abril 23, 2024

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#ENTREVISTA Juan Villoro y el misterio de la Gran Vía

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Por: Luis Moreno Flores

Hace cinco años le escribí por primera vez a Juan Villoro para intentar pactar una entrevista. Conseguí su correo electrónico por medio de Rosa María Robles, una artista plástica para quien Juan prologó su exposición Navajas. Tenía preparada una lista con decenas de preguntas, pues su obra había invadido mi buró. No encontramos el momento, aunque intercambiamos algunas palabras durante un homenaje a Elena Poniatowska en la Feria del Libro de Guadalajara. Mi percepción sobre Villoro cambió después de ese día: su altura, delgadez y amabilidad no coincidían con mis prejuicios.

La relación epistolar con Juan, aunque incipiente, hoy se compone de trece correos electrónicos que resumen mis tres intentos por acordar una charla. Para el último (que finalmente prosperó) quería tenderle una trampa: no le pedí una entrevista, lo invité a beber un trago. Quién podría negarse. Juan, sí. En la respuesta explicaba que los organizadores de su visita a San Luis Potosí habían arreglado un itinerario tan apretado que no tendría tiempo de visitar la casa de Ramón López Velarde, ni a un pariente que para entonces estaba ofendido. Agradecí y en un último intento por revertir el veredicto escribí:

“Ahora que mencionas a Ramón López Velarde, el otro día en La Gran Vía (un restaurante en el centro de San Luis Potosí) vi una plana del Reforma enmarcada con tu columna, supongo que tiene algo que ver con El testigo, pero nadie me supo decir y había olvidado mis lentes para sacarme de la duda”.

Imposibilitado para desprenderse de su naturaleza curiosa, horas más tarde Villoro respondió: “Me dejas con un gran misterio acerca de esa columna enmarcada. ¿De qué trataría? Tendré que ir. Abrazo”.

El plan funcionó: mi mensaje había logrado flotar en el mar de los cientos de correos de admiradores, escritores y periodistas que buscan a Juan Villoro.

Días después acudí a la conferencia de Villoro organizada por el Colegio Nacional, al final me acerqué con un libro para que lo firmara, le recordé mis correos y le pedí hacer espacio en el futuro para la entrevista. Esperaba que saliera del compromiso con una amague sencillo, quizá un luegolovemos, mándameuncorreo, pero no hubo intento de escape: –mañana en mi hotel a las once, ponte de acuerdo con Sofía. –Y apuntó a una mujer muy bella que platicaba con un grupo de personas mientras comía cacahuates de un vaso.

Con torpeza, anoté el número de Sofía (encargada de prensa del Colegio), desee haber llevado lentes para verla con más detalle y pensé que de algún modo ella es quien comanda los tiempos públicos de Juan Villoro y de varias de las mentes más brillantes de este país. Más tarde le escribí y cerca de la noche llamó para confirmar la entrevista de las 10:30 de la mañana del día siguiente.

YouTube almacena varias entrevistas con Juan. Ha dado tantas, sobre temas tan diversos, que han comenzado a repetirse. Un momento tristísimo para un periodista debe ser descubrir que ha realizado exactamente el mismo trabajo que alguien más. En un intento por no convertirme en una víctima de ese mal, pensé en preguntas que quizá solo me importan a mí, surgidas de la empatía momentánea con sus textos.

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Las recepciones de los hoteles son un caos constante en el que todos parecen hacer algo importante, sin tener claro qué. Llegué a la cita varios minutos antes, a mi lado en los sillones del lobby se sentaron tres hombres de por lo menos 60 años, impolutos: a todos la vejez temprana les regaló un físico esbelto; uno vestía un traje blanquísimo, los otros dos, con la misma perfección, portaban conjuntos azulmarino. Agucé el oído para tratar de descubrir qué hacían ahí, hablaban sobre jubilarse y de sus familias (esposas, bodas, enfermedades…), parecían conocerse de décadas atrás, transpiraban un aire higiénico y quirúrgico, insondable; me rendí porque vi a Sofía salir del elevador, pero llegué a dos conclusiones distantes: eran médicos o vendedores de una de esas empresas piramidales.     

Saludé a Sofía, solo para que ella de inmediato se integrara al caos: corrió a buscar un sitio dónde hacer la entrevista, me pidió esperar y sus movimientos fueron tan veloces y naturales que no tuve otra opción que obedecer; cuando reaccioné el elevador terminaba de cocinar una nueva tanda de huéspedes, entre los que se asomaba Juan, cuya altura, cercana a los dos metros, es imposible esconder.

Sofía avisó que había un buen espacio en el primer piso. Caminamos por un pasillo que lleva a un salón donde varias mujeres celebraban una reunión de tema indescifrable; en la esquina un sillón color perla, que podría pasar desapercibido como litografía colgada en el baño, nos esperaba.

Juan Villoro parece entrenado para dar entrevistas. Antes de comenzar, pidió una tregua, apagó su teléfono móvil, se arremolinó en el asiento, cruzó la pierna izquierda sobre la derecha y semi abrazó el respaldo, en un gesto de completa distensión. Solo el dedo de la mano derecha, que ocasionalmente se mueve mientras escucha una pregunta, delata alguna reminiscencia de tensión frente a los interrogatorios o quizá sea un reflejo de pistolero que se prepara para disparar respuestas.

No hay en México un escritor que transite por un rango tan amplio de disciplinas literarias como Villoro, pues lo mismo publica libros infantiles, novelas, cuentos, comenta en programas de análisis futbolero, escribe periodismo de tentación en los diarios; realiza lecturas musicalizadas de crónicas sobre rocanrol, dicta conferencias, se montan sus obras de teatro. La frecuencia con que despacha nuevos trabajos puede sintetizarse en un par de líneas que el propio Juan escribió en un texto sobre Carlos Fuentes un día después de su muerte «Dispuesto a vivir de la máquina de escribir, tecleaba a una velocidad frenética…». En forma de espejo, Villoro es eso: un escritor total, que no ha requerido de las becas oficiales para surfear en las olas del día a día. No obstante, cuando leí El apocalipsis: (todo incluido) (Almadía, 2014) por un instante, y sin tener ningún argumento que lo sustente, presentí fatiga.   

 

Luis Moreno: ¿Alguna vez has sentido que tu ritmo de trabajo afecta de forma negativa el resultado final?

Juan Villoro: Sí. Todo el tiempo pienso en las sumas y restas de la vida. Traduje los Aforismos de Lichtenberg (Fondo de Cultura Económica, 1989) y él decía que, así como los tenderos llevan un cuaderno de saldos en donde anotan los haberes y deberes de lo que gastaron y ganaron durante el día, todos nosotros deberíamos hacer al final la cuenta de qué fue lo que obtuvimos y perdimos.

Cuando me dedico mucho a leer, digo «no puede ser estoy descuidando la escritura». Cuando llevo mucho tiempo escribiendo, digo «no puede ser estoy descuidando la lectura». Cuando doy una conferencia, de pronto digo «me estoy alejando de mi verdadera función, que es escribir y leer»; pero cuando estoy escribiendo y leyendo, digo «tengo que dar una conferencia», porque no puedo vivir solo de lo que escribo y leo, necesito el contacto con los demás. Así sucesivamente.

Cuando estoy escribiendo mucho periodismo, digo «estoy descuidando mi novela». Cuando escribo una novela, digo «no puede ser, tengo tres artículos que presentar». Vivo de los artículos, no de la novela y esto es literatura no solo alimentaria sino urgente, además no hay tarea pequeña en la literatura y el conjunto de tus artículos se pueden convertir en una obra mucho más importante que tus novelas. Hay grandes escritores como Ramón Gómez de la Serna, Álvaro Cunqueiro, Josep Pla, Julio Camba, todos ellos españoles, cuya obra principal son sus artículos periodísticos que resultan maravillosos, una narrativa continua. Ellos no triunfaron del mismo modo en otro tipo de libros. No puedo descuidar los artículos porque a lo mejor ese es mi verdadero talento.

Total, siempre estoy en desacuerdo conmigo mismo. Tal vez tenga que ver con mi signo zodiacal, que es libra, un signo que busca el equilibrio, pero nunca lo encuentra, porque lo busca y siempre critica su desequilibrio. El equilibrio es un anhelo, no una realidad.

 

LM: Un amigo asegura que te vio jugar en una reta de futbol para escritores y dice que eres un férreo mediocampista con un potente disparo de media distancia.

JV: Depende en qué época haya sido. Jugué en los Pumas de la UNAM hasta juvenil doble A, aunque soy del Necaxa, pero entrenaban muy lejos. Luego me probé en la reserva especial, que es la antesala del profesionalismo, naturalmente no quedé seleccionado. Sabía que no tenía talento, porque veía jugar a mis compañeros que llegaron a prosperar, pero me pareció un rito de paso interesante «a ver quién quita y puedo quedar». En esa época jugaba de extremo derecho, hasta que me retiré de lateral derecho. Aunque jugué algunos partidos como mediocampista.

Hubo un juego de escritores que ocurrió en Finlandia, fue un día de San Juan, mi santo, 24 de junio, que es la noche más larga, el sol de medianoche. El partido empezó a las doce de la noche y fue entre escritores internacionales contra escritores finlandeses. Por orgullo patrio, los finlandeses tuvieron refuerzos profesionales. Quedamos cuatro a cuatro. Jugué de mediocampista y metí un gol. Para el desempate nos retaron a que nos tiráramos a un lago donde el agua estaba verdaderamente helada. Naturalmente todos lo hicimos para que no nos ganaran el partido.

Luego tuve otros juegos de Letras Libres. Ahí más que férreo mediocampista me había vuelto un mediocampista muy sucio, porque me pasó lo que inevitablemente te pasa en los deportes: los jugadores jóvenes eran mucho más rápidos; en lugar de frenarlos con talento, los frenaba con patadas.

Los locutores que quieren perdonar a un jugador que hace una falta táctica dicen «le metió experiencia». Intenté meter experiencia pero acabé pateando a demasiados rivales y ahí decidí que era momento de retirarme. Me parecía muy triste jugar con futbolistas de mi edad porque el nivel era muy poco competitivo, todos eran unos barrigones que fumaban en la cancha. Es el gran problema del organismo: consideraba que me mantenía en buena forma, pero no para competir con futbolistas de 22 años.

 

LM: Alejandro Magallanes una vez me dijo que le encanta hacer promoción de libros contigo, porque aunque él diga una tontería, tú siempre lo rescatas con un comentario atinado. Como un súper delantero al que le mandan un mal centro y de todos modos mete gol.

JV: Esa descripción es muy generosa. Conocí a Alejandro cuando empezó a hacer las portadas de la nueva serie de Editorial Almadía, hace ya 10 años. Él le dio rostro a muchos de mis libros, llevo diez publicados con Almadía. Es una persona muy cálida, viajamos juntos con Rogelio Naranjo, que fue muy amigo de los dos. Alejandro siempre disfruta que alguien cuente anécdotas, que resuelva las cosas con palabras, tal como él las resuelve con imágenes.

 

LM: ¿Eres un Luis Suárez de las palabras?

(Una mujer nos interrumpe, solo para darnos los buenos días, devolvemos el saludo, se pierde en el salón contiguo y seguimos).

JV: No llego a tanto. Me gusta contar historias y creo que ninguna pregunta debe ser considerada simple. Admiré mucho que en una ocasión el escritor Ricardo Piglia fue a una conferencia de prensa donde ante cada una de las interrogantes ofrecía respuestas que le interesaban a él. Es decir, estaba pensando en tiempo real y trataba de decir cosas que le parecían importantes. La pregunta podía ser totalmente casual o superficial, pero trataba de sacarle provecho. Así debe ser la actitud al hablar, no se debe descartar la posibilidad de decir algo que a ti te interese, eso no quiere decir que lo que yo diga sea ingenioso, profundo y divertido, pero por lo menos son cosas que me significan.

 

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Juan José Arreola.

Dentro de su libro de ensayos sobre futbol Dios es redondo (Planeta, 2006), Villoro narra un fragmento de su amistad con Juan José Arreola, cuando el primero era un adolescente y el segundo un consagrado. El pasaje es entrañable y está atravesado por el ping-pong, el genio de Arreola para volver el lenguaje diario en una obra literaria y la fraternidad; además esgrime uno de los argumentos más simpáticos en contra el futbol: Arreola detestaba que el pie humano estuviera en contacto directo con el balón, sin la intermediación de alguna herramienta. Peor, a casi ningún jugador en el campo se le permite usar las manos que son símbolo natural de la evolución. Años después, Villoro ideó una respuesta para replicar a Arreola: el futbol es, quizá, el juego donde sus actores pasan más tiempo sin hacer nada, más que pensar.

 

LM: ¿En el cielo de los escritores, Juan José Arreola tiene una respuesta a tu argumento?

JV: A él le gustaban mucho los instrumentos manuales. Las herramientas. Era muy buen artesano, muy buen carpintero. Admiraba a los sastres. A Arreola nunca le va a gusta el futbol, porque, en su mente, donde quiera que esté, el ser humano necesita de una intermediación. La relación directa con la pelota, para él, carece de compromiso con la evolución, con la cultura. Es bárbaro.

 

LM: Los botines ahora son muy tecnológicos.

JV: Los botines, el balón mismo ha cambiado, pero el futbol está hecho para mantener ciertas potencias primitivas. Jorge Valdano ha dicho, con mucha certeza, que el futbol tiene anticuerpos contra la modernidad. Esa es su gracia.

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Juan Villoro, Luis Villoro y Elena Ruiz Milán durante la inducción del primero al Colegio Nacional.

El día de nuestra entrevista, Juan Villoro estaba en San Luis Potosí porque el Colegio Nacional realizó una semana de actividades en la ciudad. Juan es miembro de esta institución desde el 25 de febrero del 2014; en su discurso de inducción habló de José Emilio Pacheco (quien había fallecido pocas semanas antes), Juan José Arreola, Ramón López Velarde y del filósofo Luis Villoro Toranzo, su padre (que lo hace cercano a San Luis Potosí, pues su madre, abuela de Juan, era potosina): «Cuando yo estaba en el colegio y llamaban a mi padre, siendo niño, eso nunca era buena noticia. Agradezco la generosidad de la vida para que hoy mi padre y yo podamos estar en el colegio sin que eso resulte amenazante». De esa celebración provienen algunas de las pocas imágenes públicas en las que aparecen los Villoro juntos.

Solo un mes después, el 5 de marzo, Luis Villoro falleció. En esa fecha encontré dos textos, escritos en momentos separados por décadas, dentro de los cuales Juan habla de las relaciones entre padres e hijos: La taquería revolucionaria, un ensayo publicado por La Jornada en el 2013, y Yambalalón y sus siete perros, cuento que aparece en su primer libro, La noche navegable (Joaquín Mortiz, 1980). La taquería revolucionaria rinde homenaje a la figura de Luis Villoro, no como filósofo, sino como un hombre generoso que trató de modificar el curso del país. El segundo, solo tiene que ver porque en un punto de la historia el niño protagonista siente deseos de que su padre desaparezca debido a que no lo cree capaz de crear una historia; para el final del cuento, también lo obliga a dar un paso rumbo al fin de la infancia.

JV: Yambalalón y sus siete perros es un cuento de ficción, no es mi padre, no soy yo. No tiene que ver con Luis Villoro. Está escrito en primera persona pero no quiere decir que sea autobiográfico. La relación con él fue distinta y tiene más que ver con La taquería revolucionaria, lo cual no quiere decir que siempre haya sido fácil, porque mi papá fue un gran romántico y parte de su romanticismo consistió en regalar el dinero de la familia. La taquería revolucionaria es un ejemplo de eso: Se le ocurrió de pronto hacer un negocio para favorecer al Partido Mexicano de los Trabajadores con Heberto Castillo. Él (Luis Villoro) era un pésimo empresario, Heberto también era muy malo. Heberto conocía a unos taqueros que habían estado con él en la cárcel de Lecumberri

, así surgió una locura que fracasó totalmente como negocio.

A mí me parece un episodio divertido por ver a un filósofo como taquero. Es esperanzador, porque es alguien que hace eso para tratar de financiar la transformación del país y me parece criticable porque era un proyecto totalmente iluso y con un patrimonio que evidentemente él no había creado, lo heredó. Fue un poco irresponsable mi papá.

La visión que tenemos de los padres tiene todos estos componentes. Para mí fue una figura absolutamente decisiva y admirable, pero no dejo de reconocer ciertos errores que cometió en la vida, como todos nosotros lo hacemos.

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JD Salinger.

«Yo acostumbro a considerar al “hombre que ríe” algo así como a un superdistinguido antepasado mío (…) En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de astucia diabólica (…) Pero lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de plomo. Seguir la farsa. Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa realmente aterradora. En realidad, yo era el único descendiente legítimo del “hombre que ríe”. En el club había veinticinco comanches –veinticinco legítimos herederos del “hombre que ríe”–, todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando a los ascensoristas a la categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker spaniel…».

Las líneas le pertenecen a El hombre que ríe, relato que aparece en la compilación Nueve cuentos (1953, Editorial Little, Brown and Company) de J.D. Salinger. El hombre que ríe cuenta la historia de un niño que pertenece a un club de comanches, una variante de los boy scouts, guiados por John Gedsudski, estudiante de Derecho. Está dividido en un mosaico de tres partes que conviven en el mismo espacio y se afectan entre sí: en la primera el narrador cuenta sus años de comanche; la segunda aborda la relación amorosa entre John y su novia; la última es la historia de El hombre que ríe (un ladrón de fama internacional, que por su afición al juego limpio roba el corazón de todos), un cuento creado por Gedsudski para entretener a los niños en sus trayectos de autobús. El relato es un doble salto mortal hacia la madurez, el inevitable golpe de realidad que todos sufrimos para abandonar la niñez.

Desde que lo leí, creí que Yambalalón y sus siete perros es primo hermano de esta historia, ya que en ella un niño, que al igual que el protagonista de Salinger no pasa de los 10 años ni tiene nombre, crea una historia que le permite transitar por las dificultades de su edad, para finalmente desprenderse de ella una vez que está listo. Un ritual de transición. Ambos textos me conmueven.

 

 

LM: ¿Yambalalón y sus siete perros está hermanado con El hombre que ríe?

JV: Sí, mucho. Cuando lo escribí tenía unos 18 o 19 años, leía a Salinger que era uno de los autores que más admiraba. En El hombre que ríe, habla de un héroe imaginario y el dolor de desprenderse de él. Creo que todos los que empezamos a escribir tenemos amigos imaginarios o espacios que nosotros inventamos. Dentro de La noche navegable, hay un cuento que se llama La ciudad peligrosa; cuando yo era niño imaginaba una ciudad, que así se llamaba, en donde ocurrían aventuras. Yo no sabía que podía escribir, no me interesaba hacerlo, pero me gustaba imaginar otros mundos. Ese mundo de la fantasía en ocasiones se confronta con la realidad: lo que a ti te parece entrañable, a los demás les parece una ingenuidad. La primera crítica literaria que tiene un niño es cuando comunica una fantasía y los demás le dicen que es una tontería.

 

LM: ¿Cómo lidias con tu obra pasada?

JV: No soy un escritor que mire hacia atrás con mucho aprecio. Es muy peligroso pensar que lo que has hecho vale demasiado la pena. Cuando releo uno de mis textos y me parece mínimamente interesante es porque de pronto me sorprende que parece escrito por otro, tiene una voz ajena, autónoma. Es la única prueba de que eso funcionó, ya se desprendió de mí. Por lo tanto no me puedo sentir muy orgulloso de mis trabajos anteriores, porque lo mejor que tienen es que parecen hechos por alguien más. Desde luego que me da mucho gusto que un libro como La noche navegable, que se publicó en 1980, siga vivo, lo mismo que Albercas y los primeros textos que escribí.

Hace poco estuve en un proyecto con Diego Herrera de Caifanes y otros músicos de rock, leyendo textos míos que provienen de Tiempo transcurrido, que es un libro también de esa época, escribí el primer borrador en 1980, inmediatamente después de publicar La noche navegable. Estoy leyendo textos que se remontan a 30 años o más. No escribiría ya nada equivalente, pero me parece interesante refrescarlos con la lectura actual y con la música que le puso Diego.

En una persona, no solo en un escritor, coexisten muchas edades y una de las cosas más ricas de la experiencia es poder conservar dentro de ti a muchas personas que fuiste. Me encanta la dedicatoria de El principito donde Saint-Exupéry dice que es para su mejor amigo, pero no para el adulto que es en ese momento, sino para el niño que fue, porque comenta que todos los adultos han sido niños pero la mayoría lo ha olvidado. Es muy importante mantener vivas todas estas edades dentro de ti, enriquece, como escritor me gustaría conservarlas, aunque yo ya no pueda ser ese escritor. No podría volver a escribir de esa manera.

 

LM: De Albercas (segundo libro de Juan Villoro, publicado en 1985 por Joaquín Mortiz) hay un cuento que disfruto mucho, Pegaso de Neón.

JV: Pegaso de Neón lo incluí en una antología que se llama Espejo retrovisor (2013). Cuando Editorial Planeta me propuso hacer una compilación de crónicas y cuentos, me pareció que la única manera legítima de abordar esta tarea era responder a mi memoria: es decir de inmediato qué crónicas y cuentos llegaban a mí sin mayor selectividad o sin un criterio de comparación o complementación. No pensar en qué tipo de escritor debo ser yo para mostrar distintas facetas, sino genuinamente cuáles son las historias que regresan inmediatamente a mí. Pegaso de Neón fue una de ellas, al menos en mi memoria actual es un texto que está muy cerca.

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La labor periodística de Juan Villoro pasa por eso que él ha llamado periodismo de tentación que no es otra cosa que aquellos textos periodísticos que se escriben sin el apremio de informar sobre los grandes temas, sino con la intención de disfrutarse, como pasar por una heladería y comprar un gran cono, no para alimentarse sino para gozar. Uno de los mayores ejemplos mexicanos de este periodismo se encuentra en Instrucciones para vivir en México (Booket) que compila los artículos escritos por Jorge Ibargüengoitia para el periódico Excélsior entre 1969 y 1976. Ibargüengoitia logra convertir las situaciones más ordinarias en narraciones divertidísimas que abren el apetito para devorar la siguiente. En la introducción de Hay vida en tierra (Anagrama), Villoro apunta que esa antología de sus columnas que aparecieron entre 1995 y 2012 en La Jornada Semanal, Letras Libres y Reforma, pretende seguir los pasos del trabajo de Ibargüengoitia.

 

LM: Guillermo Sheridan escribió sobre Instrucciones para vivir en México, que lo más valioso es la capacidad de Ibargüengoitia para hacer que avatares externos sean los depositarios de las afrentas que la vida presenta en su contra y así convertirlas en acontecimientos hilarantes. Agregaría que tanto él, como tú, en Hay vida en tierra, consiguieron sublimar la cotidianidad. ¿Cómo logras llegar a ese desprendimiento?

JV: Una de las cosas para las que sirve la literatura es para cobrar venganza de los desastres de la vida diaria. Hay cosas que molestan, que son latosísimas, pero que si lo conviertes en una historia se vuelve tolerable. Esa es una reacción humana, inconsciente y casi crónica. No necesitas ser un escritor para tratar de entender tu vida como una historia y darle otro sentido: Si vas al médico, sospechas que tienes una enfermedad grave, él te pone la radiografía enfrente y ve una manchita, empieza a hablar de lo que tienes, de inmediato comienzas a justificarte, defenderte con un relato: «si me dice que tengo cáncer, voy a hacer un testamento, voy a hacer esta otra cosa, voy a renunciar a mi trabajo, cómo se lo voy a plantear a mi mujer». Tratamos de ordenar la vida con una narración que pueda reforzarla. Probablemente el médico dirá que no pasa nada «esto que se ve grave no lo es». El relato se vuelve innecesario, pero todos nosotros para darle sentido a la existencia, para soportar, la organizamos mediante narraciones.

Esta reacción tiene muchas maneras de expresarse, me gusta utilizar irónicamente cosas que me parecieron espeluznantes, pero que una vez narradas pueden ser divertidas. La literatura irónica es una reconciliación crítica con la realidad. No dejas de reconocer que eso está mal, que hubo una chambonada, que los trámites fueron insoportables, pero al mismo tiempo te reconcilias con el resultado de haber salido de ahí para poder contarlo. El que ríe al último ríe mejor.

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Mi capítulo favorito de Los Simpsons es ese donde Homero intenta compartir sus gustos musicales con Bart y Lisa, pero al ver su fracaso recuerda una ocasión cuando, siendo muy joven, se preparaba frente al espejo para salir rockear mientras cantaba You make me feel like dancing de Leo Sayer y su papá, el abuelo Simpson, lo interrumpió. Homero le responde que él no entiende porque ya no está en onda; a lo que Abe le dice: «yo sí estaba en onda, pero luego cambiaron la onda, ahora la onda que traigo no es onda y la onda de onda me parece muy mala onda y te va a pasar a ti». Homero concluye que eso no le va a pasar a él, sin embargo, cuando va a una tienda de discos encuentra que sus bandas favoritas están en la sección de oldies y fueron reemplazados por Sonic Youth y Nine Inch Nails. El episodio data de 1996, probablemente hoy, a 20 años de distancia, pocos chicos menores de 20 años tengan una imagen mental clara de NIN, Sonic Youth, Smashing Pumpkins, Peter Frampton o Cypress Hill. Así es el rocanrol, cada generación cree que fue la mejor y difícilmente voltea a ver el presente. El riesgo de crecer está en dejar de cultivar nuestras aficiones. Juan Villoro es un roquero de campeonato, pero me preguntaba ¿encuentra bandas nuevas que le gusten?  

JV: Tengo una hija de 17 años que es súper rockera, acabamos de ir a un concierto de State Champs. Vamos mucho a ver bandas independientes. También escucho rock clásico y de muy distintas épocas.

Su gusto por State Champs es una verdadera extravagancia, pues son una banda de pop punk, con una historia discográfica que recién empezó hace tres años. Además carecen de la complejidad musical que algunos devotos del rocanrol clásico exigen para obviar que los integrantes de una banda no sean sus contemporáneos. Desde que conversamos le he contado la historia a varios amigos, a todos les resulta insólito. Somos tan prejuiciosos como Homero, Bart y Lisa.   

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Antes de empezar la entrevista, Sofía se me acercó y lanzó una instrucción de entrenadora olímpica, casi inaudible para los demás: «20 minutos». Luego desapareció por las escaleras, volvió más tarde e hizo un ademán para indicarme que el tiempo estaba por agotarse, como quien advierte que hay que apresurar las brazadas o pedalear más rápido si se quiere competir por las medallas. Lancé una última pregunta.

 

LM: ¿Cuáles son las problemas de ser tan alto?

JV: Te pegas en todas partes. El mundo no está hecho para los altos. Eres una persona que está comprobando los materiales de construcción: te pegas con el techo, con el quicio de una puerta, con una lámpara, con un candelabro. Todo el tiempo te estás pegando y te jorobas mucho, porque las personas son más bajitas, para escucharlos te estás jorobando o para que no te vean tan alto. No me molesta ser alto pero tiene sus inconvenientes.

 

LM: ¿Mancharse la camisa con la sopa?

JV: También. Otra cosa, los altos tenemos peor ritmo para bailar, a excepción de Fred Astaire y muy poquitos grandes bailarines. Tenemos menos sentido del equilibrio: solo he esquiado en nieve una vez. Logré un récord negativo perfecto, porque en la primera bajada me rompí el tobillo. Los altos tenemos problemas para mantener el equilibrio. Algo particularmente grave si ese alto además es libra.

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Solo pasado por dos minutos, me despedí, no sin antes resolver el misterio que nos tenía ahí: Juan me contó que la tarde anterior, en el intermedio entre sus dos conferencias, aprovechó para ir a comer a La Gran Vía y descubrió por qué su columna estaba enmarcada. Resultó que en realidad los propietarios del lugar habían decidido conservar la página del periódico Reforma porque ese día Catón (Armando Fuentes Aguirre) les dedicó algún párrafo. «La mía se coló por casualidad».

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#4 Tiempos

¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.

Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.

Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.

Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.

Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.

A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para darnos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera. La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.

Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.

En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.

Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.

En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).

Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?

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#4 Tiempos

Xantolo 2023, viejos dilemas a nuevas tradiciones | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Hace un año me llamaron para una entrevista por MG Radio. Jesús Aguilar me preguntó acerca de la importancia cultural del Xantolo, sin embargo sus preguntas poco me permitieron responder lo que con sinceridad pienso. Por ello, un año más tarde, escribo esta columna, para preguntarme y responderme lo que considero que debe ser preguntado y respondido acerca del famoso Xantolo.

 

Pregunta número 1: ¿Qué es el Xantolo y por qué se le considera tradición de San Luis Potosí?

No existe una tradición de día de muertos que se llame Xantolo, al parecer el término proviene del latín sanctorum (Sancta Sanctorum) y el término refiere a los objetos más sagrados de los templos judíos, vaya a usted a saber qué enredos ocurrieron para que se confundiera al sanctorum con xantolo. Lo que sí, es que en las cabeceras municipales (que no son indígenas) se impuso este nombre para llamarle al festival que organiza el municipio cada año: concurso de altar de muertos, concurso de comparsas, etcétera. Puedo asegurar, estimada y culta lectora de La Orquesta, que la fiesta de las cabeceras municipales, poco tiene de semejanza con lo que ocurre en las comunidades indígenas.

 

Pregunta número 2 ¿Entonces el Xantolo es una falsa tradición? ¿Cómo podemos conocer la verdadera tradición del día de muertos?

Tampoco existen las tradiciones falsas, sino más bien existen las tradiciones inventadas. Es muy común que todo aquello que se presenta como “tradicional” sirve como discurso para legitimar al poder en turno. Los gobiernos parten de crear mitos fundacionales tales como “respetar las raíces” o “preservar las tradiciones” y de ahí a la creación de rituales públicos, como desfiles, procesiones, actos solemnes, etcétera. Todos esas festividades son rituales sin religión, generalmente huecas y vacías, pero efectivas. ¿No le parece raro que esos mismos jóvenes que rechazan todo legado cultural estén encantados en celebrar -según ellos- la tradición del xantolo?

 

Pregunta número 3: ¿Cómo se vive el día de muertos en las comunidades indígenas?

Primero, se vive en comunidad. Segundo, la idea principal es compartir con los difuntos tamales, dulces, chocolate o atole.

Las comparsas representan a los ancestros que vienen del otro mundo y llegan a la comunidad.

 

Ahora, le comparto la carta de una ciudadana que me escribió lo siguiente:

Estimado antrop. León García Lam

Quiero contarle lo que ocurre en mi colonia y saber qué opina usted: Mi vecina de junto pone un altar a la Santa Muerte y el día 2 de noviembre saca al esqueleto para organizarle mitote y jolgorio; lo mismo hace con San Juditas, baile con caguamas, mujeres borrachas y pleito. Yo pienso que todo esto está muy mal, porque esta señora confunde la devoción católica con algo parecido a la brujería o el satanismo. 

Yo pongo altar de muertos, tradicional, como se ponía en el rancho de mi abuelita. En una mesa pongo los retratos de los que ya se fueron, con velas, agua y ofrendas para que los difuntos coman y beban, pues tienen sed. Esa es mi creencia católica y pienso que es la que está bien porque es la más tradicional.

El problema es que frente a los domicilios de nosotras, vive una señora, muy seria y recatada que es hermana protestante y dice de nosotras dos, que adoramos al diablo y a la muerte. Yo por más que le explico que lo que yo hago es muy diferente de lo que mi vecina de al lado hace, ella dice que somos igualmente adoradoras de satanás.

¿Usted qué opina Antrop. Lam? ¿Cuál es la verdadera tradición?

 

Mi respuesta es que, de ahora en adelante, hay que llamarle a todo esto “Xantolo”.

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#4 Tiempos

El paisaje | Columna de León García Lam

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¿Qué es un paisaje? La definición que me gusta afirma que es la “impronta visual de cualquier lugar”. Usted se sube a la azotea de su casa y aquello que perciba como un flashazo (la impronta) es el paisaje de su barrio o colonia.

Hace unos días que regresé al terruño (osease la heroica ciudad de San Luis Potosí), debí esperar 40 minutos en una colonia popular y como vi un restaurante con terraza propuse a mi acompañante irnos ahí.  Pedimos cervezas para medir la velocidad del tiempo. Ya sabe: el calorcito, la terraza, la compañía y el paisaje.

  • ¿Cuál paisaje? —preguntó mi interlocutora.
  • Ése, todo lo que ves. —Respondí, señalando con el dedo un montón de fachadas y azoteas grises con tinacos negros y cables enredados.
  • ¿A eso le llamas paisaje?
  • Efectivamente, es un paisaje urbano popular. Quizá tú pienses que un paisaje debe ser agradable o bonito, pero he aquí uno que no necesariamente lo es. Aunque, a pesar de todo, a mí me gusta, pues siento cierta atracción por la belleza oculta en la decadencia. Todas esas casas fueron pintadas de amarillo, pero afortunadamente ya se deslavaron y ahora son grises otra vez y esperan ser pintadas de verde o del color favorito del poder en turno.

Luego, horas más tarde, veíamos el paisaje de la sierra de San Miguelito desde la azotea de mi domicilio. Muy parecido al anterior, solo que en esta ocasión el paisaje estaba saturado de viviendas blancas que no son precisamente populares. Temo que el paisaje de aquellos tiempos en que gozamos de la ciudad rodeada de cerros de cantera rosa, que enverdecía en estos días de lluvias se perdió irremediablemente.

—Me da tristeza ver este paisaje. —Dije para mis adentros

  • ¿Por qué? —Me pregunté
  • Porque ha cambiado mi paisaje, lo que vi prácticamente todos los días de mi vida, cuando fui niño, luego joven y ahora adulto, ya no existe. Quizá eso sintieron los ancestros, cuando se fundó una ciudad en medio de la nopalera y por ello la famosa bruja se rebeló. Quizá es lo que sienten los ejidatarios o comuneros cuando un fraccionamiento recién autorizado llega a cambiar la fisonomía de su entorno.
  • Pero ¿por qué dices que es tu paisaje? —Me dije enfatizando el “tu”
  • Primero, porque es lo que siento desde un yo muy interior que no puedo controlar, sino solo aceptar y acaso manifestar, aunque esté equivocado
    , pero también porque hay un yo plural. Estoy seguro de que miles de personas sienten algo parecido: los ejidatarios de la Garita, los comuneros de San Juan de Guadalupe y hasta los colonos de todo el sur de la ciudad debemos sentir que nos destruyeron el paisaje.

Todo eso me dije. Cuando un oleaje de contradicciones me invadió.

Efectivamente, todos esos proyectos inmobiliarios deben basarse en el derecho para afectar el entorno, el paisaje y hasta los recursos esenciales como el agua. No hay intención humana que no lo haga. Así se construyeron las grandes ciudades, el progreso y la civilización humana. Piense usted en cómo la Esfinge y las Pirámides de Egipto modificaron el entorno, no sólo por sus monumentos sino por el control de las anchas aguas del Nilo; de la misma manera, las pirámides de Bonampak, el Partenón, el Empire State y la Muralla China, todo ello ¿no ha modificado el paisaje de manera irreversible? Pues sí. Entonces, los empresarios inmobiliarios de San Luis Potosí tienen el mismo derecho de intervención que los egipcios.

Sin embargo, los 6 mil años (más o menos) que la humanidad lleva modificando el entorno ha llegado a su fin. Los recursos se agotaron y hoy somos cada vez más conscientes de que el desarrollo y el progreso no nos llevan a buen puerto. El reto del mundo actual es lograr poblaciones que no solo sean sostenibles y amigables con el medio ambiente, sino que sean regenerativas del paisaje.

¿Qué significa regenerar el paisaje? Significa volver a colocar las condiciones que mantenían un lugar como era, por lo menos antes de las ínfulas del progreso. Dicho de otra manera, es exactamente lo opuesto a lo que los intereses inmobiliarios y nuestros gobiernos estatal y municipales actuales están ejecutando por todas partes.

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