#4 Tiempos
¡Apacigüen su culpas!, cínicos | Columna de Óscar Esquivel
Desafinando
Confiesen los pecados y después tiran la piedra
Nunca es nunca la conveniencia de no olvidar la historia, aquella que enseñe a los pueblos, a la gente, a no perder la memoria de la culpa colectiva que se obtiene de aquellos actos que generaron zozobra, mentira y culpabilidad, si de ellos se desprendiera el más falso y perjudicial sistema de echarle la culpa a los gobiernos, como si fueran los redentores milagrosos y esto ocurre al pasar de uno a otro gobernante.
No se es inmortal, los individuos pasan, las ciudades con sus pobladores quedan, jamás un individuo hará grande a un estado, por más que este se esfuerce, sin embargo, tampoco lo perderá por sí solo. Las naciones tienen la capacidad de reponerse a las sombras obscuras que dejaron los sujetos del estado. “Cuando un hombre llega al poder con sus pros y contras, queriendo resolver todos, apenas le quedan fuerzas suficientes como para prevenir o adelantar acontecimientos, y mucho menos, cuando son inevitables retardarlos”.
La culpa se arrastra generalmente en todos los casos, una acción común de los habitantes, incluyendo a los gobernantes, son las circunstancias, lo fatal no fue creado ni se absuelve, existen errores colectivos, pero también aciertos que normalmente deberían ser el estandarte de las naciones.
El cínico es culpable pero olvida el hecho de una circunstancias negativa que la misma persona causó… se hace igualmente el desentendido. No considera el sufrimiento y malas consecuencias que afecta a otros y así mismo. La frialdad y falta de empatía hacia los demás, convierte la idea que todo se hace por egoísmo.
El mexicano, hemos impuesto como doctrina actuar como seres maltratados, golpeados, sin embargo, alguno amamos y hasta bendecimos a quienes llegaron a maltratarnos.
¿Quiénes serían los cínicos? ¿El verdugo o víctima? Bien a bien, no se distingue a los cínicos, sino hasta la manifestación de juzgar lo mismo que realizó durante años…pecados ciudadanos.
Son cínicos algunos al expresar que el ejército tuvo culpa al no intervenir directamente y no retirar a los pobladores del lugar a cualquier costo en la explosión del ducto de gasolina en Tlahuelilpan, si así hubiera ocurrido, seguramente, tendríamos soldados linchados, o si estos, en la desesperación, desenfundan sus armas y las utilizaran contra las personas, sería lo contrario: ¡Ejército asesino! La bendita CNDH pediría explicaciones y emitiría millones de recomendaciones al gobierno.
Los únicos responsables son los pobladores, podríamos decir que son víctimas de la pobreza y se les hizo fácil, cualquier pretexto menos aceptar la culpa.
Cuando un país es libre, cuando la libertad de expresión es o debería ser sagrada, se manifiestan aquellos a quienes el poder de la televisión, la radio, medios escritos, esos hombres o mujeres que se dicen líderes de opinión, culpan al ejército, y no lo culpan por ser la institución armada, lo acusan por ser parte de un gobierno diferente a los que ellos servían desde esa trinchera de la “información”. Son estos periodistas aves de rapiña, crimen organizado, que solo utilizan su medio para ejercer su ideología. No quieren dejar su relación perversa con el poder que les dio la abundancia y el buen vivir.
Se puede disentir y opinar pero no utilizar una dialéctica mal intencionada, donde lo único que ocasiona es la confrontación que tanto le reclaman al presidente.
Cinismo es la CNDH, hurgando queriendo encontrar culpables, si bien existieron omisiones y errores logísticos, me gustaría ver a los observadores de derechos humanos en un operativo militar o policiaco, seguro se resguardarían atrás de los oficiales.
La tragedia de Hidalgo, es el parteaguas de la guerra contra el huachicol, es la visión del estado donde anteriormente se veía y no se actuaba, el robo de combustible de esta magnitud, es uno de los reflejos de la descomposición moral de la sociedad. ¿Será la educación? en los hogares, en las escuelas, donde por cierto, los gobiernos neoliberales eliminaron por decreto la materia de civismo, ¿qué nos queda? Actuar con rectitud, apreciar lo que tenemos y luchar por ello defendiéndolo.
La omisión y la sordera oficial también es cinismo.
El pasado diciembre el Senado aprobó establecer delitos para que sean castigados con prisión oficiosa, abuso sexual a menores, feminicidio, robo a casa habitación, al transporte, desaparición forzada de personas y el huachicol, no obstante la cámara de diputados, negó darle trámite completo, se espera que en el pleno si apruebe la reforma al artículo 19. En qué mente cabe que estos delitos no son graves, entonces cualquiera puede acusar a un delincuente por estos delitos y este caminará campante sin ser detenido hasta no iniciar el proceso cometiendo más fechorías.
Esperemos por el bien de todos, que el pleno de la cámara, apruebe prisión oficiosa, sin derecho a fianza por estos delitos que laceran a la sociedad.
CINISMO A LA POTOSINA
Si de San Luis se trata, la forma de ser cínico es estar dentro y fuera, azul y rojo, da igual, sin importar la opinión de los demás, impunidad, violencia, incapacidad de ser compatible el prójimo. La lamentable pérdida de manera violenta del joven Rangel, llamó nuevamente a la sociedad a la descalificación por ineficiencia del gobierno del estado y de su titular, sin embargo estamos inmersos en una espiral delincuencial que ya nadie se salva. Insistiendo y a voces de muchos, la impunidad y la corrupción es el lastre más pesado, precisamente ahí es donde no se trabaja.
Sentido común es mucho pedir.
La falta de transparencia es el ocultamiento de la verdad oficial y solo se abre cuando el gobierno se siente acorralado, 982 homicidios en 2018, miles de robos de vehículos y casas, se prefiere echar la culpa a la situación nacional que afrontar el problema.
CINISMO RECONOCER AL “JEFE POLÍTICO COMO EL MEJOR ACTIVO DEL PRI”
Escuchar el discurso del candidato al Comité Directivo Estatal del PRI, Elías Pesina, argumentando que el partido sobrevivirá, con trabajo militante de tierra, con la gente, los obreros y campesinos, (a quienes culpa de la derrota). Olvida de dónde viene y a donde llegó.
No recuerda el candidato, que él es, uno de quienes cerraron las puertas de atención a la militancia, ahora pretende desmentir a la crítica a quienes en su imaginario quieren ver un “PRI muerto”, pero el ¡Revolucionario no ha muerto!, está en terapia intensiva, a pesar de haberle propinado heridas por el grupo en el poder, al cual pertenece el señor ingeniero, recordemos que el priismo potosino se ve afectado por las acciones de gobierno y el sectarismo más profundo que haya conocido el PRI estatal.
La negación de la culpa es la más pura reacción del cinismo, “no fuimos responsables de la tormenta”. Si no lo son, entonces, ¿por qué no llevaron al barco a puerto seguro? “El mejor activo del partido”, el “líder del partido”. ¿Recordará a Enrique Peña Nieto? “Vamos con nuevo ímpetu a reconstruir las cosas” ¿Con quién? “Regaños en privado” Quién va a regañar a quién; la militancia al presidente más bien.
Así “Dios bendiga a Dios” lo van a necesitar.
Nos saludamos pronto.
También lea: La corta visión de la oposición | Columna de Óscar Esquivel
#4 Tiempos
La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».
Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.
Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».
La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.
«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».
Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.
Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:
«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».
¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…
¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».
Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…
También lee: La miseria del sexo | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
#4 Tiempos
El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Si bien desde los primeros años de la fundación existieron poetas en San Luis y se cultivó este género, como lo hemos tratado en anteriores entregas, estos personajes serían españoles avecindados en la ciudad; el primer poeta nacido en el siglo XVII en estas tierras en la ciudad de San Luis Potosí sería Pedro de los Santos.
Pedro de los Santos. Este personaje es uno de los nacidos en San Luis Potosí, nacería a mediados del siglo XVII; en 1699 era colegial de San Ildefonso y Familiar y Maestresala del virrey don Juan Ortega Montañés.
Emigraría muy joven a la ciudad de México, al parecer estudiaría también en la Real y Pontifica Universidad de México pues en su Romance aparece el título de Bachiller.
Su Romance es el único poema que se le conoce, fue escrito en 1700 y publicado en 1702 conociéndosele con el título de Romance en elogio a San Juan de Dios en las fiestas que hizo México por su canonización. Poema que tendría el segundo lugar en el certamen poético por la canonización de San Juan de la Cruz, que describió el Pbro. Br. Juan Antonio Ramírez Santibañez; donde se apunta: “El segundo lugar, se le dio al que puede tener plaza de Músico suave, pues tira gajes de cantor en el palacio de Apolo y ser Maestresala de las Musas, al Bachiller donde Pedro de los Santos, maestre de la sala del Exmo. Sr. Dr. Don Juan de Ortega Montañés, del Consejo de su majestad, arzobispo de México, segunda vez Virrey, Gobernador, Capitán General de esta Nueva España y Presidente de su Real Audiencia”.
El Padre Peñalosa asegura que en su poema “no faltan, en el romance, algunas características de la poesía barroca, entonces en pleno apogeo, como la hipérbole, las alusiones mitológicas, la bimembración distribuida en dos versos o tal cual detalle de la luz y de color; pero sin el poderío y la plasticidad, sin el ingenio y la audacia de la verdadera y grande poesía barroca”.
Al decir del Padre Peñalosa una copia fotostática de su romance se encuentra en el Archivo Histórico de San Luis Potosí.
En su romance, los últimos versos dicen:
la misma tormenta corre
haciendo que el aire ocupe
mejor sagrada saeta
del Ave de culpa inmune.
Con ella el piélago vence,
con ella el viento confunde
y no admira que con ella
el mismo Puerto salude.
Con ella pone en Granada
columnas que no caduquen
a las injurias del tiempo,
pues su caridad las sube.
Mereciendo mayor palma,
Porque puso en servidumbre
Al mar, no con armas fieras,
Sino con palabras dulces.
También lee: Alcalde Mayor de San Luis, primer editor de Sor Juana Inés de la Cruz | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
#4 Tiempos
La miseria del sexo | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Sucede en un cuento de Arthur Schnitzler (1862-1931), el escritor austriaco. Una vez, un joven fue invitado a asistir a un duelo en calidad de padrino de un militar de cierto rango que, al ver ofendido su honor, retó a muerte a un caballero de la alta sociedad vienesa abofeteándolo con su guante. Qué razones había para lavar con sangre esa mancha real o imaginaria, no lo sabemos, pues éstas no quedan muy claras en el relato, aunque todo parece indicar que había unas faldas de por medio, y que estas faldas eran nada menos que las de la esposa del militar.
Como decimos, el padrino nada sabía de los motivos que impulsaron al teniente Loiberger a tomar tan drástica determinación, pero tampoco quiso averiguarlas. ¿Para qué? Como se dice, cada uno sabe dónde le aprieta el zapato; y, además, ¿para qué negar que en aquellos tiempos remotos la gente se mataba entre ella por los motivos más banales y fútiles? «El hecho –dice el narrador de esta historia, es decir, el padrino- de que en ciertos círculos tuviera que contarse con la posibilidad o incluso con la inevitabilidad de los duelos, ya sólo esto, créame, daba a la vida social una cierta dignidad o, al menos, un cierto estilo. Y a las personas de estos círculos, incluso a las más insignificantes o ridículas, les prestaba la apariencia de una continua disposición a la muerte, aun cuando a usted esta expresión le parezca, utilizada en este contexto, demasiado rimbombante».
Digámoslo ahora con nuestras palabras: en aquellos tiempos, batirse a muerte con adversarios verdadero o ficticios era una moda tan extendida, sobre todo entre las clases superiores, que nuestro joven narrador ni siquiera se extrañó cuando el teniente Loiberger solicitó amablemente su padrinazgo. Además, ¿no era ésta la séptima u octava vez que un caballero ofendido le pedía exactamente la misma cosa? Sin embargo, es necesario abreviar, y lo haremos diciendo cuanto antes que el muerto, allí, fue precisamente el señor Loiberger, que cayó al suelo con cierta elegancia y sin demasiados aspavientos a causa de una bala que vino a incrustársele a la altura del corazón. Se llevó la mano al pecho, lanzó un suspiro hondo, se tendió en la hierba como quien se dispone a permanecer en esa postura un tiempo muy largo y murió en el acto.
Una autoridad municipal dio fe del deceso –también sin demasiados aspavientos- y el día transcurrió como de costumbre, cual si en realidad nada grave hubiese acontecido. Sin embargo, un problema quedaba sin resolver, y era que la viuda, que vivía en la capital, es decir, en Viena, debía enterarse de la muerte de su marido. ¡Claro, era necesario decírselo, y cuanto antes mejor! ¿Y quién iba a encargarse de tan desagradable tarea? El padrino, naturalmente, que para eso estaba. Y allá va nuestro narrador. Frau Agathe, la esposa del señor Loiberger, lo recibe amablemente y lo hace pasar al recibidor. En realidad nunca en su vida había visto ella a este hombre, pero no le parece feo y hasta le invita una copa…
¡Dios mío, qué bella era Frau Agathe! Su rostro resplandecía como una hoguera encendida. Ahora bien, ¿para qué ponerse a hablar ahora, precisamente ahora, de cosas tan tristes como son las que se refieren a la muerte? Ya lo haría después; por el momento era preciso beber otra copa y disfrutar el momento. Frau Agathe se veía incluso feliz. ¿Para qué romper el hechizo? Entonces el visitante se puso a hablar con la joven viuda –ella aún no sabía que lo era- de cosas que nunca sabremos. Y tanto hablaron y hablaron, y tanto se gustaron el uno al otro que pronto, sin que nadie supiera cómo ni cuándo, ya estaban los dos tomados de la mano en la alcoba de ella. ¡Oh, no se habían reunido allí para entregarse a la práctica de ejercicios piadosos! Y pasó el tiempo. Cuando el visitante despertó por fin, pudo recordar como entre sueños que había venido a esta casa a cumplir una misión. ¿Cuál era ésta? Trataba de recordarlo. ¡Ah, sí, decirle a Frau Agathe que su marido había muerto en la vecina ciudad de Ischl, en el transcurso de un duelo, precisamente!… Aún no salía completamente de su modorra cuando oyeron ambos a lo lejos un ruido de pasos. Quien llegaba era el doctor Mülling, amigo de la familia, para preguntar a la señora si ya se había enterado de la triste noticia. Cuando la supo, la mujer se deshizo en llanto y pidió ver cuanto antes el cuerpo de su marido.
«Desde entonces –cuenta el narrador- no me dirigió ni una palabra… Efectivamente, aquella misma tarde partió sola y a la mañana siguiente condujo el cadáver a Viena. Al otro día tuvo lugar el entierro al que, por supuesto, asistí… Muchos años después nos encontramos en una reunión social. Mientras tanto se había casado de nuevo. Nadie que nos hubiera visto hablar habría adivinado que nos unía una profunda vivencia común. Pero, ¿realmente nos unía? Yo mismo habría podido considerar aquella estival y tranquila, misteriosa y, con todo, feliz hora como un sueño que sólo yo había soñado: tan clara, tan sin recuerdos, tan inocentemente profundizó su mirada en la mía».
Y así acaba esta historia, que no ha hecho más que confirmar mis sospechas, a saber: que la relación sexual, por sí sola, no puede unir a dos seres que no se aman. Hoy es común, o casi, afirmar que las relaciones sexuales son como el termómetro del amor, de manera que nada puede esperarse de dos seres que no saben -o no pueden- hacerse gozar el uno al otro. Hay quien dice, además, que para enamorarse de una persona antes hay que haberse acostado con ella. Pero esto es falso, pues las cosas, por lo regular, suceden exactamente al revés. Así como los milagros no producen la fe, sino que es más bien la fe la que produce los milagros, así habría que decir también que las relaciones sexuales no producen el amor, sino que, a lo más, cuando éste ya existe sólo lo alimentan. Los que no se amaban antes de ir juntos a la cama, no se amarán más cuando hayan regresado de ella, y hasta es posible en algunos casos que terminen queriéndose menos. Los cuerpos podrán acoplarse todo lo que quieran, pero, si las almas están lejos, entonces no hay nada que hacer.
Me decía hace poco un joven hablándome de su novia, con la que tenía ya estas relaciones y con quien acababa de romper: «Quizá deje más material para el recuerdo una tarde viendo juntos el crepúsculo que una relación sexual». Claro, claro. ¿Podría decirse mejor? He aquí la miseria del sexo.
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