#Si Sostenido
La necesidad de estar afuera: el enfermizo mundo de las redes sociales | Columna de Edén Ulises Martínez
FUNAMBULISTA.
“Afuera” es un adverbio de lugar que (citando al DLE), con verbos de movimiento explícito o implícito, significa “hacia el exterior del sitio en que se está o de que se habla”, o “en la parte exterior”. Quizás, si le preguntamos a fulano de tal, nos respondería definiéndolo como lo que no es: es decir, como “lo que no está adentro”. Esta palabra tan simple, y tan utilizada, ha cobrado un revitalizado sentido con la actual pandemia de coronavirus: se nos ha prohibido estar “afuera”, por primera vez en la historia reciente, y de manera tan generalizada.
Quisiera copiarle a fulano de tal, y añadirle a este “afuera” una condición más metafísica (pero no por eso menos tangible, menos “real”) de su opuesto “adentro”: es la antítesis del enclaustramiento, que al parecer es la marca de los tiempos. Pero no me refiero al causado por la crisis sanitaria, sino a esa tendencia cada vez más grave que tenemos de permanecer dentro de nosotros mismos, recluidos en nuestras mentes y espacios, cada vez más convencidos de nuestras posturas y nuestros intereses. Estúpidamente convencidos en muchas ocasiones, es decir, convencidos por todas las razones equivocadas, que nunca atravesaron nuestro juicio interno, o que directamente se nos presentaron como verdades. Permanecer de manera tan inflexible “encerrados” dentro de nuestros pequeños mundos, nos impide “avanzar”, crecer intelectual y psicológicamente, al mismo tiempo que nos aísla de la disertación y el conflicto saludables, tan poco practicado (quizás ya erradicado) actualmente.
Ahora, yo no puedo entender este enclaustramiento voluntario global separándolo de su equivalente físico: la inclinación acelerada de introducir nuestras vidas en el mundo digitalizado de las redes sociales (que al mismo tiempo crean otros conflictos, pero que han sido incapaces de lidiar con ellos de manera favorable). Nuestras mentes están literalmente en otra parte, y los signos del lenguaje de nuestras vidas cada vez se concentran más en esa “realidad alterna”, que lo conflictúa todo un poco más cada vez que se convierte en la “realidad principal”, perdiendo los vínculos emocionales con el mundo tangible fuera de los monitores.
Cuando dejé temporalmente Facebook e Instagram para trabajar mi “desintoxicación” (ahora volví e intento llevar una relación más distante) , luego de una semana de ansiedad considerada, me sorprendió encontrarme con una pequeña mancha en el techo de mi casa. Estaba ahí, observando ese preciso rincón, y de pronto recordé que aquel tizne me remitía directamente a la niñez, ¡y yo no la había visto en bastante tiempo, quién sabe desde cuándo! ¿Le pasará lo mismo a más personas?, ¿estamos perdiendo la capacidad de “conectar” con nuestro alrededor más de lo estrictamente necesario? Yo creo que sí, y mi argumento no sólo se sostiene por aquella experiencia personal: ¿quién no ha visto cosas similares en algún conocido o en su propio comportamiento? ¿Me van a decir que no, que ustedes son diferentes? Bah, mentira, he visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura (nunca se debe dejar pasar la oportunidad de citar a Allen Ginsberg), perdidos en las pequeñas pantallas de sus celulares en momentos en que quizá los seres a su alrededor los necesitaban más.
Tampoco soy ingenuo, no niego las grandes ventajas de la edad de la información. Sé que a la tecnología no se la puede parar, y que debemos aprender a vivir con ella, adaptarnos a su inevitable crecimiento, utilizarla, sacarle provecho. Pero aceptemoslo, tu primo el que todo el día está scroleando en facebook no es un ejemplo de eso. También sé, y ustedes deberían saberlo, que las redes sociales no son internet, pero que están por serlo, y ese es otro gran problema. Como lo dijo Peter Sunde, fundador y ex vocero de The Pirate Bay, las redes sociales están acaparando el panorama de la conectividad, son monopolios de lo que antes tuvo el potencial de volverse el campo de libertad (de expresión, y también económica) más grande de los tiempos. Habría que educar verdaderos internautas para que haya menos zombies de instagram o twitter, pero será cada vez más difícil.
Dos personas que más allá de mi amistad poco tienen en común han platicado conmigo de lo mismo: las nuevas generaciones saben cómo hacerse una cuenta en TikTok pero desconocen cómo utilizar las herramientas más básicas de sus computadoras, ya ni hablemos de descargar un torrent. Santiago, que es programador, vio el ejemplo en su pequeño hermano al que nunca le enseñaron a modificar las características del sistema windows, pero quien es un tremendo jugador online. Luis, periodista, me planteó algo más severo: su postura de que nunca hemos estado tan alejados, como civilización, de entender cómo funcionan las cosas que utilizamos. Para nosotros la tecnología es magia, no estamos en control de absolutamente nada, porque no lo podemos descifrar, y no nos interesa.
El documental de Netflix The Social Dilemma es una buena introducción a la cuestión, pero a mi gusto es ridículamente optimista. En la relación que los seres humanos mantengamos con las redes sociales está en juego el destino de las naciones, de nuestra privacidad, de nuestra salud mental, pero también el de los significados y la representaciones, ¿cuantos de sus recuerdos están en alguna red social, y solo ahí? Desprenderse de los aparatos y de los objetos físicos tiene un costo, y creo que nadie ha reparado en ello lo suficiente. Porque no es solo eso, de la separación con la “cosa material” se desprenden un montón de rompimientos más.
Todo el 2020, desde que las medidas para contener al coronavirus se han vuelto globales, suficientes personas le han agradecido a las redes por no volverse locas (hay que decir aquí que una gran cantidad de personas tiene internet solamente en sus teléfonos móviles, y de entre esos la mayoría utiliza únicamente las redes sociales). Ahora que ha pasado el tiempo, creo que el daño que ha causado depender tanto de ellas es proporcionalmente negativo. Debemos pasar más tiempo “afuera”, hay que escapar un poco de nuestros estrechos campos de comodidad, mirar hacia otra parte. Creanme, si se hiciera un estudio que pudiera revelar el porcentaje de nuestras emociones o presupuestos intelectuales ( las posturas políticas que tomamos, vaya, ¿cuánto obedecen al azar de la post ficción) que dependen de alguna red social el resultado sería tan horripilante como revelador.
No estás en control de lo que sientes, ni de lo que aprendes, el estado autoritario nos llegó en forma de soma. El modelo distópico de Huxley se acerca más a la realidad contemporánea que el de Orwell. Un poco de historia les haría ver a todos que la brutalidad policiaca es menor que la que había hace 50 años, solo que ahora tiene más reflectores, más replicación. En cambio, hay una manada de millones de millones de mujeres y hombres que se autorepresentan felices públicamente en un juego enfermizo de espejos, que consumen estupideces sin vergüenza, que toman irreflexivas posturas agresivas en contra de los que no piensan como ellos, y lo peor de todo: que no pueden parar un minuto de hacerlo. Pero qué va, el progreso nos alcanzó con los pagos en línea, con los autos eléctricos, con la libertad de expresión. Vivimos en el mejor de los tiempos, vivimos en el peor de los tiempos.
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#4 Tiempos
Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam
VOLUTA
En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?
Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?
Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:
¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.
Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.
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#4 Tiempos
Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam
VOLUTA
Eso me dijo mi papá:
-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.
Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.
Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.
Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.
Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.
Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.
Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.
Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.
¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.
Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.
Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.
Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo
También lee: ¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
#4 Tiempos
¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
VOLUTA
Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.
Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.
Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.
Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.
Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.
A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para dar nos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera . La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.
Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.
En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.
Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.
En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).
Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?
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