noviembre 12, 2025

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#4 Tiempos

Carta a un amigo atediado | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

 

La última vez que nos vimos, Ernesto, me dijiste que te hallabas un tanto atediado y que ya el hecho de mover un brazo o una pierna exigía de ti fuerzas sobrehumanas. Utilizaste la palabra tedio y no esa especie de comodín lingüístico denominado estrés que nuestros contemporáneos barajan cada vez que se hallan en la necesidad de hablar tanto de sus cansancios como de sus derrotas. Estrés: baúl de sastre, caja de herramientas en la que todo cabe, desde la depresión y la neurosis hasta la angustia y el hastío.

No es mi intención abrumarte con prolijos análisis etimológicos, pero antes de pasar adelante es necesario saber lo que debe entenderse por tedio o aburrimiento. Del aburrimiento se dice que procede del latín abhorrere, que significa aversión, o bien disgusto. A su vez, abhorrere viene de horrere, que significa lo que tú ya podrás imaginarte: horror. Aburrirse es, entonces, tanto horrorizarse como aborrecer. Pero, ¿horrorizarse de qué, aborrecer qué?

El Diccionario UNESCO de Ciencias Sociales define el aburrimiento de la siguiente manera: «Es un estado de ánimo que se caracteriza por un sentimiento de desazón, sin llegar a angustia, y por la conciencia de que el tiempo pasa demasiado lentamente, sin que, por otra parte, existan móviles de acción inmediatos». Más adelante, dicho diccionario –que es una verdadera joya, Ernesto, y si te lo encontraras por ahí deberías comprarlo– dice que la palabra aburrimiento apareció tarde y que hasta el siglo XV se usó más bien el término acedía, que era algo así como «una sensación de vacuidad vital sentida como desinterés frente a las incitaciones del mundo exterior». Pero la duda sigue ahí: ¿aborrecer qué? La vida, naturalmente; la vida con todo lo que ella  nos ofrece.

De una película decimos que es tediosa cuando, después de cierto tiempo, ya no produce emoción, sino que discurre de la manera más chata y previsible. De una canción decimos lo mismo cuando faltan en ella variaciones y los ritmos adquieren esa especie de fatigante monotonía que nos hace revolvernos en la silla. ¿Te ha sucedido alguna vez apagar de pronto el estéreo de tu auto y suspirar aliviado porque ya no soportabas más aquellos ruidos insulsos que te herían el tímpano? Te sentías incómodo, malhumorado, aunque no sabías por qué; pero instintivamente lo descubriste y una de tus manos se dirigió veloz hacia el botón rojo mientras te preguntas cómo es que no habías tomado antes tan drástica determinación: aquella, sin duda, era una canción tediosa.

Ahora bien, Ernesto, ¿es posible decir lo mismo de la vida? ¿En qué momento se vuelve ésta insoportable y sosa? Digámoslo de una vez: cuando todo nos parece igual, cuando los días se nos muestran idénticos unos a otros, cuando falta la emoción y la sorpresa. Lo que los antiguos llamaban tedium vitae tiene lugar cuando las novedades escasean y todo se convierte en una repetición monótona de lo mismo (o por lo menos cuando así nos lo parece). Ir al trabajo, regresar a casa, encender la televisión a la hora del telediario para escuchar las mismas –malas- noticias de siempre, irse a la cama, dormir, despertar y comenzar de nuevo otro día que transcurrirá igual que al anterior, y así por semanas, meses y años. Jamás un reconocimiento por parte de los superiores, jamás una palabra amable por parte de los que se supone que nos quieren, nunca un encuentro que rompa el cerco de esa rutina a la que con tanta paciencia hemos ido dando forma a lo largo de los años. ¿Cómo no atediarnos cuando la vida es tan insulsa, tan monótona?

El hastío –o tedio, o aburrimiento: llámalo como quieras- es como una irrupción de la nada en la vida de todos los días; es ese sentimiento extraño que de pronto se apodera de nosotros y nos hace exclamar: «¡Qué pocas cosas valen la pena!». El hombre bíblico también experimentó este sentimiento y expresó su malestar con las siguientes palabras, que ya conoces: «¡Vanidad de vanidades, y todo vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? Una generación va, una generación viene, pero la tierra para siempre permanece… Todos los ríos van a dar al mar, y el mar nunca se llena. Todas las cosas dan fastidio… Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada hay nuevo bajo el sol» (Qohelet, 1, 1-9).

El aburrimiento es una especie de descontento, de malestar –de horror, dice la etimología- por todo aquello que el mundo da, por las cosas que la vida ofrece y, por eso, es un sentimiento que puede hacernos alcanzar cumbres metafísicas con tal de que no nos abandonemos por entero a él. «La historia no me satisface, el mundo no me satisface», dijo Ionesco repetidamente en las páginas de su Diario; pues bien, eso es precisamente el aburrimiento: que nada parece estar hecho a la medida de nuestros deseos.

¿Cómo salir de él? Te propongo lo siguiente. Repasa una y otra vez estas palabras que escribió el filósofo francés Gustave Thibon (1903-2001) en uno de sus libros: «Comparar un hombre con otro hombre, un instante con otro instante, es traicionar la originalidad, la irreductible soledad de cada realidad; es, sobre todo, traicionar la plenitud de la elección divina, que dilata todas las cosas hasta lo absoluto. Empezamos a comparar cuando ya no amamos, cuando cesamos de acoger cada realidad como mensajera única del Dios único».

¿Te parece que un día es igual a otro? Te equivocas, porque Dios no se repite, y así como cada rostro es diferente a los miles de millones de rostros que hay o que ya fueron, así son de diferentes los minutos de esta vida. ¡Ninguno, absolutamente ninguno es igual al que pasó! Lo que sucede es que, como ya nos lo advirtió San Agustín, «el tiempo imita de lejos a la eternidad» haciéndonos creer que los días son todos iguales. Pero no lo son, y tu deber consiste en reconocer la originalidad de cada uno.

Los rostros no se repiten, y los días tampoco. Intenta vivir, pues, cada uno como una novedad, como si con él empezara la cuenta del tiempo. Porque es verdad: aunque no lo notemos, cada vez que amanece empieza el tiempo. 

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#4 Tiempos

La incansable divulgadora del conocimiento, Ikram Antaki | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Hace cincuenta años llegaba a México una siria recién graduada de doctora en etnología en la Universidad de París VII, y fincaría su actividad profesional en este país nacionalizándose mexicana y realizando diversas actividades relacionadas con su área de interés convirtiéndose en una de las intelectuales mexicanas más importantes de la segunda mitad del siglo XX en México; Ikram Antaki que había nacido en Damasco en 1947 en el seno de una familia de juristas y humanistas.

Su madre estudió la literatura rusa del siglo XIX y su abuelo que fuera el último gobernador de Antioquía, salvó a miles de armenios del exterminio en 1915, durante el asedio otomano. En 1969 viajó a Europa y siguiendo la vena familiar estudiaría literatura comparada, antropología social y el doctorado en etnología del mundo árabe.

En 1975 abandonó Francia para venir a México; Antaki narra su decisión que tomó abriendo un compás sobre el mapamundi y, siguiendo una línea horizontal imaginaría paralela al Ecuador, determinó que México era el país más lejano a Siria, “era el fin del mundo” un lugar que ella quería conocer. Al poco tiempo nacería su hijo y formaba así una familia mexicana e iniciaba su intenso trabajo intelectual.

Ikram se dedicaría a la docencia, el ensayo, el periodismo y la radio, convirtiéndose en una de las más importantes divulgadoras del conocimiento, encajando de manera natural en la vieja tradición mexicana en divulgación de la ciencia, donde caben de manera conjunta todas las disciplinas y que inciden en el ámbito cultural.

Escribió alrededor de veintinueve libros y agradecía a sus lectores “el deseo de saber”. Libros que proyectó su creación desde los ocho años y que guiarían sus intensas lecturas de obras literarias y de ensayo. Dejó en borrador muchos otros escritos de sus ambiciosos proyectos de divulgación.

Ikram Antaki, se definía a si misma: “Ahora me proclamo, de manera un poco simple, conservadora, aunque de hecho no es exactamente así; en la práctica sigo la frase de Averroes: ‘sean renovadores en todo lo que se refiere a la ciencia y el pensamiento, sean conservadores en lo que se refiere a los asuntos de los hombres’”.

Al morir en la Ciudad de México en el año 2000, Ikram Antaki estaba completamente dedicada a cumplir con la meta más ambiciosa de su vida: “He descubierto, en este país, que soy un ‘buen maestro’, no solo ‘un buen escritor’, alguien que sabe algunas cosas y que no las quiere guardar, sino compartir”.

Además de la escritura, a la que considera resguardadora de la memoria ante la memoria de la información mediática que es frágil, tuvo un importante papel en medios audiovisuales colaborando en los canales oficiales, once y trece

, y en numerosos programas de radio y conduciendo los propios, como fueron los célebres: el Banquete de Platón y el Ágora.

Los interesados en adentrarse al mundo de la divulgación científica, sobre todo cuando no existen instituciones formadoras para ello, pueden recurrir a las obras de Ikram Antaki y aleccionarse con sus narrativas llenas de información y basadas en el pensamiento crítico, como trabajos de síntesis del pensamiento y que traspasan los campos de la especialidad uniendo de manera natural la ciencia y el humanismo y su responsabilidad con la sociedad.

Su programa El Banquete de Platón, ha sido base de varios de sus escritos donde recoge lo tratado en el programa. En especial el libro, mas que recomendado, que lleva como título, simplemente: Ciencia, editado por Penguin en su colección De Bolsillo, no puede faltar en la lectura de quienes se interesan por el pensamiento y conocimiento desarrollado a lo largo de la historia de la humanidad.

Escrito en forma rigurosa y fácilmente asimilable, ayuda al lector a tener una idea rápida y actualizada de la naturaleza humana, el origen de las lenguas, las razas, el racismo, la inteligencia, la genética, el principio del universo, el tiempo, el cerebro y la descorazonada aventura de la modernidad científica que venció el oscurantismo.

Como le decía Ikram Antaki: “El merito de su parte (refiriéndose al lector), está en el hermoso y agradecible deseo de saber. El mérito, de mi parte, está, en la tentativa de síntesis”.

Recordamos así a una extraordinaria mujer que tomó a México como su casa y que contribuyó a la educación del pueblo con base en la divulgación y educación no formal, a través de sus libros y programas audiovisuales, convirtiéndose en una importante divulgadora del conocimiento en México.

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#4 Tiempos

Buscad el alfiler | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

-¡Qué hombre tan amargado! –exclamó una vez una dama de cierta edad señalando con el dedo, desde la distancia, a un compañero al que yo estimaba mucho-. ¿Qué traumas habrá sufrido en su infancia para haber perdido de tal manera el gusto por vivir?

¡Los traumas de la infancia! Sí, he oído hablar de ellos, pero no me convencen ni mucho ni poco. ¿Por qué debemos ir hasta la infancia de un hombre para explicarnos su mal humor de hoy? ¿Y si la infancia, por lo menos en el caso de este conocido mío, no tuviera nada que ver? ¡Ir tan lejos cuando la causa podría estar tan cerca!

Pero yo conocía la razón de ese permanente mal humor, de esa amargura: este amigo sufría a causa de su jefe, un déspota que trataba a sus subordinados como le daba la gana. ¡Ya sólo faltaba que les exigiera a todos bolearle los zapatos! Además, el ambiente de trabajo era, en aquella oficina, atroz y deprimente: allí todos envidiaban a todos y se ponían zancadillas los unos a los otros por el puro placer de ver cómo caían de la gracia de su superior, para observar cómo se despeñaban y se rompían la cabeza. Cada día de trabajo transcurría casi siempre entre gritos, susurros y rumores, y, por lo que he podido saber, nadie estaba seguro –ni lo está todavía hoy- de que mañana seguiría conservando el puesto que ocupaba apenas el mes pasado. Ahora bien, ¿quién no va a amargarse en un ambiente rancio como éste?

Yo conocía pormenorizadamente esta triste historia. Por eso me reí en silencio de las suposiciones de aquella señora que, por haber tomado un curso relámpago de psicología, ahora me hablaba de traumas infantiles y actos fallidos.

Sí, los humanos somos muy propensos a generalizar y elaborar hondas teorías que se vienen abajo justo en el momento en que comprendemos que las cosas no eran como pensábamos. De esta manía elucubradora se burló Alain (1868-1951), el filósofo francés, al escribir así en uno de sus Propos sur le bonheur: «Cuando un bebé llora sin consuelo, la nodriza suele hacer las más ingeniosas suposiciones respecto a este joven carácter y a lo que le gusta o le disgusta; invocando incluso a la herencia, ya reconoce al padre en el hijo. Estos ensayos de psicología se prolongan hasta el momento en que la nodriza descubre el alfiler, causa efectiva y real del llanto».

¡Ah, era eso! ¡Había un alfiler entre los pañales! Y pensar que la nodriza ya empezaba a sospechar ciertas cosas…

El hombre, según se ha dicho aquí y allá, es un filósofo que se ignora a sí mismo. Yo de esto nada sé. Lo que sí sé, en cambio, es que muchas veces, en lugar de buscar el alfiler, se pone a concebir graves y hondas teorías cuyo fundamento, para decirlo ya, es más que dudoso.

Una vez se quejaba conmigo un dentista diciéndome:

-¿Por qué la gente ya casi no me busca para arreglarse los dientes? Las nuevas generaciones son muy descuidadas. ¡En qué tiempos tan tristes nos han tocado vivir!, etcétera.

Pero no; por lo menos aquí no se trataba de los tiempos: era que este dentista tenía fama de trabajar sin anestesia –para ahorrarse un dinerito-, y la verdad es que sus pacientes lo que menos querían en su consultorio era ponerse a practicar el estoicismo.

El 4 de julio de 1765, Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799)

estaba quitadísimo de la pena leyendo un libro al pie de una ventana cuando de pronto… Pero dejemos que sea él mismo quien nos cuente lo que le pasó aquella vez: «Leía, cuando, de pronto, la mano que sostenía el libro se movió imperceptiblemente y esto hizo que recibiera menos luz. Entonces pensé que una nube espesa debía estar pasando de frente al sol y todo me pareció más oscuro, por más que no había perdido nada de luz». Y concluye el pensador alemán: «Con frecuencia sacamos nuestras conclusiones de esta forma: buscamos en la lejanía causas que muchas veces están junto a nosotros». «¡Oh! –hubiese exclamado otro que no fuera él-. El cielo se está nublando. Acaso llueva toda la tarde. ¡Y maldita la gana que tengo de que llueva esta tarde!». Pero no, el cielo no se nublaba: era el ángulo de su cabeza lo que había variado, produciendo en la página del libro una sombra que en el cielo no existía.

Yo me entretenía recordando estas palabras mientras aquella señora se quejaba de mi amigo. ¿Y por qué había que ir tan lejos -¡nada menos que hasta los traumas infantiles!- para buscar las causas de su amargura, puesto que éstas estaban casi al alcance de la mano? ¡Era el ambiente en el que se movía el que lo sacaba de sus casillas y lo ponía de mal humor! De modo que, una vez aireado ese ambiente, ¡adiós traumas infantiles!

Además, convendría no olvidar la lección que las semillas nos imparten todos los días. ¿Qué lección? Ésta: que no es posible crecer y desarrollarse en cualquier terreno. Una semilla de arroz, por ejemplo, jamás crecerá en el desierto, ni una semilla de mostaza en el frío de la tundra. Cada semilla, para crecer, necesita estar, por decirlo así, en su ambiente.

«Hay que florecer donde Dios nos ha plantado», dice una frase que aceptamos sólo por el hecho de que Dios es un buen sembrador que no se equivoca nunca, aunque por lo demás bien podría ser cursi y hasta falsa. ¡Un grano de trigo, por más que quiera hacerlo, jamás dará nada de sí si es sembrada en los hielos polares!

Y bien, tal es lo que había sucedido con mi amigo: que sencillamente no estaba en su elemento. ¿Y cómo, entonces, iba a crecer y a desarrollarse? «La impaciencia de un hombre –vuelve a decir Alain- tiene a veces por causa el haber estado mucho tiempo de pie; en vez de razonar contra su mal humor, ofrecedle un asiento… No, no digáis nunca que los hombres son malos; no digáis jamás que tienen tal carácter. Buscad el alfiler».

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#4 Tiempos

¿Y si un día dicen que ya no hay abortos… porque los escondieron todos? | Columna de Ana G Silva

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CORREDOR HUMANITARIO

 

Imaginemos que dentro de unos años, alguien desde el poder diga: “En San Luis Potosí ya ni se practican abortos, ¿para qué mantenerlo legal?” Esa frase, tan simplona como peligrosa, podría ser suficiente para justificar que se dé marcha atrás a un derecho conquistado a pulso. Y lo más grave es que, si revisamos los datos oficiales, el argumento ya estaría servido.

Porque según los Servicios de Salud del Estado, desde que se despenalizó el aborto hasta las 12 semanas de gestación, 132 mujeres han interrumpido su embarazo en San Luis Potosí. Pero —y aquí está la trampa— ninguna lo hizo por decisión propia. De acuerdo con las cifras, las 132 interrupciones fueron por motivos médicos. Cero voluntarias. Cero por libre elección.

Entonces, ¿qué nos están diciendo? ¿Que en todo un estado, con más de dos millones de mujeres, ni una sola decidió interrumpir su embarazo de forma voluntaria? ¿O que los hospitales y las instituciones están borrando esos datos, diluyéndolos entre diagnósticos clínicos para esconder una realidad incómoda?

Hace un año, San Luis Potosí celebraba lo que parecía un triunfo de la razón sobre el prejuicio: la despenalización del aborto. Hoy, ese avance empieza a parecerse a una mentira institucional. Porque si las cifras se maquillan, si la objeción de conciencia se convierte en excusa y si las mujeres siguen siendo rechazadas en hospitales, entonces el derecho a decidir se está convirtiendo en una simulación.

De los 107 puestos médicos en hospitales habilitados para practicar la ILE, uno de cada tres profesionales es objetor de conciencia. En Ciudad Valles, por ejemplo, 10 de 17 médicos y enfermeros se niegan a realizar el procedimiento. ¿Y qué pasa con las mujeres que viven en la Huasteca o en el Altiplano, donde no hay alternativas cercanas? ¿Qué pasa si una mujer llega al hospital de Valles, con doce semanas cumplidas, y le dicen que nadie puede atenderla porque todos son objetores

? Lo que pasa es que su derecho desaparece.

La colectiva ILE San Luis Potosí ha documentado estos casos, las negativas, la opacidad y la simulación. Han sido ellas —y muchas otras colectivas— quienes han tenido que acompañar a mujeres que, en teoría, ya no deberían estar suplicando por un derecho reconocido por la ley.

Y entonces hay que decirlo con claridad: un derecho que no se garantiza, es un derecho abolido en silencio. La resistencia institucional existe, y es tan sutil como efectiva: se disfraza de papeleo, de moral médica, de estadísticas convenientes. Pero su consecuencia es brutal: mujeres obligadas a continuar embarazos que no desean, porque el Estado decide mirar hacia otro lado.

San Luis Potosí tiene una ley que reconoce el derecho a decidir, pero no una estructura que lo haga realidad. Y si las autoridades siguen escondiendo las decisiones de las mujeres tras diagnósticos médicos, no solo están borrando datos: están borrando voces.

A un año de la despenalización, el aborto en San Luis Potosí sigue siendo un privilegio y no una garantía. Y si no se exige transparencia y acceso real, pronto podrían decirnos —con una sonrisa burocrática— que aquí ya nadie aborta. Y entonces, el silencio sería la excusa perfecta para volver atrás.

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