mayo 21, 2025

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Baba Yaga: Terror Of The Dark Forest (2020) | Columna de G. Carregha

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Baba Yaga

Criticaciones

 

El suicidio está sobrevalorado. Lo que antes era un arte es, ahora, algo menos que un punto argumental de poca monta en la existencia de cualquier persona en el universo.

En lo que viene llamándose “hoy”, la vida vale aún menos que cuando José Alfredo Jiménez descubrió el hilo negro del bodrio de existir en forma de canción. Lejos quedaron los días en los que morir significaba algo. Es un mero recuerdo del mundo antiguo en el que, incluso, se podía apostar la vida en un juego de ruleta rusa para evocar las memorias de la buena época de Vietnam. 

Ahora, no somos más que numeritos en un sitio web encargado de recordarnos lo frágil que es la vida. Las muertes diarias se proyectan en forma de contadores, como si se estuviera averiguando el número de chupadas necesarias para llegar al centro de una Tutsi Pop.

Jugarse la vida se ha convertido en una actividad de recreo. Algo tan inútil como el honor o las causas que son más grandes que uno mismo no son suficientes para que alguien se atreva a apostar algo de tan poco valor monetario como la vida. El mazacote de gente actual, aquella que representa el futuro de la nación, prefiere jugarse la vida por algo más comercial, más insulso, más duradero. Algo como una película de terror rusa doblada al inglés con subtítulos en español proyectada en un cine mexicano en mitad del supuesto pico de la pandemia, por ejemplo.

SINÓPSIS: Una malévola madeja de hilo rojo intenta comer niños en su tranquila cabaña en el bosque, lo cual lograría de no ser por esos chicos entrometidos y su estúpido vagabundo.

“El acto de ir al cine durante esta época de la historia humana es una acción en igual partes valiente y estúpida. Es un grito de guerra que anuncia, sin tapujos, que apoyar a la industria del entretenimiento es más valioso para algunos que la vida misma. Es irrisoria la idea de que alguien quiera exponerse ante el apocalipsis microscópico a la puerta de su hogar sólo para ver una película que podría descargarse en línea en un segundo. Quizás, y aplicando una corriente de pensamiento meramente teorética, podría comprenderse esta falta de amor para con uno mismo si existiera la promesa de ser parte de lo que los tráilers llaman “el evento cinematográfico del año” – es decir, la última producción del director de moda, el punto final de una saga cinematográfica que inició hace una década o lo que sea que haya sido CATS. Fuera de estas opciones, es justo decir que, ir al cine durante este periodo, es una de las decisiones más idiotas que alguien podría tomar.”

Reí al leer para mis adentros estas líneas que escribiera dentro de los comentarios de algún grupo de discusión de Facebook hacía apenas dos días. En aquel lejano entonces, me sentaba en un trono de superioridad moral en vez de en la silla de la sala de cine en la que estaba en ese momento, esperando impacientemente que comenzara la función de Baba Yaga, una película que no sabía que existía hasta hacía media hora. Las risas apagadas que soltaba desde la garganta empezaron a inflar y desinflar el interior de mi cubrebocas, llenándolo de manchas de saliva que se alcanzaban a ver desde afuera, cosa que llamó la atención de mi vecina a dos sillas de distancia. Me miraba con lo que, asumo, era una parte de curiosidad y dos de asco, más me fue difícil interpretar su expresión sin poder ver su boca.

“No, nada”, le dije, “aquí riéndome de cómo pensaba hace dos días que los que vienen al cine a mitad de la pandemia son unos subnormales.”

La vecina, tras enseñarme su ceño fruncido, decidió recorrerse otras tres sillas hacia la derecha con tal de mantener una sana distancia entre el desprecio que ahora sentía por mí y mi persona. Si existiera el Lysol psicológico, me imagino hubiera intentado lobotomizarme con él en ese momento.

Mientras pensaba en lo ridícula que se había visto la mujer, las luces de la sala se apagaron por completo. El ambiente se llenó del sonido de un proyector digital al que no le han sacudido el polvo por tres meses. Entre la penumbra alumbrada simplemente por anuncios de la cadena de cines mostrándonos a sus empleados cubiertos en plástico de pies a cabeza como si aquello fuera una imagen alentadora, miré hacia mi alrededor. Éramos, aproximadamente, doce personas las que decidimos asistir a las 8 de la noche de un martes al cine para ver una película de terror

Me sentí agradecido pues, debido al continuo trote del jinete del apocalipsis de la peste 3.0, la experiencia de ir al cine de pronto había subido de categoría. Aún si la sala hubiera estado a su capacidad máxima legal, no había manera jurídica de justificar ante PROFECO la presencia de más de 38 personas allí. Por primera vez en muchos años me sentí con el privilegio de poder disfrutar una ida al cine sin pensar en cuán probable sería que conociera de primera mano el olor de un sobaco ajeno empapado o me meciera al ritmo de las patadas del vecino de atrás en contra de mi respaldo. La perfección estaba, finalmente, llegando a las salas de cine.

A pesar de mi falta de interés previo por la película, sonreí tan amplio como el resorte de mi cubrebocas lo permitía. Me acomodé sobre mi asiento y suspiré contento. Y, así, la primera escena de la película apareció en pantalla. Una versión más cuadrada de Freddy Highmore estaba parado en una calle abandonada y oscura. Del lado opuesto, una niña de cabello oscuro caminaba hacía él envuelta en el sonido de unos tacones moviéndose dentro del cuarto con más eco de la civilización humana, una imagen sonora en completa asincronía con los zapatos de alumna de secundaria que llevaba puestos, su respectiva suela plana incluida.

“Como que algo no cuadra, ¿no?”, le comenté a la vecina lejana sin siquiera dignarme a voltearla a ver. “¡Shhhhh!”, me contestó, en lo que pude identificar como una clara sílaba de apoyo.

Los dos personajes iniciaron un diálogo para interrumpirme. La extrañeza que sentía no hizo más que aumentar. No sólo las voces no parecían ir a tono con la forma física de los seres humanos en pantalla, sino que tampoco había algún tipo de sincronización con sus labios. Una bandera roja salto de inmediato en mi cerebro. Posiblemente, quise imaginar, siendo esta una producción de horror, se había decidido jugar con el sonido como una manera de agregarle una pizca de paranormalidad sonora a la producción. Eso, como descubrí segundos más tarde, fue nada más que ilusiones vanas de mi parte.

Lo que en realidad sucedía se llamaba avaricia –o tacañería, dependiendo cómo se le quiere ver. Algún ejecutivo de Cinépolis, en su prisa por rellenar la cartelera endémica de su empresa, descubrió que era más barato comprar los derechos de proyección de una película doblada en Estados Unidos que los de su versión original

. Y, a juzgar por la calidad de actores de doblaje contratados, cualquier oído podría notar en seguida cuán baratos estaban esos derechos.

Mucho me he quejado a lo largo de mi exacerbadamente larga existencia acerca de cómo me harta que, aún en pleno siglo XXI, la única manera de ver ciertas películas o series en este país es con las voces de latinos pegadas por encima del audio original. Peor aún si estas voces le pertenecen a alguna luminaria del YouTube latino o a los vagabundos desempleados que contrataron para doblar FRIENDS cuando pasaba por televisión abierta. Pero la molestia que me causa escuchar que Bruce Willis, Jim Carrey y Gokú tienen exactamente la misma voz no se compara en absoluto con el desastre que es el doblaje estadounidense. La industria del doblaje del país vecino, si por sus resultados la medimos, debe estar compuesta por individuos con micrófonos de calidad élite asistiendo a tantas conferencias padre-maestro como puedan hallar a lo largo y ancho de los Estados Unidos para, sin previo aviso, encargarle a uno de los guardianes legales ahí presentes que lea el guión que le acaban de poner frente a la cara. Una sola toma para minimizar gastos. Se lee el punto final y se cierra la toma. ¡A la sala de edición!

Por un segundo consideré la idea de salir a quejarme de este hecho, pero me detuve casi de inmediato. Vale, me quejo, pero, ¿qué estaría buscando que sucediera? No iban a poder cambiar el audio de la película a media proyección, la tecnología para ello aún no llega a México. ¿Un reembolso, quizá? ¿En serio iba a salir a hablar con un ser humano encubierto por un tapabocas y mascarilla, que sólo le deja ver al mundo exterior un par de ojos cansados, para recuperar menos de 80 pesos? La pobreza acecha, pero la poca dignidad que me queda cuesta un poco más. Sólo un poco.

“Pues así la dejamos, ¿no?”, le comenté a la vecina como si ella hubiera podido escuchar mi diálogo interno. Con un movimiento de completo hartazgo acompañado de un bufido, la mujer a mi derecha se levantó de su asiento y caminó dos filas hacia atrás hasta encontrar un nuevo lugar todavía más lejos de mí. “Qué irresponsabilidad”, murmuré, “con todo esto de la pandemia y se cambia de lugar así de fácil, sin saber si desinfectaron la otra silla o no”. Acto seguido, me rasqué debajo de la nariz por encima de mi cubrebocas.

Dadas las circunstancias, pasé a apagar mi cerebro y tratar de entretener a mis ojos con la producción rusa frente a mí. Pero, mientras más avanzaba la película, más extrañeza se cernía sobre mi mente. Había algo raro con el flujo de la historia, como si, de pronto se presentaran plot points y conflictos interesantes que, dos escenas después, la película olvidaba resolver. Parecía que sólo se preocupara por mostrarnos imágenes impactantes que carecían de sentido común, evitando dar explicaciones de los por qués pues serían “demasiado aburridos para el público”.

Era como si, además de estar pésimamente doblada, nos estaban mostrando una versión que había sido recortada en aras de presentar un producto más comercial para exportar fuera de la madre patria. Los villanos se volvían héroes al inicio de la siguiente escena nada más porque el guión lo necesitaba, las apariciones desaparecían de la película pues ya no se requerían sus jump scares, se generaban conflictos mundiales a raíz de parpadeos; todo en meros segundos. Más de una vez sentí cómo la proyección se saltaba pedazos de diez minutos con información importante sólo para que la experiencia de ver cómo un grupo de niños que intentan vencer a un ente que come niños fuera, supuestamente, más fluida.

Yo puse mi vida en la línea y, a cambio, lo único que obtuve fue una copia rusa de IT que sólo alcanzó a robarse el sentido visual del director de fotografía y uno o dos rasgos de su premisa. 

Sin embargo, lo más hermoso de la experiencia de ir al cine a media pandemia fue el proceso de salida. Apenas comenzaron los créditos finales, las luces se encendieron y apareció un empleado del cine al frente de la sala. Detrás de él, se proyectó un video instructivo de cómo debíamos salir: en fila y por filas. Siguiendo el compás de las palabras leídas por el video instructivo, el sujeto anónimo imitaba fielmente los movimientos de las mejores azafatas de avión en el mundo para traducir el mensaje en lenguaje corporal. Fue un momento en igual parte intimidante y tierno.

Solo por estos pequeños segundos de mi vida, cuando una azafata del cine me indicó que era mi turno de abandonar la sala, agradezco haberme bajado de mi montaña de superioridad moral para ir al cine a mitad de un momento histórico. Apostar la vida a veces sí puede valer la pena.

“¿O no, señora?”, le pregunté a mi vecina de fila al verla caminar por el lobby unos minutos después. Una tos seca fue su única respuesta.

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#4 Tiempos

Ingeniero Labarthe, pionero de la cartografía geológica en México | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Hace sesenta y cinco años, en el mes de mayo, el Ing. Eugenio Pérez Molphe impulsaba el proyecto para la creación de un Instituto de Geología en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, que sería presentado por el Ing. Rubén Ortiz Díaz Infante, Director de la Escuela de Ciencias Químicas, un par de meses después en julio de 1960 se formalizaba la propuesta al Consejo Directivo Universitario de a UASLP, la cual sería aprobada iniciando así las actividades del Instituto de Geología y Metalurgia, como fue llamado en un ´principio, siendo nombrado el Ing. Pérez Molphe como su director.

El proyecto de inicio de la formación en Geología en San Luis se venía gestado dos años atrás, motivada entre otros factores, por la celebración del Año Geofísico Internacional donde estaban participando algunos universitarios potosinos, entre ellos el Dr. Gustavo del Castillo, que recibió en 1957 a investigadores que realizarían algunos experimentos geológicos en el marco de esta celebración.

En 1958 con motivo del Año Geofísico Internacional estuvieron en San Luis Potosí el doctor en geología Robert P. Mayer de la universidad de Wisconsin y el ingeniero geodesta Hermilio Cepeda del Departamento de Oceanografía de la UNAM, con el objeto de realizar experimentos geológicos a fin de determinar la velocidad con que se transmite el movimiento de la tierra, para lo que buscaban una mina abandonada para emplear un sismógrafo a fin de poder colocarlo a considerable profundidad, seleccionando para ello al mineral de Cerro de San Pedro. Para realizar sus mediciones se haría una explosión de dinamita en el Cerro del Mercado en Durango y mediante comunicación por radio con Cerro de San Pedro se trataba de registrar en el sismógrafo el evento.

En 1959 el Ing. Luis S. Jiménez López presidente de la Comisión Nacional de Fomento Minero en el Estado de San Luis Potosí, en un análisis minucioso sobre el panorama minero en México, declaraba que el país necesitaba más ingeniero geólogos, señalando la necesidad de una nueva dinámica en los campos de exploración y explotación de minerales cuyo factor propicie el justo y adecuado aprovechamiento de este núcleo de profesionales.

En esos años, terminaba sus estudios de ingeniería geológica el potosino Guillermo Labarthe Hernández en la Universidad Nacional Autónoma de México, titulándose en la licenciatura como ingeniero geólogo en 1958, año en que contraería matrimonio y regresaría posteriormente a San Luis Potosí.

Guillermo Labarthe Hernández nacería en San Luis Potosí en febrero de 1934, a principios de los sesenta se incorporaría al Instituto de Geología de la UIASLP que contaba con un número mínimo de profesores y sus actividades se orientarían al apoyo a la docencia y el impulso de la carrera de geología en la UASLP que iniciaba actividades en 1961 a la que se incorporarían alumnos que ya estudiaban ingeniería en la UASLP y que reorientaban su vocación a la geología.

El vínculo del Ing. Labarthe con la UNAM se reflejaría al realizar los primeros trabajos de cartografía en colaboración con esa institución que propició se titularan los primeros geólogos de la UASLP

un par de años después en lo que fue la primera generación de ingenieros geólogos, la cual estuvo formada por Arturo Elías, Jorge Fraga y Manuel Mendiola, que recibieron sus títulos en 1963.

El Instituto de Geología de la UASLP sería el tercer instituto de investigación creado en la UASLP y el segundo que se formaba en el país. Si bien, sus primeros años estuvo enfocado principalmente en el apoyo a la docencia se establecían las raíces que propiciarían se realizaran se manera intensa actividades de investigación a mediados de los setenta.

En el mes de noviembre de 1962 salió a la luz pública la revista “Geología y Metalurgia”, con temas técnico-científicos de interés y que posteriormente, hacia 1977 daría lugar a la serie de boletines publicados como “Folletos Técnicos del Instituto de Geología”. En 1979 el Ing. Guillermo Labarthe Hernández era nombrado director del Instituto de Geología y se iniciaba un intenso trabajo de cartografía geológica siendo un esfuerzo pionero en el país.

En 1976 inicia los trabajos formales de investigación en cartografía geológica del Estado enfocando esfuerzos en la Zona Media y Altiplano del estado de San Luis Potosí, dirigidos por el Ing. Labarthe; estos trabajos serían los primeros que se realizaban en México. Los cuales sirvieron para definir los acuíferos de la zona de San Luis Potosí y Villa de Reyes. Por lo que al perforarse los pozos se sabía que tipo de rocas estaban en el subsuelo gracias al trabajo de cartografía realizado. En cuanto a recursos minerales, los depósitos de caolín que existen en la zona suroeste del estado fueron descubiertos por la cartografía realizada.

Todos estos recursos, acuíferos y minerales están encajonadas en rocas volcánicas, tema que sería parte de la especialización del Ing. Labarthe del que era un experto. La zona de San Luis fue una zona volcánica, y los estudios han ayudado a comprender la evolución de la corteza.

El Ing. Labarthe falleció iniciando el mes de mayo dejando un importante legado para la geología mexicana y en especial la potosina, siendo uno de sus pioneros y el iniciador de la cartografía geológica moderna.

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#4 Tiempos

Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?

Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?

Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:

¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.

Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.

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#4 Tiempos

Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Eso me dijo mi papá:

-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.

Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.

Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.

Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.

Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.

Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.

Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.

Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.

¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.

Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.

Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.

Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo

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