octubre 7, 2025

Conecta con nosotros

#4 Tiempos

La atención | Columna de Juan Jesús Priego

Publicado hace

el

LETRAS minúsculas

 

Fue Edwin Goffman (1922-1982), el famoso sociólogo canadiense, quien acuñó la expresión «formas de desatención civil» para referirse a esos gestos que solemos ejecutar en las calles o en las plazas para no darnos por enterados de lo que ocurre a nuestro alrededor.

Leer un libro en el autobús, por ejemplo, puede ser una manera de ganarle tiempo al tiempo, como se dice, convirtiendo el medio de transporte en una escuela rodante; pero puede ser también una «forma de desatención civil» si nos ponemos a leer sólo para no tener que vérnoslas con nuestros compañeros de viaje. Colocarse un par de audífonos en la cabeza puede ser una manera de hacer nuestra caminata cotidiana un poco menos aburrida, pero puede ser igualmente una «forma de desatención civil» si nos tapamos con ellos las orejas con el solo fin de ignorar a los que caminan a nuestro lado, o para no saludarlos haciendo como que no los vemos. «Cuando enciendo el walkman apago el mundo», me dijo una vez un amigo mío, y no creo que, hasta ahora, alguien lo haya dicho mejor. Sí, encender el walkman es no permitir que el mundo con sus sonidos, sus voces y su ruido nos alcance.

Pero prosigamos. Hoy, gracias a la tecnología, las formas de desatención civil son abundantes, y esperar nuestro turno en una ventanilla puede dar ocasión para ejercitarnos en muchas de ellas. Podemos, por ejemplo, hojear la revista de ofertas de un famoso centro comercial, o fingir que la punta de nuestros zapatos es un objeto digno de contemplación, o pulsar azarosamente las teclas de nuestro teléfono celular haciendo como que enviamos un mensaje, aunque en realidad no tengamos ni red inalámbrica ni amistades suficientes para ello… Como puede verse, la lista es infinita.

Ser desatentos, en el lenguaje cotidiano, significa ser descorteses. «¡Qué desatento eres, querido!», dice la mujer a su esposo cuando a éste se le olvida cederle el paso antes de entrar ambos a algún lugar. Sin embargo, un análisis más detenido de las palabras nos tendría que llevar a concluir que la desatención, por evidente que esto parezca, tiene mucho más que ver con la atención que con la cortesía, y que es como la falta de ella. El desatento es descortés sólo de rebote, por decirlo así, pues antes ha cometido otra falta: la de no haber reparado en los seres que se movían a su alrededor y, por lo tanto, de darles el trato que merecían. El desatento mira, pero no ve; oye, pero no escucha; camina, pero pasando de largo. 

Conocí una vez a un hombre así –bueno, en realidad he conocido a muchos, pero por ahora quiero referirme sólo a él-. Por el puesto que ocupaba era muy conocido en todas partes y no eran pocos lo que lo apreciaban, de manera que cuando lo veían en la calle casi siempre intentaban detenerlo. No obstante, este señor caminaba por la vida con la actitud de quien lleva siempre mucha prisa. No, no caminaba por la vida: corría. Y, así, cuando alguien lo interceptaba, él se ponía a la defensiva haciendo c asi automáticamente las siguientes cuatro cosas: Primera: esbozar una sonrisa para derretir el hielo y dar apariencia de cercanía

. Hasta aquí todo estaba bien, pero apenas transcurrían 10 o 20 segundos, nuestro amigo pasaba entonces a ejecutar el acto número dos, que consistía en hacer breves pero incisivas alusiones a su compromiso más inmediato, que tendría lugar a escasos cinco minutos en la parte opuesta de la ciudad
. Una vez hecho esto, era ya muy fácil ejecutar el acto número tres, consistente en lanzar una discreta mirada a su reloj de pulsera. Cuando llegaba a este punto, ¿qué podían hacer los interlocutores más que apartarse de su camino para no ser arrollados? Por último –paso número cuatro-, nuestro héroe echaba a correr. Y no es que fuera malo, no: es que era desatento. No reparaba en los demás, ni se hacía cargo de sus personas; no leía la composición o descomposición de sus rostros: él sencillamente los ignoraba.

En sus Soliloquios y conversaciones, don Miguel de Unamuno (1864-1936) confesó haber descubierto un método para reconocer a los ociosos. ¿Quiere usted saber en qué consiste? Escuche usted: «En mi pueblo, en Bilbao, hay un cierto culto a la actividad, al trabajo, y, sin embargo, hay muchos vagos –como es natural que los haya en un pueblo tan trabajador-; pero esos vagos, para hacer creer que trabajan, van siempre muy de prisa por la calle. Cuando veáis uno que tan trabajado; pero esos vagos, para hacer creer que trabajan, van siempre muy de prisa por la calle a todo vapor, atropellando a aquellos con quienes cruza, podéis asegurar que es un vago. Quiere hacer creer que está muy atareado».    

Estos que viven corriendo, ¡cómo son descorteses y fríos! Tú los quieres detener para preguntarles cómo están y ellos simplemente se baten en retirada; y si les hablas por teléfono, se ve a las claras que ya antes de contestar quieren colgarte. Pero, ¿qué pasa con tales energúmenos? Que, llegados a cierto punto, uno se cansa de ellos y opta por hacerse a un lado. ¡En cambio, cómo admiramos a las personas que caminan por la vida con parsimonia y elegancia! Son atentos, educados y casi diría que hasta contemplativos. Todo objeto que se mueve a cierta distancia de ellos es digno de su atención y de su saludo.

La atención, la verdadera atención, es una virtud: «es una gracia que hay que pedir», asegura el cardenal Carlo María Martini en uno de sus libros. «Supone distensión, desapego, prontitud, agilidad de espíritu, libertad interior, capacidad de entusiasmarnos por cualquier cosa bella, ausencia de prisa». La atención es la virtud de los grandes hombres, el fundamento de la cortesía, aquello que hace posible los encuentros.

En la era de la desatención y de la prisa hay que pedir a Dios la gracia de la atención.

De la atención, sí, para que los demás no pasen por nuestra vida como pasan las ráfagas de aire; para poder darles lo mejor de nosotros mismos y enriquecerlos con los tesoros de amabilidad y de ternura que llevamos dentro y que -como avaros incorregibles- casi nunca gastamos.

También lee: Himno a la palabra | Columna de Juan Jesús Priego

#4 Tiempos

Pena de muerte | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

Publicado hace

el

LETRAS minúsculas

Imagine que un día, mientras se baña, descubre en alguna parte de su cuerpo –por ejemplo, en la planta del pie izquierdo, aunque bien podría ser en cualquier otro lugar- unos números tatuados que nunca antes había visto. ¿Cómo es que aparecieron allí? Hace usted memoria: ¿quién pudo haberle jugado una broma tan pesada? Y, sobre todo, ¿cuándo y a qué hora, que usted no se dio cuenta?

Como quiera que sea, trata de averiguar el significado de aquella cifra misteriosa. Lee una vez y luego otra vez: 290614. Doscientos noventa mil seiscientos catorce. ¿Y qué quiere decir? Piensa usted en las cantidades de dinero que debe e, incluso, en el saldo de su cuenta bancaria. ¡No, imposible! Por más que ha tratado de ahorrar, nunca le ha sido posible reunir una suma semejante. ¡Ojalá tuviera esa cantidad! Pero no: sospecha que, por lo menos aquí, no se trata de dinero. ¿Y si hubiera que leer la cifra de otro modo, es decir, no de corrido sino por partes? 29-06-14. Así la cosa está más clara. Parece una fecha. ¿Veintinueve de junio del año dos mil catorce? Ahora imagine que, de pronto, lo invaden ciertas sospechas. ¿Y si esa fecha fuera la de su futura muerte?

Sí, eso es: usted ha desentrañado un misterio: esos números que nadie pudo haber tatuado -por la sencilla razón de que, si alguien lo hubiese hecho, usted se habría dado cuenta- son una revelación, algo así como un mensaje. Usted se morirá, pues, el veintinueve de junio del año dos mil catorce. Y cuando ha caído en la cuenta del significado de los números misteriosos, éstos desaparecen y no vuelven a dejarse ver nunca más. Fueron como un relámpago en la noche, sí, y, sin embargo, usted ya sabe…

¿Cómo sería la vida de los hombres si Dios, valiéndose de estos avisos o de otros, nos hiciera conocer el día de nuestra muerte? ¡Que sencillamente no podríamos vivir! Cada mañana nos despertaríamos con la boca pastosa pensando que la fecha fatídica está hoy más cerca que nunca. ¿Cómo vivir en semejantes condiciones?, ¿cómo no pegarnos entonces un tiro en la cabeza? Pero no. Dios, aunque conoce el día y la hora de cada uno, se la calla. Al crearnos, no nos puso en ningún ángulo del cuerpo nuestra fecha de caducidad. ¿Para qué conocerla? ¿Para vivir aterrorizados? Sin embargo, lo que ni Dios se ha atrevido a hacer, los humanos sí que lo hacemos, y hasta con una naturalidad que habría que llamar mejor ensañamiento. Nosotros sí, para castigar a los culpables, los condenamos a muerte y hasta les decimos, armados con el código penal, el día en que deberán ser ejecutados. ¿No es esto salvaje e inhumano? Imaginemos, en efecto, la vida de un hombre que deberá morir el 29 de junio del año 2014… ¿Cómo transcurrirían las horas de este hombre?

Bien, Víctor Hugo (1802-1885), el gran escritor francés, trató de imaginarlo escribiendo una novela publicada en 1829 que llevaba por título El último día de un condenado a muerte. En ella aparece un hombre acusado de asesinato al que la ley está a punto de dar el último golpe. ¿En qué piensa este hombre al saber que sus días están contados? ¿Qué ideas concibe mientras la fecha se aproxima y los minutos vuelan?

Para enterarnos es preciso leer la novela. Yo, por mi parte, sólo quiero detenerme allí donde el prisionero, en su celda, se pone a observar las paredes con curiosidad. ¡Va a morir, él va a morir! ¡Y cuantos ocuparon esta misma celda antes que él están ya muertos, y bien muertos, desde hace tiempo! Sin embargo, antes de irse de este mundo escribieron algo en las paredes que era como su último adiós. Se puso a leer…

«¿Qué hacer con la noche cuando aún no despunta el día? Se me ocurrió una idea. Me levanté y paseé mi lámpara por las cuatro paredes de la celda. Están llenas de frases, de dibujos, de extrañas figuras, de nombres que se mezclan y se tapan unos a otros. Parece como si, aquí al menos, cada condenado hubiera querido dejar su huella. Con lápiz, con tizón, con carbón, letras negras, blancas, grises, con frecuencia profundas hendiduras en la piedra, por doquier caracteres oxidados, como si estuvieran escritos con sangre… A la altura de mi cabeza hay dos corazones inflamados, atravesados por una flecha y, por encima, la leyenda: Amor para toda la vida. El desgraciado no se comprometió por mucho tiempo. Al lado, una especie de tricornio con una figurita groseramente dibujada por debajo y estas palabras: ¡Viva el emperador!. Y luego otros dos corazones inflamados con esta inscripción: Amo y adoro a Mathieu Danvin. Jacques. En la pared de enfrente se lee este nombre: Papavoine. La p mayúscula está bordada con arabescos y adornada con esmero»…

La celda que describe Víctor Hugo es la celda de los condenados, sí, y, sin embargo, antes de tomar el camino del cadalso unos hombres dibujaron corazones y escribieron unas cuantas palabras de amor. Amo y adoro a Mathieu Danvin. ¿Quién era este Jacques que, a escasas horas de morir, resumía así las andanzas y quehaceres de toda una vida? Antes de irse de este mundo, Jacques había escrito las palabras decisivas; palabras que nunca leería Mathieu Danvin, pero que él se sentía en el deber de dejar grabadas para siempre. ¡A punto de ser llevado a la guillotina, Jacques declaraba su amor en la distancia a Mathieu Danvin! Por ahora no quiero leer más. Y cierro la novela de Hugo pensando en esto: que acaso lo único que hemos venido a hacer a este mundo es decir unas cuantas palabras de amor, unas pocas, para luego irnos un poco así como los barcos se pierden en la lejanía del mar durante la noche. ¿Que no somos correspondidos? Eso no importa. ¿Que no dio nunca nadie importancia a nuestro afecto? Eso importa menos aún. Nosotros hemos amado, lo hemos dicho y con eso nos basta.

Cuando hemos pronunciado las palabras esenciales, cuando hemos escrito nuestra declaración de amor en una de las paredes de la vasta prisión que es este mundo, ya nada nos falta. ¡Hemos dicho ya lo único que importa decir! Que venga entonces el carcelero: nosotros tendemos las manos hacia él y lo acompañamos a donde quiera llevarnos…

También lee: Monólogo del hijo único | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

Continuar leyendo

#4 Tiempos

El secuestro de 7 vidas al barranco | Crónica de Jorge Saldaña

Publicado hace

el

CRÓNICA

Por: Jorge Saldaña

Todos perdieron. En San Luis, a veces la justicia no llega por la puerta grande de los tribunales, sino por la rendija torcida del rencor. Cuatro adolescentes, todavía con el olor a niñez pegado en la piel, decidieron convertirse en verdugos de otro recién salido de la adolescencia. Lo subieron a un Mazda gris como si se tratara de un ritual iniciático: una venganza disfrazada de justicia.

El nombre del capturado era Fidel. Lo golpeaban dentro del auto, le gritaban lo que creían que era verdad: que había embarazado a una amiga, que la golpeaba, que la humillaba y que dejó junto a su hijo a la deriva. Ellos, convencidos de ser vengadores, eran apenas muchachos con un arma de balines que parecía real. Creían portar justicia, pero cargaban sólo una farsa de poder.

En la huida desesperada, Fidel se arrojó del vehículo. No era valentía ni cobardía: era instinto de supervivencia. Saltó, y el destino lo arrojó todavía más abajo, al barranco. El golpe contra las rocas fue la sentencia que ninguno de los adolescentes imaginó, pero todos firmaron con ese acto.

El saldo es un inventario de pérdidas: Fidel perdió la vida en la caída. Los cuatro jóvenes perdieron la libertad, y con ella, cualquier atisbo de futuro. La muchacha, centro invisible de la tragedia, perdió al padre de su hijo y a los amigos que quiso como vengadores. Se quedó sola, con un bebé en brazos y la sombra de un muerto sobre la cuna.

El niño crecerá huérfano de padre, y su madre, huérfana de red. No hay vencedores: sólo cenizas.

La historia parece sacada de una novela de Arriaga: adolescentes que creen en la épica de la violencia, que juegan a dioses con armas falsas, que hacen justicia con las uñas sucias del odio

. El final es tan brutal como inevitable: cuando la violencia se hereda, los hijos juegan con ella.

El barrio El Aguaje se quedó con una postal difícil de olvidar: sirenas iluminando la noche, un cuerpo roto en el fondo del barranco, y cuatro chamacos esposados, con la mirada aturdida de quien no alcanza a comprender que la adolescencia terminó en un segundo.

Nadie hablará de ellos en la sobremesa. Nadie los pondrá en canciones. Pero ahí está la historia, un espejo áspero que refleja a al del país entero: un lugar donde la justicia se busca a golpes, donde la violencia se hereda como apellido, y donde hasta los niños cargan con la fatalidad de ser verdugos o víctimas.

En esta tragedia, no hubo malos ni buenos: sólo cinco adolescentes devorados por un mismo monstruo, el de la violencia que crece como plaga en los rincones donde el Estado no llega, pero sí llega Netflix y todas las plataformas con series donde se exalta la violencia como único camino, y la justicia por propia mano como un acto de valentía en una selva que no tiene otra ley que el ojo por ojo y diente por diente.

La pregunta queda flotando como un eco incómodo: ¿A quién le importa?
Simplemente es una corriente y cruda historia más, en la que nadie gana.
Un reflejo del barranco en el que todos estamos al borde.

También lee: Crónica de una extraña calma: El informe de Galindo | Crónica de Jorge Saldaña

Continuar leyendo

#4 Tiempos

El sueño que parecía imposible | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

Publicado hace

el

TESTEANDO

 

Durante décadas, el fútbol mexicano ha vivido con una deuda pendiente, la de encontrar a ese jugador distinto, capaz de cambiar un partido con una sola jugada, de desatar emociones colectivas y de encender la esperanza de millones. Y de pronto, en medio de la rutina de un campeonato que pocas veces sorprende, aparece un adolescente llamado Gilberto Mora para recordarnos que el sueño sí puede ser real.

Con apenas dieciséis años ya hizo historia. Debutó en la Primera División con Xolos y no fue un relleno, no fue una anécdota, se convirtió en protagonista, dio una asistencia, marcó un gol y rompió el récord de precocidad. Desde entonces, cada vez que pisa la cancha transmite esa sensación de que algo diferente va a ocurrir. Es el tipo de jugador por el que uno prende la televisión o se sienta en la tribuna con la ilusión de ver magia.

Lo extraordinario de Mora no es solo su juventud ni sus estadísticas. Es la manera en que juega con naturalidad, como si la presión no existiera, como si la cancha le perteneciera. Ve espacios que los demás ignoran, inventa caminos en lugares cerrados, toma decisiones que parecen dictadas por un instinto superior. Y lo más impresionante es que ya lo hace con la Selección Mexicana, donde su talento no se disfraza entre adultos, sino que se multiplica. En la Copa Oro lo vimos asistir, competir, atreverse, y ganar un título con una madurez que contrasta con su edad.

El horizonte para Mora es tan prometedor como inédito. Si el proceso se maneja bien, no solo podría disputar el Mundial Sub-17 —ese que corresponde a su categoría natural y donde sería la estr ella indiscutida—, sino que incluso está en condiciones de aspirar al Mundial Mayor

, en un salto que pocos futbolistas en el planeta pueden presumir. Imaginarlo jugando ambos torneos, en paralelo, sería confirmar que estamos frente a un fenómeno.

México ha tenido buenos futbolistas, jugadores de época, líderes de vestidor o símbolos nacionales. Pero pocas veces hemos sentido tan cerca la posibilidad de tener a alguien con el aura de un Messi o un Maradona: un joven que no solo juega, sino que transmite la sensación de que su historia puede transformar la del fútbol mexicano. Por eso cada partido suyo parece más grande que el marcador. Porque lo que está en juego es la ilusión de un país entero que lleva generaciones esperando a “ese” futbolista que cambie todo.

Claro, el riesgo existe. La presión mediática, los clubes europeos que pronto tocarán la puerta, la exigencia desmedida de una afición que no suele tener paciencia. Pero si Mora encuentra el entorno adecuado, si logra madurar sin perder la magia, entonces podemos estar al inicio de la historia que tanto tiempo se nos negó.

Gilberto Mora es hoy más que un jugador: es la encarnación de un sueño que parecía imposible. Si mantiene el rumbo, no estaremos hablando solo del más joven en debutar, anotar o asistir. Estaremos hablando del crack que México llevaba décadas esperando, capaz de unir en un mismo calendario el Mundial Sub y el Mundial Mayor, para después escribir la página que nos acerque, por fin, a la eternidad futbolística.

También lee: Redefinir lo perdido y pelear lo que resta | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

Continuar leyendo

Opinión

Pautas y Redes de México S.A. de C.V.
Miguel de Cervantes Saavedra 140
Col. Polanco CP 78220
San Luis Potosí, S.L.P.
Teléfono 444 2440971

EL EQUIPO:

Director General
Jorge Francisco Saldaña Hernández

Director Administrativo
Luis Antonio Martínez Rivera

Directora Editorial
Ana G. Silva

Periodistas
Bernardo Vera

Sergio Aurelio Diaz Reyna

Diseño
Karlo Sayd Sauceda Ahumada

Productor
Fermin Saldaña Ocampo

 

 

 

Copyright ©, La Orquesta de Comunicaciones S.A. de C.V. Todos los Derechos Reservados