#4 Tiempos
Hay quienes escriben como si todo lo sacaran de su cerebro | Columna de Ricardo García López.
San Luis en su historia
Cuando ingresé como profesor a la Universidad, una de las cátedras que se me asignaron fue la que se llamaba Técnicas de la Investigación Jurídica, y gracias a que yo había tomado en el Seminario clases de literatura con Mons. Joaquín Antonio Peñalosa; Preceptiva Literaria con el Presbítero don Roger Méndez y Gramática Latina con Mons. David Palomo Solís, sabía de lo que tal materia trataba, corrían los años de 1962, 63 y 64 y entre otras cosas se refiere, dicha cátedra, a cómo enseñar a los jóvenes el procedimiento para realizar con éxito una investigación, se les informa cómo elaborar las fichas de trabajo, la introducción, cómo dividir los capítulos y sobre todo la manera de dar el crédito a las personas o libros de donde tomamos algunas ideas, frases o párrafos para apoyar lo que estamos afirmando y demostrar así que otras personas afirman lo que nosotros estamos argumentando.
Claro que esta práctica ya se llevaba a cabo desde la antigüedad pero se fue dejando de lado en forma involuntaria o maliciosa y así se daban casos de textos completos que todo mundo suponía que eran ideas u opiniones exclusivas del autor del libro, pero afortunadamente desde hace ya algunos años, y ya en la escuela secundaria se imparte a los niños esta enseñanza y se les hace un recordatorio en la carrera profesional y sobre todo a aquellos que están elaborando su tesis de Licenciatura, Maestría o Doctorado.
Esto, de alguna manera, ha evitado los plagios descarados, aunque no por eso dejan de existir quienes se despachan frases y hasta párrafos completos sin decir de dónde los tomaron, haciendo creer así al lector despistado que son única y exclusivamente producto de su ingenio e inteligencia.
Hace más o menos 20 años entregué a un investigador que estaba trabajando en un asunto determinado, y como mi trabajo ha consistido en elaborar guías de los libros de los escribanos, con frecuencia encuentro asuntos relativos a lo que los investigadores trabajan, digo entonces que yo puse en manos de ese investigador varios documentos relativos a su investigación, me tomé la molestia de paleografiarlos, interpretarlos y transcribirlos puntualmente, al poco tiempo estuvo lista la investigación para que fuera publicada, y se publicó, y cuál no sería mi sorpresa que no se hacía ninguna referencia a que en alguna parte de ese libro aparecía lo que yo había entregado al autor y que, obviamente, estaba ahí plasmado. Por supuesto que yo esperaba alguna referencia a la entrega que yo había hecho, desde luego no para dar pábulo a mi soberbia, sino para sentir que yo estaba realizando un trabajo útil para los investigadores. ¿Cuál es el resultado de esto? Pues que quienes toman en sus manos y leen ese libro, suponen, aunque mal, que el autor hurgó, encontró y se tomó el trabajo de peleografiar e interpretar tales documentos.
Lo que acabamos de apuntar son las razones por las que encontramos obras compuestas: un pedazo copiado de un libro, otro de otro y así hasta terminar la “investigación” o lo que ya habíamos dichos son capas de pordiosero formadas por parches.
A éste propósito nuestro ya conocido Iriarte compuso dos fábulas que me permito transcribir a continuación: la primera la tituló El Cazador y el hurón, (éste es un mamífero carnívoro de tamaño pequeño y que se usa para cazar conejos); la segunda se titula Los huevos. Helas aquí:
Cargado de conejos, y muerto de calor,
una tarde de lejos a su casa volvía un cazador.
Encontró en el camino, muy cerca del lugar,
a un amigo y vecino, y su fortuna le empezó a contar.
Me afané todo el día (le dijo); pero ¡qué!,
si mejor cacería no la he logrado ni la lograré.
Desde por la mañana es cierto que sufrí una buena solana;
mas mira que gazapos traigo aquí.
Te digo y te repito, fuera de vanidad,
que en todo este distrito no hay cazador de más habilidad.
Con el oído atento escuchaba un hurón este razonamiento,
desde el corcho en que tiene su mansión.
Y el puntiagudo hocico sacando por la red, dijo a su amo:
“Suplico dos palabritas, con perdón de usted.
Vaya, ¿Cuál de nosotros fue el que más trabajó?
¿Esos gazapos y otros quién se los ha cazado sino yo?
¡Patrón! ¿Tan poco valgo que me trata así?
Me parece que en algo bien se pudiera hacer mención de mí”.
Cualquiera pensaría que este aviso moral seguramente haría
al cazador gran fuerza; pues no hay tal como ingrato escritor
que del auxilio ajeno se aprovecha y no cita al bienhechor.
Esta fábula está dedicada a los que se aprovechan de las noticias de otros y tienen la ingratitud de no citarlos.
La siguiente fábula se refiere a aquellos que quieren hacerse pasar por autores originales, cuando no hacen otra cosa más que repetir con poca diferencia lo que muchos otros han dicho.
Más allá de las islas Filipinas hay una, que ni sé como se llama,
ni me importa saberlo, donde es fama que jamás hubo casta de gallinas,
hasta que allá un viajero llevó por accidente un gallinero.
Al fin tal fue la cría, que ya el plato más común
y barato era de huevos frescos; pero todos
los pasaban por agua (que el viajante no enseñó
a componerlos de otros modos). Luego de aquella tierra
un habitante introdujo a comerlos estrellados.
¡Oh, que elogios se oyeron a porfía de su rara y fecunda!
Otro discurre hacerlos escalfados…
¡Pensamiento feliz! Otro, rellenos…
¡Ahora sí que están los huevos buenos!
Uno después inventa la tortilla, y todos claman ya:
¡”Qué maravilla!”
No bien se pasó un año, cuando otro dijo: “Sois unos petates;
Yo los haré revueltos con tomates.”
Y aquel guiso de huevos tan extraño,
con que toda la isla se alborota, hubiera estado
largo tiempo en uso, a no ser porque luego los ompuso
un famoso extranjero la Hugonota.
Esto hicieron diversos cocineros<, pero,
¡qué condimentos delicados no añadieron después los reposteros!
Moles, dobles, hilados; en caramelo, en leche,
En sorbete, en compota, en escabeche.
Al cabo todos eran inventores, y los últimos huevos los mejores.
Mas un prudente anciano les dijo un dia: “Presumís en vano”
de esas composiciones peregrinas.
“¡Gracias al que nos trajo las gallinas! ¿Tantos autores nuevos
no se pudieran ir a guisar huevos más allá de las islas Filipinas?
También lea: Defensa del poder | Columna de Ricardo García López
#4 Tiempos
Irantza Goytia, brillante estudiante potosina | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Irantza Aleixa Goytia Hernández, jovencita de Tamazunchale, acaba de graduarse en Inglaterra en el nivel medio superior, como parte de su carrera de formación que iniciara en Tamazunchale y que siguiera por el camino de la educación extraescolar, aprovechando los espacios de participación educativa y formativos para niños y jóvenes en el campo de la recreación científica.
En Tamazunchale, la Dra. Pilar Suárez impulsó el programa Expociencias que está dirigido a niños y jóvenes donde desarrollan y defienden un proyecto científico en áreas de las ciencias y las humanidades desde el jardín de niños hasta preparatoria. En este programa Irantza participaría cuando estudiaba la primaria obteniendo uno de los primeros lugares lo que le permitiría representar a San Luis Potosí en Expociencias Nacional, donde a su vez logró acreditaciones para representar a México en concursos internacionales que forman parte del Movimiento Internacional para el Recreo Científico y Técnico, el MILSET.
En Tamazunchale, también participaría en el programa Niñas en la Ciencia que coordina la propia Dra. Suárez. Este programa es un programa internacional de niñas y mujeres haciendo ciencia. Estos espacios fueron detonantes para el reconocimiento al talento de niños y jóvenes en el que destacaría Irantza Aleixa. Desde primero de primaria participó en Expociencias, ganando en dos ocasiones veces a nivel nacional e internacional. Ha participado en diferentes concursos locales. Como la niña presidenta de Tamazunchale, al igual que en foros internacionales sobre STEM.
En uno de los eventos internacionales le ofrecieron una beca para estudiar en Reino Unido, cuando estudiaba bachillerato en el CBTIS 187 de Tamazunchale; en Inglaterra volvió a comenzar sus estudios de bachillerato de donde se ha graduado en Gales Reino Unido en el en el UWC (Colegios del Mundo Unido) Atlantic. La ceremonia donde recibió sus estudios de Bachillerato Internacional, fue presidida por el director, Naheed Bardai estando presente el Primer Ministro de Gales, Eluned Morgan. En esa ceremonia también se graduó Sofía Borbón Ortiz, hija de los reyes de España.
El buen éxito en sus estudios en Reino Unido le permite poder acceder a otra beca para realizar sus estudios profesionales en Inglaterra; Irantza tiene planes también de estudiar en Estados Unidos, aunque la situación actual para estudiantes mexicanos en Estados Unidos no es muy prometedora por la política de Donald Trump.
Irantza Aleixa Goytia Hernández, fue estudiante de la escuela primaria pública Rafael Ramírez Castañeda, de Tamazunchale, entonces, desarrolló un proyecto que se llama “Conociendo la naranja”, el cual propone que el aceite de la piel de esta fruta, conocido como limoneno puede ayudar a degradar el unicel, que normalmente tarda cientos de años.
Mostró este trabajo en la Expociencias Tamazunchale, obteniendo su acreditación para participar en la Expociencias San Luis Potosí, después, en Expociencias Nacional efectuada en Morelia, donde su proyecto fue considerado de los 50 más interesantes de su categoría y, por tanto, fue invitada a participar en la Feria de la Ciencia y la Tecnología en Paraguay.
Por esta vía a participado en las Ferias de Chile y Brasil representando al estado y al país; ya tuvo otras participaciones con proyectos en las Expociencias de Paraguay 2019, Perú 2019, Chile 2020, Guatemala 2021, Chile 2022, Brasil 2023. En 2019 le fue otorgado el Premio Estatal de la Juventud. El encauzamiento de formación no formal que permiten este tipo de programas ha sido aliciente para que Irantza pueda tener esa experiencia internacional que ha ayudado a su formación aprovechando el talento que ha exhibido. Los espacios de participación en Tamazunchale han sido fundamentales y siguen apoyando a niños y jóvenes de la Región Huasteca Sur.
También lee: Micrometría y la paz del espíritu en la Ciencia en el Bar | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
#4 Tiempos
La Habana que vive en Mérida (yo sé que volverás) | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Es difícil decirles que no a algunas mujeres. Basta una inflexión en la voz, un destello felino en los ojos, y uno se queda desarmado. Aquella noche, en Mérida, yo estaba cansado no solo de la jornada, sino del mes entero. El calor del día —una asfixia que oscilaba entre los 38 y 40 grados— había cedido al fin un poco: la luna ofrecía una clemencia que el sol había olvidado. Los tejados coloniales invitaban a dar un paseo.
Ante el acumulado laboral y sus desgastes tuve a bien hacer lo mejor que uno puede hacer en algunas circunstancias: olvidarse de todo y rascarle al día los últimos minutos, con dignidad, porque mañana —ya lo sabes— será otro campo de batalla. No visitaba Yucatán desde que era un bebé, así que debía salir y escarbar algún gramo de historia. Me lo debía, me debía la búsqueda de una grieta. Una ciudad como Mérida no puede reducirse al trabajo. Tenía que salir.
Una breve investigación me reveló la existencia de una cantina: La negrita, la más antigua de Mérida. Buen nombre. Estaba a pocas cuadras del hotel en el que me hospedaba y eso bastó. Salí con la intención de tomar lo que fuera, comer algo sencillo, y luego dormir sin (tantos) remordimientos.
Caminé por la calle 62 en el Centro Histórico de Mérida, en horas en las que ya había bajado el bullicio. La gente andaba sin prisa, las vitrinas mostraban guayaberas bordadas, arte y diseño local; mucho objeto enfocado en turistas que no corresponderán tal amor y que solo le verán el lado kitsch. Las calandrias con sus pobres caballos ya no esperaran a nadie.
Iba firme rumbo a La negrita, cuando a una cuadra y media topé con el jardín de una casona: mesas desperdigadas bajo un árbol enorme, luces tenues como de un antiguo parque y el murmullo prometedor de algo que todavía no empieza. Me detuve a mirar. Fue entonces cuando apareció ella. Una joven de acento cubano, sonrisa amplia y esos ojos de quien sabe convencer sin apurar (el tipo de persona que cautiva no porque imponga nada o levante la voz, sino precisamente porque no lo hace). «Buenas noches, pásele», dijo. «Hoy tenemos un trío con boleros en vivo. Comienza a partir de las diez».
Le agradecí, pero seguía firme con mi plan. No quería comprometerme. Sin embargo, aquella muchacha era muy gentil. Y atractiva, con ese brío que alumbra a las mujeres en sus veintes y que al cabo de un tiempo se disipa para no volver jamás. «Ande, venga, se la pasará muy bien. No me diga que no».
Ella era una de esas mujeres a las que es complicado decirles que no. «Vuelvo más tarde», le dije. «Tengo un compromiso con alguien», agregué, sin precisar que me refería a La negrita.
No era un mal plan. Podía beber algo en el otro sitio, tal vez comer algo y regresar después a la casona para los boleros. Al mismo tiempo no estaba del todo convencido. No sería la primera promesa que el viento se llevara consigo. Ya se vería.
La Negrita era distinta a lo que esperaba. Había imaginado una cantina tradicional: uno de esos tugurios perdidos en el tiempo con ventiladores un aspa rota, mesas de madera raspada, y en el que un grupo de ancianos juega dominó y bebe tragos lentos en el afán de arañar alguna memoria. Y no. Aquello era otra cosa. Un sitio grande, con luces neón colgadas como frutas eléctricas, gente de todas las edades moviéndose al ritmo de un grupo en vivo que disparaba ráfagas de cumbia, salsa y alegría.
Me senté en la barra. El calor había vuelto para apretar los labios, así que pedí una cuba servida en una copa de un litro, como si la sed del Caribe tuviera medida. Luego, animado por el ambiente y la seguidilla de temas ofrecidos por el conjunto que alumbraba el escenario, y para no desentonar, me aventuré con una bebida que no acostumbro: un mojito, igual de generoso, que apuré cuando me avisaron que el lugar cerraba a las diez. Lo lamenté, aquel era un lugar magnífico para quedarse encerrado.
Los meseros eran atentos, veloces, con un ritmo que mezclaba profesionalismo y picardía. Uno de ellos me susurró que si quería seguir la fiesta había un sitio con más música, mezcal y mujeres que iría más allá de la medianoche y que todos —él, sus compañeros, varios clientes, quizás hasta los músicos— acabarían allá. Lo descarté. Yo ya venía agotado. Solo quería volver al hotel y envolverme en el aire acondicionado cual si fuera un chapuzón en la alberca.
Aunque ya se sabe, a veces cuando uno se rinde surgen otros planes. Al regresar por la calle 62, antes de doblar hacia el hotel, escuché el eco de un bolero flotando en el aire. Y ahí estaba de nuevo la casona, como si me estuviera esperando para cumplir la promesa que hice a la muchacha cubana que ahí reapareció.
—Estoy de vuelta para tomarme algo con ustedes —le dije—. Creo que llegué a tiempo.
Me sonrió con un gesto sin sorpresa. No soy el primero al que convence.
Entré. Me senté frente al grupo Trío Ensueño que tocaba los boleros. Detrás de mí, dos parejas cuchicheaban sobre sus andanzas de juventud. A mi derecha, un hombre mayor compartía mesa con dos mujeres cubanas que le flanqueaban. Para alguien que mirara de fuera podíamos pasar por nighthawks del Caribe.
La gerente del lugar, una mujer rubia, se acercó a ofrecer la carta. Le pedí un cóctel. Me miró con una mueca de disculpa: el bartender no había venido y ella no sabía preparar bebidas. Tendría que conformarme con una cerveza, a menos que pidiera algo muy simple. Vamos, le dije, creo que usted puede ayudarme. Qué le parece un gin tonic. Solo ponga ginebra en un vaso y complete con agua tónica. Échele un chorrito de limón. Nada más. Está bien, lo intentaré, dijo, como si le propusiera una travesura.
El acento de la mujer rubia también era cubano. Parecía que había aterrizado en una versión paralela de La Habana, esa que vive oculta en el centro de Mérida. Yo encantado. Todo terminó de encajar cuando vi el nombre del lugar en el menú: Bodeguita del Centro.
Al cabo de un rato, llegó el gin tonic. Fresco, bien logrado. La amable gerente me preguntó, con cierta duda en la voz:
—¿Qué tal le pareció?
—Usted tiene una mano con tino. Le dije que lo lograría.
Asintió con la dulzura que caracterizaba a aquel local, una calidez que no estaba en la decoración ni en la carta, sino en las personas. En ella, en la hostess, en otro mesero que me explicó los platillos, en los músicos que me saludaron al llegar como si fuera un viejo cliente. Me sentí en casa, aunque estuviera tan lejos de ella, aunque no la tuviera ya.
Los boleros seguían desfilando sobre el aire tibio del lugar. El Trío Ensueño desgranaba joyas una tras otra: «Usted», «Sin ti», «Bésame mucho», «Noche, no te vayas», «La gloria eres tú». En un impulso íntimo, grabé un fragmento de esta última y lo envié por video a una persona buena, que estaba a cientos de kilómetros, a modo de carta.
Luego vinieron las complacencias. Una para cada mesa, como si cada cliente trajera una herida secreta que necesitara una canción para sobrellevar en paz. Cuando llegó mi turno, pedí «La barca». Esa melodía que, como siempre, me llevó al sentimiento de añoranza que caracteriza a este tema.
Dicen que la distancia es el olvido
Pero yo no concibo esa razón
Porque yo seguiré siendo el cautivo
De los caprichos de tu corazón
[…]
Hoy mi playa se viste de amargura
Porque tu barca tiene que partir
A cruzar otros mares de locura
Cuida que no naufrague en tu vivir…
Terminé conmovido por la música, por el momento. De tanto en tanto intercambiaba miradas cómplices con el hombre de la mesa de al lado y sus acompañantes, quienes también conocían a fondo esas melodías. Seguí pidiendo de beber.
En una ida al baño noté que era tarde y que al día siguiente tendría que madrugar. El lugar, además, empezaba a cerrar. Hay sitios de los que uno no quiere irse, pero de los que es mejor marcharse a prisa, antes de que lleguen los guardias y apaguen las luces o cualquier imprevisto arruine el recuerdo.
Antes de irme, el hombre de la mesa de al lado se acercó.
—Noté que le gustan las canciones Luis Miguel —me dijo.
—Mucho —respondí, sin saber a dónde iba.
—Déjeme presentarme. Soy escritor. Yo escribí la letra de una canción que quizá usted ha escuchado alguna vez.
—¿Sí? ¿Cuál?
—«Yo sé que volverás», de Luis Miguel. Me llamo Luis Pérez Sabido. Mucho gusto.
Me costaba creerlo. Había escuchado esa letra docenas de veces (musicalizada por Armando Manzanero) sin imaginar que un día coincidiría con su autor en un rincón de Mérida, del que pude haberme perdido de haber cedido a la abulia.
—Es un honor —le dije—. Me encantaría mantener contacto con usted, pero me he quedado sin tarjetas.
—No importa. Vuelve aquí. Suelo venir los jueves de boleros.
—Está bien, volveré.
Al salir, saludé a los músicos que ya charlaban con una cerveza en las mesas del jardín delantero. Agradecí tambaleante a la dueña por el gin tonic improbable y, sobre todo, a la hostess, que aquella noche me había abierto la puerta no solo a un gran lugar, sino de algo más profundo: la historia que había salido a buscar.
—Yo estaba perdido antes de verte —le dije—. Y esta noche me has hecho feliz.
Ella sonrió comprensiva ante mi ridículo.
Volví caminando al hotel con el espíritu renovado, recordando una antigua verdad que había olvidado entre correos electrónicos y obligaciones. Lo importante de la vida está allá afuera, escondido en guaridas donde aún suena la música, donde alguien se sienta a conversar sin mirar la hora, donde una desconocida te cambia la ruta con un guiño.
También está en las viejas costumbres: leer, escribir, dejarse tocar por una canción. Me prometí volver a aquella Bodeguita del Centro… y también a eso que más me gusta de la vida. Que nada destruya nuestros amores. Ni los que ya fueron ni los que están por venir.
Contacto
Correo: [email protected]
Twitter: @Bigmaud
También lee: Un café tomado en Viena | Columna de Carlos López Medrano
#4 Tiempos
Consideraciones sobre la amabilidad | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Tenía Víctor Hugo, el gran escritor francés, veintisiete años de edad cuando publicó, en 1829, El último día de un condenado, novela o largo relato en el que se pone a describir los pensamientos íntimos, las agitaciones interiores y los estados de ánimo que se apoderan de un hombre que pronto -muy pronto- va a tener que morir. La justicia ha señalado ya el día y la hora en que deberá tener lugar la ejecución; todo, pues, está listo…
Pero, no: ¡no todo está listo! Puede que lo esté el cadalso, puede que lo esté el verdugo, pero este hombre todavía no está listo. ¡Aún no sabe por qué debe morir! «Soy joven, estoy sano y fuerte –gime en el calabozo-. La sangre circula libremente por mis venas; todos mis miembros obedecen a todos mis caprichos; estoy robusto de cuerpo y de mente, preparado para una larga vida. Sí, todo esto es verdad; y, sin embargo, padezco una enfermedad, una enfermedad mortal, provocada por la mano del hombre».
Afuera, en la calle, todos ríen y se gozan: el calor del sol es bueno, la vida es bella. ¡Ah, tienen razón al mostrarse tan alegres! Para ellos hay futuro. ¿Cómo no sonreír cuando a la noche sigue el día, cuando se espera vivir muchas noches y muchos días? En cambio él… ¡Quizá no haya para él ni otra noche ni otro día!
Llama la atención, sin embargo, cómo es que este hombre se da cuenta de que no le queda mucho tiempo: ¡por la amabilidad del personal penitenciario! ¿De cuándo acá se mostraban tan amables estos monstruos de indiferencia? ¿De cuando acá? «El camarero de guardia acaba de entrar en mi calabozo, se quita el gorro, me saluda, pide perdón por molestarme y me pregunta, suavizando en lo posible su voz ruda, lo que deseo para el desayuno. Me entran escalofríos. ¿Será hoy?».
Es decir, ¿será hoy cuando tenga que ser ejecutado? Tanto refinamiento, tanta delicadeza le parecen francamente sospechosos. Hasta hace poco todos le hablaban a gritos, brutalmente, pero hoy se descubren la cabeza para saludarlo y hasta ejecutan ante él respetuosas reverencias. Sí, es posible que sea hoy. El condenado, entonces, se pone a temblar. Es que no era normal, no era normal en absoluto que…
Pero las cosas se complican todavía más cuando, de pronto, la reja del calabozo se abre y aparece en el marco de la puerta una figura pequeña, de largos bigotes negros, y amable hasta la falsedad. «Sí, es hoy –piensa el condenado al ver a este individuo ejecutando todas las ceremonias de la cortesía-. El mismo director de la prisión ha venido a visitarme. Me pregunta lo que me gustaría o podría serme de utilidad; incluso hasta expresó el deseo de que no tuviera quejas de él o de sus subordinados; se interesó por mi salud y por cómo había pasado la noche. ¡Al salir me llamó señor! ¡Sí, es hoy!».
Y admírese usted: los pensamientos del condenado resultaron ser ciertos; su intuición no lo engañó. Era hoy, precisamente cuando debía morir. No se equivocaba.
¿Por qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último momento? Al parecer, sólo los muertos –o los que están a punto de serlo- logran conmovernos. «¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! –exclama el personaje único de La caída , el famoso monólogo de Albert Camus (1913-1960)-. El homenaje se les ofrece entonces con toda naturalidad, ese homenaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiésemos durante toda su vida… Observe usted a mis vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en el que usted vive. Los inquilinos dormían su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero. Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan».
¡Los hombres sólo somos corteses con los muertos! He aquí lo que el Nóbel francés quiso decir. Pero no sólo lo dice él. He aquí, por ejemplo, lo que Máximo Gorki (1868-1936), el escritor ruso, escribió en su autobiografía: «¡Las misas de difuntos son las más bellas de toda la liturgia! ¡Hay en ellas ternura y piedad para los hombres! ¡Nuestros semejantes no compadecen sino a los muertos!».
Está bien, está bien, así es. Y, sin embargo –me digo-, he aquí un método para cultivar la cortesía: ver en el otro, ese que ahora está junto a mí, un condenado a muerte -¡que lo es, sólo que él no lo sabe, o lo ignora, o no quiere pensar en ello!- y tratarlo como si mañana ya no fuera a estar aquí; tratarlo, en una palabra, con las mismas atenciones que el carcelero dispensó al condenado a muerte en el relato de Víctor Hugo. ¡Ah, si nos viéramos como somos, es decir, como mortales, qué dulces seríamos en nuestras relaciones, y qué corteses!
Dice Aliosha a Lisa en Los hermanos Karamazov, la novela de Fiodor Dostoyevski (1821-1881): «Hay que tratar muy a menudo a las personas como si fueran niños, y a veces como si fueran enfermos». No está mal, no está del todo mal. ¿Con qué delicadeza no trataríamos a una persona si supiéramos que quizá hoy mismo va a morirse? ¿Y cómo estar seguros que no será hoy el día en que morirá? Por eso, más vale ser amables con él.
Otra cita más; ahora la he tomado de Sobre héroes y tumbas, la novela de Ernesto Sábato (1911-2011), el escritor argentino: «¿Sería uno tan duro con los seres humanos si se supiese la verdad que algún día se han de morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?».
Todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal. El silogismo nos sale bien; en el fondo, los hombres no somos tan ilógicos como parecemos a primera vista. Sólo que no siempre sacamos de nuestros razonamientos todas las consecuencias pertinentes al caso.
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