#4 Tiempos
Carta a Abraham | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
Leo a menudo en las Escrituras lo siguiente, padre, y cada vez que lo leo me maravillo más:
«El Señor dijo entonces a Abraham: “Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre y servirá de bendición. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo”. Abraham marchó, como le había dicho el Señor… Abraham tenía setenta y cinco años cuando salió de Jarán» (Génesis, 12, 1-4).
Al leer este pasaje pienso, sobre todo, en esos setenta y cinco años que de seguro ya se dejaban sentir. ¡Setenta y cinco años, cuando la esperanza de vida en aquellos tiempos jurásicos no llegaba ni siquiera a los treinta! Eras ya demasiado viejo: un anciano. Y pienso, también, en lo que pudiste haber dicho para defenderte de aquel mandato de Dios:
«Señor, ¿por qué no te fijaste antes en mí? ¿Por qué lo haces precisamente ahora, cuando estoy ya al borde del abismo? ¡Todos mis contemporáneos están bajo tierra y yo no tardaré mucho en ir a hacerles compañía! Tú me dices: Haré de ti un gran pueblo. Y te creo, pero perdona mi atrevimiento: ¿cómo lo harás? ¿A mi edad? Esto debiste pedírmelo antes, hace unos treinta o cuarenta años, y no a esta altura ya bastante peligrosa de la vida. ¿Por qué no en mi juventud, cuando mis piernas eran un par de gacelas? Y, además, me ordenas que salga de mi ciudad, de los lugares donde jugué de niño, como si mi cuerpo no estuviera ya achacoso y el corazón me funcionara a las mil maravillas. ¿Y si muero de nostalgia lejos de aquí? Me pides que haga un viaje largo, a la tierra que me mostrarás. ¿Queda muy lejos esa tierra? ¿Qué tan lejos? Te lo pregunto porque no estaría mal, antes de lanzarme a una aventura tan singular, que hiciera algunos cálculos. Insisto, ¿hay siquiera agua en esa tierra que me mostrarás? Porque, si he de irme, será cargando con mi ganado, que se me podría morir de sed llegando allá o incluso antes, a mitad del trayecto. ¡Y por si esto fuera poco, cargando con mi mujer, como si la pobre no estuviera peor que yo!».
Pero no, nada de esto dijiste, padre Abraham, y cuando más tarde Dios prometió solemnemente darte un hijo, tú no hiciste más que una sola cosa: reír.
«Mira al cielo; cuenta las estrellas, si puedes. Así de numerosa será tu descendencia», te dijo Dios. «Y -precisa la Escritura- Abraham creyó al Señor».
¿Cómo hiciste, padre, para creerte una cosa semejante? ¿No confundirías la voz de Dios con esos cuchicheos que a veces se oyen en los sueños? Pero no. Creíste. En todo caso, te limitaste a sonreír, pero con una sonrisa que no era de incredulidad, al tiempo que preguntabas: «¿Un centenario va a tener un hijo, y Sara va a dar a luz a los noventa?» (Génesis 17,17). Sólo esto, como si todo aquello que oías entrará en el campo fascinante de lo posible.
Tu risa… En efecto, la cosa no era como para reaccionar de otra manera. Y Sara hizo lo mismo que tú: «¿En mi vejez conoceré el placer?», se preguntó. Y hoy, al leer tu historia en el libro santo, algunos ríen con incredulidad, protestando: «¡Pero eso es imposible!». De lo que no se dan cuenta es que tú te reíste antes que ellos, y por los mismos motivos.
Tu vida, padre Abraham, comenzó prácticamente a los cien años; empezaste a vivir cuando muchos a tu alrededor habían terminado este quehacer desde hacía mucho.
Y por eso te escribo hoy: para que digas a los hombres que no teman la vejez, que no idolatren la juventud, ni se sientan nostálgicos por los años que ya pasaron. «La vejez -escribió un día André Maurois (1885-1967)- está desvalorizada cuando no despreciada. Sin embargo, creo que todas las edades de la vida tienen derecho al respeto. Una sociedad sin viejos honorables así como sin una juventud adorada, serían deformes en igual medida». ¡Bien dicho, señor Maurois!
En una novela de Julien Green (1900-1998), el diablo en persona lleva a un joven a un salón atestado de hombres y mujeres, y mientras se los muestra a lo lejos, le dice: «Todos estos seres que ves son mártires de un aburrimiento que implora socorro… ¡La juventud! Es todo lo que desean, y en sus labios tienen solamente esta palabra. A cambio de este bien, ellos me entregan sus almas devastadas»… Si yo fuera usted: así se titula la novela, y en ella Julien Green quiere hacernos ver que los hombres, por no perder la juventud, ese periodo de la vida que tanto idolatramos, somos capaces de todo.
Sí, padre Abraham: hoy, como sabes, todos quieren ser jóvenes, pues la vejez les parece horrenda. «A fe mía –dice Fernando de Rojas en el acto IV de La Celestina-, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecina de la muerte, choza sin rama, que se llueve por cada parte, cayado de mimbre, que con poca carga se doblega».
Piensan de los viejos –para decirlo ya, y con palabras de Víctor Hugo- que son ruinas que caminan. ¿Cómo convencerlos, padre Abraham, de que las cosas no son precisamente así? ¿Cómo persuadirlos de que aun cuando tengan ochenta años son jóvenes ante Dios, y que a los cien no se es todavía tan viejo como para que la vida pueda comenzar? Y, por lo demás, ¿no comenzaste tú a vivir a los cien años?
Díselo, padre Abraham. Ellos necesitan escucharlo porque les dan miedo las canas y hasta compran tintes y pinturas para disfrazarlas, o ya por lo menos para disimularlas. Diles que nunca es tarde en la vida para hacer algo grande.
Diles que a los setenta y cinco es temprano todavía, y que a los cien aún hay muchas cosas que esperar. Pero debes decírselo tú. A mí no me creerían. Tú tendrías mejores palabras. ¿Lo harás?
Se ha hecho tarde, padre Abraham, y debo irme. Hasta la próxima vez.
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#4 Tiempos
Monólogo del profesor | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Seamos sinceros, estimada señora: a nuestros jóvenes cada vez les importa menos lo que en la escuela podamos decirles. Un día la invitaré para que venga y vea. Entonces se sorprenderá al ver la cara que ponen cuando un servidor de usted les esté explicando, por ejemplo, la segunda ley de la termodinámica. ¿Puedo adelantarle algo de lo que verá? Un muchacho de cabellera abundante y estropajosa, con las piernas cruzadas, estará observando el estado general de las suelas de sus zapatos como en una especie de contemplación o arrobo místico; otro, sentado a dos bancos de aquél, hojeará distraídamente la revista que metió de contrabando en el salón y que ha ocultado –ni siquiera discretamente- bajo su libro de texto; aquel, pensando que nadie lo mira (o no pensando nada, pues lo mismo le da), estará ocupado enviando mensajes desde su teléfono celular y contestando los que a su vez le lleguen; en fin, todo esto los encontrará usted haciendo cuando vea y vea, estimada señora.
Mientras tanto, yo seguiré hablando en voz alta, haciendo como que creo que me escuchan. «Tú juegas a quererme, yo juego a que te creas que te creo». ¿Recuerda usted quién cantaba esta canción hace veinte años o incluso veinticinco? ¿Luz Casal? En todo caso, se trata del mismo pasatiempo: mis alumnos juegan a que me ponen atención, y yo juego a hacerles creer que me trago su mentira. De este modo ellos están en paz y yo también.
¡Oh, no me crea usted un resignado! La verdad es que en otro tiempo abrigué ciertas ambiciones pedagógicas y hasta llegué a creer que bastaba con que yo abriera la boca para que mis alumnos se apasionaran por la materia que me disponía a explicarles. Hoy ya no soy tan ingenuo, estimada señora, y hasta me he dado esos baños de realidad que si bien al principio no son nada agradables (el agua de la realidad es fría, bastante fría), al final lo sacan a uno de ese ensueño metafísico del que hablaba en uno de sus libros un famoso filósofo francés.
Al principio, debo confesárselo, casi lloraba al ver que mis alumnos me hacían menos caso que al perro del vecino; pero luego la fuente de las lágrimas se secó, y aquí me tiene usted, haciendo como que enseño y cobrando puntualmente mi sueldo, pues es bien sabido que de aire los hombres no pueden vivir.
A los muchachos ya no les digo nada, y ni siquiera los riño. ¿Qué les puedo decir, por ejemplo, cuando no hacen sus tareas? Podría, sí, hacer como que me indigno, pero esto sería llevar el juego demasiado lejos. Supongamos, por ejemplo, que me quejo con sus padres diciéndoles que sus hijos son unos holgazanes. ¿Qué voy a recibir como respuesta? ¡Ya se lo imaginará usted! Una vez, al principio de mi carrera –es decir, cuando me sentía con derecho a ser exigente- mandé llamar a uno de esos caballeros que se llaman a sí mismos padres de familia para suplicarle que pusiera más atención en los asuntos del que creo era su primogénito. Pero no me dejó ni siquiera terminar. «¿Y usted quién es para meterse en nuestra vida?», me preguntó lleno de rabia, ajustándose con brusquedad el nudo de su corbata. «A usted le pagamos para que dé su clase, pero lo demás ya no le toca».
De acuerdo, de acuerdo, me dije entonces. Quiero decir con esto que aprendí la lección. Desde entonces ya no encargo a mis alumnos ninguna tarea. ¿Para qué? Hoy mi lema es, humildemente, éste: laissez faire, laissez passer: ¡Que cada uno haga lo que le venga en gana!
La vida de mis alumnos, estimada señora, está en otra parte. ¿En qué parte? Vaya usted a saberlo, aunque todo parece indicar que ésta comienza para ellos justo en el instante en que, llegando a su casa, dejan la mochila en el suelo y encienden la computadora. ¡Entonces sí que se sienten vivir! «Ah –se preguntan-, ¿quién habrá inventado la escuela, ese mal que ni siquiera parece necesario?».
En la luna: allí veo a mis alumnos cuando les hablo de cosas que a mí me habría gustado comprender cuando tenía su edad. En la luna, sí, y parecen muy poco dispuestos a bajar a esta tierra que desde hace mucho ha dejado de interesarles.
¿De dónde acá esta indiferencia por todo lo que sea escolar o huela a ello? He encontrado aquí y allá diversas teorías, aunque la que hasta ahora me convence más es ésta del pedagogo francés Guy Avanzini. Escuche usted: «A pesar de todo, los padres, sin quererlo y sin saberlo, al menos en parte, son los responsables de este fracaso». Está hablando el pedagogo del fracaso escolar, que incluye no sólo las malas notas obtenidas en los exámenes, sino sobre todo el disgusto con que los jóvenes se presentan en la escuela. ¡Pero cómo! ¿Son culpables los padres de esta situación? Sí –responde Avanzini-, y ellos los primeros. Ante todo, porque desvalorizan el trabajo escolar, diciendo y pensando que ir a la escuela equivale a perder el tiempo, y luego exaltando el ejemplo de los que triunfan en la vida «sin haber trabajado en la escuela; haciendo la apología del mal estudiante que, sin haber llegado a la edad adulta, alcanza la notoriedad a pesar de la escasez de su cultura y de la regularidad de sus malas notas». Esto, en síntesis, es lo que dice Avanzini. Y el panorama parece tanto más desolador cuanto que nuestros muchachos oyen a cada instante noticias de verdaderos ignorantes que ganan lo que quieren sólo por saber patear un balón, aporrear una guitarra o cantar una canción. Además, ¿no escuchábamos hace poco la noticia de que muy pocos de nuestros legisladores acabaron realmente de estudiar? ¡Y mire usted lo que gana en estos contornos del mundo un legislador! Los hombres que viven mejor son los que han estudiado menos: he aquí el mensaje que les llega a los jóvenes desde todos los flancos. ¿Cómo queremos entonces, estimada señora, que la escuela les interese aunque se un poco? ¡Respóndame usted! ¡respóndame, por el amor de Dios!
También lee: La seriedad y la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
#4 Tiempos
Se juegan las finales | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Esta semana comienzan a definirse los campeones de las ligas en México. Y es que si bien todo el mundo piensa en los cuatro semifinalistas de la Liga MX y sus enfrentamientos, las otras ligas también definen a sus campeones.
En la liga de expansión, misma que aún no confirma la posibilidad de ascenso y que de entrada este torneo no se dará, la final está dicha, el Tampico y la U de G se enfrentan para conocer al campeón del torneo. El primer partido se jugará mañana sábado en Tampico, para que la vuelta y la definición del campeonato se dé el sábado 24 en la cancha del estadio Jalisco. Vale la pena recordar que en su primer año compitiendo en esta liga, la Jaiba Brava ya disputa la final. Como apunte, si se peleara el ascenso, el campeón de este torneo tendría que enfrentar al equipo de Tapatio en la final de campeones, ya que los de Chivas son los actuales campeones vigentes.
Bajando en las divisiones, la semana pasada tuvimos campeón tanto en Serie A, Serie B y filiales en la Liga Premier. Para la Serie B, el cuadro de Santiago FC logró el bicampeonato al derrotar al Pachuca, con esto y haciendo cambios administrativos y de instalaciones, podría aspirar a cambiar a Serie A. En la final de filiales (misma que no tiene derecho a ascenso) el campeón fue el equipo de Correcaminos, venciendo a Ahuacateros de Uruapan, equipo filial del Ahuacateros de Peribán, mismo que está por jugar la final de campeón de campeones de la Serie A.
Justo ahí, el duelo “importante” de la liga, Irapuato, que se coronó el pasado fin de semana, se juega el campeonato definitivo del año frente a Ahuacateros de Peribán. En el partido de ida, se empató a 1 en Irapuato, mientras que el de vuelta se jugará el domingo 18, para definir al campeón de campeones. Cabe resaltar que no se ha dicho nada sobre un posible ascenso a Liga de Expansión, ya que no basta con ser campeón de Serie A, sino también conseguir las licencias y certificaciones que ahora pide la liga.
Hablar de la Liga TDP, las profundidades de las ligas profesionales en México, es por ahora meternos en muchos problemas. Este fin de semana se están jugando apenas los cuartos de final de cada una de las zonas del país, por lo que aún le queda mucho camino al equipo que pueda ser campeón nacional de lo que podríamos llamar la quinta división del fútbol mexicano.
En fin, es interesante sumergirse un poco al fútbol de las ligas inferiores, a ese que emociona a sus aficiones, ese que se ha olvidado por la desdicha del no ascenso, recordarlos es por lo menos darles un pequeño reconocimiento a esos otros campeones del fútbol mexicano.
También lee: ¿Ascenso otra vez? | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
#4 Tiempos
La Primera Geóloga Mexicana | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
La apertura de la Geología en San Luis Potosí, se daría gracias a la participación de Guillermo Labarthe Hernández, Pionero de la Geología en San Luis y baluarte en el desarrollo de esta disciplina en la UASLP. El Ingeniero Labarthe falleció hace unos días y esta columna está dedicada a su memoria.
La participación de la mujer en carreras universitarias tradicionalmente dirigidas a los hombres tuvo un impulso importante en la década de los cuarenta en la Universidad Nacional Autónoma de México, de esta forma sorteando los obstáculos que se les presentaba, comenzaron a cristalizar sus sueños graduándose en carreras tales como matemáticas e ingeniería, asuntos y perfiles que hemos tratado en anteriores entregas.
Una de estas mujeres que abrieron el camino de la profesionalización del género en carreras típicamente masculinas, se encuentra Josefa Cuevas Aguilar que ingresara a estudiar geología y terminara su carrera convirtiéndose así en la primera geóloga mexicana interesada en el estudio de la paleontología.
Mientras que en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí se abría la opción de geología hasta principios de la década de los sesenta, diez años antes se graduaría esta mujer haciendo historia en la ingeniería mexicana. Josefa Cuevas Aguilar nació en Mérida, Yucatán en 1920, donde estudiaría su educación básica hasta la preparatoria, diciendo continuar sus estudios de Geología en la ciudad de México en la Facultad de Ingeniería de la Escuela de Ingenieros de la Universidad Nacional, para entonces había contraído nupcias con el ingeniero Enrique Sansores Manzanilla, factor que facilitaría su formación al recibir el apoyo de su esposo, pues la participación de una mujer a ingeniería era verdaderamente excepcional, al ser uno de los ambientes más masculinos. El año de 1944 que marcaba su ingresó, entrarían otras tres mujeres que no pudieron culminar sus estudios, así que Josefa Cuevas sería la única mujer que pudiera vencer los obstáculos impuestos a las mujeres de una carrera como la Geología.
Fue una excelente estudiante y su actividad comenzó a ser reconocida obteniendo la primera Medalla al Mérito Universitario, por Distinción Escolar, Primer Premio en 1947. Por sus méritos académicos obtuvo una plaza de laboratorista en Mineralogía y Petrografía para las clases de geología. Ayudaba en el cuidado y arreglo de las colecciones de rocas y minerales que entonces tenía la Escuela de Ingenieros. Su examen profesional fue el 7 de octubre de 1950, con la aprobación unánime y mención honorífica. Su título tiene fecha del 9 de enero de 1951.
Josefa Cuevas se convertía en la primera geóloga mexicana. Desde 1946 trabajaba en el Departamento de Paleontología de la Gerencia de Exploración de Petróleos Mexicanos. Empezó como Ayudante de Paleontólogo y fue ascendiendo en categoría a medida que, como ella dice, “fueron mejorando mis conocimientos” hasta llegar la posición de Paleontólogo Auxiliar A. En el año 1949.
Fue trasladada a la Zona Sur, que comprendía todo el sureste de México, para hacerse cargo del Laboratorio de Paleontología. Por las formaciones geológicas que le tocó estudiar, se volvió una experta de la fauna de foraminíferos bentónicos y planctónicos, especialmente del terciario. Estudiaba muestras de geología superficial y también del subsuelo, y sus resultados fueron muy apreciados. Tuvo varios ascensos hasta que alcanzó la Jefatura de Paleontología de la Zona, que desempeñó de 1953 a 1966.
Con el cargo de jefe de paleontólogos realizó exploraciones y estudios en el estado de San Luis Potosí, ampliando los conocimientos de la microfauna del estado potosino, principalmente del Terciario y el Cretácico.
En diciembre de 1969 fue trasladada a la Ciudad de México, comisionada en el Instituto Mexicano del Petróleo (IMP), como jefe del Departamento de Micropaleontología del Terciario, coincidiendo con físico potosino Candelario Pérez Rosales. En el IMP analizó todas las muestras sedimentarias del país, lo que completó aún más su conocimiento de la microfauna y la estratigrafía de México. Estuvo en el IMP hasta 1978, año en que se jubiló.
Continúo trabajando hasta 1998 trabajó junto con su esposo como geólogo independiente para Petróleos Mexicanos, en la capacitación del personal técnico de su Gerencia de Exploración. Josefa Cuevas dedicó su vida a su profesión sin ser conocida fuera de su ámbito, resaltamos su relación con San Luis Potosí con sus estudios paleontológicos desarrollados en el Estado. En 1990 la Sociedad Geológica Mexicana, A.C. le otorgó a Josefa Cuevas de Sansores un diploma en reconocimiento a su labor en beneficio de las Ciencias de la Tierra.
Josefa Cuevas Aguilar murió a los 90 años de edad en el 2010, en el estado de Morelos, donde vivía con su marido desde su jubilación de PEMEX. Josefa Cuevas Aguilar pasa a la historia de la ingeniería mexicana como la primera mujer titulada en esta disciplina.
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