noviembre 28, 2025

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#4 Tiempos

La condición humana | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

 

Cristina no es más que un personaje secundario de Casa de muñecas, la pieza teatral de Henrik Ibsen (1828-1906), el dramaturgo noruego y, sin embargo, algunos de sus parlamentos son francamente inolvidables; por ejemplo éste, que tiene lugar cuando, ya viuda y sola, dice a Krogstad –otro de los personajes de la misma pieza- lo siguiente: «Necesito trabajar para soportar la existencia. Toda mi vida, hasta donde alcanzan mis recuerdos, la he pasado trabajando. Era mi mayor y mi única alegría. Ahora me encuentro sola en el mundo, y advierto un vacío horrible. No pensar más que en sí misma quita todo atractivo al trabajo. Vamos, Krogstad, dígame usted para quién y por qué voy a trabajar».

Se trabaja para los demás: esto es lo que dice Cristina a su amigo en la obra de Ibsen. Uno hace como que trabaja para sí mismo, pero se engaña; en realidad, todo lo que hacemos (lo queramos o no, lo sepamos o no), lo hacemos en favor de los otros: de esos otros que, gracias a un designio tan incomprensible como divino, tendrán el mal gusto de sobrevivirnos. Sí, vivir es matarse por estos seres que, para quedarse con el tesoro, no harán más que estirar el brazo. ¿Y cómo podríamos evitar que las cosas sucedan exactamente así, si tal es la ley de la vida? ¡Cuanto hicimos y ganamos al precio de nuestros sudores, alguien se lo quedará, pues no podremos llevárnoslo con nosotros a la tumba! Mi auto, mi reloj, mis libros queridos, el estuche de mis anteojos, la primera edición de Cien años de soledad, el cortaplumas traído sólo para mí desde la Arabia lejana: todo eso, con mi muerte, pasará a otras manos. ¿A qué manos? ¡Eso es lo quisiera yo saber! A las manos de quien reclame el derecho de posesión; a las de quien alegue y demuestre ser mi primo, mi hermano, mi sobrino, ¡qué sé yo! Y este servidor de ustedes, mientras tanto, ya no estará aquí para reclamar, para hacer observaciones, para decir lo que piensa acerca de la repartición de los objetos. ¡A los muertos ya no se les consulta, ni entran en los planes de los vivos!.

Hay quienes acumulan, acumulan y siguen acumulando sin siquiera detenerse a pensar que lo hacen para los demás. En Nudo de víboras, la gran novela de François Mauriac (1885-1970), aparece un hombre, Luis, que desde muy joven se dio a la tarea de atesorar, de guardar con cerrojos y en bancos extranjeros cuanto la vida le daba. ¡Puesto que no era amado por los suyos, quería por lo menos sentirse respetado! Una vez, mientras ejercía su profesión –era abogado-, emprendió la defensa de un hombre que cometió el error de heredar en vida a sus hijos, quienes, al verse ricos de la noche a la mañana, echaron al viejo de su casa a patadas. Aquel día en que casi comenzaba a ejercer plenamente su carrera, Luis descubrió dos cosas: que los hijos son unos extraños nacidos de la propia carne, y que en la vida es necesario tener dinero para hacerse respetar, sobre todo cuando se es viejo, pues “un anciano no existe más que por lo que posee: en cuanto deja de tener la menor cosa, se le da de lado”.

         A fuerza de acumular, Luis había conseguido hacerse de una fortuna fabulosa. Pero ahora, en el crepúsculo de su vida, se veía ante el problema de no saber a quien dejársela.

¿A esos extraños –sus hijos, su mujer- que al imaginar la cantidad que le tocaría a cada uno ya desde ahora se relamían los labios de satisfacción? ¡Con qué gusto habría heredado sus posesiones a una institución de beneficencia por el puro gusto de ver la cara que pondrían estos mequetrefes a la hora de la lectura del testamento!

         ¡No dejarles nada! ¡Ah, si tuviera el coraje de hacerlo! Si por él fuera, los mandaba a todos a paseo. Pero los hombres de la beneficencia, ¿no eran también ellos unos extraños? ¿Y quién le podría asegurar que su fortuna no se perdería, por decirlo así, en el camino?, ¿quién que no iba a quedársela para sí uno de esos funcionarios públicos que andan siempre al acecho para ver a quién despojan?

Estaba acorralado; desde donde abordara el problema, llegaba siempre a la misma conclusión: vivir es trabajar para los demás; es atesorar para que luego venga otro y se quede con el tesoro. No hay más remedio: cuanto hemos hecho y conseguido, otro se lo quedará: los libros, los autos, las mesas, los anillos, los relojes, los terrenos, las joyas. ¡Todo! Puesto que no es posible llevárnoslo, a alguien necesariamente se lo hemos de dejar. ¿A quién? ¿A los hijos? ¿Y por qué a ellos, si nunca lo han querido? Luis se resiste, maldice a gritos contra la vida, que impone a los humanos leyes tan inhumanas. ¡Cómo no era un emperador chino para hacerse enterrar con todo lo suyo! ¿Por qué legar su fortuna a unos extraños?, ¿por qué no poder cargar con ella? Extraños, extraños. ¡Todos eran unos extraños!

En su vejez, Luis descubría haber desperdiciado la vida. Sí, era menester reconocerlo: ¡había trabajado para otros! Muy tarde había descubierto que tal es la condición del hombre…

Pero volvamos a Cristina. Ella, a diferencia de Luis, lo sabe, lo ha sabido siempre: no trabajamos nunca para nosotros mismos. Por eso, ahora que puede rehacer su vida al lado de Krogstad, el hombre al que amó desde que era muy joven, se siente feliz; exclama: «¡Qué porvenir! ¡Qué nueva perspectiva! Tengo por quien trabajar, tengo por quien vivir, tengo un hogar que cuidar. ¡Ah! ¡Empezaré una nueva vida!».

Luis se cree a punto de ser despojado; Cristina, en cambio, grita alborozada por haber encontrado finalmente a alguien por quién trabajar… ¿Quién de los dos conocía mejor el secreto de la existencia? ¿Quién tenía más posibilidades de ser feliz? A aquél la muerte iba a quitarle todo lo que tenía; ésta quiere entregarlo todo por su propia mano antes de que llegue la muerte y se lo quite. Insisto: ¿quién tenía más posibilidades de verle la cara a la felicidad, aunque sólo fuera de perfil? Responda usted, lector. Responda con sinceridad y humildemente.

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#4 Tiempos

“México, esta niebla que arde” | Apuntes de Jorge Saldaña

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APUNTES

Culto Público, si no han leído la novela “Niebla Ardiente” de la muy joven escritora, Laura Baeza, les recomiendo hacerlo como desde ayer

Tuve la oportunidad de conocer a Laura personalmente hará unos cuatro años, ¿Qué les digo? Una de esas circunstancias alineadas que convergieron en el segundo piso de la librería Gandhi del centro, la de los Arcos Ipiña.

Fue en un taller breve de escritura creativa previo a la presentación formal de su libro, el que les recomiendo. Si conocerla fue una circunstancia, convivir con ella e intercambiar casualidades fue de plano como regalo de estrella fugaz.

Fui de los selectos y afortunados que en grupo terminamos sentados con ella en “La Oruga y la Cebada” en el Callejón San Francisco, conversando sobre lo que duele y lo que salva, entre un par de cervezas y una cena sencilla.

Ella me firmó su libro con una frase que ahora, en este 25 de noviembre, regresó a mi atormentada cabeza: “A Jorge, que siempre nos una el deseo por hallar algo más en esta realidad tan rara…con todo cariño, Laura Baeza”. El momento de por sí, ya era una realidad rara.

A la distancia, empiezo a creer que su frase fue más que optimismo, y es más un deber moral, y es que su ficción (vuelta a releer en estos días) se parece demasiado a México.

No es “spoiler” (o como se diga) pero “Niebla Ardiente” detalla el regreso de su protagonista Esther a México pensando en encontrar a su hermana Irene, quien había desaparecido hace años, y a quien creía muerta, cuando de la nada, un primero de enero en un reportaje que vio en la televisión, Esther la reconoce en una marcha y se lanza en su búsqueda.

Pero la novela, la primera de Laura (y creo que premiada) realmente no comienza allí. Comienza donde casi todas las historias de violencia en este país empiezan: en los pasillos de la burocracia, en los que los papeles cuentan más que las personas.

Esther aparece en un México reconocible para cualquiera: expedientes mutilados, archivos “perdidos”, oficinas donde la verdad siempre llega después de que las secretarias coman sus gorditas grasosas y funcionarios que usan el futuro para encubrir lo que nunca harán.

Es en esa atmósfera donde la desaparición deja de ser un crimen y se convierte en un proceso. Como alguien escribió: los países se definen por cómo recuerdan; México, al parecer, se define en cómo olvida.

En medio de esa maquinaria oxidada, Esther descubre a un policía. No es un héroe: es un hombre cansado que simplemente no rompe las reglas pero las dobla para que la realidad duela un poco menos. Ese personaje era como algo que escribió una pensadora feminista de la que en este momento no recuerdo su nombre “la dignidad aparece cuando alguien no mira hacia otro lado”.

En fin, siguiendo con la novela y nuestra realidad, este policía mira. Acompaña. Abre una grieta. Y sin embargo, ni siquiera es lo suficientemente poderoso para luchar contra un país donde las fosas clandestinas actúan como el archivo nacional.

La comparativa y reflexión con la novela va porque hoy es 25 de noviembre y México sigue siendo esa tierra donde la violencia parece que no importa, sino que se repite. Casi 2 feminicidios cada día. 3,284 mujeres asesinadas en 2024. 89% de impunidad. Una agresión física cada siete minutos. Más de 10 millones de mujeres violentadas digitalmente. En San Luis Potosí, 24,000 víctimas por cada 100,000 mujeres.

Uno quisiera creer que estos números son de un país lejano, pero no. Están aquí, sobre las mismas banquetas que caminamos todos los días. Ese es el verdadero crimen de México: haber entrenado a la gente para no sorprenderse.

Sí, no se debe negar que mucho se ha hecho pero poco alivia (hoy casi todos los gobiernos e instituciones hablan de esto, pero mañana la rutina sigue).

Sí, con la llegada de Claudia Sheinbaum como la primera presidenta de México, llegaron todas…excepto las que no alcanzaron a llegar porque les truncaron la vida.

El nuestro, es un país donde buscar es amor—y protesta.

Igual que como ocurre en la novela de Laura, que no describe un país imaginado sino nuestro México. Uno donde las hermanas encuentran hermanas, donde las madres encuentran hijas, donde las mujeres salvan mujeres. Un país donde todavía hay justicia, pero casi siempre fuera de los edificios públicos.

Y así como Esther enfrenta la niebla, miles enfrentan la opacidad del Estado día tras día: ventanas cerradas, sistemas incompatibles, versiones contradictorias, funcionarios que deletrean la palabra “protocolo” como si lanzaran un hechizo contra la verdad.

México es hogar de una burocracia tan grande que hasta la violencia tiene formularios que completar.

Tras varios años de no recordar la anécdota con la escritora, hoy vuelvo a esa dedicatoria: “encontrar algo más en esta extraña realidad…”

Ese “algo más” no es una esperanza ingenua. Es algo que se parece más a la obligación de nunca acostumbrarse, “la memoria es la única defensa contra la repetición del horror”.

Por esa razón, espero, que por cada mujer desaparecida o mujer luchando por no desaparecer, o lidiando contra cualquier tipo de violencia, recordemos que la niebla espesa arde. Y que si arde, es porque la herida está abierta.

Hasta la próxima. Jorge Saldaña.

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#4 Tiempos

Diego José Abad ilustre formador de potosinos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

El majestuoso edificio central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí que fuera construido en el siglo XVII y alojara a la Compañía de Jesús se convertiría en un edificio característico de la educación en San Luis Potosí. En ese edificio funcionaría el Colegio de San Ignacio de la Compañía de Jesús orientado principalmente a la educación de primeras letras; posteriormente se establecería en dicho edificio el Colegio Guadalupano Josefino instaurado por Gorriño y Arduengo siendo el primer establecimiento de educación secundaria o superior en San Luis, dando paso posteriormente, al reinstaurarse la República al Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí que se convertiría en el primer establecimiento en obtener la autonomía universitaria dando paso así, en el mismo edificio, a la actual Universidad Autónoma de San Luis Potosí.

De los profesores ilustres que tendría el Colegio de San Ignacio de San Luis Potosí, se encuentra Diego José Abad, uno de los impulsores del pensamiento moderno en México y que tuviera influencia del jesuita Rafael Campoy, también profesor en San Luis Potosí y de quien tratamos en anterior entrega de El Cronopio en La Orquesta.

La física, o filosofía natural, formaba parte del cuerpo de temas de la filosofía en los cursos que de ella se realizaban en Nueva España y se dedicaba una parte a la lectura de temas de física, principalmente la aristotélica. De esta forma existirían manuscritos sobre la física como parte de cursos de filosofía, situación que se haría común, al ser redactados apuntes para los diversos cursos que se ofrecerían en Nueva España. La mayoría de esos textos se encuentran perdidos, pero existen las referencias que aseguran su presencia, los cuales fueron escritos, en su mayoría, por sacerdotes y frailes que pertenecían a diferentes órdenes religiosas.

Diego José Abad, puede considerarse el más profundo de los jesuitas innovadores; su Curso fue muy influyente, es bastante completo y se ven por todas partes las influencias modernas. Este curso, que ya no lleva el nombre de Cursus Philosophicus

, sino simplemente el de Philosophia, aparece en un manuscrito del Colegio de San Pedro y San Pablo de México, cuyo contenido se enseñó desde 1754 hasta 1756.

Comprende la lógica, la física y la metafísica. Es el primer intento de asimilar (y no simplemente de atacar, como hasta entonces se hacía las más de las veces) las ideas modernas

. En particular, se refiere a Gassendi y los atomistas, y trata de conciliar el atomismo con el hilemorfismo aristotélico. Intenta hacer lo mismo con Descartes, opuesto al gassendismo.

Habla de la necesidad de construir la física con ayuda de la experimentación y la matemática. Acepta el atomismo en el campo físico, mas no en el metafísico. Dice que muchas ideas aristotélicas sobre el cielo han sido abandonadas por los escolásticos después del descubrimiento del telescopio, mediante el cual se han podido ver las manchas del Sol. Lo mismo en cuanto a la noción del vacío, después de los experimentos de Torricelli, Otón de Gericke y Roberto Boyle. Cita a Maignan, y mucho a Descartes en cuestiones de filosofía del hombre. Aunque las más de las veces defiende la tradición, ya se muestra abierto a integrar ideas de la filosofía moderna.

Fue profesor del Colegio de jesuitas de San Luis Potosí donde enseñó gramática a los potosinos y donde fincó su formación filosófica sin rechazar las ideas del pensamiento moderno, pero con una posición crítica.

Diego José Abad nació en Jiquilpan en 1727 y tras la expulsión de los jesuitas moriría en Bolonia en 1779.

Si se interesan en ubicar su obra en el ambiente cultural y científico de la Nueva España pueden consultar nuestro artículo: Manuscritos y libros Novohispanos y Mexicanos de Física y Filosofía Natural, en la dirección:

https://www.researchgate.net/publication/391327380_Manuscritos_y_libros_Novohispanos_y_Mexicanos_de_Fisica_y_Filosofia_Natural

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#4 Tiempos

Jesús duerme en la popa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

“Al atardecer de ese mismo día, Jesús les dijo: ‘Crucemos a la otra orilla’. 
Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. 
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua.
Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. 
Lo despertaron y le dijeron: ‘¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?’. Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: ‘¡Silencio! ¡Cállate!’. El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. 
Después les dijo: ‘¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?’.
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: ‘¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?’” (Marcos 4, 35-41).

Todavía hoy, cuando pareciera que hemos alcanzado el dominio total de la naturaleza, viajar por mar –no digo sobrevolándolo en un avión, sino cruzándolo en un barco- es una experiencia sobrecogedora. ¡Qué indefensa viaja nuestra embarcación por los caminos del océanoi¡! Y si durante la noche se desata una tormenta, tanto peor: aun el barco más grande no parece sino una cáscara de nuez. En 1912, los tripulantes del trasatlántico más lujoso y sofisticado del planeta creyeron que el mar, gracias al ingenio humano, estaba ya domesticado; sin embargo, no fue así, y debieron pronto de rendirse a la evidencia: el Titanic se hundía, y ellos con él y en él…

El mar era y sigue siendo el símbolo de lo indomesticable, de lo ingobernable, de lo terrible. Para los antiguos, el mar estaba poblado de monstruos horribles cuyo solo nombre helaba la sangre. Nosotros sabemos, más o menos, lo que son las olas, pero para los antiguos éstas eran el efecto del movimiento de las criaturas marinas. Ahora bien, si tal era el pensamiento de los antiguos, ¿qué de raro tiene que, ante el huracán, los discípulos se pusiesen a gritar, poseídos del pánico más espontáneo y sincero?

El mar es siempre terrible, sí, pero Dios es más grande que el mar. Únicamente Él puede calmarlo porque es el Señor de los elementos del mundo: “El Señor habló a Job desde la tormenta: ¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando le puse un límite con puertas y cerrojos y le dije: ‘Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas’ ”? (Job 38, 8-11).

Al crearlo, Dios puso al hombre un límite: “Podrás comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, pues, si lo haces, perecerás sin remedio” (Génesis 2, 16-17); y, al crear el mar, también le impuso un límite: “¡Hasta aquí llegarás! ¡De aquí no podrás pasar!”. Por eso, cuando Jesús calme la tormenta y las aguas se aquieten al puro mando de su voz, los discípulos se preguntarán unos a otros, maravillados: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.

Ahora bien, si sólo Dios puede apaciguar el mar, entonces… Entonces los discípulos, por así decirlo, empezaron a sacar conclusiones…

Un día, al atardecer… Así comienza el relato. Conviene tener presente, pues, que es ya de tarde, y que la oscuridad añadirá un punto de dramatismo a la escena que seguirá, ya dramática de por sí. Según éste, no es sólo que la barca fuese zarandeada por la tempestad: es que el agua se estaba metiendo ya por todas partes.

¿Y Jesús qué hace, mientras tanto? No hace nada. Él, a lo que parece, no se daba cuenta de lo que pasaba, pues “estaba dormido sobre un almohadón”. Los discípulos lo despertaron, y hay en su ruego una pizca de ironía, como si le dijeran: “Oye, Señor, esto va a pique. ¿Podrías hacernos el grandísimo favor de despertarte?”.

“Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cállate!”. El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Oligópistoi: así lo llama; con esta palabra griega los reconviene. Hombres asustadizos, apocados, temblorosos: gelatinas vivientes. Oligópistoi: hombres sin fe.

Los Padres de la Iglesia, hombres muy sagaces en la interpretación de la Escritura, vieron en esta tormenta una imagen de las agitaciones del corazón humano y compusieron bellísimos sermones en torno a este asunto. En una de sus Meditaciones (n. 37) dice así, por ejemplo, San Agustín (354-430):

¡Dios mío, mi corazón es como un ancho mar siempre agitado por las tempestades: haz que encuentre en ti la paz y el descaso. Tú has increpado al viento y al mar para que se calmaran, y a tu voz se han apaciguado; ven a poner paz en las agitaciones de mi corazón, a fin de que todo en mí sea sosiego y tranquilidad, para que pueda poseerte a ti, mi único bien… Oh Dios mío, que mi alma, libre de pensamientos tumultuosos, se esconda a la sombra de tus alas. Que encuentre junto a ti un lugar de refrigerio y de paz, y toda transportada de gozo pueda cantar: ‘Ahora puedo dormir y descansar en paz’… Mi alma no puede gozar de paz y seguridad, Dos mío, si no es bajo la protección de tus alas. Que ella permanezca, pues, en ti y sea abrasada con tu fuego”.

Ya se trate, pues, de agitaciones interiores, ya de percances exteriores, lo importante es esto: que Jesús y nosotros viajamos en la misma barca, y que aunque nos esté permitido algunas veces gritar, no nos lo está, por ningún motivo, desesperar. Aunque parezca que duerme, Dios vela por los suyos; en consecuencia –como ha dicho alguien-, cuando uno está “embarcado” con Jesús no hay nada que temer.

Jesús permanece cerca de los suyos y éstos pueden contar con su ayuda cercana a pesar de todas las apariencias en contra… Así pues, el peligro para los creyentes está en olvidarse de que están en camino y que Jesús les acompaña en el trayecto” (Joseph Imbach).

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