diciembre 12, 2025

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Y… ¿Quién le pone el cascabel al narco?

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narcotráfico

La violencia en el país quedó de manifiesto en los últimos días, pues ha afectado a la cotidianeidad de varias ciudades como Celaya y Uruapan

Por: El Saxofón

Preludio: Celaya, sin tortillas

“Todos tenemos miedo, ¿quién le gana a las balas?”

Esta pregunta, y la afirmación que la precede, no la hizo uno de esos agudos críticos de la estrategia de seguridad del Estado Mexicano, ni un objetivo analista de la crisis de violencia que atraviesa México; la hizo un vendedor de tacos de Celaya, Guanajuato, ciudad donde las tortillerías se vieron obligadas a cerrar debido a las amenazas de muerte y el “cobro de piso” del crimen organizado.

El 6 de agosto, las crónicas de los diarios narraban una escena apocalíptica en la ciudad guanajuatense: “Hombres y mujeres deambulaban este martes por las calles de Celaya en busca de una tortillería abierta”; en los dos únicos locales abiertos había “largas filas”.

Ante las amenazas de los delincuentes, los industriales de la masa y la tortilla acordaron cerrar sus negocios por tres días, del sábado al lunes, tratando con ello de llamar la atención de las autoridades y frenar las acciones de los delincuentes.

Pero las autoridades no hicieron nada; en cambio los criminales fueron y balacearon una tortillería fundada en 1962. Más de 50 años de trabajo e historia, terminaron con la muerte de la dueña del expendio, una señora de 60 años, y sus dos empleadas.

Esto ocurrió el lunes 5, por eso el cierre de las tortillerías se extendió hasta el martes 6.

Al problema, casi absurdo (una ciudad sin tortillas en México), los celayenses le encontraron sus propias soluciones:

“¿Qué se hace, eh? Hay que trabajar, ¿verdad?”, dijo al ser cuestionada al respecto una empleada en una de las dos tortillerías que permanecieron abiertas.

“Todas las tortillerías están cerradas. ¿Ahora qué vamos a hacer?”, se preguntó otra mujer, y, práctica, se respondió de inmediato: “Pues ir a Mega, ahí de seguro hay tortillas”.

Incluso, según un sacerdote, en redes sociales se formaron cadenas de oración para pedir por Celaya. “La oración tiene poder, y que las autoridades hagan lo que les corresponde”, dijo el cura al diario El Universal.

Uruapan: una carnicería

Pero si alguien pensó que dejar sin tortillas a una ciudad ya era un agravio excesivo por parte del crimen, y que la crisis por la inseguridad estaba tocando fondo, aún faltaba algo peor.

El jueves el apocalipsis se trasladó a Uruapan. El municipio michoacano amaneció convertido en una carnicería: 19 cuerpos sin vida, algunos de ellos colgados y regados en un radio de tres kilómetros. Seis cuerpos colgando de un puente, otros siete, troceados y regados: cabezas, brazos piernas. Tres cuerpos completos, más allá, otros tres embolsados por acullá.

A las cuatro de la mañana, la gente que iba a trabajar vio el “operativo” que montaron los criminales para exhibir sus atrocidades: Varios sujetos armados vigilando desde taxis y motocicletas, mientras otros colgaban los cuerpos y regaban los restos en la vía pública.

“Todo el horror de México se concentra en una calle de Michoacán”, cabeceó el diario español El País.

Los diarios nacionales en sus crónicas, usaron palabras como “terror”, “horror”, “masacre”, “jornada violenta”: los viejos lugares comunes de la nota roja mexicana que han vuelto con nuevo brío a las portadas.

Al día siguiente, la fiscalía michoacana dio alguna información sobre 13 de las víctimas. Todas tenían ocupaciones aparentemente normales. Comerciantes, amas de casa, algún estudiante. Algunos habían sido levantados desde el 4 de agosto, pero las familias no se atrevieron a denunciar. Otro dato: en los exámenes toxicológicos todos dieron positivo por metanfetaminas, es decir, o consumían la droga, o los hicieron consumirla en el cautiverio.

La trampa de la guerra

El viernes, desde Durango, donde la inseguridad ha cedido, según las autoridades, el presidente López Obrador declaró: “no vamos a caer en la trampa de declarar la guerra como lo hicieron en otros tiempos y que fue lo que nos llevó a esta situación de inseguridad y violencia”.

“Vamos a seguir atendiendo las causas que originan la violencia… la paz y la tranquilidad son fruto de la justicia”, dijo el mandatario al reconocer que puede llevar tiempo, pero “esa es la mejor estrategia, la otra (de declarar la guerra) está demostrada que fracasó”.

Por su parte, el sector empresarial expresó su “preocupación”, sobre lo ocurrido en Michoacán.

San Miguel de Allende sin cantinas

El viernes, la agencia Notimex, informó que “Locatarios del Centro Histórico de San Miguel de Allende denunciaron que han sido víctimas de extorsiones, pues hace tres semanas sujetos dejaron maletas que contenían dosis de cocaína y marihuana con notas donde les daban 22 días para vender la droga. Por miedo, cerraron cinco cantinas, ubicadas en el primer cuadro de la ciudad.

“De manera anónima, por miedo a represalias, comerciantes declararon que prefirieron cerrar sus negocios, antes de que se cumpliera el plazo que venía en la nota escrita a mano en una hoja de libreta, el cual en algunos casos era de hasta un mes.

“Por el temor tampoco han denunciado a las autoridades y solo optaron por tirar a la basura las bolsas con las sustancias ilícitas y cerrar sus negocios”. Al menos 80 personas que trabajaban en dichos sitios perdieron su empleo.

“Los locatarios refirieron que no han presentado las denuncias correspondientes por miedo a que les ocurra lo mismo que a los comerciantes de Celaya, quienes el pasado viernes 2 de agosto, también fueron víctimas de extorsiones; el lunes 5 se manifestaron en la presidencia municipal y horas más tarde les balearon tres negocios y mataron a cuatro personas”.

Epílogo: Quién le pone el cascabel al narco

Los hechos que se narran líneas arriba son apenas un resumen incompleto del panorama sangriento que vive el país. Podemos completarlo un poco diciendo que, el viernes, en Veracruz se localizaron nueve bolsas con cadáveres, o que por la noche en San Luis Potosí, tres ataques armados en distintos puntos de la ciudad dejaron tres muertos.

Pero eso ya ocurre día y noche en el país. El crimen organizado tiene esclavizado a México. Poco a poco ha ido convirtiendo el territorio nacional en un moridero. Día tras día, la violencia criminal arrastra a jóvenes y no tan jóvenes; ancianos, mujeres y niños caen bajo las balas, o siguen sin hallar descanso en las morgues o peor aún, en las fosas clandestinas. Y a estas alturas tal parece que no hay salida.

Políticos, empresarios, organizaciones de la sociedad civil, exigen poner fin a tan grave problema.

Quienes escribimos sobre la inseguridad y la violencia somos muchos: unos criticamos la estrategia del gobierno, otros nos limitamos a referir los hechos; otros más aventuran posibles remedios, proponen soluciones.

En suma, todo esto nos recuerda la vieja fábula de los ratones que un día se reunieron para determinar cómo le iban a hacer para poner fin al asedio del gato, y determinaron que lo mejor era ponerle un cascabel, para por lo menos tener tiempo de huir cuando el felino se acercara, pero cuando preguntaron quien se atrevía a ponerle el cascabel, todos se quedaron callados.

La moraleja de la antiquísima fábula se apega mucho a la realidad: la situación que vivimos demanda actos que beneficiarán al colectivo, pero por el riesgo que implica realizarlos no hay voluntarios para ponerlos en práctica.

Con impotencia, debemos entender que no hay soluciones mágicas, y que nos espera un largo proceso, que aún hace falta mucho para que termine la oscura y violenta noche de México.

Corporalidad, oposición y resistencia | Columna de Paul Ibarra

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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña

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APUNTES

Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.

Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.

En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)

La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.

Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.

Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:

“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”

(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).

Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.

Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.

Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…

Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.

Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.

No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.

Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.

Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.

Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.

Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.

Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.

Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.

Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.

Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.

Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.

Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.

Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.

A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.

Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.

Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.

El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:

—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.

Flor del Campo. Claro.

No era un nombre. Era una respuesta.

Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.

Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.

Jorge Saldaña.

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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano

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Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado

Por: Ana G Silva

A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.

Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.

Inician.

Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.

La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.

A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.

Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.

Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.

En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.

Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.

En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.

En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:

Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.

Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.

Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.

Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.

Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.

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Reforma educativa abre paso para que 30 docentes regresen a aula en SLP

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La medida deriva de una reciente reforma legislativa que busca proteger a quienes enfrentan acusaciones sin fundamento

Por: Redacción

La Secretaría de Educación del Gobierno del Estado (SEGE) estima la reincorporación de 30 docentes que habían sido separados temporalmente de sus funciones tras enfrentar diversas denuncias. Según varios medios de comunicación, esta medida deriva de la reciente aprobación de una reforma legislativa diseñada para salvaguardar al personal docente.

El titular de la SEGE, Juan Carlos Torres Cedillo, explicó que el objetivo de esta nueva legislación es defender a las y los catedráticos que son señalados sin fundamento por parte de padres de familia o tutores. Si bien los 30 docentes aún no han sido exonerados de manera definitiva, su reincorporación es un paso que se prevé gracias al nuevo marco legal.

El funcionario estatal detalló que cuando existe una acusación contra un maestro, ya sea ante la SEGE o la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), se procede a su separación parcial de la impartición de clases. Torres Cedillo reconoció que este proceso administrativo provoca una carencia de maestros

frente a grupo, lo que a su vez genera afectaciones directas a los escolares, quienes pierden continuidad en sus clases.

La reforma legislativa, de acuerdo con las declaraciones del titular de la SEGE, busca mitigar estas afectaciones al proporcionar un mecanismo legal que defiende a los docentes de acusaciones infundadas, permitiendo que la mayoría regrese a sus aulas para continuar con su labor educativa.

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Opinión

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