#Si Sostenido
Christian Peña: mi reencuentro con la poesía | Columna de Edén Martínez
FUNAMBULISTA.
Y te derrumbarás, te lo repito,
como hicieron los muros de la sagrada Ilión.
—“Janto supone el final”, Christian Peña
Por mucho tiempo me alejé de la poesía, a propósito. Porque aunque fue lo primero que comencé a leer cuando me creía interesante, terminé por despreciarla por parecerme lo suficientemente grandilocuente como para hacerme sentir sin talento, y al mismo tiempo lo suficientemente íntima como para causarme el dolor de “sentir”. Además, me decía, la vida de los que no estamos locos está en prosa.
El distanciamiento fue tajante pero no me lo cuestioné, simplemente dejé el asunto en paz, y no percibí de inmediato que incluso me ocasionó un pequeño trauma. La reconciliación, por lo tanto, fue emotiva y esclarecedora, como si me quitaran una aguja del pecho que me había estado causando inflamación y malestar general. (¡ah, el spleen!)
A parte de los escritores del No, esos que siempre dicen que van a escribir pero no escriben nada fuera de Facebook o Twitter, ya retratados en “Bartleby y compañía” de Vila-Matas, creo que también existe una raza de lectores negados, que desisten cualquier pretensión de leer un libro de esos que asustan (como Don Quijote, o cualquier novela francesa y rusa del siglo XIX). Supongo que antes de echarse el clavado, les tiemblan las piernas y se dicen a sí mismos algo así como “es que yo no estoy hecho para respirar a estas alturas”, y entonces se dan a la tarea de leer un “libro menor”.
Por lo tramposos que puedan ser estos ejemplos, funcionan para ilustrar algo parecido a lo que me sucedía con la poesía: miedo a no entenderle nada, porque como además tengo amigos poetas, aparte de pensarla como un género “difícil” nunca oculté que se me presentaba como una práctica de gente frenética, como el teatro. Recuerdo una o dos discusiones sobre literatura que tuve con Ahmed, un amigo muy querido, en las que por una u otra razón llegábamos a tocar la cuestión: los dos nos quedamos con cara de desentendidos. La poesía es otro pedo, creo que dijo él. Y volvíamos a nuestro refugio, a la prosa, que según nosotros sí podíamos descifrar.
Así estaba mi desencuentro. Y yo, “no quería hablar más del asunto”.
Aquí es donde tengo que decir cómo mi primo Arturo, y la pandemia, y las circunstancias, me hicieron atreverme a leer dos libros de Christian Peña: “Janto” (que ya había medio leído) y “Me llamo Hokusai”. Grandes libros, los dos, y lo digo con todo el significado que la palabra “grande” puede abarcar dentro del área de lo “espiritual”, o lo estético, o como le quieran llamar a aquellas dimensiones profundas del arte y del “interior” de nosotros mismos. Además, está escrito con maestría.
En “Janto”[1] (2010) Christian Peña nos describe una épica, la del caballo de Aquiles, que al presenciar la muerte de su amo se convierte en el narrador de una gesta de pasión y dolor: “Escucha lo que dice mi voz persa, / hablo en la lengua alada de Pegaso. / Soy un regalo eterno para el Pelida Aquiles. / En Troya vi la muerte de Patroclo/ y supe que fue Apolo el encargado / de cerrarle los ojos. / Luego arrastré lo que quedó de Héctor / tirado por la ira de mi amo. / Y fue hecho para amar, para la guerra, / para guiar a los hombres por esos dos senderos. Escucha mis palabras sin contar las. / Escucha si te importa averiguar / por qué mueres de amor, por qué me cantas.”
De las “introducciones” épicas de Janto, donde el libro mantiene el tono de canto griego, Christian Peña pasa delicadamente a versos más terrenales, más personales, y sin embargo no menos demoledores: “¿Habrá, fuera del sueño, un día en que el amor no sea venganza”?
Al leer “Janto”, me acordé de algo que había olvidado por completo porque “no quería hablar más del tema”: la poesía también cuenta, también narra, en otro lenguaje, fragmentos de este mundo, territorios flotantes de la “vida”, que al fin y al cabo son lo único que puede llegar a “significar” cualquier expresión artística o literaria.
“Me llamo Hokusai”[2] es otro libro enorme (en él encontré la mejor metáfora de una mariposa: heraldo de polvo y muerte), parece que Christian Peña se entierra completamente en sus obsesiones, que se enreda entre ellas para dejarnos bien en claro que somos las palabras que pronunciamos, somos los nombres que escribimos, somos Hokusai el hombre loco por el dibujo: “Me llamo Hokusai y también monte Fuji: tierra de los párpados, atardecer poniéndose en mis ojos, nieve como la caspa de los árboles. Mi nombre es lo único mío que es de todos. / Mi nombre es un paisaje. / Soy paisaje. / Soy un pretexto. / Pero sobre todo, soy viejo. / Las líneas de mi rostro están cansadas, curtidas como el cuero o la madera donde dibujaba Hokusai.”
En el libro, recorremos los temas del pintor japonés distribuidos como escenarios estéticos y conceptuales, mientras intimamos (sí, lo que tanto miedo me daba de la poesía) con la voz que lo narra o lo declama: un hombre con cáncer, casado, huérfano de padre: “(…) Nunca he estado en Japón, pero lo conozco, lo he visto desde hace siglos a través de los ojos de Hokusai. Nadie puede decir que Hokusai no tenía los ojos azules. Soy un volcán activo. Tengo cáncer. No sé nadar. Redundo. No sé omitir lo obvio. Llevo casado 4 años (…)No estoy loco, sólo pienso que no es mi tiempo (…)”.
Terminé de leer “Me llamo Hokusai” con mucho miedo de que Christian Peña tuviera cáncer, de que no pudiera escribir más libros. Pero me timó, creí que él era su personaje porque éste me parecía completamente real y humano, y es que en efecto era completamente real y humano porque un nombre es la voz que lo pronuncia. La lectura de estos dos libros, además de una experiencia por sí misma, terminó siendo incluso terapéutica: me abrí, me atreví a sentir dolor. Para muchos esto puede parecer una frivolidad, una frase sacada de un libro de superación, pero para alguien tan aprensivo como yo, significó un gran paso. Yo también me llamo Hokusai y son míos su nombre y sus acentos.
Qué agradables son las reconciliaciones.
[1] El libro es de Fondo Editorial Tierra Adentro, pueden conseguirlo en internet.
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#4 Tiempos
Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam
VOLUTA
Eso me dijo mi papá:
-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.
Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.
Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.
Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.
Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.
Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.
Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.
Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.
¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.
Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.
Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.
Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo
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#4 Tiempos
¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
VOLUTA
Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.
Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.
Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.
Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.
Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.
A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para dar nos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera . La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.
Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.
En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.
Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.
En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).
Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?
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#4 Tiempos
Xantolo 2023, viejos dilemas a nuevas tradiciones | Columna de León García Lam
VOLUTA
Hace un año me llamaron para una entrevista por MG Radio. Jesús Aguilar me preguntó acerca de la importancia cultural del Xantolo, sin embargo sus preguntas poco me permitieron responder lo que con sinceridad pienso. Por ello, un año más tarde, escribo esta columna, para preguntarme y responderme lo que considero que debe ser preguntado y respondido acerca del famoso Xantolo.
Pregunta número 1: ¿Qué es el Xantolo y por qué se le considera tradición de San Luis Potosí?
No existe una tradición de día de muertos que se llame Xantolo, al parecer el término proviene del latín sanctorum (Sancta Sanctorum) y el término refiere a los objetos más sagrados de los templos judíos, vaya a usted a saber qué enredos ocurrieron para que se confundiera al sanctorum con xantolo. Lo que sí, es que en las cabeceras municipales (que no son indígenas) se impuso este nombre para llamarle al festival que organiza el municipio cada año: concurso de altar de muertos, concurso de comparsas, etcétera. Puedo asegurar, estimada y culta lectora de La Orquesta, que la fiesta de las cabeceras municipales, poco tiene de semejanza con lo que ocurre en las comunidades indígenas.
Pregunta número 2 ¿Entonces el Xantolo es una falsa tradición? ¿Cómo podemos conocer la verdadera tradición del día de muertos?
Tampoco existen las tradiciones falsas, sino más bien existen las tradiciones inventadas. Es muy común que todo aquello que se presenta como “tradicional” sirve como discurso para legitimar al poder en turno. Los gobiernos parten de crear mitos fundacionales tales como “respetar las raíces” o “preservar las tradiciones” y de ahí a la creación de rituales públicos, como desfiles, procesiones, actos solemnes, etcétera. Todos esas festividades son rituales sin religión, generalmente huecas y vacías, pero efectivas. ¿No le parece raro que esos mismos jóvenes que rechazan todo legado cultural estén encantados en celebrar -según ellos- la tradición del xantolo?
Pregunta número 3: ¿Cómo se vive el día de muertos en las comunidades indígenas?
Primero, se vive en comunidad. Segundo, la idea principal es compartir con los difuntos tamales, dulces, chocolate o atole. Las comparsas representan a los ancestros que vienen del otro mundo y llegan a la comunidad.
Ahora, le comparto la carta de una ciudadana que me escribió lo siguiente:
Estimado antrop. León García Lam
Quiero contarle lo que ocurre en mi colonia y saber qué opina usted: Mi vecina de junto pone un altar a la Santa Muerte y el día 2 de noviembre saca al esqueleto para organizarle mitote y jolgorio; lo mismo hace con San Juditas, baile con caguamas, mujeres borrachas y pleito. Yo pienso que todo esto está muy mal, porque esta señora confunde la devoción católica con algo parecido a la brujería o el satanismo.
Yo pongo altar de muertos, tradicional, como se ponía en el rancho de mi abuelita. En una mesa pongo los retratos de los que ya se fueron, con velas, agua y ofrendas para que los difuntos coman y beban, pues tienen sed. Esa es mi creencia católica y pienso que es la que está bien porque es la más tradicional.
El problema es que frente a los domicilios de nosotras, vive una señora, muy seria y recatada que es hermana protestante y dice de nosotras dos, que adoramos al diablo y a la muerte. Yo por más que le explico que lo que yo hago es muy diferente de lo que mi vecina de al lado hace, ella dice que somos igualmente adoradoras de satanás.
¿Usted qué opina Antrop. Lam? ¿Cuál es la verdadera tradición?
Mi respuesta es que, de ahora en adelante, hay que llamarle a todo esto “Xantolo”.
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