diciembre 6, 2025

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#4 Tiempos

Una vez nada más | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

Siempre hay algo de milagroso en un encuentro. Que yo, que pude haber nacido en la China de la dinastía Cheng (en el caso de que hubiese existido tal dinastía), me encuentre ahora, y aquí, con aquel señor de la boina colorada, que pudo a su vez haber sido ministro de relaciones exteriores en la corte de Amenofis IV, es algo que francamente se sale de lo ordinario.

¿Cómo es que hemos coincidido no solamente en este mundo (tanto él como yo pudimos no haber nacido), sino también en este continente, en esta nación, en esta ciudad tan violenta, en este tramo del siglo del siglo XXI y en este preciso autobús? De buscarnos, jamás nos habríamos encontrado. Y; sin embargo, henos aquí a los dos, náufragos del tiempo que llegan a la misma isla de este océano inmenso que es la historia.

Diez mil cosas tuvieron que suceder para que tanto él como yo tomáramos el mismo camión. Por lo que a mí toca, fue necesario que saliera a la calle precisamente a las 9,27 de la mañana; que a las 9,26 no hubiera sonado mi teléfono de casa, pues el retraso de un solo minuto habría bastado para frustrar el encuentro; que caminara exactamente a la velocidad que caminé, es decir, a 7,2 kilómetros por hora; que no me hubiera interceptado un amigo en plena avenida para hacerme una confidencia o para invitarme un café.

Por lo que se refiere a lo demás, era necesario que el chofer condujera a una velocidad promedio de 50,15 kilómetros por hora; que el semáforo de dos cuadras más atrás se pusiera en rojo de repente –como suelen ponerse los semáforos siempre que no deseamos detenernos-, pues de otra forma me habría sido imposible tomar el autobús; que la empleada de la tienda en que compró el conductor sus cigarrillos esta mañana no tuviera cambio de un billete de 200 pesos y lo hiciera esperar cuatro minutos. Y esto sólo por hablar de lo evidente, aunque aún está por decir lo que necesitó haber hecho el hombre de la boina colorada. Pero dejémoslo ahí, porque no acabríamos nunca.

¡Qué extraordinario ha sido este encuentro! Sin embargo, lo más extraordinario es que nadie lo celebró: ni yo, ni el chofer del autobús (mediador de él a pleno título), ni el señor de la boina colorada, puesto que nos limitamos a vernos de reojo y a desviar la mirada, como si todo hubiese sido de lo más ordinario, como si así hubiera tenido que ser por no sé qué especie de necesidad.

Quizá nunca más volvamos a encontrarnos. Como en la canción de Agustín Lara, todo en esta vida es una vez nada más. Una vez nada más esta vida, una vez nada más esta hora de la mañana, una vez nada más este autobús. Una vez nada más y nunca jamás. Y, al bajar, no nos decimos adiós, sino que, como hombres acostumbrados a los milagros, nos encogemos de hombros en signo evidente de aprobación. Nos alejamos el uno del otro como si nuestra despedida no fuera en cierto sentido para siempre.

A lo mejor hay alguien en este vasto universo que busca desde hace tiempo al señor de la boina colorada, que lo busca sin encontrarlo. Y yo lo tengo enfrente, ante mis narices, sin celebrar el milagro, mirando con indiferencia hacia el otro lado de la ciudad a través de la ventana.

Todos los días cien, mil, doscientos mil encuentros (según mis incursiones por las calles de la ciudad), doscientos mil milagros que no agradezco ni noto; doscientas mil casualidades producto de otros doscientos mil millones de casualidades que pasan ante mi vista como pasan por el suelo las motas de polvo.

Nadie sabe qué era lo que Dios había querido suscitar con estos encuentros. Sea como sea, fueron encuentros frustrados, pues no nos marcaron en absoluto, ni dejaron en nuestra memoria material para el recuerdo. Y porque son en cierta manera abortos, abortos que nosotros mismos provocamos, es necesario pedir perdón por ellos.

Creo que fue Bruce Marshall (1899-1987), el escritor escocés, quien hizo aparecer en una de sus novelas a un personaje que oraba a Dios todas las noches por cada una de las personas con las que se había encontrado durante el día, y creo que fue en A cada uno un denario, aunque no estoy muy seguro. Sea como fuere, la idea es bella. Ya que no pudimos celebrar el extraordinario encuentro con aquellos otros náufragos del tiempo (por timidez, por pudor, por indiferencia, por prisa o por lo que sea), es justo pedir a Dios que les dé todo el afecto que, dadas las circunstancias, nosotros no pudimos o no nos atrevimos a darles; que algún día, cuando Él quiera y disponga, si es posible, nos volvamos a ver, y que ahora sí podamos reconocernos como dos hermanos que, aunque nacidos del mismo Padre, no se conocían por haber nacido en casas distintas y en barrios distantes.

Pero lo que hay que pedir sobre toda otra cosa es que no nos habituemos nunca a los milagros, esos sucesos extraordinarios que por acaecer minuto a minuto son confundidos con esa cosa estúpida e inexistente que llamamos azar.

Tener allí, al alcance de la mano, el pan de cada día, ¿no es milagroso?

¡Cotidianamente Dios multiplica los panes y los peces para que no quede sin respuesta una de las peticiones que solemos hacerle al rezar el Padrenuestro!

«Aquel que hizo brotar vino en las bodas de Caná –explica San Agustín (354-430) en su Comentario al Evangelio de San Juan- es el mismo que lo produce todos los años en los viñedos. Pero no nos admiramos de este último fenómeno porque  sucede cada año: su constante renovación ha hecho desaparecer en nosotros la admiración».

Dice el rey Berenguer a Julieta, la sirvienta del palacio, en El rey se muere, la bellísma pieza tetral de Eugène Ionesco: «Respiras, no piensas nunca en que respiras. Piensa en ello. Recuérdalo. Estoy seguro de que no prestas atención. Es un milagro». ¡Y vaya que lo es! Pero, como estamos habituados a él…

Admirarse de tener algo que comer, maravillarse de ver y respirar, agradecer cada encuentro cual si fuese un don del cielo: he aquí un necesario ejercicio espiritual. Dijo Chesterton una vez: «Si el mundo sucumbe, no será ciertamente por falta de milagros, sino por falta de asombro».

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#4 Tiempos

Una carrera interesante | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

Hablar de Javier Hernández es repasar una de las trayectorias más influyentes en la historia del fútbol mexicano. Durante más de una década, su nombre fue sinónimo de gol, entrega y ambición. Desde aquel salto meteórico con Chivas y su inesperada irrupción en el Manchester United, su carrera parecía escrita con tinta dorada, la sonrisa eterna, los goles decisivos, la capacidad de transformar oportunidades mínimas en celebraciones memorables.

Fue un delantero que supo abrir puertas donde antes había muros, ese killer del área de los goles inverosímiles, ese que se autoasistía y remataba de forma poco ortodoxa. Marcó en Champions, conquistó Inglaterra, dejó huella en Alemania, se reinventó en Estados Unidos y llevó la camiseta de la selección mexicana con una voracidad que lo convirtió en el máximo goleador nacional. Por años, “Chicharito” representó la imagen internacional del fútbol mexicano, un jugador valiente, de carácter humilde pero competitivo, respetado en los mejores estadios del mundo.

Sin embargo, el final de su recorrido no ha tenido el brillo que merecía. Lo que alguna vez fue una historia ascendente hoy se siente atravesada por decisiones discutibles, lesiones inoportunas y un desgaste emocional evidente. Su último tramo estuvo marcado por conflictos internos, mensajes crípticos, ausencias prolongadas y un regreso al fútbol mexicano que lejos de ser un homenaje terminó convirtiéndose en un episodio incómodo.

El fútbol (caprichoso como es) rara vez permite despedidas perfectas. Pero en el caso de Hernández, la caída se volvió más abrupta porque contrastó con la grandeza de su pasado. El delantero que antes definía clásicos europeos comenzó a perder protagonismo, a caer en dinámicas polémicas y a mostrarse d esconectado del nivel competitivo que lo acompañó tantos años.

El problema no es que el tiempo pase, eso es inevitable, sino que su final se alejó del tono que él mismo construyó, profesional, disciplinado, alegre y comprometido.

En lugar de un cierre elegante, lo que quedó fue un recorrido lleno de dudas, con más conversaciones sobre su comportamiento que sobre su fútbol. Y eso, para una figura de su magnitud, duele más que cualquier descenso de rendimiento.

Aun así, su legado permanece intacto. Javier Hernández abrió puertas para generaciones completas. Demostró que un jugador mexicano puede competir, destacar y ser determinante en las ligas más exigentes del planeta. Su historia inspira no por su final, sino por su cima; no por su último capítulo, sino por todos los que escribió antes con una pasión que marcó época.

El cierre no fue el ideal, es cierto. Pero incluso en medio de su declive, hay una verdad que nadie puede borrar: México no ha tenido (ni tendrá pronto) un delantero con su impacto internacional. Su carrera merece leerse como lo que fue, un ejemplo de cómo la disciplina puede convertir sueños improbables en realidades extraordinarias, aunque el final no haya estado a la altura de su legado.

A veces, las grandes historias no terminan como quisiéramos… pero siguen siendo grandes, y por lo menos, interesantes.

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#4 Tiempos

El Piano eléctrico: desarrollo potosino | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Los diseños de pianos electromecánicos tuvieron su auge en 1929 y en la década de los cincuenta del siglo XX comenzaron a usarse en audiciones públicas. La historia de su desarrollo menciona los nombres de Lloyd Loar, Benjamin Meissner, Rudolph Wurlizer, Harold Rodhes y el piano Neo-Bechstein, entre los principales.

Sin embargo, el nombre de Francisco Javier Estrada no aparece en estos recuentos, a pesar de haber sido el primer reporte de un diseño de piano eléctrico a nivel mundial, como resultado de sus investigaciones en reproducción del sonido por medios eléctricos. El reporte público de Estrada se realizó el 19 de diciembre de 1878 en el periódico El Siglo XIX, donde Estrada daba cuenta de sus experimentos con una cuerda vibratoria y su transducción a señal eléctrica, mediante una membrana de tambor que amplificaba el sonido. Estrada, solo presentó su idea y diseño y la puso al servicio de los interesados a finde que pudieran materializarla y mejorarla, al no poder solventar los gastos necesarios para su construcción y la falta de servicios artesanales especializados. Estrada decidía publicar los principios y la descripción del instrumento citado, temeroso de que algún día, no muy lejano, se presentara del extranjero algún instrumento de música idéntico o semejante, o lo que era peor, alguna petición exótica de privilegio con perjuicio de los artesanos mexicanos.

Ochenta años mediaron entre la publicación del diseño de Estrada y la materialización en el extranjero de un piano eléctrico con funcionamiento electro-mecánico.

Para mayores detalles y más información pueden consultar mi artículo alojado en la dirección:

(PDF) Francisco Javier Estrada el inventor del piano eléctrico. Available from: https://www.researchgate.net/publication/396325293_Francisco_Javier_Estrada_el_inventor_del_piano_electrico.

Francisco Javier Estrada insigne científico potosino que destacó a nivel mundial en el ámbito de la física en el siglo XIX convirtiéndose en el físico más importante de México, tiene una numerosa contribución de aportes, de primicias mundiales, las cuales en su mayoría son desconocidas o adjudicadas a otros personajes.

Hemos estado realizando investigación y difusión sobre la vida y obra de este genial potosino, Francisco Javier Estrada y en esta columna del Cronopio en la Orquesta, hemos tratado algunas de esas trascendentales aportaciones.

Una de las aportaciones técnicas de Francisco Javier Estrada que no aparecen en los registros científicos históricos es la propuesta de reproducción del sonido por medios eléctricos. Su tema central de trabajo que implementó en la década de los setenta decimonónicos fue la reproducción del sonido, colocándose en la frontera del conocimiento en ese tema.

Como hemos apuntado en trabajos anteriores, muchas de sus aportaciones y primicias mundiales han quedado en el olvido y poco a poco se están rescatando para colocar en la palestra mundial el gran genio de Estrada, como el físico mexicano más importante del siglo XIX y uno de los principales a nivel mundial,

cuyas glorias no se proyectaron por la idiosincrasia social del país, aunque su genio de cierta forma era reconocido en el país, aunque no lo suficiente.

Sistemas como el motor eléctrico, nuevos sistemas de telefonía y la comunicación inalámbrica son parte de sus aportaciones trascendentes que cambiaron a nuestras sociedades y cuyas aportaciones aprovechadas por otros científicos dejan de lado la aportación primaria de Estrada en la historia de la ciencia y la tecnología. Como una aplicación de sus investigaciones en electromagnetismo y reproducción del sonido, se encuentra su propuesta de un piano eléctrico, cuyos experimentos base realizó en San Luis Potosí y con los que propuso un diseño para la construcción de un piano eléctrico que transformaba las vibraciones acústicas en eléctricas con el fin de amplificar el sonido.

El piano como tal no pudo construirlo por carecer de recursos suficientes, así como problemas para abastecerse de los materiales necesarios y el apoyo de los constructores artesanos; sin embargo, publicó en medios de comunicación masiva sus propuestas con el fin de registrar su idea, sus experimentos y su diseño para la construcción del piano eléctrico y su extensión a otros instrumentos de cuerda.

Su propuesta era resultado de experimentos anteriores de Estrada con sistemas telefónicos, donde había realizado mejoras a los ya existentes, logrando construir teléfonos cuya reproducción del sonido era más clara y de mayor intensidad. Parte de esas mejoras las utilizaría en su propuesta del piano eléctrico, entre ellas los fundamentos de micrófonos de carbón y de la comunicación inalámbrica.

Los potosinos debemos estar orgullosos de Francisco Estrada y colocar su nombre como debe de ser, en la historia de la civilización.

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#4 Tiempos

Consideraciones sobre la amabilidad | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

Tenía Víctor Hugo, el gran escritor francés, veintisiete años de edad cuando publicó, en 1829, El último día de un condenado, novela o largo relato en el que se pone a describir los pensamientos íntimos, las agitaciones interiores y los estados de ánimo que se apoderan de un hombre que pronto -muy pronto- va a tener que morir. La justicia ha señalado ya el día y la hora en que deberá tener lugar la ejecución; todo, pues, está listo…

Pero, no: ¡no todo está listo! Puede que lo esté el cadalso, puede que lo esté el verdugo, pero este hombre todavía no está listo. ¡Aún no sabe por qué debe morir! «Soy joven, estoy sano y fuerte –gime en el calabozo-. La sangre circula libremente por mis venas; todos mis miembros obedecen a todos mis caprichos; estoy robusto de cuerpo y de mente, preparado para una larga vida. Sí, todo esto es verdad; y, sin embargo, padezco una enfermedad, una enfermedad mortal, provocada por la mano del hombre».

Afuera, en la calle, todos ríen y se gozan: el calor del sol es bueno, la vida es bella. ¡Ah, tienen razón al mostrarse tan alegres! Para ellos hay futuro. ¿Cómo no sonreír cuando a la noche sigue el día, cuando se espera vivir muchas noches y muchos días? En cambio él… ¡Quizá no haya para él ni otra noche ni otro día!

Llama la atención, sin embargo, cómo es que este hombre se da cuenta de que no le queda mucho tiempo: ¡por la amabilidad del personal penitenciario! ¿De cuándo acá se mostraban tan amables estos monstruos de indiferencia? ¿De cuando acá? «El camarero de guardia acaba de entrar en mi calabozo, se quita el gorro, me saluda, pide perdón por molestarme y me pregunta, suavizando en lo posible su voz ruda, lo que deseo para el desayuno. Me entran escalofríos. ¿Será hoy?».

Es decir, ¿será hoy cuando tenga que ser ejecutado? Tanto refinamiento, tanta delicadeza le parecen francamente sospechosos. Hasta hace poco todos le hablaban a gritos, brutalmente, pero hoy se descubren la cabeza para saludarlo y hasta ejecutan ante él respetuosas reverencias. Sí, es posible que sea hoy. El condenado, entonces, se pone a temblar. Es que no era normal, no era normal en absoluto que…

Pero las cosas se complican todavía más cuando, de pronto, la reja del calabozo se abre y aparece en el marco de la puerta una figura pequeña, de largos bigotes negros, y amable hasta la falsedad. «Sí, es hoy –piensa el condenado al ver a este individuo ejecutando todas las ceremonias de la cortesía-. El mismo director de la prisión ha venido a visitarme. Me pregunta lo que me gustaría o podría serme de utilidad; incluso hasta expresó el deseo de que no tuviera quejas de él o de sus subordinados; se interesó por mi salud y por cómo había pasado la noche. ¡Al salir me llamó señor! ¡Sí, es hoy!».

Y admírese usted: los pensamientos del condenado resultaron ser ciertos; su intuición no lo engañó. Era hoy, precisamente cuando debía morir. No se equivocaba.

¿Por qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último momento? Al parecer, sólo los muertos –o los que están a punto de serlo- logran conmovernos. «¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! –exclama el personaje único de La caída

, el famoso monólogo de Albert Camus (1913-1960)-. El homenaje se les ofrece entonces con toda naturalidad, ese homenaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiésemos durante toda su vida… Observe usted a mis vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en el que usted vive. Los inquilinos dormían su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero. Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan».

¡Los hombres sólo somos corteses con los muertos! He aquí lo que el Nóbel francés quiso decir. Pero no sólo lo dice él. He aquí, por ejemplo, lo que Máximo Gorki (1868-1936), el escritor ruso, escribió en su autobiografía: «¡Las misas de difuntos son las más bellas de toda la liturgia! ¡Hay en ellas ternura y piedad para los hombres! ¡Nuestros semejantes no compadecen sino a los muertos!».

Está bien, está bien, así es. Y, sin embargo –me digo-, he aquí un método para cultivar la cortesía: ver en el otro, ese que ahora está junto a mí, un condenado a muerte -¡que lo es, sólo que él no lo sabe, o lo ignora, o no quiere pensar en ello!- y tratarlo como si mañana ya no fuera a estar aquí; tratarlo, en una palabra, con las mismas atenciones que el carcelero dispensó al condenado a muerte en el relato de Víctor Hugo. ¡Ah, si nos viéramos como somos, es decir, como mortales, qué dulces seríamos en nuestras relaciones, y qué corteses!

Dice Aliosha a Lisa en Los hermanos Karamazov, la novela de Fiodor Dostoyevski (1821-1881): «Hay que tratar muy a menudo a las personas como si fueran niños, y a veces como si fueran enfermos». No está mal, no está del todo mal. ¿Con qué delicadeza no trataríamos a una persona si supiéramos que quizá hoy mismo va a morirse? ¿Y cómo estar seguros que no será hoy el día en que morirá? Por eso, más vale ser amables con él.

Otra cita más; ahora la he tomado de Sobre héroes y tumbas, la novela de Ernesto Sábato (1911-2011), el escritor argentino: «¿Sería uno tan duro con los seres humanos si se supiese la verdad que algún día se han de morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?».

Todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal. El silogismo nos sale bien; en el fondo, los hombres no somos tan ilógicos como parecemos a primera vista. Sólo que no siempre sacamos de nuestros razonamientos todas las consecuencias pertinentes al caso.

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