#Si Sostenido
Sinceridad | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas.
Aunque la sinceridad tiene muchos enemigos, en este lugar, por razones de espacio, me limitaré a mencionar los tres más peligrosos.
El primero de ellos es la opacidad o falta de transparencia. Cuando, por ejemplo, dice usted algo en voz alta, o cuando se ve en el deber de expresar una opinión respecto a un determinado asunto, ¿qué preferiría: que su interlocutor le muestre abiertamente su desaprobación o que se guarde sus impresiones y las diga después en otro momento y a otras personas, es decir, en su ausencia? La gente que sólo ve y calla tiene siempre algo de temible; son como los tigres, que no se sabe nunca cuándo saltarán sobre su presa. Hace muchos, muchos años, conocí de cerca un ejemplar de esta especie, y puedo decir que fue una de las experiencias más amargas de mi vida: sus ojos te seguían adondequiera que ibas, pero sus labios callaban. ¿Qué era lo que éste pensaba de mí? Nunca llegué a saberlo, y aún hoy mismo no lo sé, porque aunque sus ojos me siguen mirando, sus labios permanecen sellados. Sin transparencia las relaciones se vuelven demasiado recelosas, demasiado precavidas: se convierten en algo parecido al juego de un niño que se sabe observado por su preceptor a través de los cristales. «Vamos, juega, por mí no te detengas», le dice. Pero el niño sabe que todo lo que haga será conocido después por sus padres o tutores, y se contiene. Hace como que juega, pero en realidad actúa. (A este fenómeno mediante el cual el observador se engaña creyendo que el observado nada sospecha de sus observaciones, los psicólogos sociales han dado el nombre -ignoro por qué razón- de efecto Hawthorne).
Otro enemigo de la sinceridad es la adulación. El adulador no es opaco, no se calla, pero dice más de lo que siente. «¡Oh, no cabe duda que es usted una persona de excepción! ¡Como usted no hay dos en todo el planeta!». Que no haya dos como nosotros en todo el planeta es cosa de sobra conocida, y para enunciar este lugar común no es preciso armar tanto jaleo; después de todo, tampoco como nuestro interlocutor hay dos en todo el planeta y uno no dice nada: ¿de dónde acá, pues, tales transportes? Entonces, casi por instinto, empezamos a hacernos preguntas del tipo: «¿Qué querrá de mí este señor?». En el tono del adulador hay siempre algo que induce a la sospecha y mueve a tomar las debidas precauciones. Recuerdo el caso de una niña que le decía a su padre calvo cada vez que quería obtener algo de él: «Papá: ¿te está saliendo pelo o estoy viendo visiones?» El padre esperaba que no se tratara de visiones, evidentemente, y una vez que se ponía en el estado de ánimo en el que la niña lo quería, era fácil pedirle cualquier cosa. Todos los aduladores se comportan de la misma manera. No es que vean visiones: es que quieren otra cosa, y nosotros, en el fondo, lo sabemos.
Pero hay una tercera forma de atentar contra la sinceridad, y es, como ya hemos dicho en páginas anteriores, darla en dosis excesivas (propinarla más que darla). Se trata de la sinceridad del que dice: «Yo digo siempre lo que pienso», aunque, a decir verdad, nunca diga lo que piensa, sino lo que se le ocurrió en un determinado instante. Decir lo que se piensa sólo es posible cuando se le ha dado vueltas y más vueltas a un asunto y se tiene ya una opinión fundada sobre él, cosa que, por lo demás, raramente sucede. El sincero excesivo no dice nunca lo que piensa, sino más bien lo que no pensó, lo que no tuvo tiempo de pensar . Y, bien, lo dice; no se detiene ante nada: todas sus ocurrencias encuentran inmediatamente salida, pésele a quien le pese. Sus pensamientos son como un pus del que quiere liberarse para terminar de una vez con la gran infección que lleva dentro. «Usted disculpará pero yo soy así de franco. ¿Qué le vamos a hacer?».
No obstante, la sinceridad impone ciertas condiciones: la primera de ellas es que no debe ser inoportuna. A este respecto escribió Romano Guardini: «Hay personas veraces por naturaleza. Son demasiadas limpias para poder mentir, demasiado de acuerdo consigo mismas; pero a veces se debe decir: demasiado orgullosas. Esto, en principio, es espléndido; pero una persona así está en peligro de decir cosas en momentos en que no vienen a cuento, de herir a otros o de perjudicarlos. Una verdad dicha en mal momento o de mala manera puede también confundir a una persona de tal modo que le costará trabajo enderezarse otra vez. Esta veracidad no sería viva, sino unilateral, perjudicial e incluso destructora».
Otra exigencia de la sinceridad, sobre todo cuando se dispone a hablar de las personas –y ya no sólo de la historia anónima o de las noticias del día- es la reflexión, pues debe ponerse a pensar acerca de si lo que va a decir es algo que el otro pueda cambiar o no. Si sí puede, bienvenida la crítica; pero si no, ¿para qué hacerla? Hay un mar de diferencia entre que critiquen nuestros hábitos alimenticios a que critiquen el tamaño de nuestro mentón, por ejemplo. Nuestros hábitos alimenticios pueden ser corregidos con la ayuda de un especialista y de una larga paciencia, pero mucho me temo que con algunas partes de nuestro cuerpo no podamos hacer lo mismo. ¿Quién, por más que se preocupe –decía Jesús-, podrá añadirle un palmo a su estatura? Digámoslo de una vez: la verdadera sinceridad debe saber detenerse y callarse ante eso que a falta de otra palabra llamamos simplemente destino. Los demás pueden criticar nuestra propensión al tabaco, y no pasa nada (quiero decir: ni nos enojamos, ni dejamos de fumar); pero si nos dicen que nuestra voz es desagradable por chillona, allí arderá Troya, como se dice, y si no arde Troya por lo menos quedaremos muy heridos. Porque nuestros hábitos de vida podemos cambiarlos, pero no el timbre de la voz. Para esto somos impotentes.
Decía Epicteto, el sabio estoico, que sólo existen dos tipos de cosas: las que dependen de nosotros y las que no dependen de nosotros. Pues bien, la sinceridad sólo debe tener que vérselas con las cosas del primer grupo, es decir, con aquellas que dependen de la libertad, porque cuando se atreve a tocar despectivamente a las del segundo, al punto se convierte en burla.
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#4 Tiempos
Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam
VOLUTA
Eso me dijo mi papá:
-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.
Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.
Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.
Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.
Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.
Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.
Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.
Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.
¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.
Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.
Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.
Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo
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#4 Tiempos
¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
VOLUTA
Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.
Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.
Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.
Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.
Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.
A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para dar nos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera . La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.
Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.
En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.
Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.
En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).
Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?
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#4 Tiempos
Xantolo 2023, viejos dilemas a nuevas tradiciones | Columna de León García Lam
VOLUTA
Hace un año me llamaron para una entrevista por MG Radio. Jesús Aguilar me preguntó acerca de la importancia cultural del Xantolo, sin embargo sus preguntas poco me permitieron responder lo que con sinceridad pienso. Por ello, un año más tarde, escribo esta columna, para preguntarme y responderme lo que considero que debe ser preguntado y respondido acerca del famoso Xantolo.
Pregunta número 1: ¿Qué es el Xantolo y por qué se le considera tradición de San Luis Potosí?
No existe una tradición de día de muertos que se llame Xantolo, al parecer el término proviene del latín sanctorum (Sancta Sanctorum) y el término refiere a los objetos más sagrados de los templos judíos, vaya a usted a saber qué enredos ocurrieron para que se confundiera al sanctorum con xantolo. Lo que sí, es que en las cabeceras municipales (que no son indígenas) se impuso este nombre para llamarle al festival que organiza el municipio cada año: concurso de altar de muertos, concurso de comparsas, etcétera. Puedo asegurar, estimada y culta lectora de La Orquesta, que la fiesta de las cabeceras municipales, poco tiene de semejanza con lo que ocurre en las comunidades indígenas.
Pregunta número 2 ¿Entonces el Xantolo es una falsa tradición? ¿Cómo podemos conocer la verdadera tradición del día de muertos?
Tampoco existen las tradiciones falsas, sino más bien existen las tradiciones inventadas. Es muy común que todo aquello que se presenta como “tradicional” sirve como discurso para legitimar al poder en turno. Los gobiernos parten de crear mitos fundacionales tales como “respetar las raíces” o “preservar las tradiciones” y de ahí a la creación de rituales públicos, como desfiles, procesiones, actos solemnes, etcétera. Todos esas festividades son rituales sin religión, generalmente huecas y vacías, pero efectivas. ¿No le parece raro que esos mismos jóvenes que rechazan todo legado cultural estén encantados en celebrar -según ellos- la tradición del xantolo?
Pregunta número 3: ¿Cómo se vive el día de muertos en las comunidades indígenas?
Primero, se vive en comunidad. Segundo, la idea principal es compartir con los difuntos tamales, dulces, chocolate o atole. Las comparsas representan a los ancestros que vienen del otro mundo y llegan a la comunidad.
Ahora, le comparto la carta de una ciudadana que me escribió lo siguiente:
Estimado antrop. León García Lam
Quiero contarle lo que ocurre en mi colonia y saber qué opina usted: Mi vecina de junto pone un altar a la Santa Muerte y el día 2 de noviembre saca al esqueleto para organizarle mitote y jolgorio; lo mismo hace con San Juditas, baile con caguamas, mujeres borrachas y pleito. Yo pienso que todo esto está muy mal, porque esta señora confunde la devoción católica con algo parecido a la brujería o el satanismo.
Yo pongo altar de muertos, tradicional, como se ponía en el rancho de mi abuelita. En una mesa pongo los retratos de los que ya se fueron, con velas, agua y ofrendas para que los difuntos coman y beban, pues tienen sed. Esa es mi creencia católica y pienso que es la que está bien porque es la más tradicional.
El problema es que frente a los domicilios de nosotras, vive una señora, muy seria y recatada que es hermana protestante y dice de nosotras dos, que adoramos al diablo y a la muerte. Yo por más que le explico que lo que yo hago es muy diferente de lo que mi vecina de al lado hace, ella dice que somos igualmente adoradoras de satanás.
¿Usted qué opina Antrop. Lam? ¿Cuál es la verdadera tradición?
Mi respuesta es que, de ahora en adelante, hay que llamarle a todo esto “Xantolo”.
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