diciembre 5, 2025

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#4 Tiempos

Kostoglotov | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

 

Confesó una vez Graham Greene (1904-1991) en el transcurso de una entrevista que cada vez que veía en algún tiradero de libros obras que amaba o que había amado en otro tiempo, para rescatarlas del naufragio, las compraba, aunque ya las tuviera en su biblioteca. ¡Cómo! ¿Compraba libros repetidos? Sí.  ¿Y por qué lo hacía? Él mismo lo explica más adelante: por un cierto sentido de seguridad. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si alguien le pidiese un libro que él no quisiera prestar de ninguna manera? Y puesto que tales eventualidades casi siempre acaban por presentarse –pensaba Greene-, más valía, por si las dudas, tener siempre un ejemplar de repuesto.

Si un libro ha pasado ya a formar parte de nuestra biografía personal, si es un libro de veras querido, entonces lo mejor es que tengamos de él por lo menos dos ejemplares, como hacía Greene: uno para conservarlo celosamente en nuestros anaqueles, y otro para prestarlo, en caso de que alguien se atreva a pedírnoslo prestado.

Ahora bien, ¿se deben prestar los libros? Sobre esto no hay nada escrito. El mismo Romano Guardini (1885-1968) no supo qué decir respecto a esta terrible cuestión; he aquí, por ejemplo, lo que confesó en su bellísimo Elogio del libro (1951): «¿Qué hay de más obvio que el que posee un libro lo preste a  otro que quiere leerlo? Porque éste lo necesita, o porque no ha podido conseguirlo; porque esa lectura le haría bien, o porque es bello crear un contacto humano a través del conocimiento o de la alegría que proporciona la lectura de una misma obra. Pero respecto a esto, ¡qué experiencias no se tienen! ¡Cuánto tiempo pasa antes de que el libro dado en préstamo regrese a su primer dueño! Y, si vuelve, ¡lo hace en unas condiciones tan penosas que lo mejor sería echarlo de una buena vez a la basura! En él se reúnen todos los agravios que se le pueden infligir a un libro: está sucio, las páginas se salen de su sitio o vienen dobladas y en los márgenes se han escrito signos y acaso hasta observaciones. Y el comportamiento de aquel a quien se le ha prestado es tan desenvuelto que parece no haberse dado cuenta de haber tenido en las manos un libro ajeno», etcétera… ¿No hay, pues, que prestar los libros? Guardini lo deja a la conciencia de cada cual.

Bien, todo esto ha venido a cuento porque acabo de comprar –por segunda vez- El pabellón del cáncer, la novela del escritor ruso Alexandr Solzhenitsyn (1918-2008). Como ya tenía yo esta obra, y además publicada por Aguilar en dos hermosos volúmenes –uno de cubierta azul y el otro de color malva-, pensé que lo mejor sería comprarme otros libros con ese mismo dinero; pero como el precio que me pedían por ellos era más bien módico y años atrás alguien me la había pedido prestada (sin nada de éxito por su parte, debo confesarlo), pensé que ahora era tiempo incluso de regalársela. Así que la volví a comprar. Mientras regresaba a mi casa y la hojeaba lentamente, saltó de entre sus páginas un nombre que ya había olvidado, pero que en otro tiempo recordaba con emoción y ternura, pues encarnaba una actitud ante la vida que a mí me hubiera gustado mucho adoptar. Este nombre era Kostoglotov.

En la novela de Solzhenitsyn, Kostoglotov es un muchacho con cáncer que comparte el pabellón con otros muchos enfermos del mismo mal. Pero, mientras los demás se pasan la vida quejándose de los pésimos servicios hospitalarios, o de la vida, o de sus familiares, que no los visitan nunca, o de Dios, Kostoglotov se pone a leer. Es un muchacho que está siempre leyendo. Aun con sus mínimas esperanzas de vida, hace planes y se entrega apasionadamente a la lectura.

En el mismo pabellón está también Yefrem, un hombre con cara de rata que se pasea continuamente por la sala reprochándole a todos sus falsas ilusiones.

-«Se acabó –decía éste-. No volverán a casa, ¿entendido? Y si regresan a casa no será por mucho tiempo. Volverán otra vez aquí. El cáncer está encariñado con las personas. A la que atenaza con sus dentones, ya no la suelta hasta la muerte».

Tal era el pasatiempo de Yefrem: anunciar la muerte y quebrar la esperanza a lo largo y lo ancho del pabellón. Pero un buen día, al escuchar sus profecías desventuradas, Kostoglotov lo paró en seco y le dijo:

-«¡Yefrem! ¡Deja ya de lamentarte! Toma este libro y léelo.

»Yefrem se le encaró como un toro, con la mirada turbia.

-»¿Y para qué leer? –le objetó-. ¿Para qué si, no tardando, reventaremos todos?

»Kostoglotov, moviendo, su cicatriz, replicó:

»-Por eso mismo tienes que darte prisa, porque pronto moriremos. ¡Toma, toma!

»Y le tendió el libro. Yefrem no se movió».

¿Quién de los dos tenía razón: Yefrem o nuestro joven lector? Kostoglotov sabía que vivir es apresurarse, ganarle tiempo al tiempo a fin de poder realizar las cosas esenciales. «Hay que apresurarse a amar», dice un personaje de El malentendido, la pieza teatral de Albert Camus (1913-1960). Sí, hay que apresurarse. Los mortales no pueden darse el lujo de dejar para mañana, de posponer lo urgente.

Poco antes de que muriera, fui hace tiempo a visitar a un sacerdote que en otro tiempo había sido mi maestro, el padre David Palomo. Estaba en cama y temblaba de pies a cabeza: padecía el mal de Parkinson, rondaba los ochenta años y cada tercer día era necesario conectarlo a una bombona de oxígeno. ¿Y cómo creen ustedes que lo encontré? ¿Llorando acaso por su triste suerte? Nada de eso. ¡Leyendo un método para aprender griego! «Quiero dominarlo bien», me dijo quedamente. Yefrem se hubiera burlado de él preguntándole con cinismo: «¿Y ya para qué?». Pero yo pensaba: «He aquí otro Kostoglotov, un ejemplar de esta misma raza de valientes: ejemplar de los que, por desgracia, quedan ya bien pocos en este mundo. ¡Dios sea bendito por aquellos que han aceptado vivir su vida hasta el el final!».

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#4 Tiempos

Una carrera interesante | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

Hablar de Javier Hernández es repasar una de las trayectorias más influyentes en la historia del fútbol mexicano. Durante más de una década, su nombre fue sinónimo de gol, entrega y ambición. Desde aquel salto meteórico con Chivas y su inesperada irrupción en el Manchester United, su carrera parecía escrita con tinta dorada, la sonrisa eterna, los goles decisivos, la capacidad de transformar oportunidades mínimas en celebraciones memorables.

Fue un delantero que supo abrir puertas donde antes había muros, ese killer del área de los goles inverosímiles, ese que se autoasistía y remataba de forma poco ortodoxa. Marcó en Champions, conquistó Inglaterra, dejó huella en Alemania, se reinventó en Estados Unidos y llevó la camiseta de la selección mexicana con una voracidad que lo convirtió en el máximo goleador nacional. Por años, “Chicharito” representó la imagen internacional del fútbol mexicano, un jugador valiente, de carácter humilde pero competitivo, respetado en los mejores estadios del mundo.

Sin embargo, el final de su recorrido no ha tenido el brillo que merecía. Lo que alguna vez fue una historia ascendente hoy se siente atravesada por decisiones discutibles, lesiones inoportunas y un desgaste emocional evidente. Su último tramo estuvo marcado por conflictos internos, mensajes crípticos, ausencias prolongadas y un regreso al fútbol mexicano que lejos de ser un homenaje terminó convirtiéndose en un episodio incómodo.

El fútbol (caprichoso como es) rara vez permite despedidas perfectas. Pero en el caso de Hernández, la caída se volvió más abrupta porque contrastó con la grandeza de su pasado. El delantero que antes definía clásicos europeos comenzó a perder protagonismo, a caer en dinámicas polémicas y a mostrarse d esconectado del nivel competitivo que lo acompañó tantos años.

El problema no es que el tiempo pase, eso es inevitable, sino que su final se alejó del tono que él mismo construyó, profesional, disciplinado, alegre y comprometido.

En lugar de un cierre elegante, lo que quedó fue un recorrido lleno de dudas, con más conversaciones sobre su comportamiento que sobre su fútbol. Y eso, para una figura de su magnitud, duele más que cualquier descenso de rendimiento.

Aun así, su legado permanece intacto. Javier Hernández abrió puertas para generaciones completas. Demostró que un jugador mexicano puede competir, destacar y ser determinante en las ligas más exigentes del planeta. Su historia inspira no por su final, sino por su cima; no por su último capítulo, sino por todos los que escribió antes con una pasión que marcó época.

El cierre no fue el ideal, es cierto. Pero incluso en medio de su declive, hay una verdad que nadie puede borrar: México no ha tenido (ni tendrá pronto) un delantero con su impacto internacional. Su carrera merece leerse como lo que fue, un ejemplo de cómo la disciplina puede convertir sueños improbables en realidades extraordinarias, aunque el final no haya estado a la altura de su legado.

A veces, las grandes historias no terminan como quisiéramos… pero siguen siendo grandes, y por lo menos, interesantes.

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#4 Tiempos

El Piano eléctrico: desarrollo potosino | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Los diseños de pianos electromecánicos tuvieron su auge en 1929 y en la década de los cincuenta del siglo XX comenzaron a usarse en audiciones públicas. La historia de su desarrollo menciona los nombres de Lloyd Loar, Benjamin Meissner, Rudolph Wurlizer, Harold Rodhes y el piano Neo-Bechstein, entre los principales.

Sin embargo, el nombre de Francisco Javier Estrada no aparece en estos recuentos, a pesar de haber sido el primer reporte de un diseño de piano eléctrico a nivel mundial, como resultado de sus investigaciones en reproducción del sonido por medios eléctricos. El reporte público de Estrada se realizó el 19 de diciembre de 1878 en el periódico El Siglo XIX, donde Estrada daba cuenta de sus experimentos con una cuerda vibratoria y su transducción a señal eléctrica, mediante una membrana de tambor que amplificaba el sonido. Estrada, solo presentó su idea y diseño y la puso al servicio de los interesados a finde que pudieran materializarla y mejorarla, al no poder solventar los gastos necesarios para su construcción y la falta de servicios artesanales especializados. Estrada decidía publicar los principios y la descripción del instrumento citado, temeroso de que algún día, no muy lejano, se presentara del extranjero algún instrumento de música idéntico o semejante, o lo que era peor, alguna petición exótica de privilegio con perjuicio de los artesanos mexicanos.

Ochenta años mediaron entre la publicación del diseño de Estrada y la materialización en el extranjero de un piano eléctrico con funcionamiento electro-mecánico.

Para mayores detalles y más información pueden consultar mi artículo alojado en la dirección:

(PDF) Francisco Javier Estrada el inventor del piano eléctrico. Available from: https://www.researchgate.net/publication/396325293_Francisco_Javier_Estrada_el_inventor_del_piano_electrico.

Francisco Javier Estrada insigne científico potosino que destacó a nivel mundial en el ámbito de la física en el siglo XIX convirtiéndose en el físico más importante de México, tiene una numerosa contribución de aportes, de primicias mundiales, las cuales en su mayoría son desconocidas o adjudicadas a otros personajes.

Hemos estado realizando investigación y difusión sobre la vida y obra de este genial potosino, Francisco Javier Estrada y en esta columna del Cronopio en la Orquesta, hemos tratado algunas de esas trascendentales aportaciones.

Una de las aportaciones técnicas de Francisco Javier Estrada que no aparecen en los registros científicos históricos es la propuesta de reproducción del sonido por medios eléctricos. Su tema central de trabajo que implementó en la década de los setenta decimonónicos fue la reproducción del sonido, colocándose en la frontera del conocimiento en ese tema.

Como hemos apuntado en trabajos anteriores, muchas de sus aportaciones y primicias mundiales han quedado en el olvido y poco a poco se están rescatando para colocar en la palestra mundial el gran genio de Estrada, como el físico mexicano más importante del siglo XIX y uno de los principales a nivel mundial,

cuyas glorias no se proyectaron por la idiosincrasia social del país, aunque su genio de cierta forma era reconocido en el país, aunque no lo suficiente.

Sistemas como el motor eléctrico, nuevos sistemas de telefonía y la comunicación inalámbrica son parte de sus aportaciones trascendentes que cambiaron a nuestras sociedades y cuyas aportaciones aprovechadas por otros científicos dejan de lado la aportación primaria de Estrada en la historia de la ciencia y la tecnología. Como una aplicación de sus investigaciones en electromagnetismo y reproducción del sonido, se encuentra su propuesta de un piano eléctrico, cuyos experimentos base realizó en San Luis Potosí y con los que propuso un diseño para la construcción de un piano eléctrico que transformaba las vibraciones acústicas en eléctricas con el fin de amplificar el sonido.

El piano como tal no pudo construirlo por carecer de recursos suficientes, así como problemas para abastecerse de los materiales necesarios y el apoyo de los constructores artesanos; sin embargo, publicó en medios de comunicación masiva sus propuestas con el fin de registrar su idea, sus experimentos y su diseño para la construcción del piano eléctrico y su extensión a otros instrumentos de cuerda.

Su propuesta era resultado de experimentos anteriores de Estrada con sistemas telefónicos, donde había realizado mejoras a los ya existentes, logrando construir teléfonos cuya reproducción del sonido era más clara y de mayor intensidad. Parte de esas mejoras las utilizaría en su propuesta del piano eléctrico, entre ellas los fundamentos de micrófonos de carbón y de la comunicación inalámbrica.

Los potosinos debemos estar orgullosos de Francisco Estrada y colocar su nombre como debe de ser, en la historia de la civilización.

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#4 Tiempos

Consideraciones sobre la amabilidad | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

Tenía Víctor Hugo, el gran escritor francés, veintisiete años de edad cuando publicó, en 1829, El último día de un condenado, novela o largo relato en el que se pone a describir los pensamientos íntimos, las agitaciones interiores y los estados de ánimo que se apoderan de un hombre que pronto -muy pronto- va a tener que morir. La justicia ha señalado ya el día y la hora en que deberá tener lugar la ejecución; todo, pues, está listo…

Pero, no: ¡no todo está listo! Puede que lo esté el cadalso, puede que lo esté el verdugo, pero este hombre todavía no está listo. ¡Aún no sabe por qué debe morir! «Soy joven, estoy sano y fuerte –gime en el calabozo-. La sangre circula libremente por mis venas; todos mis miembros obedecen a todos mis caprichos; estoy robusto de cuerpo y de mente, preparado para una larga vida. Sí, todo esto es verdad; y, sin embargo, padezco una enfermedad, una enfermedad mortal, provocada por la mano del hombre».

Afuera, en la calle, todos ríen y se gozan: el calor del sol es bueno, la vida es bella. ¡Ah, tienen razón al mostrarse tan alegres! Para ellos hay futuro. ¿Cómo no sonreír cuando a la noche sigue el día, cuando se espera vivir muchas noches y muchos días? En cambio él… ¡Quizá no haya para él ni otra noche ni otro día!

Llama la atención, sin embargo, cómo es que este hombre se da cuenta de que no le queda mucho tiempo: ¡por la amabilidad del personal penitenciario! ¿De cuándo acá se mostraban tan amables estos monstruos de indiferencia? ¿De cuando acá? «El camarero de guardia acaba de entrar en mi calabozo, se quita el gorro, me saluda, pide perdón por molestarme y me pregunta, suavizando en lo posible su voz ruda, lo que deseo para el desayuno. Me entran escalofríos. ¿Será hoy?».

Es decir, ¿será hoy cuando tenga que ser ejecutado? Tanto refinamiento, tanta delicadeza le parecen francamente sospechosos. Hasta hace poco todos le hablaban a gritos, brutalmente, pero hoy se descubren la cabeza para saludarlo y hasta ejecutan ante él respetuosas reverencias. Sí, es posible que sea hoy. El condenado, entonces, se pone a temblar. Es que no era normal, no era normal en absoluto que…

Pero las cosas se complican todavía más cuando, de pronto, la reja del calabozo se abre y aparece en el marco de la puerta una figura pequeña, de largos bigotes negros, y amable hasta la falsedad. «Sí, es hoy –piensa el condenado al ver a este individuo ejecutando todas las ceremonias de la cortesía-. El mismo director de la prisión ha venido a visitarme. Me pregunta lo que me gustaría o podría serme de utilidad; incluso hasta expresó el deseo de que no tuviera quejas de él o de sus subordinados; se interesó por mi salud y por cómo había pasado la noche. ¡Al salir me llamó señor! ¡Sí, es hoy!».

Y admírese usted: los pensamientos del condenado resultaron ser ciertos; su intuición no lo engañó. Era hoy, precisamente cuando debía morir. No se equivocaba.

¿Por qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último momento? Al parecer, sólo los muertos –o los que están a punto de serlo- logran conmovernos. «¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! –exclama el personaje único de La caída

, el famoso monólogo de Albert Camus (1913-1960)-. El homenaje se les ofrece entonces con toda naturalidad, ese homenaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiésemos durante toda su vida… Observe usted a mis vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en el que usted vive. Los inquilinos dormían su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero. Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan».

¡Los hombres sólo somos corteses con los muertos! He aquí lo que el Nóbel francés quiso decir. Pero no sólo lo dice él. He aquí, por ejemplo, lo que Máximo Gorki (1868-1936), el escritor ruso, escribió en su autobiografía: «¡Las misas de difuntos son las más bellas de toda la liturgia! ¡Hay en ellas ternura y piedad para los hombres! ¡Nuestros semejantes no compadecen sino a los muertos!».

Está bien, está bien, así es. Y, sin embargo –me digo-, he aquí un método para cultivar la cortesía: ver en el otro, ese que ahora está junto a mí, un condenado a muerte -¡que lo es, sólo que él no lo sabe, o lo ignora, o no quiere pensar en ello!- y tratarlo como si mañana ya no fuera a estar aquí; tratarlo, en una palabra, con las mismas atenciones que el carcelero dispensó al condenado a muerte en el relato de Víctor Hugo. ¡Ah, si nos viéramos como somos, es decir, como mortales, qué dulces seríamos en nuestras relaciones, y qué corteses!

Dice Aliosha a Lisa en Los hermanos Karamazov, la novela de Fiodor Dostoyevski (1821-1881): «Hay que tratar muy a menudo a las personas como si fueran niños, y a veces como si fueran enfermos». No está mal, no está del todo mal. ¿Con qué delicadeza no trataríamos a una persona si supiéramos que quizá hoy mismo va a morirse? ¿Y cómo estar seguros que no será hoy el día en que morirá? Por eso, más vale ser amables con él.

Otra cita más; ahora la he tomado de Sobre héroes y tumbas, la novela de Ernesto Sábato (1911-2011), el escritor argentino: «¿Sería uno tan duro con los seres humanos si se supiese la verdad que algún día se han de morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?».

Todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal. El silogismo nos sale bien; en el fondo, los hombres no somos tan ilógicos como parecemos a primera vista. Sólo que no siempre sacamos de nuestros razonamientos todas las consecuencias pertinentes al caso.

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