#4 Tiempos
El Derecho a Votar | Columna de Víctor Meade C.
SIGAMOS DERECHO.
La Constitución General establece de manera clara y concisa en su artículo 35, fracción I, que es derecho de la ciudadanía votar en las elecciones populares. A su vez, la fracción II del mismo artículo considera que toda persona ostenta el derecho a ser votada; con las reformas de 2012 y de 2019, esta garantía dio grandes pasos en la dirección correcta al incluir la posibilidad de ser votado a través de una candidatura independiente y en condiciones de paridad de género. La lectura de ambas fracciones de nuestro texto constitucional configura el derecho que tenemos todos los mexicanos y mexicanas a votar y ser votados: es el principio rector de nuestra (joven) democracia y la garantía que debe respetarse para seguir consolidando nuestro Estado democrático y de derecho.
Claro, es del amplio conocimiento de todas y todos que los derechos consagrados en nuestra Constitución pueden parecer en muchos casos letra muerta o una simple expresión de buenos deseos; finalmente las constituciones estipulan tipos ideales que deben cumplirse en la mayor medida posible, aunque siempre habrá restricciones tanto legales como fácticas. También, siempre habrá quienes consideren que el ejercicio de los derechos es ilimitado y sin restricciones. Pensemos, por ejemplo, en el impresentable Salgado Macedonio, quien no logró entender que no reportar sus gastos de precampaña es un motivo completamente legítimo para restringir su derecho a ser votado. Félix —y otras decenas de candidatos y candidatas— se toparon con restricciones legales que vedaron su derecho en cierta medida.
Mucho se podrá discutir de la pertinencia, dureza o laxitud de las restricciones legales que se imponen al ejercicio de los derechos. Sin embargo, generalmente muy poco se discute de las restricciones fácticas (reales, prácticas, objetivas o cualquier otro sinónimo) que impiden a las y los ciudadanos ejercer a plenitud los derechos que la Constitución les reconoce. Las restricciones fácticas limitan el ejercicio de los derechos por motivos ajenos a lo contenido en el ordenamiento jurídico, sean estos motivos, por ejemplo, presupuestales, físicos, de infraestructura, entre otros. El gran problema de estas limitaciones fácticas es que por lo general recaen en las minorías; el gran problema con las minorías es que poco se les toma en cuenta, poco se les observa y poco se les escucha.
Ayer, millones de mexicanos y mexicanas tuvimos el derecho —obligación, considero yo— de salir a votar por nuestros representantes en las elecciones más grandes de la historia. Afortunadamente, muchos pudimos hacerlo en cuestión de minutos y sin mayores complicaciones. El INE y los miles de ciudadanos y ciudadanas comprometidas con la causa democrática lograron la hazaña de instalar 156 mil 940 casillas a lo largo y ancho del país. Fueron 30 casillas las que no se pudieron instalar, pues las condiciones de inseguridad (en su mayoría) en aquellas localidades configuraron una terriblemente injusta restricción fáctica al derecho de la ciudadanía a votar.
La anterior es solo una de las innumerables condiciones fácticas que no permiten a la población emitir su sufragio en las jornadas electorales. Por fortuna, algunas demandas de ciudadanos y de organizaciones de la sociedad civil han llegado a buen puerto y logrado ser atendidas tanto por el Tribunal Electoral como por el INE. Tal fue el caso de dos ciudadanos tsolsiles recluidos en el CERESO “El Amate” en Cintalapa, Chiapas, quienes se encuentran en prisión desde el 2002 sin que aún se les haya dictado sentencia. Estas personas reclamaron ante el Tribunal la omisión del INE de emitir lineamientos que permitan el ejercicio del derecho a votar para las personas que se encuentran recluidas sin haber sido sentenciadas. El Tribunal resolvió en febrero de 2019 y ordenó al INE tomar medidas en consecuencia.
El artículo 38 constitucional establece que ciertos derechos —libertad de tránsito, a votar y ser votado, entre otros— se suspenden por el periodo en que una persona paga con cárcel su condena. Sin embargo, atendiendo al hecho de que estas personas no habían recibido condena y, por lo tanto, aún gozan de presunción de inocencia, el Estado debe garantizar plenamente su derecho a votar. En concreto, habiéndose desahogado la limitante jurídica, le correspondió al INE deshacerse de las limitaciones fácticas: por un lado, al ingresar al CERESO le son retiradas las credenciales de elector a los reclusos; por otro lado, evidentemente no se les permite la salida para acudir a las casillas electorales a emitir su voto.
Es así que el INE aprobó un programa piloto para cinco Centros de Reinserción Social (Hidalgo, Guanajuato, Chiapas, Morelos y Tabasco) con población masculina, femenina y de grupos originarios, donde se consideró a más de dos mil personas que tuvieron la posibilidad de votar anticipadamente en estos comicios mediante boletas enviadas por el servicio postal, similar a la modalidad de voto en el extranjero. Quienes decidieron atender a la convocatoria y contaban con credencial para votar vigente recibieron únicamente la boleta de diputaciones federales, así como propaganda de las y los candidatos para poder emitir un voto informado. De nuevo, este fue solo un programa piloto para afinar el mecanismo y asegurar que en las elecciones de 2024 puedan tener acceso al voto todas las personas privadas de la libertad sin sentencia de las prisiones federales y locales —una población de cerca de 90 mil personas.
En 2020, el INEGI estimó que cuatro de cada diez personas privadas de la libertad no cuentan con una sentencia. Es fundamental para la vida de nuestro Estado democrático y de derecho proveer de certeza jurídica a todos sus habitantes, se encuentren privados de su libertad o no. La penumbra que representa estar en prisión sin condena invisibiliza a un sector de la población que no es menor, al tiempo que les vuelve vulnerables y objeto de violaciones a sus derechos y garantías. No recibir una condena es tan injusto para el acusado como para las víctimas.
La votación de ayer conformará nuevas legislaturas tanto a nivel federal como local. Esperemos que ahora legislen desde una perspectiva garantista y no punitivista. La conformación anterior del Congreso de la Unión amplió de manera ridícula el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa. Lejos han quedado las promesas de justicia transicional; la Ley de Amnistía es prácticamente letra muerta y el gobierno actual ha optado por darle más vida al populismo penal.
Mi reconocimiento al Tribunal Electoral por juzgar conforme a los principios de progresividad y de respeto a la presunción de inocencia, garantizados en nuestra Constitución y en los distintos tratados internacionales suscritos por México. Muy bien por el INE por remover las limitaciones fácticas para el ejercicio del derecho a votar. Aunque no comparto la expresión, la “Fiesta de la Democracia” no será fiesta ni será democrática si no están todas y todos invitados. Mucho menos cuando los comicios están marcados por una violencia desenfrenada que el gobierno decide no reconocer.
Reproduzco un fragmento de la sentencia del Tribunal (SUP-JDC-0352-2018), cuya lectura recomiendo ampliamente:
«Negar a las personas procesadas el derecho al voto, debilita el empoderamiento de la ciudadanía para decidir y participar en la creación o modificación de leyes, como aquellas que pueden mejorar las situaciones de vida dentro de las cárceles, reforzar sus vínculos sociales y su compromiso con el bien común, y esto, impide el desempoderamiento político de un segmento de la sociedad que pone en peligro la legitimidad de una democracia.»
También lee: Qué manera de legislar (I / II) | Columna de Víctor Meade C.
#4 Tiempos
Pena de muerte | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Imagine que un día, mientras se baña, descubre en alguna parte de su cuerpo –por ejemplo, en la planta del pie izquierdo, aunque bien podría ser en cualquier otro lugar- unos números tatuados que nunca antes había visto. ¿Cómo es que aparecieron allí? Hace usted memoria: ¿quién pudo haberle jugado una broma tan pesada? Y, sobre todo, ¿cuándo y a qué hora, que usted no se dio cuenta?
Como quiera que sea, trata de averiguar el significado de aquella cifra misteriosa. Lee una vez y luego otra vez: 290614. Doscientos noventa mil seiscientos catorce. ¿Y qué quiere decir? Piensa usted en las cantidades de dinero que debe e, incluso, en el saldo de su cuenta bancaria. ¡No, imposible! Por más que ha tratado de ahorrar, nunca le ha sido posible reunir una suma semejante. ¡Ojalá tuviera esa cantidad! Pero no: sospecha que, por lo menos aquí, no se trata de dinero. ¿Y si hubiera que leer la cifra de otro modo, es decir, no de corrido sino por partes? 29-06-14. Así la cosa está más clara. Parece una fecha. ¿Veintinueve de junio del año dos mil catorce? Ahora imagine que, de pronto, lo invaden ciertas sospechas. ¿Y si esa fecha fuera la de su futura muerte?
Sí, eso es: usted ha desentrañado un misterio: esos números que nadie pudo haber tatuado -por la sencilla razón de que, si alguien lo hubiese hecho, usted se habría dado cuenta- son una revelación, algo así como un mensaje. Usted se morirá, pues, el veintinueve de junio del año dos mil catorce. Y cuando ha caído en la cuenta del significado de los números misteriosos, éstos desaparecen y no vuelven a dejarse ver nunca más. Fueron como un relámpago en la noche, sí, y, sin embargo, usted ya sabe…
¿Cómo sería la vida de los hombres si Dios, valiéndose de estos avisos o de otros, nos hiciera conocer el día de nuestra muerte? ¡Que sencillamente no podríamos vivir! Cada mañana nos despertaríamos con la boca pastosa pensando que la fecha fatídica está hoy más cerca que nunca. ¿Cómo vivir en semejantes condiciones?, ¿cómo no pegarnos entonces un tiro en la cabeza? Pero no. Dios, aunque conoce el día y la hora de cada uno, se la calla. Al crearnos, no nos puso en ningún ángulo del cuerpo nuestra fecha de caducidad. ¿Para qué conocerla? ¿Para vivir aterrorizados? Sin embargo, lo que ni Dios se ha atrevido a hacer, los humanos sí que lo hacemos, y hasta con una naturalidad que habría que llamar mejor ensañamiento. Nosotros sí, para castigar a los culpables, los condenamos a muerte y hasta les decimos, armados con el código penal, el día en que deberán ser ejecutados. ¿No es esto salvaje e inhumano? Imaginemos, en efecto, la vida de un hombre que deberá morir el 29 de junio del año 2014… ¿Cómo transcurrirían las horas de este hombre?
Bien, Víctor Hugo (1802-1885), el gran escritor francés, trató de imaginarlo escribiendo una novela publicada en 1829 que llevaba por título El último día de un condenado a muerte. En ella aparece un hombre acusado de asesinato al que la ley está a punto de dar el último golpe. ¿En qué piensa este hombre al saber que sus días están contados? ¿Qué ideas concibe mientras la fecha se aproxima y los minutos vuelan? Para enterarnos es preciso leer la novela. Yo, por mi parte, sólo quiero detenerme allí donde el prisionero, en su celda, se pone a observar las paredes con curiosidad. ¡Va a morir, él va a morir! ¡Y cuantos ocuparon esta misma celda antes que él están ya muertos, y bien muertos, desde hace tiempo! Sin embargo, antes de irse de este mundo escribieron algo en las paredes que era como su último adiós. Se puso a leer…
«¿Qué hacer con la noche cuando aún no despunta el día? Se me ocurrió una idea. Me levanté y paseé mi lámpara por las cuatro paredes de la celda. Están llenas de frases, de dibujos, de extrañas figuras, de nombres que se mezclan y se tapan unos a otros. Parece como si, aquí al menos, cada condenado hubiera querido dejar su huella. Con lápiz, con tizón, con carbón, letras negras, blancas, grises, con frecuencia profundas hendiduras en la piedra, por doquier caracteres oxidados, como si estuvieran escritos con sangre… A la altura de mi cabeza hay dos corazones inflamados, atravesados por una flecha y, por encima, la leyenda: Amor para toda la vida. El desgraciado no se comprometió por mucho tiempo. Al lado, una especie de tricornio con una figurita groseramente dibujada por debajo y estas palabras: ¡Viva el emperador!. Y luego otros dos corazones inflamados con esta inscripción: Amo y adoro a Mathieu Danvin. Jacques. En la pared de enfrente se lee este nombre: Papavoine. La p mayúscula está bordada con arabescos y adornada con esmero»…
La celda que describe Víctor Hugo es la celda de los condenados, sí, y, sin embargo, antes de tomar el camino del cadalso unos hombres dibujaron corazones y escribieron unas cuantas palabras de amor. Amo y adoro a Mathieu Danvin. ¿Quién era este Jacques que, a escasas horas de morir, resumía así las andanzas y quehaceres de toda una vida? Antes de irse de este mundo, Jacques había escrito las palabras decisivas; palabras que nunca leería Mathieu Danvin, pero que él se sentía en el deber de dejar grabadas para siempre. ¡A punto de ser llevado a la guillotina, Jacques declaraba su amor en la distancia a Mathieu Danvin! Por ahora no quiero leer más. Y cierro la novela de Hugo pensando en esto: que acaso lo único que hemos venido a hacer a este mundo es decir unas cuantas palabras de amor, unas pocas, para luego irnos un poco así como los barcos se pierden en la lejanía del mar durante la noche. ¿Que no somos correspondidos? Eso no importa. ¿Que no dio nunca nadie importancia a nuestro afecto? Eso importa menos aún. Nosotros hemos amado, lo hemos dicho y con eso nos basta.
Cuando hemos pronunciado las palabras esenciales, cuando hemos escrito nuestra declaración de amor en una de las paredes de la vasta prisión que es este mundo, ya nada nos falta. ¡Hemos dicho ya lo único que importa decir! Que venga entonces el carcelero: nosotros tendemos las manos hacia él y lo acompañamos a donde quiera llevarnos…
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#4 Tiempos
El secuestro de 7 vidas al barranco | Crónica de Jorge Saldaña
CRÓNICA
Por: Jorge Saldaña
Todos perdieron. En San Luis, a veces la justicia no llega por la puerta grande de los tribunales, sino por la rendija torcida del rencor. Cuatro adolescentes, todavía con el olor a niñez pegado en la piel, decidieron convertirse en verdugos de otro recién salido de la adolescencia. Lo subieron a un Mazda gris como si se tratara de un ritual iniciático: una venganza disfrazada de justicia.
El nombre del capturado era Fidel. Lo golpeaban dentro del auto, le gritaban lo que creían que era verdad: que había embarazado a una amiga, que la golpeaba, que la humillaba y que dejó junto a su hijo a la deriva. Ellos, convencidos de ser vengadores, eran apenas muchachos con un arma de balines que parecía real. Creían portar justicia, pero cargaban sólo una farsa de poder.
En la huida desesperada, Fidel se arrojó del vehículo. No era valentía ni cobardía: era instinto de supervivencia. Saltó, y el destino lo arrojó todavía más abajo, al barranco. El golpe contra las rocas fue la sentencia que ninguno de los adolescentes imaginó, pero todos firmaron con ese acto.
El saldo es un inventario de pérdidas: Fidel perdió la vida en la caída. Los cuatro jóvenes perdieron la libertad, y con ella, cualquier atisbo de futuro. La muchacha, centro invisible de la tragedia, perdió al padre de su hijo y a los amigos que quiso como vengadores. Se quedó sola, con un bebé en brazos y la sombra de un muerto sobre la cuna.
El niño crecerá huérfano de padre, y su madre, huérfana de red. No hay vencedores: sólo cenizas.
La historia parece sacada de una novela de Arriaga: adolescentes que creen en la épica de la violencia, que juegan a dioses con armas falsas, que hacen justicia con las uñas sucias del odio
. El final es tan brutal como inevitable: cuando la violencia se hereda, los hijos juegan con ella.El barrio El Aguaje se quedó con una postal difícil de olvidar: sirenas iluminando la noche, un cuerpo roto en el fondo del barranco, y cuatro chamacos esposados, con la mirada aturdida de quien no alcanza a comprender que la adolescencia terminó en un segundo.
Nadie hablará de ellos en la sobremesa. Nadie los pondrá en canciones. Pero ahí está la historia, un espejo áspero que refleja a al del país entero: un lugar donde la justicia se busca a golpes, donde la violencia se hereda como apellido, y donde hasta los niños cargan con la fatalidad de ser verdugos o víctimas.
En esta tragedia, no hubo malos ni buenos: sólo cinco adolescentes devorados por un mismo monstruo, el de la violencia que crece como plaga en los rincones donde el Estado no llega, pero sí llega Netflix y todas las plataformas con series donde se exalta la violencia como único camino, y la justicia por propia mano como un acto de valentía en una selva que no tiene otra ley que el ojo por ojo y diente por diente.
La pregunta queda flotando como un eco incómodo: ¿A quién le importa?
Simplemente es una corriente y cruda historia más, en la que nadie gana.
Un reflejo del barranco en el que todos estamos al borde.
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#4 Tiempos
El sueño que parecía imposible | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Durante décadas, el fútbol mexicano ha vivido con una deuda pendiente, la de encontrar a ese jugador distinto, capaz de cambiar un partido con una sola jugada, de desatar emociones colectivas y de encender la esperanza de millones. Y de pronto, en medio de la rutina de un campeonato que pocas veces sorprende, aparece un adolescente llamado Gilberto Mora para recordarnos que el sueño sí puede ser real.
Con apenas dieciséis años ya hizo historia. Debutó en la Primera División con Xolos y no fue un relleno, no fue una anécdota, se convirtió en protagonista, dio una asistencia, marcó un gol y rompió el récord de precocidad. Desde entonces, cada vez que pisa la cancha transmite esa sensación de que algo diferente va a ocurrir. Es el tipo de jugador por el que uno prende la televisión o se sienta en la tribuna con la ilusión de ver magia.
Lo extraordinario de Mora no es solo su juventud ni sus estadísticas. Es la manera en que juega con naturalidad, como si la presión no existiera, como si la cancha le perteneciera. Ve espacios que los demás ignoran, inventa caminos en lugares cerrados, toma decisiones que parecen dictadas por un instinto superior. Y lo más impresionante es que ya lo hace con la Selección Mexicana, donde su talento no se disfraza entre adultos, sino que se multiplica. En la Copa Oro lo vimos asistir, competir, atreverse, y ganar un título con una madurez que contrasta con su edad.
El horizonte para Mora es tan prometedor como inédito. Si el proceso se maneja bien, no solo podría disputar el Mundial Sub-17 —ese que corresponde a su categoría natural y donde sería la estr ella indiscutida—, sino que incluso está en condiciones de aspirar al Mundial Mayor , en un salto que pocos futbolistas en el planeta pueden presumir. Imaginarlo jugando ambos torneos, en paralelo, sería confirmar que estamos frente a un fenómeno.
México ha tenido buenos futbolistas, jugadores de época, líderes de vestidor o símbolos nacionales. Pero pocas veces hemos sentido tan cerca la posibilidad de tener a alguien con el aura de un Messi o un Maradona: un joven que no solo juega, sino que transmite la sensación de que su historia puede transformar la del fútbol mexicano. Por eso cada partido suyo parece más grande que el marcador. Porque lo que está en juego es la ilusión de un país entero que lleva generaciones esperando a “ese” futbolista que cambie todo.
Claro, el riesgo existe. La presión mediática, los clubes europeos que pronto tocarán la puerta, la exigencia desmedida de una afición que no suele tener paciencia. Pero si Mora encuentra el entorno adecuado, si logra madurar sin perder la magia, entonces podemos estar al inicio de la historia que tanto tiempo se nos negó.
Gilberto Mora es hoy más que un jugador: es la encarnación de un sueño que parecía imposible. Si mantiene el rumbo, no estaremos hablando solo del más joven en debutar, anotar o asistir. Estaremos hablando del crack que México llevaba décadas esperando, capaz de unir en un mismo calendario el Mundial Sub y el Mundial Mayor, para después escribir la página que nos acerque, por fin, a la eternidad futbolística.
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