#4 Tiempos
¿Por qué los libros? | Columna de Dalia García
Divertimentos
El año pasado hice trámites para cursar una maestría en la que me enseñaran a gestionar y producir contenido editorial, principalmente libros de literatura. Me aceptaron, cambié al Potosí por la ciudad de la eterna primavera, comenzaron las clases… y todo iba muy hasta ahí. La cosa es que no sabía con exactitud en lo que me había metido —en términos económicos, quiero decir. Supongo que me dejé llevar por el entusiasmo de trabajar con los libros y por mi habilidad para creer en la sencillez de las cosas—: resulta que un editor literario independiente, en sus primeras décadas de oficio, sobrevive gracias al entusiasmo y satisfacción que le produce ver sus libros publicados y su catálogo en crecimiento.
Beatriz de Moura, fundadora de Tusquets Editores, en Cómo se hace una editorial, traza el itinerario de un editor literario y contempla que a este le toma de veinte a veinticinco años lograr una estabilidad económica en su empresa: sin letras pendientes en bancos, con todos los créditos saldados y con cierta liquidez financiera para seguir operando. Lo dice ella, quien se lanzó a la aventura de editar literatura en la segunda mitad del siglo XX.
¿Qué quiere decir lo anterior? Que los libros de literatura dejan un margen mínimo de ganancia y que, casi siempre, el editor, en su etapa de resistencia, sacrifica su bolsillo para tener el producto en sus manos. El panorama no es el mismo, en cambio, para las editoriales de libros de educación básica, o de enseñanza de la lengua inglesa, o para las de libros infantiles y juveniles.
Ante este escenario puedo decir que, por fortuna, desde que ingresé al terreno de la literatura supe que mi corazón estaba limpio de ambiciones económicas —pasé la prueba de fuego al titularme de la licenciatura y al aferrarme, ahora, al mundo de los libros—; no hay cabida para una desilusión en este sentido, ya estaba advertida. Sin embargo, hay algo muy valioso que rescato del área que he empezado a conocer en los últimos meses: la oportunidad para preguntarme por qué estudio la anatomía de los libros y por qué vale la pena apostar por ellos. La respuesta al primer cuestionamiento es: por intuición y por casualidad (hay quienes no tenemos claro nuestro mejor camino hasta que comenzamos a trotarlo por intuición; al menos así es como he dado con las cosas que más satisfacción me han dejado).
Llegué a la licenciatura en literatura gracias a que mi madre se empeñó en llevarme con una psicóloga para que me ayudara a descubrir mi futuro como profesionista (yo creí que lo tenía claro, pero ya ven). Después, hacia el final del ciclo universitario, supe que quería trabajar con los libros pero no solo leyéndolos para analizar su contenido; así fue como empecé a buscar alternativas hasta encontrar el programa en producción editorial, a partir del cual he caído en cuenta de que la figura del editor es tan poco conocida, tan opaca, que no todos saben que existe; y si saben de él, desconocen su función y grado de responsabilidad en el contexto en que se mueve. El lector común no está acostumbrado a mirar los detalles de cada libro que compra: el tipo de encuadernación, el papel con que está hecho, la tipografía que lleva, la disposición de los gráficos, la imagen de la portada y los colores; mucho menos se pregunta por qué ese libro está en el mercado.
Respecto al porqué de apostarle a los libros… Ser editor no solo implica la disposición de un cúmulo de letras o imágenes en un soporte material, sino también —y esta es, para mí, la parte más fascinante— la movilización de discursos: el editor tiene el superpoder para decidir cuáles son las concepciones y propuestas de mundo que quiere difundir entre su público lector. El editor también materializa y vende ideas.
Un buen libro es la suma de buenas ideas más un proceso de producción detallado y coherente con el mundo que representa: lograrlo es la responsabilidad principal del editor. Así, diseño y contenido, estética y discurso, son dos elementos que resultan sumamente atractivos; es por eso que ya empecé mi cochinito para, primero, costear mi proyecto editorial de posgrado, y segundo, para sobrevivir los primeros veinte años en mi editorial.
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#4 Tiempos
CONCACAF 2026: una eliminatoria que dejó heridas
TESTEANDO
La eliminatoria rumbo al Mundial 2026 dejó a Centroamérica enfrentándose a una realidad incómoda, la región quedó rezagada, incluso en un formato que otorgaba más margen que nunca. Pero dentro del golpe generalizado hay dos historias que llaman la atención por un matiz muy particular: Costa Rica y Guatemala, dos selecciones que depositaron su confianza en cuerpos técnicos mexicanos, y aun así terminaron sin lograr el objetivo.
Costa Rica, acostumbrada a ser el referente de la zona, apostó por la experiencia mundialista de Miguel Herrera. El proyecto prometía solidez táctica y un recambio generacional más ordenado, pero el equipo tico terminó atrapado entre la transición y la urgencia. Hubo partidos en los que se notó el intento de reconstrucción, de darle al equipo un sello reconocible; aun así, los errores puntuales, la falta de contundencia y la presión acumulada hicieron que el proceso no alcanzara para sostener la clasificación.
El contraste con su historia reciente, esa en la que la identidad costarricense parecía inquebrantable, se volvió más evidente con cada partido. Y aunque el trabajo del cuerpo técnico mexicano aportó claridad, la estructura que lo rodeaba simplemente no acompañó.
Por su parte, Guatemala vivió una ilusión distinta. Su selección, dirigida por Luis Fernando Tena, llegaba con el impulso de procesos juveniles más visibles, estadios llenos y un entusiasmo que no se veía desde hacía tiempo. El entrenador buscó ordenar el juego, potenciar la intensidad y darle continuidad a una generación que prometía competir de igual a igual. Durante varios momentos pareció posible: se jugó con valentía, se propuso, se soñó.
Pero otra vez, cuando llegó la hora decisiva, el proyecto se quedó corto. La falta de profundidad en el plantel, la ausencia de una estructura sólida que sostuviera la idea y algunos errores en partidos clave terminaron apagando una posibilidad histórica. Dolió especialmente porque, por primera vez en mucho tiempo, Guatemala parecía estar a un paso real de dar el salto.
Los dos casos, diferentes en matices pero similares en desenlace, plantean una reflexión inevitable: los entrenadores pueden cambiar intenciones, pero no pueden corregir solos la falta de una estructura profunda. México exportó cuerpos técnicos preparados, con propuestas claras y trabajo serio, pero se toparon con federaciones que arrastran inestabilidad, con ligas de nivel irregular y con proyectos que no siempre se sostienen más allá del resultado inmediato.
Mientras tanto, otras selecciones del resto de la confederación, particularmente varias del Caribe, han entendido la importancia de profesionalizar sus procesos. Semilleros más organizados, continuidad en los banquillos, inversión en atletas jóvenes y una visión a futuro que ya empieza a dar frutos. El contraste explica mucho del presente centroamericano.
Lo sucedido rumbo al 2026 no es un simple fracaso deportivo, es un síntoma.
Costa Rica tendrá que reencontrarse con su esencia y permitir que su proyecto sea más grande, reconstruir incluso su liga y voltear a sus fuerzas básicas para volver a exportar jugadores.
Guatemala tendrá que transformar su ilusión en un plan sólido que no dependa de inspiraciones aisladas, así como intentar invertir en infraestructura que fomente la práctica profesional del deporte.
El Mundial 2026 se jugará en la zona, pero Centroamérica estará ausente, tan solo Panamá representará a la región, en un momento que parecía histórico, casi todos quedaron a deber.
La pregunta no es por qué fallaron esta vez, sino cuánto tardarán en reconstruirse para volver a competir de verdad.
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#4 Tiempos
La IA, periodismo, y la coartada perfecta | Apuntes de Jorge Saldaña
““Vivimos bajo tormentas de datos que no construyen verdad sino ruido”. La información, desanclada de la confianza, se vuelve atmósfera. Y en atmósfera turbia, cualquiera puede gritar “fuego” y llamar a los bomberos, o “deepfake” y zafarse de la comisión de un delito”
Por: Jorge Saldaña
Hay épocas en las que la tecnología acelera más rápido que la ley en una carrera en pista sinuosa, de esas con curvas tan cerradas que hasta el volante tiembla.
Estamos ahí. La inteligencia artificial (IA) ya es capaz de imitar una voz al grado de confundir a tu mamá, de injertar un rostro en un cuerpo ajeno con precisión perfecta, de producir un “comunicado oficial” con sellos y sintaxis idénticos a los originales. Qué peligroso.
No obstante, lo que de veras me quita el sueño (y eso que soy dormilón) no es solo lo que la IA puede fabricar, sino lo que su misma sombra puede desmentir, es decir, que lo verdadero sea tirado a la basura señalándolo a la ligera como “irreal”.
Dicho en pocas palabras: sí temo a la mentira hecha con IA, pero temo más que la IA se vuelva la coartada perfecta para negar la verdad. ¿Me explico?
Pienso en un audio que exhibe una extorsión, en una foto que capta a un político con un criminal, en un contrato auténtico que documenta un desvío.
Con la reforma aprobada en San Luis Potosí (con tan solo 10 días de análisis) que tipifica el “uso indebido” de IA para provocar alarma, alterar la paz social, o dañar la imagen de un tercero, creo que nos pone a todos, pero aún más a los que nos dedicamos al periodismo, en un altísimo riesgo de que la primera reacción del involucrado no sea la responder al fondo, sino señalar al mensajero: “Eso lo creó la IA”, y entonces deberá ser el reportero, y no el delincuente exhibido, el que deberá de demostrar que su evidencia no es sintética o artificial, o se va al bote.
Invertimos la carga de la prueba: del hecho al emisor; del culpable al periodista.
No exagero: Artículo 19 ya advirtió lagunas de precisión en conceptos como “alarma pública” o “paz social” (que son ambiguos y propensos a la interpretación) y un riesgo de discrecionalidad que podría alcanzar desde la crítica política hasta la edición creativa.
Es cierto, la iniciativa del diputado Héctor Serrano, incorpora exclusiones para fines periodísticos, académicos, artísticos y de parodia “siempre que no exista dolo y se indique expresamente ese carácter”. Bien intencionado, sí. ¿Suficiente? No, porque el campo de juego queda resbaladizo y no hay árbitro judicial ni peritos especialistas en el tema.
Las modificaciones al Código Penal producto de la iniciativa de regulación a la IA, no define con precisión cómo demostrar el dolo, qué es alarma y, sobre todo, quién y cómo lo acredita.
Byung-Chul Han lo dijo en su libro Infocracia, (que me gusta mucho citar): “vivimos bajo tormentas de datos que no construyen verdad sino ruido”. La información, desanclada de la confianza, se vuelve atmósfera. Y en atmósfera turbia, cualquiera puede gritar “fuego” y llamar a los bomberos, o “deepfake” y zafarse de la comisión de un delito.
Nuestro tiempo es el de la sospecha permanente, la duda como política de Estado.
El tema me recuerda a Orson Welles que lo anticipó en 1938 con La guerra de los mundos: una ficción radial que, contada como boletín, desató pánico.
Hoy no necesitamos actores; bastan modelos generativos, un par de clics y un algoritmo de difusión.
Imaginen —no es ciencia ficción— un boletín “verosímil” de la Sedena ordenando toque de queda; una “conferencia” de la presidenta aceptando una invasión o un “video” de un presunto homicida de un estudiante de Estomatología confesando un delito… (saben a lo que me refiero).
¿Qué tal que el homicida alega que el video que se filtró fue hecho con Inteligencia Artificial? ¿Se va a perseguir al medio que lo difundió? En una de esas, hasta el homicida sale libre…¿Ya me entiende, Culto Público a lo que me refiero, me preocupa, y me da comezón?
La IA escribe el guion; las redes, el miedo.
Ahora bien: San Luis Potosí ya legisló. ¿Hacía falta? Sí. Pero… ¿Así? ¿Tenemos la suficiente fortaleza académica, experiencia profesional y capacidades para fundamentar una legislación sobre esta materia que nos va ganando la carrera? ¿No será esto un acelerón en plena curva?
El que esto escribe, aprendiz de reportero, alcanza a ver al menos tres riesgos que no podemos ignorar:
1) La coartada perfecta del poderoso.
Frente a una investigación sólida, la respuesta fácil será: “es IA”. Si la norma deja ambigüedades, el periodista puede terminar litigando su autenticidad en vez de publicar, y esto puede generar un efecto inhibidor, una autocensura preventiva por miedo a ser acusado de crear “realidades sintéticas”.
2) La puerta trasera de la censura.
Cuando “alarma social” o “paz pública” no tienen parámetros verificables, cualquier pieza incómoda puede ser encuadrada como “desestabilizadora”. Hoy se promete que no; mañana basta un fiscal con prisas o un juez con miedo o a modo.
3) La prueba imposible.
En la práctica forense, demostrar que algo no fue generado por IA requiere peritajes especializados, sellos de procedencia, cadenas de custodia digitales. No los tenemos para temas como la IA ¿Quién los hará? ¿Con qué estándares? ¿Con qué independencia? Si no definimos eso, la balanza se inclina contra el informador.
Ante ello, creo que necesitamos definiciones más concretas, cerradas y taxativas, lo mismo que una “mente culpable” o como dicen los abogados una Mens rea probada, exigir dolo específico: intención de provocar alarma…me-di-ble y no de “sensación” de la misma.
Además, si alguien alega que una pieza es sintética o fabricada, que lo acredite con peritajes de laboratorios independientes (no “peritos de parte” -que además no hay en SLP- a modo).
Los periodistas también tenemos que tener garantías reales y no meramente declarativas.
Efectivamente hay una exclusión en la iniciativa aprobada para el ejercicio del periodismo, arte, academia y sátira, sin embargo, ¿quién garantiza que opere en los hechos, cuando alguien -como dije arriba- nada más porque sienta calor le llame a los bomberos…?
No se trata de negar el dilema —que es brutal y de múltiples aristas—, sino de evitar que la cura mate al paciente. Porque, paradójicamente, la IA que nos amenaza con fabricar mundos, también puede servir para validarlos.
A ver, para Usted mi Culto Público, le comparto dos escenarios de pesadilla y uno de esperanza:
Un “Falso con consecuencias reales”: Un “comunicado” apócrifo de Protección Civil que ordene evacuar colonias. Pánico, saqueos, accidentes. Nadie herido por la IA; todos por la estampida.
Un “Verdadero desmentido como falso”: Un video auténtico que documenta un abuso policial. Los responsables gritan “deepfake”, “IA”, un juez timorato concede medidas cautelares, y el reportero enfrenta proceso. La evidencia muere antes que el delito.
Uno de esperanza: que la norma haga lo que promete: perseguir mentiras sintéticas dañinas, proteger a víctimas (como las 400 estudiantes de Zacatecas) y blindar la crítica. Se puede, si se afina y lo hacemos de forma acompañada y profesional. No a la ligera.
La delgada línea entre vigilar y castigar —permítanme el guiño— no debería cruzarse hacia castigar al que vigila. La prensa, con sus errores y excesos que a veces tenemos (no me subo al púlpito ni tiro la primera piedra), sigue siendo el semáforo en una avenida oscura: si se apaga “por seguridad”, lo que viene no es orden, sino una carambola con trágicas consecuencias.
Cierro con una imagen. La IA es el Orson Welles de nuestros tiempos: puede narrar invasiones que no existen y desmentir revoluciones que sí ocurrieron. La diferencia será si, en San Luis, ponemos reglas claras, peritos que sepan, y un principio simple grabado en piedra: a la verdad no se le pone grillete; a la mentira, sí.
Insisto, si lo hacemos bien, con profesionalismo y sin miedo, quizá esta vez la radio hablando de marcianos no provoque pánico, sino lucidez.
Mañana será el diputado de Morena Carlos Arreola (qué casualidad) el que anuncie el desarrollo inmediato de foros con ciudadanos, académicos, especialistas, periodistas, abogados y otros grupos para discutir, plantear y afinar la iniciativa aprobada. Aunque lo convoque Arreola, ni modo, me apunto.
Nota: Esta columna no fue redactada con IA, sino con MIR (Mi Ignorancia Regular).
Hasta la próxima.
Yo soy Jorge Saldaña.
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#4 Tiempos
Francisco Gándara, primer ingeniero higromensor potosino | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En 1886 se titulaba de ingeniero en el Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí un joven que aportaría al estudio y solución de problemas de sistemas hídricos en la población, así como contribuiría y sería testigo de uno de los acontecimientos científicos más importantes a nivel mundial y que impacta en la sociedad actual, la comunicación inalámbrica, el joven en cuestión Francisco de la Gándara.
Sobre este personaje ambientado en el San Luis potosí de 1886 escribí un artículo que puede consultarse en: San Luis Potosí en 1886, esplendor de la alta cultura potosina: https://www.researchgate.net/publication/394853478_San_Luis_Potosi_en_1886_esplendor_de_la_alta_cultura_potosina
En 1885 se abría en San Luis Potosí el Liceo Científico y Literario “José María Morelos”, fundado por los estudiantes del Instituto Científico y Literario que habían sido expulsados de este por el gobernador del estado. De esta forma el 23 de febrero de 1885 el Liceo abría sus puertas para que los estudiantes expulsados pudieran continuar sus estudios.
El director del Liceo y parte de sus profesores serían alumnos aventajados del Instituto que habían sido expulsados. Entre ellos se encontraba Francisco Gándara, alumno de excelencia del Instituto, en su momento ayudante de Francisco Estrada en algunos de sus experimentos y demostraciones en la cátedra de física. Este personaje tendría un papel importante y se convertiría en uno de los ingenieros egresados del Instituto Científico y Literario.
Los alumnos del Liceo que terminaban sus estudios superiores en esa institución, podían presentarse al Instituto Científico y Literario para examinarse en las materias que tenían pendientes en el Instituto después de cursarlas en el Liceo. Así, el 5 de septiembre de 1885 se examinaba en el Instituto Científico y Literario el alumno expulsado Francisco Gándara que era catedrático de física en el Liceo Morelos ; Gándara fue examinado en topografía y mecánica siendo calificado por el jurado con PB en ambas materias.
A fines de 1886 Francisco Gándara se titulaba como ingeniero topógrafo e higromensor en el Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí y ofrecía sus servicios profesionales como tal en la cuarta calle del Apartado número 52, ahora calle de Francisco I. Madero.
Gándara con el tiempo se convertiría en un reconocido ingeniero experto en perforación de pozos y quien terminó la construcción de la Presa de San José.
En su época de estudiante de la cátedra de física, de 1881 a 1882, ayudó a Francisco Javier Estrada en sus experimentos de comunicación y fue testigo de los experimentos de comunicación inalámbrica que sería una de las aportaciones extraordinarias y de primicia mundial realizadas en ese año de 1886.
En 1897 Gándara recordaba, al anunciarse el descubrimiento de Marconi de la comunicación inalámbrica y que la prensa local y nacional promovía con loas a su autor, que dicho descubrimiento había sido realizado más de diez años antes por el potosino Francisco Javier Estrada en pleno centro de la ciudad de San Luis Potosí y en el edificio donde profesaba su cátedra de física. Para entonces, el olvido sobre la obra de Estrada y su persona, ya hacia acto de presencia, y sus motivos deben ser dignos de estudio.
Francisco Gándara, estudiante del curso de física que dictaba Estrada, narra, su reacción ante la noticia del experimento de Marconi, asegura que el tema fue para él, nada sorpresivo, pues él, al igual que sus condiscípulos, pudieron presenciar la comunicación telegráfica sin hilo conductor, tanto en el aire (en el espacio dice Gándara) como a través de la tierra (refiriéndose a la detección de temblores de tierra). Refiere Gándara que los experimentos con los más mínimos detalles quedaron consignados en los libros en que Estrada apuntaba el resultado de sus grandes estudios. Libro que infructuosamente, hasta el momento, hemos buscado y que representa un tesoro para la historia de la ciencia y para la historia de nuestra propia cultura.
Gracias a Francisco Gándara sabemos detalles de esos históricos experimentos de Estrada, al ser participa en ellos y registrarlos en su diario de experimentos.
“Al que esto escribe, discípulo del Sr. Estrada por aquellos años, cúpole en suerte ayudarle en la práctica de sus experiencias, para las cuales por la imposibilidad en que el sabio electricista se encontraba, necesitaba el concurso mecánico de alguien, y ¡cuántas veces me dejó sorprendido del resultado maravilloso de sus ideas que yo ejecutaba sin conciencia!
Yo mismo escribí de mi puño y letra la teoría del descubrimiento que hoy como de Marconi se presenta y asenté los experimentos que llevábamos a efecto con magníficos resultados, así como muchísimos de los frutos de la singular ilustración y gran saber del Sr. Estrada”.
Francisco Gándara (1897)
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