octubre 6, 2025

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#4 Tiempos

Un diálogo interdisciplinario: La Peste Negra (1349-1353) de Ole. J Benedictow | Columna de Edén Ulises Martínez

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Funambulista

 

¿Qué fue la Peste Negra? Quizás si buscamos en Wikipedia nos sería muy fácil responder que fue una enfermedad que azotó Europa en la Edad Media, que mató a un tercio de la población europea, o que la gente de la época, altamente religiosa, pensaba que era un castigo divino, signo de la proximidad del apocalipsis. ¿Pero en realidad qué fue la Peste Negra? ¿Qué tipo de enfermedad fue?

Tanto por su capacidad de establecer generalidades y recrear los recorridos de la enfermedad en Europa, como por la de explicar con lujo de detalles su reproducción en los países nórdicos, especialmente en Noruega, La Peste Negra (1349-1353) de Ole. J Benedictow, es un libro indispensable para entender a las epidemias y cómo afectan estas al ambiente y a la organización de las sociedades en que se reproducen.

En tan solo 7 años, de 1346 a 1353, la Peste se extendió de manera extraordinariamente eficaz desde Atenas hasta Oslo, con un índice de mortalidad tan alto que realmente no sorprende que la población que en esos años habitó Europa pensara que era la mismísima ira de dios.


El impacto tan profundo que tuvo la epidemia en todos los aspectos del mundo medieval la han convertido en uno de los acontecimientos históricos más estudiados: se han analizado sus aspectos culturales, psicológicos y religiosos. La historia como disciplina se enfocó por muchos años en estos elementos de la Peste, e ignoró otros, como el de su expansión demográfica: ¿Por qué la Peste se propagó tan rápido en un mundo aparentemente hermético como la Europa Medieval? Antes del siglo XX no existían investigaciones sobre el impacto demográfico-local de la mortalidad de la Peste, y tampoco sobre sus características epidemiológicas. El trabajo de Benedictow explica los elementos biológicos del comportamiento de la enfermedad, y además expone las características históricas de su reproducción demográfica.


La Peste

Hasta siglos después de que ocurrió, la gente comenzó a llamar a la enfermedad Peste Negra. Se cree que la causa fue un malentendido etimológico, una mala traducción de la expresión latina atra mors, en la que el adjetivo atra puede significar tanto terrible como negra. Ni los más pobres granjeros feudales ni los más ricos nobles o reyes sabían nada sobre bacterias o virus —y menos de patógenos microbiológicos— por lo que la palabra Peste funcionaba como un vocablo general para definirlos sin distinción.

En términos bacteriológicos la Peste fue una epidemia de Plaga Bubónica, una enfermedad causada por la bacteria Yersinia Pestis, que circulaba entre los roedores salvajes, sobre todo en donde se encontraban en gran cantidad. Estos lugares, por lo común almacenes de grano o edificios en puertos, fueron lo que se conoce actualmente como “focos de infección” o “reservas de patógenos”. La Yersinia Pestis infectaba humanos que vivían en compañía de ratas, por lo general de la especie conocida como rata noruega, o rata de barco, que son las actuales ratas de ciudad.

Ahora bien, por mucho tiempo se pensó que la manera en la que se infectaba a la población humana era por medio de mordidas de rata, pero no fue hasta finales del siglo XIX y principios del XX que se identificó el verdadero comportamiento de la infección gracias al estudio de brotes modernos en el siglo XIX: en 1870 se descubrió que las enfermedades contagiosas son causadas por unos microorganismos llamados agentes patógenos. Estos patógenos son los causantes de las enfermedades más comunes, como el resfriado, las paperas y la gripe.

Gracias a estudios de entomología y de patología se pudo definir la manera en que se transmitía verdaderamente la Yersinia Pestis: a través de las múltiples mordidas de pulgas de rata. La plaga primero mataba a la mayoría de la colonia de ratas del núcleo de contagio, y como las pulgas de rata se quedaban sin comida (se alimentan de seres vivos), se trasladaban a los seres humanos que tenían cerca gracias a la desesperación causada por el hambre. Después de la mordida el patógeno se filtra a un nódulo linfático que consecuentemente forma un bubón (un absceso) doloroso: por esto el nombre de Peste bubónica. La infección toma de tres a cinco días para incubar en las personas antes de que tengan síntomas, y otros cinco para que, en el 80% de los casos, estas personas mueran.

La arquitectura biológica de la Yersinia Pestis, la discusión sobre las diferencias entre epidemia y plaga, la teoría de plagas, y cómo se integran estas características a la historia de la Europa medieval, es explicado en la exhaustiva investigación de Benedictow presentada en otro de sus libros: What Disease was Plague? On the controversy over the Microbiological Identity of Plague Epidemics of the Past. Esto hace replantearnos la idea del oficio del historiador, Benedictow demuestra en La Peste Negra el dominio de conocimientos médicos y biológicos recientes, y, de manera inversa, contextualiza estos en la investigación histórica, que nunca es subordinada al segundo plano.


La expansión de Yarsinia Pestis

En menos de 7 años la Peste se trasladó desde la frontera con Asia hasta Copenhague, infectando en su camino ciudades como Roma, Florencia, Marsella, Barcelona y Londres, casi el 100% de Europa continental. Para explicarse esto se utiliza la teoría del contagio exponencial o metástasis: las colonias de ratas infectan a otras colonias de ratas, que, a su vez, infectan a otras colonias de ratas.

Las rutas de comercio marítimas y terrestres tuvieron que ser estudiadas y analizadas paralelamente en comparación con la velocidad en que Yarsinia se reproduce. La plaga, entonces, recorrió distancias considerables gracias a barcos con bodegas en donde las ratas negras/noruegas proliferaban. Incluso si las ratas morían en el viaje, las pulgas de las ratas sobrevivían lo suficiente hasta encontrar otro cuerpo, humano o animal, de dónde alimentarse. El hecho de que la plaga se transmita por estos animales significa que es una enfermedad que prolifera en las temporadas de calor, y que se retrae en invierno. Esto agrega otro elemento al estudio de la Peste: su patrón estacional o climático, su seasonal pattern.

Todos estos elementos, al juntarse con el estudio de documentos históricos de diversa índole (inventarios de navegación, listas de impuestos, censos, edictos de municipalidades, cartas, fletes, incluso algunas confesiones religiosas), hacen posible una hipótesis que explica cómo fue que la Peste Negra mató a tanta gente en tan poco tiempo.  
Las peculiaridades del agente patógeno Yarsinia Pestis no tendrían relevancia en la explicación de la catástrofe si no se consideraran de acuerdo con la forma en que se organizaba la economía y sociedad europea de la Edad Media. La forma en que la Peste Negra se reprodujo debería ser considerada un ejemplo que prueba la íntima e inseparable relación entre el hombre y el ecosistema, entre cultura y naturaleza. Yarsinia Pestis fue, en términos meramente biológicos, tan exitoso en su propagación, gracias a las redes de comercio que el hombre había creado.

Quizás lo más importante que Benedictow nos enseña, es que el mayor acontecimiento infeccioso que ha tenido la humanidad no puede ser entendido sin un diálogo Historia-Ciencias Naturales.

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#4 Tiempos

Pena de muerte | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

Imagine que un día, mientras se baña, descubre en alguna parte de su cuerpo –por ejemplo, en la planta del pie izquierdo, aunque bien podría ser en cualquier otro lugar- unos números tatuados que nunca antes había visto. ¿Cómo es que aparecieron allí? Hace usted memoria: ¿quién pudo haberle jugado una broma tan pesada? Y, sobre todo, ¿cuándo y a qué hora, que usted no se dio cuenta?

Como quiera que sea, trata de averiguar el significado de aquella cifra misteriosa. Lee una vez y luego otra vez: 290614. Doscientos noventa mil seiscientos catorce. ¿Y qué quiere decir? Piensa usted en las cantidades de dinero que debe e, incluso, en el saldo de su cuenta bancaria. ¡No, imposible! Por más que ha tratado de ahorrar, nunca le ha sido posible reunir una suma semejante. ¡Ojalá tuviera esa cantidad! Pero no: sospecha que, por lo menos aquí, no se trata de dinero. ¿Y si hubiera que leer la cifra de otro modo, es decir, no de corrido sino por partes? 29-06-14. Así la cosa está más clara. Parece una fecha. ¿Veintinueve de junio del año dos mil catorce? Ahora imagine que, de pronto, lo invaden ciertas sospechas. ¿Y si esa fecha fuera la de su futura muerte?

Sí, eso es: usted ha desentrañado un misterio: esos números que nadie pudo haber tatuado -por la sencilla razón de que, si alguien lo hubiese hecho, usted se habría dado cuenta- son una revelación, algo así como un mensaje. Usted se morirá, pues, el veintinueve de junio del año dos mil catorce. Y cuando ha caído en la cuenta del significado de los números misteriosos, éstos desaparecen y no vuelven a dejarse ver nunca más. Fueron como un relámpago en la noche, sí, y, sin embargo, usted ya sabe…

¿Cómo sería la vida de los hombres si Dios, valiéndose de estos avisos o de otros, nos hiciera conocer el día de nuestra muerte? ¡Que sencillamente no podríamos vivir! Cada mañana nos despertaríamos con la boca pastosa pensando que la fecha fatídica está hoy más cerca que nunca. ¿Cómo vivir en semejantes condiciones?, ¿cómo no pegarnos entonces un tiro en la cabeza? Pero no. Dios, aunque conoce el día y la hora de cada uno, se la calla. Al crearnos, no nos puso en ningún ángulo del cuerpo nuestra fecha de caducidad. ¿Para qué conocerla? ¿Para vivir aterrorizados? Sin embargo, lo que ni Dios se ha atrevido a hacer, los humanos sí que lo hacemos, y hasta con una naturalidad que habría que llamar mejor ensañamiento. Nosotros sí, para castigar a los culpables, los condenamos a muerte y hasta les decimos, armados con el código penal, el día en que deberán ser ejecutados. ¿No es esto salvaje e inhumano? Imaginemos, en efecto, la vida de un hombre que deberá morir el 29 de junio del año 2014… ¿Cómo transcurrirían las horas de este hombre?

Bien, Víctor Hugo (1802-1885), el gran escritor francés, trató de imaginarlo escribiendo una novela publicada en 1829 que llevaba por título El último día de un condenado a muerte. En ella aparece un hombre acusado de asesinato al que la ley está a punto de dar el último golpe. ¿En qué piensa este hombre al saber que sus días están contados? ¿Qué ideas concibe mientras la fecha se aproxima y los minutos vuelan?

Para enterarnos es preciso leer la novela. Yo, por mi parte, sólo quiero detenerme allí donde el prisionero, en su celda, se pone a observar las paredes con curiosidad. ¡Va a morir, él va a morir! ¡Y cuantos ocuparon esta misma celda antes que él están ya muertos, y bien muertos, desde hace tiempo! Sin embargo, antes de irse de este mundo escribieron algo en las paredes que era como su último adiós. Se puso a leer…

«¿Qué hacer con la noche cuando aún no despunta el día? Se me ocurrió una idea. Me levanté y paseé mi lámpara por las cuatro paredes de la celda. Están llenas de frases, de dibujos, de extrañas figuras, de nombres que se mezclan y se tapan unos a otros. Parece como si, aquí al menos, cada condenado hubiera querido dejar su huella. Con lápiz, con tizón, con carbón, letras negras, blancas, grises, con frecuencia profundas hendiduras en la piedra, por doquier caracteres oxidados, como si estuvieran escritos con sangre… A la altura de mi cabeza hay dos corazones inflamados, atravesados por una flecha y, por encima, la leyenda: Amor para toda la vida. El desgraciado no se comprometió por mucho tiempo. Al lado, una especie de tricornio con una figurita groseramente dibujada por debajo y estas palabras: ¡Viva el emperador!. Y luego otros dos corazones inflamados con esta inscripción: Amo y adoro a Mathieu Danvin. Jacques. En la pared de enfrente se lee este nombre: Papavoine. La p mayúscula está bordada con arabescos y adornada con esmero»…

La celda que describe Víctor Hugo es la celda de los condenados, sí, y, sin embargo, antes de tomar el camino del cadalso unos hombres dibujaron corazones y escribieron unas cuantas palabras de amor. Amo y adoro a Mathieu Danvin. ¿Quién era este Jacques que, a escasas horas de morir, resumía así las andanzas y quehaceres de toda una vida? Antes de irse de este mundo, Jacques había escrito las palabras decisivas; palabras que nunca leería Mathieu Danvin, pero que él se sentía en el deber de dejar grabadas para siempre. ¡A punto de ser llevado a la guillotina, Jacques declaraba su amor en la distancia a Mathieu Danvin! Por ahora no quiero leer más. Y cierro la novela de Hugo pensando en esto: que acaso lo único que hemos venido a hacer a este mundo es decir unas cuantas palabras de amor, unas pocas, para luego irnos un poco así como los barcos se pierden en la lejanía del mar durante la noche. ¿Que no somos correspondidos? Eso no importa. ¿Que no dio nunca nadie importancia a nuestro afecto? Eso importa menos aún. Nosotros hemos amado, lo hemos dicho y con eso nos basta.

Cuando hemos pronunciado las palabras esenciales, cuando hemos escrito nuestra declaración de amor en una de las paredes de la vasta prisión que es este mundo, ya nada nos falta. ¡Hemos dicho ya lo único que importa decir! Que venga entonces el carcelero: nosotros tendemos las manos hacia él y lo acompañamos a donde quiera llevarnos…

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#4 Tiempos

El secuestro de 7 vidas al barranco | Crónica de Jorge Saldaña

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CRÓNICA

Por: Jorge Saldaña

Todos perdieron. En San Luis, a veces la justicia no llega por la puerta grande de los tribunales, sino por la rendija torcida del rencor. Cuatro adolescentes, todavía con el olor a niñez pegado en la piel, decidieron convertirse en verdugos de otro recién salido de la adolescencia. Lo subieron a un Mazda gris como si se tratara de un ritual iniciático: una venganza disfrazada de justicia.

El nombre del capturado era Fidel. Lo golpeaban dentro del auto, le gritaban lo que creían que era verdad: que había embarazado a una amiga, que la golpeaba, que la humillaba y que dejó junto a su hijo a la deriva. Ellos, convencidos de ser vengadores, eran apenas muchachos con un arma de balines que parecía real. Creían portar justicia, pero cargaban sólo una farsa de poder.

En la huida desesperada, Fidel se arrojó del vehículo. No era valentía ni cobardía: era instinto de supervivencia. Saltó, y el destino lo arrojó todavía más abajo, al barranco. El golpe contra las rocas fue la sentencia que ninguno de los adolescentes imaginó, pero todos firmaron con ese acto.

El saldo es un inventario de pérdidas: Fidel perdió la vida en la caída. Los cuatro jóvenes perdieron la libertad, y con ella, cualquier atisbo de futuro. La muchacha, centro invisible de la tragedia, perdió al padre de su hijo y a los amigos que quiso como vengadores. Se quedó sola, con un bebé en brazos y la sombra de un muerto sobre la cuna.

El niño crecerá huérfano de padre, y su madre, huérfana de red. No hay vencedores: sólo cenizas.

La historia parece sacada de una novela de Arriaga: adolescentes que creen en la épica de la violencia, que juegan a dioses con armas falsas, que hacen justicia con las uñas sucias del odio

. El final es tan brutal como inevitable: cuando la violencia se hereda, los hijos juegan con ella.

El barrio El Aguaje se quedó con una postal difícil de olvidar: sirenas iluminando la noche, un cuerpo roto en el fondo del barranco, y cuatro chamacos esposados, con la mirada aturdida de quien no alcanza a comprender que la adolescencia terminó en un segundo.

Nadie hablará de ellos en la sobremesa. Nadie los pondrá en canciones. Pero ahí está la historia, un espejo áspero que refleja a al del país entero: un lugar donde la justicia se busca a golpes, donde la violencia se hereda como apellido, y donde hasta los niños cargan con la fatalidad de ser verdugos o víctimas.

En esta tragedia, no hubo malos ni buenos: sólo cinco adolescentes devorados por un mismo monstruo, el de la violencia que crece como plaga en los rincones donde el Estado no llega, pero sí llega Netflix y todas las plataformas con series donde se exalta la violencia como único camino, y la justicia por propia mano como un acto de valentía en una selva que no tiene otra ley que el ojo por ojo y diente por diente.

La pregunta queda flotando como un eco incómodo: ¿A quién le importa?
Simplemente es una corriente y cruda historia más, en la que nadie gana.
Un reflejo del barranco en el que todos estamos al borde.

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#4 Tiempos

El sueño que parecía imposible | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

Durante décadas, el fútbol mexicano ha vivido con una deuda pendiente, la de encontrar a ese jugador distinto, capaz de cambiar un partido con una sola jugada, de desatar emociones colectivas y de encender la esperanza de millones. Y de pronto, en medio de la rutina de un campeonato que pocas veces sorprende, aparece un adolescente llamado Gilberto Mora para recordarnos que el sueño sí puede ser real.

Con apenas dieciséis años ya hizo historia. Debutó en la Primera División con Xolos y no fue un relleno, no fue una anécdota, se convirtió en protagonista, dio una asistencia, marcó un gol y rompió el récord de precocidad. Desde entonces, cada vez que pisa la cancha transmite esa sensación de que algo diferente va a ocurrir. Es el tipo de jugador por el que uno prende la televisión o se sienta en la tribuna con la ilusión de ver magia.

Lo extraordinario de Mora no es solo su juventud ni sus estadísticas. Es la manera en que juega con naturalidad, como si la presión no existiera, como si la cancha le perteneciera. Ve espacios que los demás ignoran, inventa caminos en lugares cerrados, toma decisiones que parecen dictadas por un instinto superior. Y lo más impresionante es que ya lo hace con la Selección Mexicana, donde su talento no se disfraza entre adultos, sino que se multiplica. En la Copa Oro lo vimos asistir, competir, atreverse, y ganar un título con una madurez que contrasta con su edad.

El horizonte para Mora es tan prometedor como inédito. Si el proceso se maneja bien, no solo podría disputar el Mundial Sub-17 —ese que corresponde a su categoría natural y donde sería la estr ella indiscutida—, sino que incluso está en condiciones de aspirar al Mundial Mayor

, en un salto que pocos futbolistas en el planeta pueden presumir. Imaginarlo jugando ambos torneos, en paralelo, sería confirmar que estamos frente a un fenómeno.

México ha tenido buenos futbolistas, jugadores de época, líderes de vestidor o símbolos nacionales. Pero pocas veces hemos sentido tan cerca la posibilidad de tener a alguien con el aura de un Messi o un Maradona: un joven que no solo juega, sino que transmite la sensación de que su historia puede transformar la del fútbol mexicano. Por eso cada partido suyo parece más grande que el marcador. Porque lo que está en juego es la ilusión de un país entero que lleva generaciones esperando a “ese” futbolista que cambie todo.

Claro, el riesgo existe. La presión mediática, los clubes europeos que pronto tocarán la puerta, la exigencia desmedida de una afición que no suele tener paciencia. Pero si Mora encuentra el entorno adecuado, si logra madurar sin perder la magia, entonces podemos estar al inicio de la historia que tanto tiempo se nos negó.

Gilberto Mora es hoy más que un jugador: es la encarnación de un sueño que parecía imposible. Si mantiene el rumbo, no estaremos hablando solo del más joven en debutar, anotar o asistir. Estaremos hablando del crack que México llevaba décadas esperando, capaz de unir en un mismo calendario el Mundial Sub y el Mundial Mayor, para después escribir la página que nos acerque, por fin, a la eternidad futbolística.

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Opinión

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