Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.
Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.
A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para dar nos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera . La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.
Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.
En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.
Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.
En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).
Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?
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