abril 24, 2024

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#Si Sostenido

Fiestas felinas

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Por: Luis Moreno Flores

“(…) y a través de la noche te vas. Ya no quieres seguir bailando otra vez, otra vez. Y este día ha estado mal, ahora quieres volver a tu hogar, fiestas, fiestas (…) y tu madre te llama para que vuelvas a tu hogar. Fiestas, fiestas.”, Rituales.

El primero de enero del dos mil diez decidí terminar la noche a las dos aeme. Comenzaba a soñar y sonó mi teléfono; era Marcelo, mi mejor amigo de ese entonces, me invitaba a una reunión en el hogar de su abuelo a pocas calles.

–Vente wey, hay un chingo de chelas y pomo.

–No, ya estaba dormido.

–No seas joto y ven.

–¿Con quién estás?

–Mi carnal, tíos, primos y algunos amigos.

–Bueno, llego en quince.

Dejé la cama, tomé la ropa que antes usé en mi propia fiesta familiar, rellené los bolsillos del abrigo con cigarros, las llaves y un poco de dinero. No es que sea una persona influenciable, pero acabé motivado por el desfile de asistentes que mencionó Marcelo, en realidad una en específico: Carolina, su prima.

Meses antes, durante una comida de viernesanto, la conocí en la misma casa. Ella llegó enfundada en su uniforme del colegio. El deseo lascivo al verla con las piernas tan blancas recubiertas de largas calcetas azules y su cara adornada con breves galaxias de barros y pecas, me obligó a hundirme dentro del plato de habas para no pensar en acorralarla en la cocina para revisar debajo de su falda tableada.

Enfilé por los callejones semipavimentados que al resto del mundo le producen temor y que los nativos navegamos con tranquilidad pasmosa. Siempre pienso en ese espacio, ubicado a la orilla de la calle principal de mi pequeña ciudad, como una jungla que trata de devorar el capricho del progreso humano. Cuando hubo una plaga de ardillas imaginé que en algún momento tendríamos simios balanceándose por los limoneros, pirules y árboles de manzana.

Tardé muy poco en aterrizar en la fiesta, desde lejos vi cómo se habían apoderado de la calle que corría frente a la casa. Uno de los primos de Marcelo tocaba regetón con sus artilugios de diyei. Mi amigo se apresuró a recibirme con una cerveza Pacífico.

Entramos para sentarnos a conversar en la sala, donde Pablito y Felipe discutían sobre cuál era la mejor marca de antitranspirante. Sumamos nuestras opiniones, hasta que Pablito propuso salir de la casa a comprar cigarros y de paso fumar un toque. Después de atizarnos, llegamos a una sucursal de esas cadenas de mini supermercados que despachan las 24 horas, en ella parecían no saber que era primero de enero. Tal vez la marihuana empezaba a ponerme reflexivo: entristecí al pensar que el encargado de la caja no superaba nuestros 20 años y estaba obligado a permanecer ahí. La empatía duró poco, aproveché su viaje al estante de cigarros para robar chocolates.

La marihuana siempre me genera apatía, así que procuro fumar cuando ya bebí antes, supongo que ese día no tomé lo suficiente, de inmediato perdí el interés en la charla, a Marcelo le pasó igual y al llegar se quedó dormido sobre un sillón con estampado de cebra (una extravagancia para la casa de un viejo piloto aviador).

Abandoné a mis amigos que cotorreaban sobre las películas de Lindsay Lohan. Recordé el objetivo inicial de asistir a la reunión y fui a buscar por los tres pisos de la casa a Carolina. Terminé harto, era obvio que no estaba en esa fiesta, pues no había suficientes invitados como para pasar desapercibida.

Encendí un cigarro cerca de una ventana y descubrí que al otro lado había una escalera de seguridad rumbo al techo. Tambaleante por el frío y el alcohol, logré llegar a la azotea y vi a un chico pálido parecido al vocalista de una banda cuyo nombre no recuerdo: tenía gafas enormes, una pierna cruzada sobre la otra, usaba la mano izquierda para fumar con indiferencia en una pose elegante con la que reclamaba ser visto aunque estuviera solo.

Lo saludé, explicó que se llamaba David y era hermano de Marcelo, tenía 13 años, al escuchar su edad traté de reprenderlo por fumar, pero soltó un argumento irrefutable, «hace dos años que lo hago». No supe si eso le restaba importancia a que fumara, sin embargo, no volví a cuestionar.

Como ambos teníamos nuestros propios cigarros y él se previno con un paquete de cervezas, pudimos conversar sin la incomodidad de bajar a conseguir más suministros. Primero abordamos sus lazos familiares, irremediablemente mencioné a su prima y comentó, sin remordimientos, que sentía la misma atracción que yo hacia ella. Luego sobre su hermano, a quien consideraba un “pendejo pretencioso”, rehuí a la crítica y cambiamos de tema a la literatura. Teníamos algunos autores en común.

Justo cuando David comenzaba a disertar sobre Baudelaire, un espasmo lo hizo vomitar sobre mis zapatos. Se disculpó, lo tranquilicé, en verdad no tenía importancia; reparé de nuevo en que prácticamente era un niño, no mayor que mi propio hermano. Fumaba, bebía y hablaba de incesto con soltura.

Aunque el alcohol y su corta edad le hacían difícil articular algunas ideas, pudo contarme una historia que nunca acabé por entender si era suya o la leyó. Comenzó con una pregunta:

–¿Te has dado cuenta cómo observan los gatos a los humanos?

–¿Qué?

–Sí, los gatos. ¿Alguna vez has estado frente a un espejo, sientes una mirada sobre ti, te das vuelta y hay un gato? Tienes gatos, ¿no?

–Es verdad, un par de veces he sorprendido a Celina y Malcriada mientras espían mis movimientos.

Luego de esa introducción, David procedió a hablar sobre un viejo pueblo guerrero cuyas habilidades para el combate y la ciencia los convencieron de no necesitar a los dioses. Para castigarlos por su arrogancia, las deidades decidieron quitarles aquello que les daba el valor de desafiarlos: su condición humana. El pueblo y toda su descendencia fueron condenados a convertirse en un animal obligado a seguir a los seres humanos a donde estos fueran, sin dejar de ser conscientes de lo que antes fueron. Así surgieron los gatos.

Para recordarles lo perdido, a los dioses se les ocurrió que la última noche del año (acorde a la cultura donde los felinos se encontraran) volverían a ser hombres y mujeres.

–Los gatos, todos, saben que ellos también debieron ser humanos y por eso los ven con tanto recelo. –Explicó el preadolescente, que cada vez parecía más sobrio a pesar de las bebidas. –Han aprendido a sobrellevar la situación, tanto que no se entristecen de ser personas una vez al año, sino que aprovechan para ir de fiesta y pasarla bien. Estoy seguro que si vuelves por tus gatos no los encontrarás.

El relato, aunque simpático, me causó algo de tristeza. Imaginé a mis mascotas en versión humana y esa visión resultó tranquilizadora, seguro que la pasaban bien.

–David, voy a bajar al baño, pero regreso para hablar más de esos gatos.

–Va, acá te espero. Vi a Carolina hace rato en el segundo piso, por si quieres aprovechar y saludarla.

Bajar la escalera de hierro resultó un reto mayor que subirla, posiblemente el alcohol y la droga se unieron para hacer estragos en mí.

Como pude, llegué al baño. Mientras orinaba miré mi rostro en el espejo del lavamanos, sentí que, al salir el líquido, mi grado de intoxicación descendía y las facciones de mi rostro volvían a tomar su lugar.

Después de asear mis zapatos en la regadera, lavarme las manos, mojarme la cara y medio peinarme, dejé el baño, justo en el momento en que Carolina parloteaba con su prima Mariana.

Las saludé y Carolina preguntó dónde había estado, Marcelo le advirtió de mi presencia y fue a buscarme.

–Siempre platicamos muy a gusto, ¿por qué te escondes?

–Para nada, estaba en el techo con tu primo David, es cagado e inteligente.

–Creo que estás confundido, no tengo ningún primo David. A lo mejor era Manuel. ¿Cómo es?

Cuando iba a comenzar la descripción de David, un gatito albino restregó su lomo contra la pierna de Carolina, esta se inclinó para levantarlo y lo acunó entre sus brazos y el vientre. El minino me dirigió una mirada furtiva.

–Ahora sí, ¿qué decías?

–Nada, lo confundí con tu primo Pepe. ¿Cómo se llama el gato?

–Es de mi abuelo, le dice El Carajo, yo prefiero Cascabel.

#4 Tiempos

¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.

Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.

Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.

Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.

Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.

A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para darnos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera. La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.

Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.

En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.

Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.

En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).

Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?

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#4 Tiempos

Xantolo 2023, viejos dilemas a nuevas tradiciones | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Hace un año me llamaron para una entrevista por MG Radio. Jesús Aguilar me preguntó acerca de la importancia cultural del Xantolo, sin embargo sus preguntas poco me permitieron responder lo que con sinceridad pienso. Por ello, un año más tarde, escribo esta columna, para preguntarme y responderme lo que considero que debe ser preguntado y respondido acerca del famoso Xantolo.

 

Pregunta número 1: ¿Qué es el Xantolo y por qué se le considera tradición de San Luis Potosí?

No existe una tradición de día de muertos que se llame Xantolo, al parecer el término proviene del latín sanctorum (Sancta Sanctorum) y el término refiere a los objetos más sagrados de los templos judíos, vaya a usted a saber qué enredos ocurrieron para que se confundiera al sanctorum con xantolo. Lo que sí, es que en las cabeceras municipales (que no son indígenas) se impuso este nombre para llamarle al festival que organiza el municipio cada año: concurso de altar de muertos, concurso de comparsas, etcétera. Puedo asegurar, estimada y culta lectora de La Orquesta, que la fiesta de las cabeceras municipales, poco tiene de semejanza con lo que ocurre en las comunidades indígenas.

 

Pregunta número 2 ¿Entonces el Xantolo es una falsa tradición? ¿Cómo podemos conocer la verdadera tradición del día de muertos?

Tampoco existen las tradiciones falsas, sino más bien existen las tradiciones inventadas. Es muy común que todo aquello que se presenta como “tradicional” sirve como discurso para legitimar al poder en turno. Los gobiernos parten de crear mitos fundacionales tales como “respetar las raíces” o “preservar las tradiciones” y de ahí a la creación de rituales públicos, como desfiles, procesiones, actos solemnes, etcétera. Todos esas festividades son rituales sin religión, generalmente huecas y vacías, pero efectivas. ¿No le parece raro que esos mismos jóvenes que rechazan todo legado cultural estén encantados en celebrar -según ellos- la tradición del xantolo?

 

Pregunta número 3: ¿Cómo se vive el día de muertos en las comunidades indígenas?

Primero, se vive en comunidad. Segundo, la idea principal es compartir con los difuntos tamales, dulces, chocolate o atole.

Las comparsas representan a los ancestros que vienen del otro mundo y llegan a la comunidad.

 

Ahora, le comparto la carta de una ciudadana que me escribió lo siguiente:

Estimado antrop. León García Lam

Quiero contarle lo que ocurre en mi colonia y saber qué opina usted: Mi vecina de junto pone un altar a la Santa Muerte y el día 2 de noviembre saca al esqueleto para organizarle mitote y jolgorio; lo mismo hace con San Juditas, baile con caguamas, mujeres borrachas y pleito. Yo pienso que todo esto está muy mal, porque esta señora confunde la devoción católica con algo parecido a la brujería o el satanismo. 

Yo pongo altar de muertos, tradicional, como se ponía en el rancho de mi abuelita. En una mesa pongo los retratos de los que ya se fueron, con velas, agua y ofrendas para que los difuntos coman y beban, pues tienen sed. Esa es mi creencia católica y pienso que es la que está bien porque es la más tradicional.

El problema es que frente a los domicilios de nosotras, vive una señora, muy seria y recatada que es hermana protestante y dice de nosotras dos, que adoramos al diablo y a la muerte. Yo por más que le explico que lo que yo hago es muy diferente de lo que mi vecina de al lado hace, ella dice que somos igualmente adoradoras de satanás.

¿Usted qué opina Antrop. Lam? ¿Cuál es la verdadera tradición?

 

Mi respuesta es que, de ahora en adelante, hay que llamarle a todo esto “Xantolo”.

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#4 Tiempos

El paisaje | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

¿Qué es un paisaje? La definición que me gusta afirma que es la “impronta visual de cualquier lugar”. Usted se sube a la azotea de su casa y aquello que perciba como un flashazo (la impronta) es el paisaje de su barrio o colonia.

Hace unos días que regresé al terruño (osease la heroica ciudad de San Luis Potosí), debí esperar 40 minutos en una colonia popular y como vi un restaurante con terraza propuse a mi acompañante irnos ahí.  Pedimos cervezas para medir la velocidad del tiempo. Ya sabe: el calorcito, la terraza, la compañía y el paisaje.

  • ¿Cuál paisaje? —preguntó mi interlocutora.
  • Ése, todo lo que ves. —Respondí, señalando con el dedo un montón de fachadas y azoteas grises con tinacos negros y cables enredados.
  • ¿A eso le llamas paisaje?
  • Efectivamente, es un paisaje urbano popular. Quizá tú pienses que un paisaje debe ser agradable o bonito, pero he aquí uno que no necesariamente lo es. Aunque, a pesar de todo, a mí me gusta, pues siento cierta atracción por la belleza oculta en la decadencia. Todas esas casas fueron pintadas de amarillo, pero afortunadamente ya se deslavaron y ahora son grises otra vez y esperan ser pintadas de verde o del color favorito del poder en turno.

Luego, horas más tarde, veíamos el paisaje de la sierra de San Miguelito desde la azotea de mi domicilio. Muy parecido al anterior, solo que en esta ocasión el paisaje estaba saturado de viviendas blancas que no son precisamente populares. Temo que el paisaje de aquellos tiempos en que gozamos de la ciudad rodeada de cerros de cantera rosa, que enverdecía en estos días de lluvias se perdió irremediablemente.

—Me da tristeza ver este paisaje. —Dije para mis adentros

  • ¿Por qué? —Me pregunté
  • Porque ha cambiado mi paisaje, lo que vi prácticamente todos los días de mi vida, cuando fui niño, luego joven y ahora adulto, ya no existe. Quizá eso sintieron los ancestros, cuando se fundó una ciudad en medio de la nopalera y por ello la famosa bruja se rebeló. Quizá es lo que sienten los ejidatarios o comuneros cuando un fraccionamiento recién autorizado llega a cambiar la fisonomía de su entorno.
  • Pero ¿por qué dices que es tu paisaje? —Me dije enfatizando el “tu”
  • Primero, porque es lo que siento desde un yo muy interior que no puedo controlar, sino solo aceptar y acaso manifestar, aunque esté equivocado
    , pero también porque hay un yo plural. Estoy seguro de que miles de personas sienten algo parecido: los ejidatarios de la Garita, los comuneros de San Juan de Guadalupe y hasta los colonos de todo el sur de la ciudad debemos sentir que nos destruyeron el paisaje.

Todo eso me dije. Cuando un oleaje de contradicciones me invadió.

Efectivamente, todos esos proyectos inmobiliarios deben basarse en el derecho para afectar el entorno, el paisaje y hasta los recursos esenciales como el agua. No hay intención humana que no lo haga. Así se construyeron las grandes ciudades, el progreso y la civilización humana. Piense usted en cómo la Esfinge y las Pirámides de Egipto modificaron el entorno, no sólo por sus monumentos sino por el control de las anchas aguas del Nilo; de la misma manera, las pirámides de Bonampak, el Partenón, el Empire State y la Muralla China, todo ello ¿no ha modificado el paisaje de manera irreversible? Pues sí. Entonces, los empresarios inmobiliarios de San Luis Potosí tienen el mismo derecho de intervención que los egipcios.

Sin embargo, los 6 mil años (más o menos) que la humanidad lleva modificando el entorno ha llegado a su fin. Los recursos se agotaron y hoy somos cada vez más conscientes de que el desarrollo y el progreso no nos llevan a buen puerto. El reto del mundo actual es lograr poblaciones que no solo sean sostenibles y amigables con el medio ambiente, sino que sean regenerativas del paisaje.

¿Qué significa regenerar el paisaje? Significa volver a colocar las condiciones que mantenían un lugar como era, por lo menos antes de las ínfulas del progreso. Dicho de otra manera, es exactamente lo opuesto a lo que los intereses inmobiliarios y nuestros gobiernos estatal y municipales actuales están ejecutando por todas partes.

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