#4 Tiempos
La muerte de la mirada o la era de la prisa | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
Hace muchos, muchos años -cuando yo era niño y estaba en la primaria-, la maestra nos explicó en clase que los hombres éramos como casas, pues teníamos cinco puertas o ventanas a través de las cuales podíamos entrar en contacto con el mundo exterior. Estas cinco puertas o ventanas eran nuestros sentidos, es decir, la vista, el oído, el gusto, el tacto y el olfato. «Imagínense ustedes una casa sin puertas ni ventanas –nos dijo la maestra aquella vez-. ¿No sería demasiado triste? Nadie podría entrar en ella, pero nadie podría tampoco salir a la calle para ver el sol, jugar a la pelota o ir a la escuela. Más que una casa sería una prisión y, por cierto, la más terrible de todas las prisiones. El que allí viviera, se moriría de aburrimiento, pues no podría tocar a los demás, ni darles un abrazo, ni escucharlos cuando éstos le hablaran. Traten ustedes de imaginárselo, por favor, cerrando los ojos».
Tal vez fueron aquellos ejercicios de imaginación los que me hicieron aborrecer, más tarde, cierto tipo de sermones que se deleitaban hablando del «engaño de los sentidos». ¡El engaño de los sentidos! ¡Como si se pudiera vivir sin ellos, prescindir de sus servicios! ¿Qué tienen de malo los sentidos, si son, precisamente, los que nos hacen salir, los que nos ponen en contacto con la realidad, con los demás? La diferencia entre el buen samaritano, el sacerdote y el levita está, sobre todo, en la mirada, es decir, en su capacidad de ver al herido de la carretera. Aquél vio y se detuvo, mientras que éstos no vieron absolutamente nada (o, por lo menos, hicieron como si nada hubieran visto). Y de la vista, claro, nació el amor: «Lo vio, sintió lástima de él, se acercó, le vendó las heridas después de habérselas limpiado con aceite y vino, lo montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él» (Lucas 10,34). Todo esto hizo el samaritano con aquel hombre dejado medio muerto en el camino. Pero, ¿qué habría hecho por él de haber estado ciego?
Suele decirse que la caridad empieza por casa; habría que decir, más bien, que la caridad empieza por la vista. Ver es una de las formas del amor. Si no ha caminado usted nunca por las calles de una ciudad lejana, en la que no conoce a nadie, lo invito a que lo haga. Comprenderá entonces lo que se agradece un simple –y fugaz- encuentro de los ojos: el que no existía porque era como un fantasma, comienza entonces a tomar cuerpo, peso, consistencia: empieza a existir, a emerger de esa nada a la que lo habían reducido los miles y miles de ojos que no lo miraban.
Mirar a un ser es rescatarlo del olvido. Sin embargo, como constata Paul Virilio, reconocido pensador francés, asistimos hoy a lo que él llama «la muerte de la mirada», es decir, a la ignorancia voluntaria de cuanto nos rodea para no tocarlo ni siquiera con la vista. Hoy se camina de prisa y los gestos de desatención se multiplican por doquier. Los ojos, más que en el cielo, en las nubes o en los demás, se posan en el propio reloj, en los cartelones publicitarios que inundan las ciudades, o en el espejo retrovisor para cerciorarnos del estado general de nuestro pelo (en el f eliz caso de que todavía nos quede un poco). Los otros, puesto que no son mirados, es como si no existieran; o mejor aún: dan la impresión de que no existen porque nunca son mirado s.
En la actualidad, la única vida de la que es testigo el ciudadano global es la que ve vivir en la televisión. Le ha sucedido lo que los moscos, que en su irresistible atracción por la luz, no pueden ya revolotear en torno a otra cosa que no sea una pantalla luminosa. Sus contactos, como sus amores, son más virtuales que reales. La antigua máxima aristotélica según la cual nada existe en el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos ha sido cambiada por ésta otra: nada existe en la inteligencia que no haya pasado antes por los medios de comunicación.
Los sentidos, gracias a los cuales nos comunicábamos con el exterior, han sido tapiados uno a uno en sucesión lenta pero inexorable, con el resultado de que nos vamos pareciendo cada vez más a esas mónadas de las que hablaba Leibniz en uno de sus tratados filosóficos: entes sin puertas ni ventanas que languidecen en el más penoso aislamiento: en esa soledad que que me imaginé un día en mi salón de clases y que aterrorizó mi infancia.
Hace no mucho, aquí, en San Luis Potosí, en pleno centro histórico, fueron encontrados los cadáveres de dos mujeres. Una –quizá la madre- estaba en su cama, y la otra –tal vez la hija- en el suelo: habían muerto juntas en el mismo cuarto mientras dormían. ¿Intoxicación? Era lo más probable. Pero lo que hizo todavía más dramático el incidente fue que estas mujeres, cuando las descubrieron, estaban ya momificadas. Como mínimo, dijeron los peritos, llevaban allí, en esa actitud, aproximadamente un año y medio… ¿Quién las había buscado durante todo ese tiempo? Nadie. Con la mirada, pues, ha muerto también el interés por los demás.
Ya Ray Bradbury (1920-2012) había presentido todo esto cuando escribió Fahrenheit 451, su famosa novela, en la lejanísima década de los años sesenta. La prisa tiene un precio, y es, precisamente, el de la muerte de la mirada. «A veces pienso que los conductores no saben cómo es la hierba, ni las flores, porque nunca las ven con detenimiento… Apuesto que sé algo más que usted desconoce. Por las mañanas la hierba está cubierta de rocío». Montag –el incinerador de libros- no sabe si lo que le dice esa muchacha encontrada al acaso en una de las calles de la ciudad es verdad o no lo es. ¿De veras la hierba se cubre de rocío por la mañana? No lo sabía. ¡Hace tanto tiempo que no se detiene a ver la hierba! ¡Hace tanto que no ve nada!
Imagínense ustedes una casa sin puertas ni ventanas. ¿No sería demasiado triste? El que allí viviera, se moriría de aburrimiento, pues no podría ver a los demás, ni tocarlos, ni darles un abrazo, ni escucharlos cuando les hablaran. Sí, sería demasiado triste: la tristeza de la soledad. El que corre, deja atrás muchas cosas. Correr es no ver, correr es concentrarse sólo en la carrera. Es estar profundamente solos. Como casas sin puertas ni ventanas. Como nosotros, hoy, en la era de la prisa.
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#4 Tiempos
La cuna de la comunicación inalámbrica es San Luis Potosí | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En este mes de junio se cumplen ciento treinta y nueve años del desarrollo de la comunicación inalámbrica. Desarrollo que es netamente potosino aunque la historia oficial se lo asigne a Marconi que lo diera a conocer diez años después en 1896. El 11 de junio de 1886 Francisco Estrada recibía el privilegio (patente) para comunicar trenes en movimiento con la estación de trenes, asunto que implicaba la comunicación inalámbrica.
No queremos dejar el aniversario en el vacío y de nuevo retomamos este tema que hemos estado dando a conocer a través del estudio de la vida y obra de Francisco Javier Estrada Murguía, el físico mexicano más importante del siglo XIX y que naciera en San Luis Potosí en febrero de 1838.
Las aportaciones de Estrada son abundantes e importantes y muchas de ellas como primicia mundial sea en el ámbito de la electricidad o del magnetismo. Entre ellas la más trascendente es el desarrollo de la comunicación inalámbrica.
La historia de este acontecimiento científico es recogido en mi libro “La Cuna de la Comunicación Inalámbrica” que editara el fondo editorial Rafael Montejano y Aguiñaga en 2021 y que sale a luz después de vencer un sinfín de problemas administrativos como edición financiada por al autor en 2024.
Puede considerarse la obra más completa sobre Estrada en este tema de la comunicación inalámbrica y puede conseguirse con el propio autor en el correo [email protected]
Luis Guillermo Martínez que participó en la presentación del libro, escribe en la Jornada Semanal sobre el libro lo siguiente:
Sobre la formación de la industria en el proyecto de la modernidad, el problema se debe, precisa el autor, a la dependencia industrial con la que se constituyó nuestro país en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX. De ahí también se explicaría por qué no se le concedió mayor importancia a los descubrimientos y adelantos de Estrada. Bajo el argumento que asegura una relación estrecha entre los avances del conocimiento tecnológico y la vida social, el autor afirma: “Esta relación puede observarse en las repercusiones económicas, de la vida social, la estructura de la familia y las actividades diarias que se desenvuelven en toda la sociedad.” Con esto se acerca en mucho a lo que planteó Marx al hablar de la “Maquinaria y la gran industria” cuando afirma que “la tecnología pone al descubierto el comportamiento activo del hombre con respecto a la naturaleza, el proceso de producción inmediato de su existencia, y con esto, asimismo, sus relaciones sociales de vida y las representaciones intelectuales que surgen de ellas.” ¿De qué manera se relaciona directamente el conocimiento científico y tecnológico con nuestra forma de vida actual? Por medio de la mercancía, la cual se produce gracias a dicha tecnología y se nos presenta como un hecho cotidiano al que nos enfrentamos de forma normalizada. Así, podemos comprender la forma mercantil desde otras perspectivas, ya no sólo como objetos útiles para nuestra vida cotidiana, sino como dinamizadores de nuestra socialidad, y esto es posible gracias a la tecnología que las sostiene o constituye.
Con sus experimentos sobre la reproducción técnica del sonido, Estrada fue puntal para el desarrollo y cambio radical de pensar estos problemas, que en la historia occidental empezaron con una tensión entre la reproducción y lo auténtico. En la actualidad, se dirime sobre la importancia de la forma de percibir el sonido reproducido técnicamente. La sensación fantasmagórica de escuchar a los que no están presentes, ya sea porque se encuentran lo suficientemente lejos para no oírlos de forma natural o porque ya no se encuentran vivos. También el fenómeno de traer al presente sonidos que fueron parte de otra época y, más aún, realizar un encabalgamiento con los sonidos actuales, algo similar a lo que en cine se conoce como montaje y que ahora en música se le llama sampleo, son elementales para los estudios de la filosofía y sus relaciones con la música. Más que Edison, Tesla y Marconi, estos problemas actuales los empieza a trazar Estrada, formando así, nos dice el autor de la obra, un trébol de cuatro hojas.
Agradecemos a Luis Guillermo Martínez sus comentarios y los invitamos a que se acerquen a la obra de este potosino distinguido que colocó al estado y al país en la palestra mundial a pesar del olvido sobre sus importantes contribuciones a la física que ahora marcan nuestras sociedades modernas.
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#4 Tiempos
La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».
Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.
Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».
La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.
«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».
Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.
Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:
«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».
¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…
¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».
Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…
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#4 Tiempos
El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Si bien desde los primeros años de la fundación existieron poetas en San Luis y se cultivó este género, como lo hemos tratado en anteriores entregas, estos personajes serían españoles avecindados en la ciudad; el primer poeta nacido en el siglo XVII en estas tierras en la ciudad de San Luis Potosí sería Pedro de los Santos.
Pedro de los Santos. Este personaje es uno de los nacidos en San Luis Potosí, nacería a mediados del siglo XVII; en 1699 era colegial de San Ildefonso y Familiar y Maestresala del virrey don Juan Ortega Montañés.
Emigraría muy joven a la ciudad de México, al parecer estudiaría también en la Real y Pontifica Universidad de México pues en su Romance aparece el título de Bachiller.
Su Romance es el único poema que se le conoce, fue escrito en 1700 y publicado en 1702 conociéndosele con el título de Romance en elogio a San Juan de Dios en las fiestas que hizo México por su canonización. Poema que tendría el segundo lugar en el certamen poético por la canonización de San Juan de la Cruz, que describió el Pbro. Br. Juan Antonio Ramírez Santibañez; donde se apunta: “El segundo lugar, se le dio al que puede tener plaza de Músico suave, pues tira gajes de cantor en el palacio de Apolo y ser Maestresala de las Musas, al Bachiller donde Pedro de los Santos, maestre de la sala del Exmo. Sr. Dr. Don Juan de Ortega Montañés, del Consejo de su majestad, arzobispo de México, segunda vez Virrey, Gobernador, Capitán General de esta Nueva España y Presidente de su Real Audiencia”.
El Padre Peñalosa asegura que en su poema “no faltan, en el romance, algunas características de la poesía barroca, entonces en pleno apogeo, como la hipérbole, las alusiones mitológicas, la bimembración distribuida en dos versos o tal cual detalle de la luz y de color; pero sin el poderío y la plasticidad, sin el ingenio y la audacia de la verdadera y grande poesía barroca”.
Al decir del Padre Peñalosa una copia fotostática de su romance se encuentra en el Archivo Histórico de San Luis Potosí.
En su romance, los últimos versos dicen:
la misma tormenta corre
haciendo que el aire ocupe
mejor sagrada saeta
del Ave de culpa inmune.
Con ella el piélago vence,
con ella el viento confunde
y no admira que con ella
el mismo Puerto salude.
Con ella pone en Granada
columnas que no caduquen
a las injurias del tiempo,
pues su caridad las sube.
Mereciendo mayor palma,
Porque puso en servidumbre
Al mar, no con armas fieras,
Sino con palabras dulces.
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