junio 21, 2025

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#4 Tiempos

Bondades epidémicas o los amables hipócritas | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

 

Hay una clase de simpatía que a mí me ha parecido siempre odiosa a la vez que repugnante. Es la simpatía etérea de aquel que sonríe siempre, pero más como una actitud general ante la vida que como un una manera de obsequiar a las personas. Aunque todo el tiempo hay una sonrisa estampada en su rostro, esa sonrisa nunca es para nadie: es una sonrisa sin dedicatoria y sin dirección, por decirlo así.

Cuando llegas a su oficina, el simpático ficticio se levanta como impulsado por un potentísimo resorte, te estrecha la mano con efusión y te ofrece un caramelo abriendo cortésmente su bombonera de cristal cortado. Quien lo viera, diría que está recibiendo a un viejo amigo, a un compañero de otros tiempos, aunque en realidad no te conoce y, siendo sinceros, ni quiere conocerte. Dando diez mil rodeos te pregunta tu nombre, y, cuando se lo dices, pareciera que lo guarda muy hondo en su corazón.

-¿Me ha dicho usted que se llama Abel? –dice poniendo los ojos en blanco-. Bonito nombre, en verdad. El primer mártir de la historia se llamaba como usted.

Y con estas palabras u otras parecidas se pone a divagar sobre la historia sagrada con el único y mezquino fin de salir del paso.

No obstante, cuando te lo vuelves a encontrar en algún pasillo de la vida ni siquiera te saluda porque tu rostro ya no le dice nada: simple y sencillamente lo ha olvidado. «¿Por qué no me saludaría?», te preguntas tú, poseído por una angustia casi metafísica. Y como te faltarán otras cosas, pero no ingenuidad, lo abordas, creyendo que todo se ha debido a una lamentable inadvertencia, a una estúpida distracción de parte suya.

-Señor Estrada –dices estrujándolo con emoción-, ¡qué gusto me da volverlo a ver! ¡Qué dicha y qué honor!…

Le estrechas la mano con la misma efusión con que él te la estrechó en su oficina tras abrir la bomobonera, francamente convencido de que, de aquel encuentro fugaz, algo había nacido. Y el señor Estrada, claro está, sonríe, pero a la vez tartamudea, vacila y duda. Se pregunta para sus adentros: «¿Quién será este imbécil?, ¿es que no ve que tengo prisa?», pero recobra la calma, se arregla la corbata y dice triunfal:

-¡Ah, es usted! No dejaba de preguntarme que había pasado con mi querido amigo…

Tan pronto como dice «con mi querido amigo» se detiene, porque es necesario que diga tu nombre, y éste le es más inaccesible que el nombre del cuarto emperador de la dinastía Ching. Tú, sintiéndote profundamente desilusionado, dices: «Sánchez. Abel Sánchez».

-Sí –dice el otro-, Abel Sánchez, como el de la novela de Unamuno. ¿Sabe usted a qué novela me refiero y, sobre todo, quien es Unamuno?

En realidad, pasa a hablar de la novela para salir del atolladero en el que se ha metido. Y sale bastante bien parado, pues –para su suerte- ha leído la novela de Unamuno y puede contar la trama con pelos y señales, es decir, desviar impunemente la conversación. Por último, recomienda:

-Léala usted, amigo mío. Se llama Niebla, y podrá conseguirla en cualquiera de las librerías de nuestra ciudad. Léala usted. ¡No se arrepentirá!

Y se despide sonriente, amigable, para luego, como los perros, echarse a correr. Esta forma de amabilidad es muy común entre las grandes personalidades,

aunque las hay menores que también la practican. Su objetivo es causar en sus visitantes e interlocutores una buena impresión, una especie de sentimiento de gratitud hacia su gentilísima persona. Aunque no lo confiesen abiertamente, todas sus atenciones y todas sus sonrisas están encaminadas a suscitar en los otros sentimientos de alabanza, si no es que hasta de adoración o incluso de idolatría: «¡Qué importante es este hombre y al mismo tiempo qué sencillo!». Entre dos personas igualmente prominentes, uno tiende a juzgar más importante al que nos trató mejor: he aquí una verdad del comportamiento social que estos amables hipócritas explotan de la manera más vil, pues, como afirma André Maurois (1885-1967) en Un arte de vivir, «es fácil ser admirable cuando se permanece inaccesible».

Si no nos volviéramos a encontrar con estos tales, su batalla estaría ganada: los llevaríamos siempre en nuestro recuerdo cómo sólo pueden ser llevados los seres de excepción. Pero como con frecuencia no es así, pues para eso tendrían que irse a vivir a la luna, lo único que consiguen más tarde o más temprano es causar una honda pena.

«Ya conocía su bondad, pero una bondad epidérmica puede dañar mucho a la gente», confiesa sinceramente indignado el personaje de una novela de Graham Greene (El que pierde, gana) al que su jefe, un hombre en estado de sonrisa permanente, invitó a Montecarlo y que luego lo dejó plantado por no recordar después la invitación. «¡Ya sé! –había dicho este hombre a su empleado apenas unos días antes-. Encontré la solución, señor Bertram. Usted y su linda mujer vendrán a mi yate. Todos mis huéspedes me abandonarán en Niza y Montecarlo. Allí los recogeré el día treinta.

Navegaremos por la costa de Italia, la bahía de Nápoles, Capri, Ischia»… Sí, todo muy bonito, pero cuando éste llegó a Montecarlo, varios días después del día treinta, ni siquiera se acordaba de la promesa hecha a estos dos pobres tontos que ya casi tenían que dormir en la calle por no tener con qué pagar la habitación del hotel. ¡Qué bandido! ¡Y ellos que pensaban que su jefe los recordaría! Nada de eso: esta gente no se acuerda de nada, sino que sólo se limita a sonreír y a prometer.

La amabilidad no debe nunca ser etérea y sí, en cambio, llena de memoria; de lo contrario, más que amabilidad es una burla. Tenía razón François Mauriac (1885-1970), el novelista francés, cuando afirmó en Nudo de víboras que «hay una cierta calidad de gentileza que es casi siempre señal de traición».

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#4 Tiempos

El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

Si bien desde los primeros años de la fundación existieron poetas en San Luis y se cultivó este género, como lo hemos tratado en anteriores entregas, estos personajes serían españoles avecindados en la ciudad; el primer poeta nacido en el siglo XVII en estas tierras en la ciudad de San Luis Potosí sería Pedro de los Santos.

Pedro de los Santos. Este personaje es uno de los nacidos en San Luis Potosí, nacería a mediados del siglo XVII; en 1699 era colegial de San Ildefonso y Familiar y Maestresala del virrey don Juan Ortega Montañés.

Emigraría muy joven a la ciudad de México, al parecer estudiaría también en la Real y Pontifica Universidad de México pues en su Romance aparece el título de Bachiller.

Su Romance es el único poema que se le conoce, fue escrito en 1700 y publicado en 1702 conociéndosele con el título de Romance en elogio a San Juan de Dios en las fiestas que hizo México por su canonización. Poema que tendría el segundo lugar en el certamen poético por la canonización de San Juan de la Cruz, que describió el Pbro. Br. Juan Antonio Ramírez Santibañez; donde se apunta: “El segundo lugar, se le dio al que puede tener plaza de Músico suave, pues tira gajes de cantor en el palacio de Apolo y ser Maestresala de las Musas, al Bachiller donde Pedro de los Santos, maestre de la sala del Exmo. Sr. Dr. Don Juan de Ortega Montañés, del Consejo de su majestad, arzobispo de México, segunda vez Virrey, Gobernador, Capitán General de esta Nueva España y Presidente de su Real Audiencia”.

El Padre Peñalosa asegura que en su poema “no faltan, en el romance, algunas características de la poesía barroca, entonces en pleno apogeo, como la hipérbole, las alusiones mitológicas, la bimembración distribuida en dos versos o tal cual detalle de la luz y de color; pero sin el poderío y la plasticidad, sin el ingenio y la audacia de la verdadera y grande poesía barroca”.

Al decir del Padre Peñalosa una copia fotostática de su romance se encuentra en el Archivo Histórico de San Luis Potosí.

En su romance, los últimos versos dicen:

la misma tormenta corre
haciendo que el aire ocupe
mejor sagrada saeta
del Ave de culpa inmune.

Con ella el piélago vence,
con ella el viento confunde
y no admira que con ella
el mismo Puerto salude.

Con ella pone en Granada
columnas que no caduquen
a las injurias del tiempo,
pues su caridad las sube.

Mereciendo mayor palma,
Porque puso en servidumbre
Al mar, no con armas fieras,
Sino con palabras dulces.

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#4 Tiempos

La miseria del sexo | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

Sucede en un cuento de Arthur Schnitzler (1862-1931), el escritor austriaco. Una vez, un joven fue invitado a asistir a un duelo en calidad de padrino de un militar de cierto rango que, al ver ofendido su honor, retó a muerte a un caballero de la alta sociedad vienesa abofeteándolo con su guante. Qué razones había para lavar con sangre esa mancha real o imaginaria, no lo sabemos, pues éstas no quedan muy claras en el relato, aunque todo parece indicar que había unas faldas de por medio, y que estas faldas eran nada menos que las de la esposa del militar.

Como decimos, el padrino nada sabía de los motivos que impulsaron al teniente Loiberger a tomar tan drástica determinación, pero tampoco quiso averiguarlas. ¿Para qué? Como se dice, cada uno sabe dónde le aprieta el zapato; y, además, ¿para qué negar que en aquellos tiempos remotos la gente se mataba entre ella por los motivos más banales y fútiles? «El hecho –dice el narrador de esta historia, es decir, el padrino- de que en ciertos círculos tuviera que contarse con la posibilidad o incluso con la inevitabilidad de los duelos, ya sólo esto, créame, daba a la vida social una cierta dignidad o, al menos, un cierto estilo. Y a las personas de estos círculos, incluso a las más insignificantes o ridículas, les prestaba la apariencia de una continua disposición a la muerte, aun cuando a usted esta expresión le parezca, utilizada en este contexto, demasiado rimbombante».

Digámoslo ahora con nuestras palabras: en aquellos tiempos, batirse a muerte con adversarios verdadero o ficticios era una moda tan extendida, sobre todo entre las clases superiores, que nuestro joven narrador ni siquiera se extrañó cuando el teniente Loiberger solicitó amablemente su padrinazgo. Además, ¿no era ésta la séptima u octava vez que un caballero ofendido le pedía exactamente la misma cosa? Sin embargo, es necesario abreviar, y lo haremos diciendo cuanto antes que el muerto, allí, fue precisamente el señor Loiberger, que cayó al suelo con cierta elegancia y sin demasiados aspavientos a causa de una bala que vino a incrustársele a la altura del corazón. Se llevó la mano al pecho, lanzó un suspiro hondo, se tendió en la hierba como quien se dispone a permanecer en esa postura un tiempo muy largo y murió en el acto.

Una autoridad municipal dio fe del deceso –también sin demasiados aspavientos- y el día transcurrió como de costumbre, cual si en realidad nada grave hubiese acontecido. Sin embargo, un problema quedaba sin resolver, y era que la viuda, que vivía en la capital, es decir, en Viena, debía enterarse de la muerte de su marido. ¡Claro, era necesario decírselo, y cuanto antes mejor! ¿Y quién iba a encargarse de tan desagradable tarea? El padrino, naturalmente, que para eso estaba. Y allá va nuestro narrador. Frau Agathe, la esposa del señor Loiberger, lo recibe amablemente y lo hace pasar al recibidor. En realidad nunca en su vida había visto ella a este hombre, pero no le parece feo y hasta le invita una copa…

¡Dios mío, qué bella era Frau Agathe! Su rostro resplandecía como una hoguera encendida. Ahora bien, ¿para qué ponerse a hablar ahora, precisamente ahora, de cosas tan tristes como son las que se refieren a la muerte? Ya lo haría después; por el momento era preciso beber otra copa y disfrutar el momento. Frau Agathe se veía incluso feliz. ¿Para qué romper el hechizo? Entonces el visitante se puso a hablar con la joven viuda –ella aún no sabía que lo era- de cosas que nunca sabremos. Y tanto hablaron y hablaron, y tanto se gustaron el uno al otro que pronto, sin que nadie supiera cómo ni cuándo, ya estaban los dos tomados de la mano en la alcoba de ella. ¡Oh, no se habían reunido allí para entregarse a la práctica de ejercicios piadosos! Y pasó el tiempo. Cuando el visitante despertó por fin, pudo recordar como entre sueños que había venido a esta casa a cumplir una misión. ¿Cuál era ésta? Trataba de recordarlo. ¡Ah, sí, decirle a Frau Agathe que su marido había muerto en la vecina ciudad de Ischl, en el transcurso de un duelo, precisamente!… Aún no salía completamente de su modorra cuando oyeron ambos a lo lejos un ruido de pasos. Quien llegaba era el doctor Mülling, amigo de la familia, para preguntar a la señora si ya se había enterado de la triste noticia. Cuando la supo, la mujer se deshizo en llanto y pidió ver cuanto antes el cuerpo de su marido.

«Desde entonces –cuenta el narrador- no me dirigió ni una palabra… Efectivamente, aquella misma tarde partió sola y a la mañana siguiente condujo el cadáver a Viena. Al otro día tuvo lugar el entierro al que, por supuesto, asistí… Muchos años después nos encontramos en una reunión social. Mientras tanto se había casado de nuevo. Nadie que nos hubiera visto hablar habría adivinado que nos unía una profunda vivencia común. Pero, ¿realmente nos unía? Yo mismo habría podido considerar aquella estival y tranquila, misteriosa y, con todo, feliz hora como un sueño que sólo yo había soñado: tan clara, tan sin recuerdos, tan inocentemente profundizó su mirada en la mía».

Y así acaba esta historia, que no ha hecho más que confirmar mis sospechas, a saber: que la relación sexual, por sí sola, no puede unir a dos seres que no se aman. Hoy es común, o casi, afirmar que las relaciones sexuales son como el termómetro del amor, de manera que nada puede esperarse de dos seres que no saben -o no pueden- hacerse gozar el uno al otro. Hay quien dice, además, que para enamorarse de una persona antes hay que haberse acostado con ella. Pero esto es falso, pues las cosas, por lo regular, suceden exactamente al revés. Así como los milagros no producen la fe, sino que es más bien la fe la que produce los milagros, así habría que decir también que las relaciones sexuales no producen el amor, sino que, a lo más, cuando éste ya existe sólo lo alimentan. Los que no se amaban antes de ir juntos a la cama, no se amarán más cuando hayan regresado de ella, y hasta es posible en algunos casos que terminen queriéndose menos. Los cuerpos podrán acoplarse todo lo que quieran, pero, si las almas están lejos, entonces no hay nada que hacer.

Me decía hace poco un joven hablándome de su novia, con la que tenía ya estas relaciones y con quien acababa de romper: «Quizá deje más material para el recuerdo una tarde viendo juntos el crepúsculo que una relación sexual». Claro, claro. ¿Podría decirse mejor? He aquí la miseria del sexo.

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#4 Tiempos

Verano futbolero | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

Apesar de los pesares, el verano futbolero arranca este fin de semana.

Tanto el mundial de clubes, como la Copa Oro, se jugarán en el territorio de los Estados Unidos, algo que bajo otro panorama sería lo ideal, un país multicultural, con una infraestructura increíble y fortaleza económica como para poder generar ingresos sobrevalorados, todo estaría bien, si no hubiera problemas sociopolíticos en Norteamérica.

Las recientes políticas han comprometido las entradas a los estadios y con esto un posible golpe comercial a las proyecciones de FIFA. Pero pasando al punto netamente deportivo, que al fin es lo que importa para esta sección, las cosas suenan muy interesantes.

Por un lado tenemos el nuevo experimento mundial, juntar a algunos de los clubes más importantes del mundo, en un torneo que buscará enfrentarlos con sus mejores jugadores en búsqueda de un gran premio económico, todos los equipos presentarán lo mejor que tienen y es probable que conforme avancen en el torneo su nivel tenga que aumentar, cuando los equipos que solo van a participar queden fuera, y se cierre contra los verdaderos rivales. Un torneo que levanta expectativas y que promete buenos juegos, sobre todo cuando clubes europeos salten a las canchas con sus figuras mundiales.

A la par de este torneo, se jugará el evento principal de CONCACAF. Si bien la región es tal vez la más olvidada del planeta, y sus selecciones fuertes no pasan por un buen momento, es notable voltear a ver a la zona y su torneo insignia a un año antes del mundial. Administrativamente, vamos a poder ver algunos estadios que serán sede de la Copa del Mundo 2026,

así como los preparativos para ciertas ciudades que recibirán afición y participantes. Por lo futbolístico, vale la pena resaltar el mal momento que vive la selección de los Estados Unidos, un equipo que llega con 4 partidos sin ganar y que busca levantar cabeza con Mauricio Pochettino, quien de hacer un mal torneo seguramente se despedirá por ahora de sus posibilidades de dirigir un mundial. Del lado de México, el Vasco Aguirre tiene que demostrar que su equipo puede levantar la cara a un año de la copa. La obligación de campeonar en la Copa Oro sigue siendo imperante, así como desplegar un buen fútbol ante rivales que parecen a modo.

El resto de las selecciones piensan más en su posible clasificación al mundial y tomarán la participación como partidos de preparación ante lo que viene para el cierre del 2025.

Dos torneos interesantes, un mes lleno de futbol y equipos que disputarán en una de las próximas sedes mundialistas. Atentos con el país del norte, y que la política y lo social no sean impedimento para por lo menos distraer un poco de lo verdaderamente importante, sin perder por completo la atención. Que arranque ya el verano futbolero.

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