#4 Tiempos
Manuel Nava, médico, humanista impulsor de la autonomía universitaria | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En las primeras décadas del siglo XX una buena cantidad de potosinos que habían pasado un tiempo en la Universidad de San Luis o en el Instituto Científico y Literario, formados con altas especialidades en varias áreas del conocimiento y que realizaban una actividad prestigiosa y despuntaban en la vida cultural mexicana, se encontraban en la Ciudad de México. Uno de estos personajes que había decidido regresar a San Luis Potosí a realizar su práctica profesional en el área de la medicina y que contribuiría en la docencia en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, sería el Dr. Manuel Nava Martínez. Con una formación que le permitía ver las carencias de formación en la universidad de San Luis, donde iniciara sus estudios, y lo que debería de ser una verdadera universidad, le fue decantando en su participación en la vida política universitaria.
Su relación con los potosinos que se encontraban fuera de la ciudad y, que tenían esta visión adquirida en su formación en instituciones de calidad, sería un factor importante para iniciar un programa de reorganización universitaria que lograra modernizar la universidad de San Luis y convertirla en una verdadera universidad, que pudiera atender la formación de sus jóvenes y contribuyera al desarrollo social de la población atendiendo la solución de sus propios problemas, tanto educativos como profesionales, esos problemas que demandaba la sociedad potosina.
De esta forma, la figura del Dr. Manuel Nava comenzó a sentirse al interior de la universidad, empujada por sus hermanos y amigos que coincidían en la emancipación del gobierno estatal y poder auto gestarse en bien de la juventud y sociedad potosina.
El Dr. Manuel Nava Martínez, fue alumno del Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí y vivió su transformación a Universidad Autónoma de San Luis Potosí, fue a realizar sus estudios de medicina a la Universidad Nacional de México, siguiendo la vocación de su padre el médico Manuel Nava, concluyendo los estudios en 1930, periodo en el que vivió el movimiento por la autonomía universitaria en la universidad nacional. Desde 1927 desempeñaba su labor en la tisiología al lado del Dr. Ismael Cosío Villegas. Manuel Nava hijo, había nacido en la ciudad de San Luis Potosí en 1903. Al terminar sus estudios regresa a San Luis desempeñando su actividad como médico ganando una reputación de médico eficiente y honrado.
Su desempeño profesional, así como su continua actualización en medicina le hizo merecedor a ser invitado por sociedades e instituciones académicas nacionales e internacionales como: la Sociedad Mexicana de Estudios en Tuberculosis y Enfermedades del Aparato Respiratorio, la Academia Nacional de Medicina, la Academia Mexicana de Cirugía, la American College of Chest Physician y la American Trudeau Society.
Manuel Nava fue catedrático de la UASLP desde 1930 y en 1944 fue candidato a la rectoría ganando las elecciones en una asamblea de 23 miembros del consejo, las cuales fueron desconocidas alegando que debía de contar con dos terceras partes de la votación. Finalmente, llegaría a la rectoría de la UASLP en 1952 lo que representaría una transformación en el plano académico de la UASLP.
Entre sus planes de trabajo se encontraba el que los profesores asumieran su compromiso en la cátedra con un mejor cumplimiento en sus labores como profesores, creando profesores de carrera y mejorando los laboratorios, realizando gestiones ante el gobierno federal y estatal para mejorar los fondos económicos de la universidad, crear institutos de investigación para impulsar la generación de conocimiento, exhortando a la comunidad universitaria a procurar el engrandecimiento de la universidad bajo el lema “pensar y trabajar”. Entre las actividades a las que se comprometió en lograr al frente de la rectoría se encuentra la de “fomentar en la Universidad la investigación científica, indispensable en los Institutos de esta naturaleza”
Una de las tónicas en el rectorado de Manuel Nava fue la creación del concepto de Departamentos, dependencias que podían estar integrados en Facultades y que podían estructurarse internamente con Institutos, dependencias donde podía realizarse investigación.
Entre las primeras acciones de Nava se encontraba organizar el órgano de gobierno de la universidad, viendo la necesidad de que cada escuela tuviera un director que presidiera a la comunidad docente de su escuela y a su consejo técnico consultivo, dando así la estructura que tiene en la actualidad la universidad, así cada escuela tendría un director un representante maestro y un alumno ante el Consejo Directivo Universitario, que serían elegidos por el propio Consejo Directivo ante una propuesta de tres maestros y alumnos por parte del Consejo Técnico Consultivo de cada Escuela y Facultad, mientras que el director sería electo por el Consejo Directivo de un terna propuesta por el rector, previa consulta con los respectivos Consejos Técnicos Consultivos y, duraría un periodo de cuatro años.
Bajo el rectorado de Nava surge el clásico escudo universitario y su lema, Siempre Autónoma Por Mi Patria Educaré, remplazando el lema particular de Nava “Pensar y Trabajar”. De la mano del Dr. Manuel Nava la universidad potosina logra su verdadera autonomía, de lo que poco se habla y que trataremos en futuras entregas.
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#4 Tiempos
Lo que viene siendo el amor | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Es fascinante la habilidad que tienen algunos para nombrar lo inasible con comparaciones que parecen no tener la menor relación con aquello de lo que hablan, como si la única forma de describir un fenómeno fuera desviar la mirada hacia un mundo distante y, en apariencia, sin ilación alguna. Dean Martin, por ejemplo, cantaba que uno sabe que está enamorado cuando la luna atrae tus ojos cual si fuera una pizza recién salida del horno y cuando las estrellas te hacen babear como un plato de pasta. Amor napolitano, amasado con harina y acompañado de vino en vaso grueso.
Morrissey, mucho tiempo después, y tras un silencio de siete años en su carrera, utilizó un truco parecido al aseverar que uno no ha estado enamorado si no has visto los astros reflejados en la alacena, sentencia que obligaba a preguntarse si alguno de nosotros había estado flechado en serio alguna vez o si, en cambio, solo habíamos confundido el rayo del sol con el tenue foco de la nevera.
Uno se fatiga de cumplidos ordinarios que parecen botones de repuesto para un abrigo, pero se reanima cuando aparece el ingenio agudo, sin pretensión, con una llamarada que no admite impostura. Uno de esos casos es el de Lesley Jacobs que dedicó un libro a su marido con una frase impecable que aspiro a que alguien me diga algún día: «Para David, la tónica de mi ginebra», como parte de un ensayo dedicado a dicha bebida espirituosa.
Jarvis Cocker también dominaba ese arte: y dio cátedra de ello en los años noventa con la letra de «TV Movie», en la que añoraba a un amor perdido tras el cual su vida había perdido rumbo y significado. La lejanía era equivalente a una resaca interminable, y reducía la vida a ser una película hecha para televisión: diálogos insípidos, actores que no convencen, una trama que se extiende sin sentido y, lo que es peor, sin sexo en el horizonte.
Por la misma época, en «Like a Friend», parte del soundtrack de Great Expectations (se podría hacer un buen recopilatorio con las mejores canciones aparecidas en películas de Alfonso Cuarón), el cantante tiraba hacia un amor no correspondido por medio de analogías que daban cuenta de su derrota, de su resquebrajamiento interior. El reproche por todas las heridas, injusticias y embates infligidas por la persona por la que apostó, pero también una devoción callada e incondicional ante alguien que le sonreía solo como amigo.
Eres la última copa de la fiesta que nunca debí beber
eres el cadáver escondido mi la cajuela
eres el mal hábito que no consigo dejar
eres mis secretos revelados en la primera plana cada semana
eres el coche que nunca debí comprar
eres el tren que nunca debí tomar
eres la herida que me hace taparme la cara
eres la fiesta que me recuerda que ya no soy joven
Eres como el choque de auto que veo venir, pero no puedo evitar
un avión en el que me dijeron que nunca debía subir
una película mala, pero que tengo ver hasta el final
Visto esto, déjame decirte algo:
Al final tienes suerte de que seamos amigos…
El desamor, por lo demás, también ha tenido definiciones destacadas. Woody Allen, en Annie Hall, comparaba una relación con un tiburón: si no avanza, muere. Y lo que él tenía con Annie, concluía, era un tiburón muerto.
Todos podemos recurrir al ejercicio de las definiciones. A mí me parece que la ruptura amorosa es apagar un cigarro sobre la yema de un huevo frito (el corazón del otro): un gesto contundente y liberador para quien lo ejecuta con desprecio, y cruel para el que observa impotente cómo se arruina el desayuno que tanto había anhelado. Lástima que yo no fume ni me gusten los huevos estrellados; estoy convencido de que ese acto debe de ser uno de los más devastadores y sinceros que existen, según del lado de la sartén en que uno se encuentre.
Otros amores son distintos, menos dramáticos: se instalan suavemente y se van igual, sin trinar y sin aspaviento. Son el hielo en la copa de un coctel que se disuelve de a poco y que, mientras dura, equilibra el trago y lo hace más llevadero, reconfortando en cada sorbo. Cuando desaparece no duele ni se echa en falta, aunque le reconoces su valía de aire discreto. Y hay mujeres, lo he mencionado ya en otra ocasión, que son como un café cargado: te levantan cuando estás aletargado por el somínfero de lo cotidiano, por el adormecimiento de quien ha perdido el carburador.
Ya se ve, hablar de ciertos tópicos inclina a la cursilería. Qué más da. Envejecer nos muestra que rehuir del ridículo es imposible, y que, al contrario, hay que arrojarse a sus brazos ya que en él se encuentra lo honesto, y también algo de lo verdadero.
Pero basta de amor, que ahí somos todos principiantes, decía Jonás Trueba en una de sus películas. Apuntaba Jardiel Poncela que definir el humor era como intentar atrapar una mariposa con un telégrafo. Lo mismo ocurre con algunas pasiones. En esas aguas uno corre el riesgo de ser uno de esos predicadores sorprendidos con chantilly y tubos de goma en el armario, o ser uno de esos gurús del estilo que van por el mundo vestidos de estropajo, gorra turquesa y lentes de mosca. Al escribir intento sonar a Bill Evans y no lo consigo.
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#4 Tiempos
Monólogo del hijo único | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
(Hace poco, en mi oficina, escuchaba el monólogo de un hombre solo –quiero decir, solitario-. Ahora lo transcribo entero, aunque agregándole unas cuantas citas tomadas de la literatura para demostrar que la suya no es una experiencia asilada, sino el sentir de muchas personas que, por la razón que sea, debieron vivir de pequeños sin otra compañía que la que se forjaron en su imaginación).
«La familia pequeña vive mejor». Hace treinta años la radio no dejaba de decir cosas como ésta, y claro, nuestros padres se lo creyeron. ¿En qué sentido vive mejor la familia pequeña? ¿En el sentido de que, como se dice en el rancho, entre menos burros más olotes?
Yo, que soy hijo único, siento hoy una gran nostalgia por los hermanos que nunca tuve. Con ellos cerca de mí, acaso mi vida no sería tan solitaria. Pero desde muy pequeño me acostumbré a reír solo, a hablar solo y a jugar con la única compañía con la que podía contar: yo mismo. ¿Hay algo más triste que un niño que, mientras arma un rompecabezas –un puzzle, según lo llaman hoy– habla en voz alta cual si todos sus amigos estuvieran allí armándolo con él? «Mira, dice el niño, aquí embona la pieza. No, no, ésta no va aquí», etcétera. ¿Con quién habla? Con nadie; quiero decir, con el aire, con su sombra.
Lo triste del asunto es que luego este niño se acostumbra a hablar solo, cosa que más tarde hará incluso en la calle, suscitando miradas si no recriminatorias, sí por lo menos de admiración o, en el peor de los casos, de lástima.
–¡Qué chico más serio! –decían las visitas que llegaban a mi casa mientras contemplaban mis ojos melancólicos. Y yo les sonreía con dolor tratándoles de explicar con mi mirada que lo mío no era precisamente seriedad, sino tristeza.
Un niño necesita más hermanos que juguetes. Esto es lo que me digo ahora que termino de leer el bellísimo relato de William Styron (1925-2006) titulado Una mañana en la costa. En él aparece también un hijo único que no se resigna a serlo y que ve con envidia a las familias de su entorno inmediato, tan llenas de hijos, en un pueblo de Virginia; el muchacho se llama Paul Whitehurst y… Pero permítame usted leerle la página entera:
«En la semipenumbra, mis ojos recorrieron la estancia, el reducido espacio de la habitación de un hijo único, pequeña y ordenada con aquella posesiva sensación de tenerlo todo en su sitio, sin la molesta presencia de los hermanos y hermanas que durante tantos años había ansiado tener y que ahora, en mi desolación, ansiaba tener con un dolor muy especial».
Antes de continuar, estimado padre, quizá convenga decir que la madre de Paul está agonizando en la habitación de a lado cuando él se dice a sí mismo estas cosas; muere de cáncer, y él no tiene a quien agarrarse para soportar su dolor. Una vez aclarado esto, volvamos a nuestro relato:
«En el pueblo había muchos niños. Era un lugar y una época de tendencias prolíficas y las casas del pueblo, a pesar de lo pequeñas que parecían, estaban llenas de familias numerosas y todos mis amigos tenían hermanos a quienes yo envidiaba por el simple hecho de existir…, espléndidos hermanos mayores y delicadas hermanas menores; incluso me hubiera encantado mimar y proteger a los pequeños mocosos que constituían el último eslabón de la cadena familiar.
Una vez que la hija de un vecino murió a causa de una caída de caballo, pude ver la desbordante fuente de amor y consuelo que surgió del corazón de la familia, hermanos y hermanas abrazándose y besándose como si el dolor se pudiera aliviar con el simple contacto de una carne de origen común.
Durante varias noches los hermanos dormían juntos en una sola cama, abrazados los unos a los otros para que ni siquiera el sueño pudiera separarlos en su aflicción. Yo, en cambio, me sentía tan solo en mi dormitorio como en una mazmorra. El calor era asfixiante y yo jadeaba como un pez en la oscuridad».
¿No es bella esta página? En ella está dicho todo. Un niño que tiene hermanos es fuerte para soportar cualquier prueba de la vida: le basta, en efecto, con colgarse al cuello de de uno de ellos y echarse a llorar hasta que la fuente de las lágrimas se seque y todo vuelva a comenzar.
Pero, ¿en el hombro de quién se llora cuando los hermanos no existen? ¡Respóndame usted!
Tener hermanos es poder decir: «Pase lo que pase, yo no estoy solo». En los momentos de aflicción yo no he podido ir a la recámara de un hermano y acostarme a su lado, así, en silencio, sólo para sentir el calor de un cuerpo que no me va a rechazar, de una piel que no me sentiría culpable de tocar.
Desde que alguien se puso a decir que la familia pequeña vive mejor, los hijos son vistos como unos advenedizos que lo único que vienen a hacer en este mundo es a robarles a sus padres libertad, dinero, sueño y comodidad.
A los que piensan que la familia pequeña vive mejor, yo querría repetirles lo que una vez, en un libro autobiográfico, escribió el gran historiador francés Pierre Chaunu (1923-2009):
«La infancia sola con adultos es triste. El único regalo válido que se le puede hacer a un niño es el de darle hermanos y hermanas».
Y continúa: «No se recalcará jamás bastante el papel de la fratría. Me basta comparar este recuerdo con el espectáculo que me ofrecen cotidianamente mis hijos. Yo no he conocido la fratría. Huérfano de madre a los nueve meses, recogido por un matrimonio cuadragenario, sin hijos, una tía y un tío político, he tenido una pequeña infancia feliz, pero una infancia que no me preparaba para el encuentro con los otros».
¿Lo ve usted? Son los otros, los hermanos, quienes nos van enseñando, paso a paso y golpe a golpe, como dice la canción, el difícil arte de vivir.
Nunca es fácil vivir con ellos, pero sin ellos todo es más difícil.
No sé, tal vez los hermanos existan para colgarse de su cuello en los momentos de duelo; para no estar solos mientras papá y mamá salen de casa, como los antiguos cazadores y recolectores, para traer de fuera algo que comer.
¿Esto que digo le parece absurdo? Si es así, piénselo un poco y al final respóndame…
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#4 Tiempos
Redefinir lo perdido y pelear lo que resta | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Este sábado San Luis se mide ante Pachuca en casa, con la presión de reponerse del puñetazo emocional que fue la derrota frente al América, no por los puntos que también pesan, sino por lo que se dejó ir en el Alfonso Lastras, un equipo que jugó bien, dominó metros, buscó, insistió y que no merecía irse con las manos vacías, hasta que un error al 89′ lo condenó. Esa herida aún palpita.
San Luis mostró un nivel prometedor frente a las Águilas, recuperación en posesión, agresividad por las bandas, un mediocampo que intentó abrir la cerradura americanista. No fue perfecto, hubo imprecisiones, como siempre, pero se vio un conjunto que entiende qué quiere ser. El gol de Zendejas al minuto 89, un recorte dentro del área aprovechando el momento de desconcierto tras un mal despeje de Andrés Sánchez en la salida del equipo, fue doloroso porque llegó cuando parecía que al menos arrancarían un empate justo.
Ahora Pachuca aparece tres días después, un rival de exigencia alta, curtido en estas luchas, que rara vez regala espacios. Para San Luis, este partido será una prueba de si aquella derrota frente al América fue un tropiezo fortuito o el síntoma de algo más profundo, de debilidad mental en últimos minutos, de nervios, de detalles que terminan costando caro.
Son varios los frentes que deben revisarse. La concentración hasta el último segundo, no basta jugar bien 80 minutos si al final te cae un gol evitable. San Luis tiene que aprender a sostener la estructura bajo presión, aun cuando el adversario suba la intensidad.
Valorar el balón en campo contrario, en el duelo contra América hubo fases en las que la posesión fue potosina, pero faltó aprovechar, decidir, definir. Ante Pachuca no habrá tanto margen de error en esos momentos, la puntería debe acompañar.
Mentalidad de empate como punto de partida, si bien ganar en casa es la exigencia, rescatar algo ante un grande puede funcionar como trampolín. Salir con la convicción de que al menos no pueden golearte, que debes imponerte en tu cancha.
Pachuca llega con el cartel de equipo serio, con ambición de salir del problema en el que está metido, un equipo que no está acostumbrado a pelear la zona baja. Mientras que San Luis no puede seguir mostrando dudas cada partido, desde aquí ya todos los juegos se transforman en una final si es que aspira a Liguilla o al menos a dejar una imagen respetable. Este sábado no será la excepción.
San Luis tiene ante Pachuca una oportunidad de redención, de demostrar que lo visto ante América y Santos no fue flor de un día, sino el indicio de algo mejor. Si comete el mismo error del minuto 89, si deja que se escape la recompensa cuando parecía merecerla, entonces no servirá de nada haber jugado bien. Porque en el fútbol, como en la vida, lo que se deja escapar al filo es lo que termina definiendo la historia que cuentan al final.
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