enero 9, 2025

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#4 Tiempos

En el centenario de Salinger | Columna de Carlos López Medrano

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Mejor dormir

Los que de verdad me vuelven loco —decía Holden Caulfieldson esos libros que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera amigo tuyo y pudieras llamarle cuando quisieras.

El protagonista de El Guardián entre el Centeno tenía razón: “eso no pasa mucho”. Y uno de los que logró en su escasa pero expansiva obra fue precisamente su creador, J. D. Salinger.

De Salinger hay mucho que decir y a la vez es preferible no hacerlo. Quienes lo han leído a profundidad saben que con él se guarda un pacto de confianza. Pese a las altísimas ventas que aún tiene, su decisión de mantenerse a sí mismo y a su obra dentro de unos márgenes de silencio es una cuestión que se debe respetar, incluso cuando ya ha fallecido. Ni su imagen ni sus libros ni sus personajes han de vulgarizarse en la primera fantochada que se atraviese.

Cerrarse de lleno a las adaptaciones cinematográficas, así como abstenerse de dar entrevistas le dotaron de un atractivo misterio, además de que nos libró, en parte, del bochorno de verlo estampado en playeras de rebajas o en marquesinas de productos de moda, como tanto le asqueaba para lo suyo.

Que con un artista lejano (geográficamente) se adquiera una actitud tan dogmática solo queda explicado dentro de sus propios trabajos. Quien se acerca a Salinger en el momento oportuno establece con él un vínculo especial distinto al que se tiene con otros autores. Descifrar su secreto se vuelve complicado, incluso ridículo. Aun así resulta pertinente mencionar que bajo su estela encontramos elementos tan indispensables como la recuperación de algo que creíamos perdido, así como una complicidad, una voz que sale al estrado para expresar las angustias juveniles para lectores que se encontraban en la orfandad emotiva.

Era justo eso que decía el señor Antolini en una conversación con Holden, aunque este último reaccionó con cinismo:

Entre otras cosas, descubrirás que no eres la primera persona que alguna vez estuvo confundida, asustada e incluso enferma por el comportamiento humano. No estás solo de esa manera, estarás emocionado y estimulado para saberlo. Muchos, muchos hombres han estado tan preocupados moral y espiritualmente como ustedes ahora. Afortunadamente, algunos de ellos mantuvieron registros de sus problemas”.

Tal elemento es invaluable y posiciona a Salinger como uno de los personajes más entrañables que hubo jamás. Tanto es así que se cuece aparte en cualquier juicio literario. Era esa manera de escribir tan única la que alimentó a generaciones enteras a través de una redención personal que de algún modo ansiaba en cada línea.

La guerra se convirtió en una cicatriz que impregnó páginas enteras venidas de su pluma. Nunca pudo olvidarse del olor de la sangre. Por ello, detrás de la  genialidad y la ternura se adivina un espectro inquietante, la sombra de lo que no llegó al puerto añorado y que a cada instante revela un gramo de extravío.

De cualquier modo, lejos de aventarse al precipicio, el escritor norteamericano optó por la espiritualidad y la desconexión con el medio, además de voltear a lo poco que consideraba aún impoluto: los niños y jóvenes a los que admiraba tanto. Para él, dichos seres, sin darse cuenta, contaban con la inocencia y valor que con el pasar de los años perderían en una  adultez que percibía como siniestra. En el fondo, aguardaba a la oportunidad de salvar aquella pureza que contemplaba a distancia como se observa a las aves de primavera.

Era lo que ocurría cuando Holden miraba a su hermana pequeña en el carrusel. Fascinado, sí. Pero consciente de que él ya nunca podría ser parte de ello, aunque estuviera tan solo a unos metros de distancia.

Los libros de Salinger están poblados de adolescentes rebosantes en sentimientos e inteligencia. Nunca subestimó a los menores de edad y por el contrario veía en ellos fuente de una extraña sabiduría. Además, los dotaba de una fuerte carga de desprecio por un mundo exterior que se percibía como adverso y hostil, un cansancio que se extendía a círculos sociales conformados por

phonies ansiosos por distinguirse e ir a alguna parte o ser de interés para el resto. Así lo exponían los integrantes de la familia Glass.

En el universo de Salinger había otro factor, sus personajes solían pasar por malas rachas o permanecían en un descarrío de amplia magnitud. Igual que él, como llegó a revelar en una carta, no logran integrarse ni hacer migas como ocurría con el resto de la sociedad. No encajaban. Lejos de lamentarse, daban a la causa la calidad de superado; estaban ya del otro lado del río donde si acaso miraban el panorama con un rastro de melancolía.

La cuestión en que los otros no se daban cuenta de ello. Todo ese colorido interno, esa agitación de la mente y las angustias varias del corazón, eran pequeñas galaxias solo perceptibles para quien entraban en la intimidad de la escena, ahí en donde ocurrían diálogos tan vivos que no venían tanto de la literatura, sino de una serie de humanos más reales que tu vecino.

Pues bien, Salinger rompía con la pared textual y guardaba cortesía al reconocer el hermoso y bullante jardín que había dentro de su audiencia, compuesta por muchos tímidos, callados, inadaptados y solos.

En Seymour: una introducción, uno de los relatos donde la relación autor-lector se vuelve más profunda a través de la guía de Buddy Glass, cabe lo mismo la filosofía que el proceso creativo. Salinger, imponiéndose al tiempo y las dimensiones, le habla directo a quien ha depositado la confianza en él; le ofrece calidez, compresión, un refugio. Para escribir aconsejaba elegir con el corazón. Recordar el tipo de creación que se quería y dejarse llevar con honestidad, buscando el punto. “Eres un artesano digno de crédito”, como decía Seymour. “Daría cualquier cosa por verte escribir algo, cualquier cosa, un cuento, un poema, un árbol que real y verdaderamente te saliera del corazón”.

Eran ese tipo de detalles que hacían a muchos derrotados y alienados sentirse importantes. Alguien por fin se dirigía a ellos. Y de una forma tierna y considerada. Un gesto que uno no siempre encuentra en las calles. A su modo era un legado con el que nadie más se podría comparar.

Franny Glass se lamentaba no tener a alguien digno de verdadera admiración. A J. D. Salinger, nacido en 1919 y fallecido en 2010 se le tenía tal tipo de respeto, pero sobre todo se le quería. Como un amigo, como un guía A cien años de su paso por la Tierra no queda más que estar agradecidos y levantar un sándwich (sin mayonesa) en su honor.

Jo.

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#4 Tiempos

Empecé el año viendo el peor especial de stand-up de comedia que he visto | Columna de Guille Carregha

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Criticaciones

 

El otro día, por alguna razón, decidí que estaría divertido de manera irónica ver el especial de stand up de Karime Pindter, De La Mano Del Señor. No sé cómo llegué a esa conclusión, ya que, claramente, a todas luces, y sin importar cuánto maquillaran la experiencia en los tráilers de menos de 30 segundos que me aparecían cada dos posts en redes sociales, el especial se veía espantoso. Qué digo espantoso, Qlero, así, con Q mayúscula al principio para ejemplificar de manera vocalizada y clara la falta de calidad presente en el producto audiovisual que Paramount+ pensaba sería lo suficientemente atrayente como para obligar a la gente a inscribirse a su servicio de streaming.

            Obviamante, como buen ser humano que se precia de no gastar su dinero en cosas que nadie nunca pidió, que no tienen un uso real ni le aportan nada a la sociedad, no tengo cuenta de Paramount+. Puedo jactarme también de que ningún otro ser humano en mi círculo social ha tomado la decisión de pagar dinero por acceder a este servicio de streaming. Aún si resulta que tras leer esto, alguno de mis contactos decide decir de viva voz en público que no solo tomo esta mala decisión, sino que tampoco se arrepiente de ello, al menos podemos estar todos de acuerdo en que podría ser peor; podrían ser suscriptores de Lionsgate+.

            Pero, aun sabiendo perfectamente bien que no habría nada de provecho que sacar de observar este video, sentí la necesidad imperante de marcarlo en mi checklist mental como “visto”. Aclaro, la existencia de Karime Pindter me tiene muy sin cuidado. Jamás he visto un solo episodio de Acapulco Shore (y, por lo menos al día de hoy, no tengo planes a corto, mediano o largo plaza de cambiar esta aseveración), y el único contacto mediático que he tenido con ella fue el dejarme llevar por el chisme barato de todas las semanas en el que nos vimos envuelto cuando se transmitía La Casa De Los Famosos México. A la para de aceptar públicamente que vi la mayoría de las galas de el rebrand de Big Brother VIP que salvó a Televisa, también quiero comentar que no sentí realmente ningún tipo de conexión emocional para con el personaje de Karime. O sea, me divertían algunas actitudes de ella, dijo un par de frases memorables, y me entretuve viendo sus arcos argumentales en el programa, pero, ¿de ahí a que me interesara saber de ella, de su vida y de su carrera post-LCDLF?

No. Para nada.

            Pero el algoritmo de las redes sociales pensaba que sí. Aparentemente solo Adobe y precisamente este especial de stand up son las únicas entidades comerciales que han pagado dinero para aparecer en mis feeds de redes sociales. Y, al igual que el conocimiento de saber que Adobe se ha vuelto muy pushy con su necesidad de obligarle a la gente a amar sus IAs todas pedorras hace que me aleje por siempre de sus programas de edición, el hecho de saber que Karime Pindter no tiene entrenamiento como standupera ni ningún tipo, mucho menos sentido innato del timing, mucho menos desempeño frente a escenario, tampoco encontraba una razón real de ver un producto que, claramente, fue producido con las patas en una semana para aprovechar la relevancia de las modas pasajeras.

            Pero, entonces, un día me aburrí. Y dije, ¿qué tan malo puede ser?

            Afortunadamente, alguien del equipo de producción, en miras de llegarle a la mayor cantidad de audiencia posible, decidió que también sería buena idea subir el especial de stand up a ClaroVideo, plataforma a la cual tengo acceso gratuito por azares del destino. Por lo que, si de alguna forma recibieron algo de dinero de mi visionado las mentes maestras detrás de este bodrio, serían un par de centavos salidos del bolsillo de Carlos Slim que no vinieron de mi ninguna de mis cuentas bancarias.

            Y, ¿recuerdan cómo dije que creí que estaría divertido de manera irónica el ver este especial?

            Yeah, no…

            Nunca me he sentido más miserablemente vacío después de ver un especial de comedia. Nunca. Ni si quiera cuando vi el Gringo Papi

de Brendan Schaub o aquella vez que Javier Ibarreche condujo los Elliot Awards del 2023. Si algo bueno podría decirse de aquellos desatinos mediáticos generados por personas que se creían más importantes y queridas de lo que realmente son, es que, al menos, si parecía que alguien escribió esas líneas pensando que podrían ser graciosas. Hubo un trabajo detrás de sus monólogos. Un mal trabajo, generado por personas que no saben cómo contar chistes ante un público y cuyo sentido del humor es terrible, pero por lo menos podemos decir que la manera en la que se estructuraron los chistes puede darte la idea de que podrían haber sido graciosos para alguien en algún momento de la historia humana si fueran contados de mejor manera, o si hubieran salido de la boca de alguien con carisma.

            De Karime no se puede decir ni eso.

            El especial de Karime es doloroso. El verlo es la prueba fehaciente de que sí tenemos alma, porque hay algo muy dentro de ti que siente un dolor agónico y muere al ser sujeto a ver esto. Son solo 49 minutos, ni siquiera una hora de tu tiempo, pero jamás sentí minutos que se movieran más lentos que aquellos que tuve que sufrir durante la transmisión de este video. Si hay otro evento comédico nacional que se asemeja en todo su sentir a este especial de stand up, es la pobre excusa de comedia que nos regaló Yayo Gutiérrez en su mítica participación del roast de Werevertumorro. Y, aún así, al menos Yayo tuvo la decencia de solo estar en el escenario durante 8 minutos, no 49.

            Todo el contenido de la excusa de chistes que se avienta Karime a lo largo de su especial se resume a “conseguí mucho dinero acostándome con hombres que me pagaban todo” o “estoy bien operada”. De entrada nos encontramos con dos temas super relatable para la gente, pero la situación empeora cuando el chiste es literalmente:

            “Y yo me lo cogí, ¡aunque estaba feísimo!”

            (Este paréntesis es una pausa que les doy para que se rían durísimo de este chiste).

            Todo lo que suelta la señora en el escenario, misma que ni los camarógrafos están interesados en grabar dado que la mayoría de las tomas parecen haber sido grabadas con un teléfono de alta gama desde el centro de la audiencia, son comentarios que, QUIZÁS, podrían ser divertidos y risibles si son contados como parte de una salida de desayuno de señoras un jueves por la mañana. Sería divertido para el pettite comité porque conoces íntimamente a la persona y conoces su historia, porque es divertido porque lo cuenta tu amiga. Son chistes de amistades borrachas en donde, literalmente, lo divertido es cuando dicen “y entonces me vomité enfrente de los tacos” contados con la misma cadencia y presencia que se utiliza en exactamente ese tipo de situación.

            Básicamente, este especial de comedia es el equivalente de celebridad de cuando tres amigos todos rancios de cuarenta años dicen “nuestras pláticas están bien divertidas, deberíamos hacer un podcast” para regalarnos cuatro horas de chistes privados que nadie entiende ni disfruta.

            Por fortuna, incluso la audiencia en el recinto me dio la razón.

            Ni siquiera los micrófonos que usaron pudieron captar la risa de nadie.

            Todos los chistes de Karime fueron respondidos con silencio y apatía.

            Y, con todo y todo, me siguen apareciendo los mentados anuncios en mis feeds de redes sociales.

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#4 Tiempos

Un año de mi vida | Columna de Carlos López Medrano

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Mejor dormir

En un hotel de la colonia Cuauhtémoc, una encargada me relató, con un tono que oscilaba entre el chisme y la confidencia, la historia de un huésped que, durante su estancia, sufrió un colapso mental. Una noche, sin decir palabra, abandonó la habitación y pasó horas de pie en medio de la calle, inmóvil, como si aguardara una señal que jamás llegó.

Otro día, en la oficina, un hombre mayor de origen asiático se me acercó con gesto educado para entregarme dos bolillos. «Es un regalo para usted», me dijo.

Probé 101 vinos diferentes; los mejores fueron un Malbec de Valle de Uco, un Santo Tomás Barbera, un prieto picudo de Julio Crespo, un Corbières, un griego que no recuerdo el nombre y un barbaresco de 2013 que aún resuena con aquella pasta tomatosa preparada por el Heresiarca.

Salí una vez con una chica que dijo que ni ella ni su familia comían nunca ensalada ni fruta y que su platillo favorito era la sopa de pasta; viajaba por todo el mundo y vivía de sus rentas… al parecer tenía fijación por los jóvenes mulatos y yo no era de uno de ellos.

Fui a la Cineteca para ver La doble vida de Verónica, pero estaba totalmente descompuesto por el desvelo y los excesos y no me involucré como hice hace años al verla medianoche desde casa. También vi Hiroshima mon amour en pantalla grande por primera vez y esa sí que me atravesó por dentro, con un sentimiento que creía ya haber olvidado.

Conversé una tarde con una chica de Monterrey sobre Ases Falsos y otras bandas chilenas, sobre historias de terror en rincones de provincia y sobre la idea de viajar a la playa. Todo fluyó con ligereza, como si estuviéramos ensayando un diálogo que no tenía por qué acabar; pero terminó, y no volví a saber de ella.

Le regalé a un amigo un vino de Madeira. Me hubiera gustado preguntarle qué le había parecido, pero no lo volví a ver tras varias reuniones canceladas. Por otro lado, salí profundamente conmovido del cine tras ver Past Lives.

Mientras estaba en Ciudad de México recibí la llamada de alguien que aseguraba haberme visto en el municipio de Santa Lucía del Camino conduciendo una camioneta unos segundos antes. «¿Por qué no me avisaste que estabas aquí?», me dijo. Quedé descolocado ante la posibilidad de tener un doppelgänger, aunque más bien sospeché que se trataba de una alucinación etílica, un espejismo nacido de la soledad y el ron.

Tras un par de décadas, fui nuevamente a Plaza Satélite, y no una, sino dos veces. La primera, para conocer en persona a un amigo nicaragüense con el que había intercambiado mensajes sobre música y cine durante 18 años gracias a las redes sociales. La segunda, para acompañar a una mujer oriunda de la zona. La pasé mejor con mi amigo nicaragüense.

Conversé y almorcé durante un par de horas con una mujer en la Embajada de la India en México; hablamos de cosas intrascendentes pero necesarias, de esas que solo cobran sentido cuando ya se han ido. Luego la acompañé a comprar unos calcetines, esperé paciente sus pruebas y tras despedirnos en el estacionamiento desapareció para siempre, aunque en ese momento no parecía que eso fuera a ocurrir.

En Zona Maco conocí a Laura, una cineasta con mirada amable y redonda. Hablamos sobre cómo el servicio público se había convertido en un refugio para artistas con horizontes rotos. Me dijo que no renunciara a escribir, como si supiera algo que yo ignoraba y cada tanto la recuerdo para volver al teclado.

Viajé a Chiapas. Una señora de unos ochenta años partió un coco con un machete para mí, como si su acto fuera la cosa más natural del mundo, en una carretera a la altura de Arriaga. Estuve 20 minutos mirando la marea en Puerto Arista y vi a decenas de migrantes caminar kilómetros bajo el sol. En Tapachula vi a jóvenes haitianos con físicos que parecían tallados para competir desde ya en cualquier deporte, en cualquier lucha. Caminé sin rumbo bajo el sol inclemente de Tuxtla Gutiérrez. Al alejarme del Parque Central y doblar en una esquina, una joven me preguntó si necesitaba compañía.

Probé el lomo salteado y el agua de chicha por primera vez. Intenté enamorarme de vuelta, pero fracasé con el desencanto de quien ya sabe que todo va cuesta abajo. Bebí Glenfiddich —más de lo recomendable — en un par de eventos donde todos los demás preferían vino. Alguien perdió un vuelo por quedarse a comer helado conmigo.

Fui dos veces a la exposición de Damien Hirst en el Museo Jumex: una con una trigueña y otra con una rubia. Con la segunda tuve más suerte, sin entender cómo, salí con un autógrafo del autor. Comí una hamburguesa terrible en un hotel Hampton Inn de Guanajuato mientras veía un reportaje sobre los perros clonados de Milei. Comí a solas más de doscientas veces.

Me conmoví hasta la rendición en la Parroquia de San Juan Bautista. También en Coyoacán, vi a una mujer tener un ataque de nervios y perder el control tras insultar a vendedores de la zona. Traté de ayudarla un poco tras la llegada de la policía; pero supe que no había nada que hacer cuando me preguntó si yo era un espía. «Tienes cara de espía. Eres un espía, ¿verdad?».

Probé un pedacito de pulpo a las brasas y me indigné cuando un costarricense quitó una canción de Juan Gabriel para poner una bachata. Me enteré de la muerte de un amigo oaxaqueño con el que guardaba historias entrañables y con el que tenía más en común de lo que él creía. El tiempo, como suele suceder, no me alcanzó: dejé encuentros sin concretar, no por frivolidad o indiferencia, sino porque estaba rebasado por las circunstancias. Perdí a personas que estimaba, colmé su paciencia sin querer y terminaron alejándose (con razón).

Conocí a una mujer encantadora y tuve el privilegio de acompañarla un tramo del camino. Fue un honor, pero decidí no ir más allá; estábamos en frecuencias distintas, aunque nada nos quitará ese rosado espumoso que compartimos ni los cafés, ni las charlas, ni los paseos al calor de la música. Espero que aún lleve alguna de las canciones que puse en su lista de reproducción.

Vi a un vagabundo lanzando latigazos contra la nada en el Boulevard Miguel de la Madrid en Manzanillo. Fui a Xochimilco y admiré a un puñado de axolotls, criaturas simpáticas. Mantuve comunicación remota constante con dos personas de San Luis Potosí, quienes mantuvieron vivo el lazo con mi lugar de origen. Eché de menos y me ilusioné fugazmente. Comí tacos gobernador en Ensenada y acudí a la escena de un crimen en Baja California. Estuve en un restaurante tipo Art Decó en Tijuana y fui saludado por el dueño a quien conocía de casualidad de otro lado. Salí en un periódico local en una nota imprecisa con un titular de lo más chusco. Revisité dos buenas películas con Nicolas Cage: Leaving Las Vegas y The Family Man, tras varios años resonaron hondo en mí.

Volví a ver el mar varias veces. En una de ellas, ya por la noche tras un viaje relámpago de trabajo, dispuse mojar los pies en la orilla, el agua parecía tranquila hasta que una ola gigante me cubrió hasta la cintura por más que corrí, empapando el único pantalón que llevaba.

Comprobé la comodidad y sofisticación de las sillas Herman Miller, aunque nunca pagaría por una lo equivalente a un viaje por Europa. Comparé el sabor del Poire Williams con el de un curado de nanche con mezcal ante una sala llena de esnobs. El sommelier estuvo de acuerdo conmigo. «No lo había pensado, y sí», dijo.

Fui a un show de burlesque para acompañar a una mujer importante en mi vida. La pasamos bien, creo, y estuvo divertido, pero al final, como en cada uno de nuestros encuentros, se instaló esa desazón que parece inevitable entre nosotros. Esta vez parece que fue el último. Es una buena chica; seguro le irá de maravilla, aunque yo no esté ahí para verlo.

Para celebrar el 15 de septiembre tuve una noche de vinos mexicanos con diplomáticos y académicos, un enfrentamiento en el que botellas de Ensenada, Aguascalientes y Parras buscaron imponerse sin que nadie se decidiera a declarar un ganador.

Echaré de menos a una músico y socióloga, una ternura andante a la que apenas vi unas cuantas veces. Sobre este alejamiento todas las culpas serán mías, como decía no sé quién.

Me robaron el Kindle en una aglomeración del Centro Histórico. No me di cuenta hasta mucho después, cuando ya no había remedio. Perdí diez años de subrayados digitales, un registro de lecturas que en su mayoría jamás respaldé y que no podré reconstruir. Cada día me fastidia más salir, sobre todo si hay que ir lejos.

Sin proponérmelo, vi el arranque de una etapa de la carrera Panamericana. También vi a Luis Antonio de Villena caminar por una calle solitaria; pensé decirle algo, tomarme una foto… me parece unos segundos y luego me fui. Probé un ron salvadoreño, estaba bien. Pagué veinte pesos por la autobiografía de Chaplin en italiano.

Hice un último intento de reconectar con personas del pasado y no volveré a cometer ese error otra vez. Mi amigo Luis Ángel y su familia me compraron un pastel por mi cumpleaños, un gesto que no olvidaré, como tampoco el año en que Ana Michel hizo lo mismo o lo que me mandó Ixchel. Hay gente que me aprecia, pese a todo, y no dejo de sorprenderme por ello.

Por culpa del tránsito en la ciudad hice dos horas y media para llegar a un coctel en el Instituto Matías Romero, al llegar todo se había acabado y emprendí otra hora en el camino de regreso. Seguí promoviendo al Sanborns como refugio para beber unos tragos sin complicarse la vida. Topé con Laura León en un aeropuerto.

Un hombre de Georgia me dijo que no había restaurantes con comida de su país en México, y yo le dije que sí pensando más bien en uno armenio. Me adentré en zonas turbias de Iztapalapa con una comitiva en seguridad, una experiencia que parecía sacada de un reportaje de televisión abierta en los noventa. Conocí a la miss universo de Indonesia en una reunión (parecía mexicana). Fui romántico con quien no debía y también con quien no lo merecía, un error recurrente que no sé si terminaré por corregir. Leí un libro de Édouard Levé que me inspiró a escribir esto.

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#4 Tiempos

Zita Basich Leija, la polifacética artista potosina | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

En 1967 se terminaba la construcción de la iglesia de la Santa Cruz en el Fraccionamiento Industrial Aviación, de estructura arquitectónica novedosa del arquitecto Enrique de la Mora, que para entonces había construido iglesias como la Basílica de Guadalupe de Madrid, España en 1965 y la Iglesia de la Divina Providencia en México en 1966. Característica de estas construcciones serían sus remates arquitectónicos que cerraban sus alas en magníficos vitrales, como el que se puede observar por los potosinos en la Iglesia de la Santa Cruz que es considerada una joya de la arquitectura moderna en la ciudad. Estos vitrales serían realizados por la artista plástica potosina Zita Basich Leija.

Formada en uno de los momentos importantes de ambiente cultural en San Luis Potosí, estudiaría la preparatoria en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí donde se formara el primer grupo de teatro universitario en provincia en el cual participaría Zita Basich, atraída por el mundo de las artes que de niña inculcaría su madre Mariana Leija quien fue pintora y dibujante y quien impartiera clases en esas materias; de esta manera Zita se iniciaría en el arte del dibujo desde muy niña, actividad que estaría presente a la largo de su polifacética vida en torno a las artes. Su padre, de origen eslavo, fue Nicolás Basich Ivanovich, trabajaba una planta de beneficio de minerales, tenía nacionalidad austriaca, por la anexión de las provincias de Servia, Croacia y Eslovenia al imperio austrohúngaro.

En el año de 1939, Zita partía a la Ciudad de México a estudiar a la Academia de San Carlos y haría amistad con la comunidad de arquitectos en México al estudiar en la Escuela de Arquitectura, entre ellos Pedro Ramírez Vázquez y Enrique de la Mora que se casaría con una íntima amiga de Zita, Tatiana Askinasy, hija del filósofo y socialista ruso Dr. Siegfried Askinasy. Se casaría con el pintor Julio Catellanos que despuntaba como la mas brillante figura de segunda generación de pintores mexicanos y cuya prematura muerte privó al país de tan extraordinario talento, quedando viuda a los 29 años. Caso en segundas nupcias con el escultor Federico Canessi que llevó a la escultura mexicana moderna a su etapa más brillante y original. Con sus matrimonios conviviría con dos grandes artistas que enriquecerían su personalidad y sensibilidad artística. Zita Basich tendría dos hijos Julio y Antonio Castellanos.

Además del dibujo sobresalió en la reproducción de dibujos y pinturas realizando extraordinarias copias como la del cuadro “la Primavera” de Botichelli o los mapas prehispánicos el Quinantzin y el Coatlinchan. Sobresale igualmente su labor como ilustradora, por ejemplo, en los libros de Samuel Martí y en el de Raúl Cardiel Reyes, uno de sus viejos amigos universitarios potosinos, sobre historia del arte dedicado a los ventanales coloniales del siglo XVI. Utilizó sus conocimientos de encuadernación para la edición de libros como la recopilación de dibujos de manos y “testimonios sobre medicinas de los antiguos mexicanos” tomados de los códices que ella misma restauró

y rescató en el Instituto de Antropología e Historia.

Incursionó en estudios históricos y en la literatura, estuvo al frente de la División de Códices de la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología, museo, que al parecer, Zita Basich impulsara a construir las nuevas instalaciones al entonces presidente de la República Lic. Adolfo López Mateos, inauguradas en 1964. En 1952, el potosino Lic. Miguel Álvarez Acosta la nombró jefa del Departamento de Danza del Instituto Nacional de Bellas Artes. También trabajó en orfebrería y cerámica, usando además de la plata el cobre y el latón y pedrería semipreciosa; con el maestro Salce realizaría diseños para joyería esmaltada.

Zita Basich Leija nacía en la ciudad de San Luis Potosí el 8 de enero de 1918 y falleció el 3 de mayo de 1988. Como un homenaje a su memoria se realizó una exposición con sus obras y se recordó su vida, obra y contribución al desarrollo cultural de San Luis Potosí al que siempre estuvo ligada. En el homenaje Miguel Álvarez Acosta compuso unos sonetos, entre ellos el de clausura:

El San Luis invisible, nuestra casa,
alma de la ciudad embellecida,
hoy a querido recordar tu vida
que en este aniversario se trasvasa.

De la arbolada calle y la terraza,
a esta casa lustral de la avenida,
al declararte hermana distinguida
el dolor de tu ausencia se adelgaza.

En este hogar de historia y de cultura
te veremos partir sin amargura;
tu habitación está en la misma estrella.

Yo diré como epílogo sagrado:
los sonetos de Zita han terminado,
podéis iros en paz, pensando en ella.

En la actualidad, su obra pública plasmada en los vitrales de la iglesia de la Santa Cruz, es la que puede admirarse y vivir su sensibilidad plástica reflejada y transmitida por la luz que se filtra por los vitrales y el colorido que le brinda a ese espacio.

El busto en bronce vaciado que aparece en la imagen al inicio de esta columna, es obra de su hijo Antonio Castellanos Basich

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