junio 6, 2025

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Bodas | Columna de Juan Jesús Priego

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En algunos pueblos de la Huasteca –hablo de la potosina, en la que nací, gatée y crecí-, la fiesta de bodas era un acontecimiento que no pasaba nunca inadvertido. En cuanto había una a la vista, los mayores desempolvaban sus vestidos de gala, y los pequeños, durante todo aquel día, eran instados a no comer demasiado en sus casas para que pudieran desquitarse después en la de los novios, es decir, a la hora del banquete. Asistir a una cena de bodas era entonces sinónimo de comer y beber gratuitamente.

No obstante, desde hace algunos años, las cosas ya no son así. Por pequeña que siga siendo la ciudad, la gente ya no se conoce y por lo mismo se invita cada vez menos entre ella: esto por un lado; pero, por otro, según una moda que imagino de origen anglosajón, los recién casados prefieren gastar su dinero en un buen viaje de luna de miel –un crucero en el caribe, por ejemplo- a dedicarse a llenar panzas aventureras.

-¿Darle de comer a toda esa chusma? ¡Pero por quien me tomas! -oí que decía una muchacha a su papá, que se mostraba consternado ante el hecho de no poder ofrecer nada a sus vecinos el día en que se casaba su hija.
-¡Oh! –exclamaba el padre-. ¿Qué irán a decir los amigos de nosotros? ¡Que somos unos tacaños!
-Que digan misa.

Las jóvenes generaciones no entienden ya por qué haya que dar nada a nadie, y esto ha tenido como consecuencia que en la actualidad los banquetes de bodas sean fiestas muy poco expansivas; en muchas ocasiones, dichos festejos se limitan a ser reuniones en las que tres docenas de hombres y mujeres debidamente identificados gracias a un control casi policial bostezan a intervalos regulares mientras escuchan a lo lejos una música suavísima. (En realidad ya sólo falta, para dejarnos entrar a estas reuniones luctuosas, que nos obliguen a estampar nuestra huella digital y a mostrarle a un guardia armado nuestra credencial para votar con fotografía.)

Cuando Jesús dijo que el reino de los cielos era parecido a un banquete de bodas, pensaba, me imagino, más en las bodas como las conocí yo siendo niño que en las que hoy tienen lugar en casi todos nuestros salones de caché.

«El reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo» (Mateo 22,2). ¡Cuántas veces aparece en los evangelios esta comparación! Según un estudioso de las parábolas del Señor, «la boda era entonces considerada por los judíos como una imagen del tiempo del gozo mesiánico» (Alfons Kemmer). Esto, dicho con otras palabras, quiere decir que, para los judíos de hace dos mil años, lo más parecido en la tierra a la alegría con que se alegrarán los redimidos en el cielo es el gozo con que se ríe, se baila y se canta en un festín de bodas.

En un festín de bodas, los invitados no tienen que ganarse el pan con el sudor de su frente, pues éste les es ofrecido de manera gratuita, y tampoco deben temer que el vino se les acabe, pues los esposos previsores lo darán en abundancia: de hecho, lo más penoso que podía pasar en un festín como éste era que el vino se acabara. (Recuérdese que el evangelio habla de un banquete, en Caná, donde sucedió esto precisamente, y que fue la ocasión de que Cristo realizara el primero de sus signos; con este gesto, nuestro Salvador demostró ser un celoso defensor de la sana alegría de los hombres).


En una boda está prohibido estar tristes, y la hilaridad y el buen humor que reina entre los comensales es una imagen de la hilaridad y el buen humor que reinarán para siempre en el Reino celestial.
Sin embargo, y esto es algo de suma importancia, la boda es un acontecimiento en el que no es posible estar solos: es el lugar de la conversación, de la compañía y de la vida compartida. Durante mucho tiempo creí que la boda era imagen del reino de Dios sólo por su gratuidad (todo es dado abundantemente, y gratis además); pero hoy, leyendo esta parábola con mayor detenimiento, caigo en la cuenta de que, entendida únicamente así, queda bastante empobrecida. ¿No quiso decir Jesús, al comparar el cielo con un banquete de bodas, que allí encontraremos a aquellos que hemos amado para alegrarnos juntos y decirles lo que aquí, en el país del olvido, dadas las circunstancias o nuestra timidez, no pudimos decirles?
Para llegar a esta convicción fue sumamente decisiva la lectura de un libro del teólogo alemán Eugen Walter, en el que dice: «Un banquete, y sobre todo un banquete de fiesta se celebra únicamente cuando se reúnen muchas personas: personas que tienen lazos internos de unión, no sólo con el anfitrión, sino también entre sí. Tampoco la eternidad puede consistir únicamente en que estemos con Dios, sino además en que estemos unos con otros» (Esencia y poder del amor).
Para Plotino, el filósofo griego, los bienaventurados (él los llamaba los moradores del Elíseo) serán «todo ojos», es decir, seres que se verán unos a otros en su más pura verdad. Pero –uno se pregunta-, ¿y las palabras?, ¿dónde quedan en su cielo las palabras? En un festín de bodas, después de todo, también se habla, se canta y se baila. Si Plotino tuviera razón, el paraíso no sería muy diferente a ese infierno que tan bien describió Jean Paul Satre en A puerta cerrada, ese antro siempre iluminado donde, por haberles sido cortados los párpados, los hombres no hacían otra cosa que vigilarse unos a otros. Pero no: el cielo no será un panóptico, sino un banquete.
Escribió François Mauriac (1885-1970): «Erramos al creer que la muerte nos arrebata a los que amamos. Todo lo contrario: ella nos los guarda». Guardados para el banquete final. Porque el cielo es lugar al que confluirán todos los demás: aquellos a quienes habíamos perdido de vista y echábamos de menos. «El Reino es semejante a un banquete de bodas» en el que no se estará solo ya nunca más; en el que la soledad, por fin, quedará definitivamente abolida. Porque no es bueno que el hombre esté solo (Génesis 2,18). Y si no es bueno que el hombre esté solo en la tierra, mucho menos lo es que esté solo en el cielo.

 

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#4 Tiempos

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Seamos sinceros, estimada señora: a nuestros jóvenes cada vez les importa menos lo que en la escuela podamos decirles. Un día la invitaré para que venga y vea. Entonces se sorprenderá al ver la cara que ponen cuando un servidor de usted les esté explicando, por ejemplo, la segunda ley de la termodinámica. ¿Puedo adelantarle algo de lo que verá? Un muchacho de cabellera abundante y estropajosa, con las piernas cruzadas, estará observando el estado general de las suelas de sus zapatos como en una especie de contemplación o arrobo místico; otro, sentado a dos bancos de aquél, hojeará distraídamente la revista que metió de contrabando en el salón y que ha ocultado –ni siquiera discretamente- bajo su libro de texto; aquel, pensando que nadie lo mira (o no pensando nada, pues lo mismo le da), estará ocupado enviando mensajes desde su teléfono celular y contestando los que a su vez le lleguen; en fin, todo esto los encontrará usted haciendo cuando vea y vea, estimada señora.

Mientras tanto, yo seguiré hablando en voz alta, haciendo como que creo que me escuchan. «Tú juegas a quererme, yo juego a que te creas que te creo». ¿Recuerda usted quién cantaba esta canción hace veinte años o incluso veinticinco? ¿Luz Casal? En todo caso, se trata del mismo pasatiempo: mis alumnos juegan a que me ponen atención, y yo juego a hacerles creer que me trago su mentira. De este modo ellos están en paz y yo también.

¡Oh, no me crea usted un resignado! La verdad es que en otro tiempo abrigué ciertas ambiciones pedagógicas y hasta llegué a creer que bastaba con que yo abriera la boca para que mis alumnos se apasionaran por la materia que me disponía a explicarles. Hoy ya no soy tan ingenuo, estimada señora, y hasta me he dado esos baños de realidad que si bien al principio no son nada agradables (el agua de la realidad es fría, bastante fría), al final lo sacan a uno de ese ensueño metafísico del que hablaba en uno de sus libros un famoso filósofo francés.

Al principio, debo confesárselo, casi lloraba al ver que mis alumnos me hacían menos caso que al perro del vecino; pero luego la fuente de las lágrimas se secó, y aquí me tiene usted, haciendo como que enseño y cobrando puntualmente mi sueldo, pues es bien sabido que de aire los hombres no pueden vivir.

A los muchachos ya no les digo nada, y ni siquiera los riño. ¿Qué les puedo decir, por ejemplo, cuando no hacen sus tareas? Podría, sí, hacer como que me indigno, pero esto sería llevar el juego demasiado lejos. Supongamos, por ejemplo, que me quejo con sus padres diciéndoles que sus hijos son unos holgazanes. ¿Qué voy a recibir como respuesta? ¡Ya se lo imaginará usted! Una vez, al principio de mi carrera –es decir, cuando me sentía con derecho a ser exigente- mandé llamar a uno de esos caballeros que se llaman a sí mismos padres de familia para suplicarle que pusiera más atención en los asuntos del que creo era su primogénito. Pero no me dejó ni siquiera terminar. «¿Y usted quién es para meterse en nuestra vida?», me preguntó lleno de rabia, ajustándose con brusquedad el nudo de su corbata.

«A usted le pagamos para que dé su clase, pero lo demás ya no le toca».

De acuerdo, de acuerdo, me dije entonces. Quiero decir con esto que aprendí la lección. Desde entonces ya no encargo a mis alumnos ninguna tarea. ¿Para qué? Hoy mi lema es, humildemente, éste: laissez faire, laissez passer: ¡Que cada uno haga lo que le venga en gana!

La vida de mis alumnos, estimada señora, está en otra parte. ¿En qué parte? Vaya usted a saberlo, aunque todo parece indicar que ésta comienza para ellos justo en el instante en que, llegando a su casa, dejan la mochila en el suelo y encienden la computadora. ¡Entonces sí que se sienten vivir! «Ah –se preguntan-, ¿quién habrá inventado la escuela, ese mal que ni siquiera parece necesario?».

En la luna: allí veo a mis alumnos cuando les hablo de cosas que a mí me habría gustado comprender cuando tenía su edad. En la luna, sí, y parecen muy poco dispuestos a bajar a esta tierra que desde hace mucho ha dejado de interesarles.

¿De dónde acá esta indiferencia por todo lo que sea escolar o huela a ello? He encontrado aquí y allá diversas teorías, aunque la que hasta ahora me convence más es ésta del pedagogo francés Guy Avanzini. Escuche usted: «A pesar de todo, los padres, sin quererlo y sin saberlo, al menos en parte, son los responsables de este fracaso». Está hablando el pedagogo del fracaso escolar, que incluye no sólo las malas notas obtenidas en los exámenes, sino sobre todo el disgusto con que los jóvenes se presentan en la escuela. ¡Pero cómo! ¿Son culpables los padres de esta situación? Sí –responde Avanzini-, y ellos los primeros. Ante todo, porque desvalorizan el trabajo escolar, diciendo y pensando que ir a la escuela equivale a perder el tiempo, y luego exaltando el ejemplo de los que triunfan en la vida «sin haber trabajado en la escuela; haciendo la apología del mal estudiante que, sin haber llegado a la edad adulta, alcanza la notoriedad a pesar de la escasez de su cultura y de la regularidad de sus malas notas». Esto, en síntesis, es lo que dice Avanzini. Y el panorama parece tanto más desolador cuanto que nuestros muchachos oyen a cada instante noticias de verdaderos ignorantes que ganan lo que quieren sólo por saber patear un balón, aporrear una guitarra o cantar una canción. Además, ¿no escuchábamos hace poco la noticia de que muy pocos de nuestros legisladores acabaron realmente de estudiar? ¡Y mire usted lo que gana en estos contornos del mundo un legislador! Los hombres que viven mejor son los que han estudiado menos: he aquí el mensaje que les llega a los jóvenes desde todos los flancos. ¿Cómo queremos entonces, estimada señora, que la escuela les interese aunque se un poco? ¡Respóndame usted! ¡respóndame, por el amor de Dios!

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#4 Tiempos

La seriedad y la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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Un amigo mío, ejecutivo de cierta importancia, tan pronto como llega a su oficina arquea las cejas, se compone la corbata y adopta una pose tan autoritaria que a uno le dan ganas de obedecerle en todo. ¡Dios mío, qué transmutación de un minuto a otro y de una puerta a la siguiente! ¡Pero si apenas hace cinco minutos venía en su auto contando chistes rojos! Cuando se apeó del automóvil aún sonreía, pero apenas entró en el edificio adoptó un tono tan cadavérico y malhumorado que ya sólo verlo daba miedo. ¿Estoy ante uno de esos que los psicólogos llaman ciclotímicos?, me preguntaba yo lleno de asombro, pues no me explicaba cómo se podía pasar de un estado de ánimo a su contrario de manera tan radical y, sobre todo, en tan corto tiempo.

-Señorita –dijo mi amigo apretando un botón y levantando una bocina-, ayer por la tarde le pedí que revisara el expediente X. ¿Lo hizo usted?

La señorita tartamudeaba en la lejanía, presa de un pánico feroz.

-Sí, sí, lo he hecho. ¿Quiere usted revisarlo, licenciado?

Yo miraba a mi amigo como preguntándole: «¿Eres tú? ¿De veras eres tú?». Pero él hizo como que no entendió mi pregunta, y en eso la secretaria anunció la llegada del famoso y temido expediente X.

Entonces recordé lo que, según dicen, aconsejó una vez Anaximandro el filósofo a Pericles el político: «Acuérdate de lo que te digo: para seguir en el poder hay que ser serios». Y sonreí con cierta malicia, como entendiendo por fin de qué iba la cosa. Pero, ¿había leído mi amigo a los filósofos griegos?

Lo dudo. Ya el Memín Pinguín hubiera sido demasiado para él. Y esto lo digo no en plan de mofa, sino ateniéndome a lo que él mismo me dijo un día, a saber: que el único libro que había leído en su vida, y de eso hacía ya muchos años, era el instructivo de una cámara Nikon que acababa de comprar en aquel entonces; pero, de ahí en fuera, nada más…

Es apasionante leer los instructivos y a la vez muy divertido –me dijo aquella vez-. Pero, ¿quién lee ya estas obras maestras de la concisión? ¡Es la literatura más olvidada de todas! No miento si te digo que mi modesta biblioteca personal, si puedo llamarla así, está formada sólo por esos instructivos o manuales de uso que la gente desecha con desconsiderada facilidad. ¡Tengo más de cien! Algún día leeré los noventa y nueve que me faltan.

¿Bromeaba mi amigo diciéndome estas cosas? Pero no, no bromeaba: recordemos que estaba en su oficina y que él, allí, no se habría permitido ni la sonrisa más discreta.

Pero ahora hablemos de una mujer a la que conozco. En su juventud fue algo hermosa, según pude verlo en viejas fotografías conservadas con devoción por ella misma en un álbum que, de tan pesado, nadie aceptaría cargar durante cinco minutos seguidos. Sí, digamos que fue bella. Pero cometió en su juventud el error de hacer caso a una amiga suya del colegio que le dijo un día:

-No permitas que tu hermosura se estropee. Evita, sobre todo, las patas de gallo.

-¿Y cómo las he de evitar? –preguntó ella, pues realmente le quitaban el sueño todas estas cosas.

-No rías. Y, si puedes, evita también las sonrisas. ¡Estropean el rostro como no tienes una idea!

Lo arrugan, lo ajan, lo deforman.

¡Lo mismo pensaba aquel monje amargado de El nombre de la rosa!: «La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara y hace que el hombre parezca un mono».

Desde entonces aquella mujer ya nunca rió, conformándose, para manifestar su alegría, con estirar la boca y hacer una mueca, cual si estuviera ante un espejo comprobando que no se le ha quedado nada entre los dientes después de haber comido. ¿Sonreír de veras? No, gracias. Debo cuidarme de las patas de gallo.

Y así podría contra infinidad de historias más; baste por el momento con decir que, si bien la sonrisa tiene enemigos, yo preferiría mil veces que nadie me obedeciera y todo se me arrugara, a andar por la vida mostrando una horripilante cara de tabla.

Escribió el padre Auguste Valensin en su diario (anotación del 10 de mayo de 1937): «No sentir miedo de Jesús, no sentir miedo de mi Padre. Me imagino a Jesús con sus apóstoles. Llega a la orilla del lago donde los niños juegan. Y, al verlo, huyen los niños. Una madre le trae a su niñito de seis años y el pequeñín, aterrorizado, se agarra a las faldas de su madre, grita, quiere escaparse de allí. ¡Lo contrario de lo que sabemos que ocurría! Y me pregunto: ¿qué sentimientos hubiera experimentado Jesús? ¡Es tan doloroso darse cuenta de que se infunde miedo! Y todavía el miedo de un niño no puede realmente entristecernos porque es irrazonado, pero Jesús, que vino por amar a los hombres y fue todo amor para ellos, si hubiera visto a los que se acercaban a Él y a quienes ofrecía su afecto retirarse muertos de miedo; si hubiera visto a sus apóstoles tratarle como un maestro severo, mientras que Él se mostraba para con ellos indulgente y suave; si hubiera visto que los pecadores evitaban incluso por respeto su presencia, ¡qué pena hubiera experimentado!».

Jesús debió sonreír, y muy a menudo; debió ser incluso un maestro en el arte de la sonrisa, pues de no haber sido así, ¿por qué iban los niños a correr a abrazarlo espontáneamente, como sabemos que lo hacían? Somos más bien nosotros, sus discípulos, quienes hemos caído a veces en la tentación de la seriedad. ¡Como si por parecer serios nuestros enemigos fueran a respetarnos más! Quizá sea demasiado injusto al decir esto, pero un cristiano que infunde miedo –sea cual fuere su trabajo en la viña del Señor-, aún no ha podido ser cristiano más que a medias.

¿O me equivoco, estimado lector?

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#4 Tiempos

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Cuenta Simone de Beauvoir (1908-1986) al comienzo de su ensayo Pirrus et Cineas que una vez Pirro, el general, hacía en voz alta proyectos de conquista:

“-Primero someteremos Grecia –decía.

“-¿Y luego? –le preguntó Cineas, el filósofo, que estaba por allí cerca y lo escuchaba con atención.

“-Luego conquistaremos África.

“-¿Y después de África?

“-Después de África pasaremos a Asia, conquistaremos Asia Menor, Arabia.

“-¿Y después? –volvió a preguntar el filósofo.

“-Después iremos a la India.

“-¿Y después de la India?

“-¡Ah! –exclamó Pirro-. Descansaré.

“-¿Y por qué no descansas de una vez?

“Cineas –comenta la novelista filósofa- parece sabio. ¿Por qué partir si es para volver? ¿A qué comenzar si hay que detenerse? Y, sin embargo, si no decido en primer término detenerme, me parecerá aún más vano partir. ‘No diré A’, dice el escolar con empecinamiento. ‘¿Por qué?’. ‘Porque después de eso habrá que decir B’. Sabe que, si comienza, no terminará: después de B será el alfabeto entero, las sílabas, las palabras, los libros, los exámenes y la carrera; a cada minuto, una nueva tarea que lo arrojará hacia una nueva tarea, sin descanso. Si no se termina nunca, ¿para qué comenzar?… Pero en tanto que permanezca vivo –dice Pirro- es en vano que Cineas me hostigue, diciéndome: ‘¿Y después? ¿Para qué?’. A pesar de todo, el corazón late, la mano se tiende, nuevos proyectos nacen y me impulsan hacia adelante”.

Quién tiene la razón: ¿Pirro o Cineas? Quizá los dos: Cineas advirtiéndole que el punto de partida no está nunca lejos del punto de llegada y que no es preciso conquistar el mundo para tomarse un descanso. Pero, ¿cómo descansar sin haber antes conquistado el mundo, es decir, sin haberse  cansado? Pirro, pues, tampoco se equivocaba: no es lo mismo descansar antes que descansar después. Antes, el descanso es pereza; después, es recompensa.

“¿Conoces la historia del napolitano? –pregunta ahora Christiane Rochefort (1917-1998) por boca de uno de los personajes de Les Stances à Sophie-. El milanés lo ve tirado al sol y le dice:

“-¿Por qué no trabajas? Así tendrías dinero.

“-¿Y luego? –pregunta el napolitano.

“-Te comprarías una casa.

“-¿Y luego?

“-Llevarías e ella a una mujer, ascenderías en la escala social, te enriquecerías.

“-¿Y luego?

“-Y luego –dice el milanés- podrías pasar las vacaciones al sol.

“Y el napolitano responde:

“-¡Pero si ya estoy al sol!”.

En este caso nos parece mucho más sabio el napolitano que el milanés, pues éste sólo piensa en el dinero, en una casa con alberca y amplios jardines: en una comodidad, en fin, que aquél ya goza sin tener que molestarse. ¿Tanto trabajo, tanto desvelo para luego tirarse sol? Bien, él ya está al sol,

y no desea sino una sola cosa: que lo dejen en paz.

Si trabajamos únicamente para “ganar”, el napolitano tiene razón. Pero los hombres no sólo trabajamos para “ganar”, sino, ante todo, para ganarnos a nosotros mismos: para que el mundo gane algo y sea un poco más rico con los frutos de nuestra acción. Eso fue lo que se le olvidó decir al milanés: y, por lo tanto, perdió justamente la partida.

Para terminar, he aquí otra historia del mismo tenor. La cuenta Giovanni Papini (1881-1956) en un capítulo de su libro Palabras y sangre. Iba un hombre caminado por la orilla de un río –imagino que sería el mismo Papini- cuando vio a un joven que se disponía a echar las redes:

-¿Por qué haces eso? –preguntó el paseante.

“-Para coger peces –respondió el pescador.

“-¿Y para qué quieres coger peces?

“-Para venderlos.

“-¿Y qué haces con el dinero que obtienes?

“-Compro pan, vino, aceite, vestidos, zapatos y todo lo demás.

“-¿Y para qué compras todas esas cosas?

“-Para vivir.

“-¿Y para qué quieres vivir?”.

He aquí una pregunta realmente filosófica: “¿Para qué quieres vivir?”. Una vez que hemos respondido a esta pregunta y sabemos la respuesta, nuestro obrar tendrá sentido, pero únicamente hasta entonces y nunca antes.

El pescador se quedó callado. Y como no supo qué responder, se limitó a decir: “Para pescar”. Ignoraba para qué hacía, en el fondo, lo que hacía. Su vida era un círculo vicioso, un malentendido. 

“¿Para qué quieres vivir?”. Es preciso responder. Y sólo hasta que lo hagamos también nuestro descanso formará parte del plan, y tendremos paz. Nuestro corazón no nos acusará de haber gozado de una tarde libre, ni nos reprochará por habernos tomando unas breves vacaciones. Seremos, entonces, los hombres más sabios. Y también los más tranquilos. 

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