julio 14, 2025

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#4 Tiempos

Una vez nada más | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

Siempre hay algo de milagroso en un encuentro. Que yo, que pude haber nacido en la China de la dinastía Cheng (en el caso de que hubiese existido tal dinastía), me encuentre ahora, y aquí, con aquel señor de la boina colorada, que pudo a su vez haber sido ministro de relaciones exteriores en la corte de Amenofis IV, es algo que francamente se sale de lo ordinario.

¿Cómo es que hemos coincidido no solamente en este mundo (tanto él como yo pudimos no haber nacido), sino también en este continente, en esta nación, en esta ciudad tan violenta, en este tramo del siglo del siglo XXI y en este preciso autobús? De buscarnos, jamás nos habríamos encontrado. Y; sin embargo, henos aquí a los dos, náufragos del tiempo que llegan a la misma isla de este océano inmenso que es la historia.

Diez mil cosas tuvieron que suceder para que tanto él como yo tomáramos el mismo camión. Por lo que a mí toca, fue necesario que saliera a la calle precisamente a las 9,27 de la mañana; que a las 9,26 no hubiera sonado mi teléfono de casa, pues el retraso de un solo minuto habría bastado para frustrar el encuentro; que caminara exactamente a la velocidad que caminé, es decir, a 7,2 kilómetros por hora; que no me hubiera interceptado un amigo en plena avenida para hacerme una confidencia o para invitarme un café.

Por lo que se refiere a lo demás, era necesario que el chofer condujera a una velocidad promedio de 50,15 kilómetros por hora; que el semáforo de dos cuadras más atrás se pusiera en rojo de repente –como suelen ponerse los semáforos siempre que no deseamos detenernos-, pues de otra forma me habría sido imposible tomar el autobús; que la empleada de la tienda en que compró el conductor sus cigarrillos esta mañana no tuviera cambio de un billete de 200 pesos y lo hiciera esperar cuatro minutos. Y esto sólo por hablar de lo evidente, aunque aún está por decir lo que necesitó haber hecho el hombre de la boina colorada. Pero dejémoslo ahí, porque no acabríamos nunca.

¡Qué extraordinario ha sido este encuentro! Sin embargo, lo más extraordinario es que nadie lo celebró: ni yo, ni el chofer del autobús (mediador de él a pleno título), ni el señor de la boina colorada, puesto que nos limitamos a vernos de reojo y a desviar la mirada, como si todo hubiese sido de lo más ordinario, como si así hubiera tenido que ser por no sé qué especie de necesidad.

Quizá nunca más volvamos a encontrarnos. Como en la canción de Agustín Lara, todo en esta vida es una vez nada más. Una vez nada más esta vida, una vez nada más esta hora de la mañana, una vez nada más este autobús. Una vez nada más y nunca jamás. Y, al bajar, no nos decimos adiós, sino que, como hombres acostumbrados a los milagros, nos encogemos de hombros en signo evidente de aprobación. Nos alejamos el uno del otro como si nuestra despedida no fuera en cierto sentido para siempre.

A lo mejor hay alguien en este vasto universo que busca desde hace tiempo al señor de la boina colorada, que lo busca sin encontrarlo. Y yo lo tengo enfrente, ante mis narices, sin celebrar el milagro, mirando con indiferencia hacia el otro lado de la ciudad a través de la ventana.

Todos los días cien, mil, doscientos mil encuentros (según mis incursiones por las calles de la ciudad), doscientos mil milagros que no agradezco ni noto; doscientas mil casualidades producto de otros doscientos mil millones de casualidades que pasan ante mi vista como pasan por el suelo las motas de polvo.

Nadie sabe qué era lo que Dios había querido suscitar con estos encuentros. Sea como sea, fueron encuentros frustrados, pues no nos marcaron en absoluto, ni dejaron en nuestra memoria material para el recuerdo. Y porque son en cierta manera abortos, abortos que nosotros mismos provocamos, es necesario pedir perdón por ellos.

Creo que fue Bruce Marshall (1899-1987), el escritor escocés, quien hizo aparecer en una de sus novelas a un personaje que oraba a Dios todas las noches por cada una de las personas con las que se había encontrado durante el día, y creo que fue en A cada uno un denario, aunque no estoy muy seguro. Sea como fuere, la idea es bella. Ya que no pudimos celebrar el extraordinario encuentro con aquellos otros náufragos del tiempo (por timidez, por pudor, por indiferencia, por prisa o por lo que sea), es justo pedir a Dios que les dé todo el afecto que, dadas las circunstancias, nosotros no pudimos o no nos atrevimos a darles; que algún día, cuando Él quiera y disponga, si es posible, nos volvamos a ver, y que ahora sí podamos reconocernos como dos hermanos que, aunque nacidos del mismo Padre, no se conocían por haber nacido en casas distintas y en barrios distantes.

Pero lo que hay que pedir sobre toda otra cosa es que no nos habituemos nunca a los milagros, esos sucesos extraordinarios que por acaecer minuto a minuto son confundidos con esa cosa estúpida e inexistente que llamamos azar.

Tener allí, al alcance de la mano, el pan de cada día, ¿no es milagroso?

¡Cotidianamente Dios multiplica los panes y los peces para que no quede sin respuesta una de las peticiones que solemos hacerle al rezar el Padrenuestro!

«Aquel que hizo brotar vino en las bodas de Caná –explica San Agustín (354-430) en su Comentario al Evangelio de San Juan- es el mismo que lo produce todos los años en los viñedos. Pero no nos admiramos de este último fenómeno porque  sucede cada año: su constante renovación ha hecho desaparecer en nosotros la admiración».

Dice el rey Berenguer a Julieta, la sirvienta del palacio, en El rey se muere, la bellísma pieza tetral de Eugène Ionesco: «Respiras, no piensas nunca en que respiras. Piensa en ello. Recuérdalo. Estoy seguro de que no prestas atención. Es un milagro». ¡Y vaya que lo es! Pero, como estamos habituados a él…

Admirarse de tener algo que comer, maravillarse de ver y respirar, agradecer cada encuentro cual si fuese un don del cielo: he aquí un necesario ejercicio espiritual. Dijo Chesterton una vez: «Si el mundo sucumbe, no será ciertamente por falta de milagros, sino por falta de asombro».

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#4 Tiempos

La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS mínúsculas

Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».

Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.

Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».

La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.

«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».

Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.

Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:

«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».

¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…

¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».

Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…

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#4 Tiempos

El tormentoso futuro y sus pronósticos | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

Se llega al inicio del torneo y como siempre, la ilusión, el deseo y un poco de esperanza regresan a los campamentos del fútbol mexicano.
Ya con algunas semanas de partidos amistosos, preparación de pretemporada y contrataciones interesantes, arrancamos con la idea de pronosticar el futuro de San Luis en la liga.

La mecánica es simple, ir jornada tras jornada sumando (cuando lo amerite) los puntos que puede obtener el equipo, para al final hacer una suma e intentar predecir si es suficiente como para pelear por un lugar en la liguilla o no, así que comencemos.

Jornada 1: León (Derrota) 0 puntos
Jornada 2: Monterrey (Derrota) 0 puntos
Jornada 3: Chivas (Derrota) 0 puntos
Jornada 4: Cruz Azul (Derrota) 0 puntos
Jornada 5: Puebla (Empate) 1 punto
Jornada 6: Querétaro (Victoria) 4 puntos
Jornada 7: Toluca (Empate) 5 puntos
Jornada 8: Tijuana (Victoria) 8 puntos
Jornada 9: Santos (Victoria) 11 puntos
Jornada 10: América (Empate) 12 puntos
Jornada 11: Pachuca (Empate) 13 puntos
Jornada 12: Mazatlán (Victoria) 15 puntos
Jornada 13: Atlas (Victoria) 18 puntos
Jornada 14: Pumas (Derrota) 18 puntos
Jornada 15: Necaxa (Victoria) 21 puntos
Jornada 16: Juárez (Victoria) 24 puntos
Jornada 17: Tigres (Derrota) 24 puntos

24 puntos representan una real posibilidad de jugar play in y con ello pensar en llegar a la liguilla. Sin embargo, el pronóstico habla de un arranque muy complicado llegando a sumar alguna unidad hasta la jornada 5, lo cual preocupa para la estabilidad del equipo y su nuevo cuerpo técnico. Un torneo que luce complicado y de adaptación para el director técnico y una base muy consolidada de jugadores que conocen muy bien la liga.

Por el bien del fútbol en San Luis, esperemos que la bola ruede a su favor, que renazca el buen toque de balón y se demuestre que con poco se puede competir, no queda más que esperar y en unos meses hacemos el recuento de lo logrado contra este complicado pronóstico, que comience la fiesta del fútbol mexicano, una vez más.

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#4 Tiempos

Personas como espejos | Columna de Carlos López Medrano

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Mejor dormir

 

Los pasos dados en una mañana cualquiera conducen a uno de esos espejos piadosos en los que uno aparece más guapo de lo habitual, más limpio, más esbelto, casi heroico. La imagen llega como ráfaga: ese instante fugaz en que parecemos la mejor versión de nosotros mismos. Al siguiente paso, otro espejo devuelve ya el reflejo habitual: el rostro cansado, la camisa con esa arruga que antes no estaba, el pelo que ya no da. Así son los espejos: unos nos bendicen con la gracia de un tenista que acaba de salvar un set y lanza un guiño a la muchacha de la tercera fila; otros nos exhiben hasta el patetismo, y no hay ángulo que salve esas ojeras de un sueño perdido o la mancha que jurábamos no llevar puesta.

Entre uno y otro reflejo, se instala la duda: saber si somos el mal reflejo o la estampa bella de aquel aparador, si somos lo que vimos primero o lo que vemos ahora. Si somos el destello o la derrota.

En las relaciones humanas ocurre un duelo parecido. Hay personas que funcionan como espejos benévolos y nos devuelven lo mejor de nosotros mismos, iluminando lo que tenemos de amable, de inteligente, de vivo. Con ellas todo fluye: la conversación, el silencio, el juego de miradas. Traen de vuelta nuestro humor. Su sola presencia aligera la carga del día y perdonamos así el paso de las moscas.

En el ámbito de las relaciones es preciso rodearse de personas que son como los espejos en los que uno se ve bien y que nada complican. Gente que con su paciencia y simpatía ponen en bandeja las sonrisas y alumbran los más elevados sentimientos.

Pero también hay espejos rotos con forma de persona. Espejos manchados que te reducen y desaniman, cual les marca su hebra cochambrosa y su afán por ensuciar lo que les rodea. Sujetos cuya sola cercanía oscurece, reduce. Imanes del infortunio, empeñados en arrastrar a los demás a su fango personal. Su forma inmunda de consuelo.

Famosa es la frase en la que John Keats contaba que la poesía ha de acontecer con la misma naturaleza y espontaneidad con la que una hoja cae del árbol,

y no forzada ni sostenida por andamios y tornillos. Las relaciones humanas de mayor calado fluyen sin tener que desgañitarse. No se gritan, no se empujan: florecen. Como esas novelas que uno lee sin darse cuenta, y al mirar la página ya vamos por la mitad. Tenemos libros que se arrastran (uno nomás no ve la luz al final del túnel) y otros que vuelan.

Vuelvo a mi maestro Jardiel Poncela: aquellas mujeres que no se acomodan a nosotros valen menos que un lavafrutas, aunque sea la resurrección de Friné envuelta en perfume de Le Galion. 

Hay personas que te jalan consigo a su piscina de indecencia; y están otras, las que valen su peso en azafrán, que elevan y de la mano te guían a lo que has anhelado para ti en ratos de dulce vanidad. Son los rayos de sol que se cuelan entre las hojas en la última hora de la tarde.

Los buenos modales siguen siendo la pauta a la hora de definir a la gente de la que me quiero rodear. Aquellos que te alientan, saben escuchar y con los que aún puedes platicar de viejos álbumes.

Recordar, por ejemplo, aquella canción de The Velvet Underground cantada por Nico:

 

Seré tu espejo
Reflejaré lo que eres, por si acaso no lo sabes.
Déjame estar de pie para mostrarte que estás ciego.
Por favor, baja las manos,
Porque yo te veo.
Me cuesta creer que no sepas
La belleza que eres.
Pero si no lo sabes, déjame ser tus ojos,
Una mano en tu oscuridad para que no tengas miedo…

 

 

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