#4 Tiempos
Amos Oz contra el fanatismo | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Amos Oz fue uno de esos escritores que hasta el final lucharon por convicciones morales acordes a la turbulencia de su época. Ya fuera a través de sus obras de ficción, sus ensayos o sus apariciones en la arena pública, fue alguien preocupado por los conflictos que acechaban en distintos flancos, en especial lo que concernía a la religión, la historia y las disputas entre colectividades.
El escritor israelí dejó varias lecciones para la posteridad, quizá la más importante de ellas tenía que ver con su estudio del fanatismo, ese veneno que inunda mentes hasta marchitarlas. Solía decir que se trataba de la peor epidemia del siglo XX… y más allá. Según sus propias palabras, el fanatismo antecedía a las religiones y era prácticamente un gen defectuoso en la naturaleza de los seres humanos.
En el libro “Contra el fanatismo”, una lectura imprescindible que debería repartirse masivamente en todos los idiomas, Amos Oz decía que la semilla del fanatismo provenía de una actitud de superioridad moral que cerraba de lleno al involucrado a entender otras posturas. Con frecuencia, aseguraba, esto venía acompañado de un culto a la personalidad, una “idealización de líderes políticos o religiosos, la adoración de individuos seductores”. Un vicio que, además, acostumbra a propagarse de boca a boca, de padre a hijo y generación a generación. Un afán de adoctrinar a los demás, de sentirse parte de una iluminación, asumirse en lo correcto por una simple convicción sin atender a criterios de objetividad alguna.
Como se puede apreciar, las ideas de Amos Oz están vigentes y reivindicarlas se antoja como una tarea muy importante en tiempos donde la política y el orden social han derivado en un torbellino que pega a todos los continentes.
Amos Oz no se dejaba engatusar por ilusiones vagas, prefería la observación pragmática y seria. Era un especialista sosegado, quien entendía que la historia no era tan simple como una guerra entre ángeles y demonios. Entre más pronto pudiera entenderse la psicología del otro, mejor. Detrás de las actitudes bélicas suele haber dolores. No se trata de deshumanizar a quien esté enfrente; por mucho que existan diferencias todas las partes son humanas, con las virtudes y defectos que acarrea su paso por la tierra.
Como un tipo nutrido de la curiosidad, era alguien que reflexionaba, cuestionaba, sonreía. Tales características, tan sencillas como parecen, conformaban un verdadero portento. Son cualidades que no muchos conservan en su vertiente más pura. Tuvo además una cara amable. Como él mismo señalaba, es el humor y la curiosidad lo que separan al intelectual del fanático. El primero duda, lanza críticas, se retracta, pregunta. El segundo vive conforme con una versión, el dogma que asumen como móvil de existencia y al que no osan contradecir para no dejar caer el castillo de naipes al que se han entregado sin miramientos; los fanáticos no ironizan, tienen miedo de faltarle el respeto a la causa, a un ente que consideran como intocable.
Su lectura del conflicto palestino-israelí era ejemplar, sin caer en posiciones extremistas ni tirar para ninguno de los lados. Entendió que la enfrentamiento no era una película del viejo oeste. “No es una lucha entre el bien y el mal”, aseguraba, más bien se trataba de una tragedia, “un choque entre derecho y derecho, entre una reivindicación muy convincente, muy profunda, muy poderosa, y otra reivindicación muy diferente pero no menos convincente, no menos poderosa, no menos humana”.
Además de ser partidario de la creación de los dos estados, apuntaba que uno de los primeros pasos para suavizar la relación era el de pactar un acercamiento y ser solidarios con los dolores y visiones ajenas.
Si bien no se definía como pacifista, ya que entendía bien que la fuerza es necesaria para contener a los tiranos y a las agresiones de los demás, también estableció que las heridas no iban a sanar a base de garrotazos.
Por ello hizo una campaña constante por la empatía. El esfuerzo para entender al otro. Y a la vez nunca quiso asumir el papel de la sumisión, el de pasar de largo ante la barbarie. Tenía un gran sentido del deber y del compromiso. Combatía, eso sí, desde las ideas. La batalla que aconsejaba debía librarse también en las conversaciones, ante esos fanáticos en potencia a los que aún se les podía hacer entrar en razón, al igual que identificar los vicios propios que pudieran derivar en una ceguera analítica.
Amos Oz honraba su propio intelecto al contar con un atributo no muy común en el orgullo de los hombres: la autocrítica y la capacidad de leer el panorama desde una óptica ecuánime, sin dejarse llevar por respuestas fáciles, reafirmantes o consoladoras. Buscaba la rigurosidad, asumía la realidad tal cual era (aunque sabía bien que no era infalible) y desde ese punto partía a dejar indicios de lo que podía abonar al debate.
Fue severo cuando debía contra gobierno israelí ya que supo bien que el amor por los suyos y por su hogar no estaba peleado con el muy sano desacuerdo. Pese a recibir una educación nacionalista y tendiente al mesianismo, supo dar espacio a la sensatez y a ver la situación bajo su propios márgenes, no los que le eran impuestos. Fue igualmente alguien que sabía expresar sus ideas sin el embuste de la pomposidad. En conferencias daba voz a aquellas personas y corrientes que de vez en cuando, en conversaciones casuales, le manifestaban sus inquietudes.
Su presencia se echará en falta en tiempos donde el caos del mundo moderno ha derivado en una pléyade de demagogos que en distintas latitudes se encargan de erigirse como salvadores a través de posturas vacías que en su hechicera sencillez no alcanzan a atender a los problemas complejos de fondo, y por el contrario echan gasolina a un incendio ya difícil de controlar.
La obra de Amos Oz es un antídoto para inmunizarse ante aquellos que polarizan, los que dividen entre blancos y negros y quienes con su dedo pretenden señalar a los inocentes como si fueran una plaga. Esta peste se manifestaba “en todas sus formas: religioso, ideológico, económico…, incluso feminista”, dijo en una entrevista a El País.
Eran estos tiranos populistas a quienes identificaba como maniáticos de las “respuestas de una sola frase, respuestas que señalen sin ninguna duda a los culpables de todos nuestros sufrimientos, respuestas que nos aseguren que, si aniquilamos y exterminamos a los malvados, al instante desaparecerán todos nuestros problemas […] y así abrir de una vez por todas las puertas del Paraíso”, según apareció en “Queridos fanáticos”, el último de sus libros editados en español.
El fallecimiento de Amos Oz a los 79 años deja una especie de orfandad. Sus seguidores no podrán escuchar más su voz ni deleitarse con su aparición en eventos o ante medios de comunicación. El paso del tiempo jugó su papel inclemente. Queda, por fortuna, el faro de su trabajo que fluye todavía. Ahí donde cualquiera puede refugiarse y encontrar un horizonte. Un legado que muestra que la realidad está abierta. No hay sentencia definitiva que explique lo cotidiano bajo reglas universales. Queda el escrutinio, la sensibilidad y la misión que con responsabilidad debe plantearse cada día.
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#4 Tiempos
Elogio de la literatura | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
¡Qué tristes son los personajes de Iván Bunin (1870-1953), qué tristes casi todos sus cuentos! Hay en ellos un no sé qué, una nostalgia que embelesa al lector desde el momento en que toma el libro y que no lo abandona sino muchos días después de que lo deja.
Acabo de leer, precisamente hoy, la pequeña antología de sus relatos breves que publicó en 1924 la vieja editorial Calpe y cierro el libro con un suspiro que no sé si será de pena o de dolor. El escritor ruso lo sabe; por lo menos él no se engaña: la vida del hombre está llena de desamparo, de abandono, de tristeza.
El personaje de uno de estos relatos, al ver llegar a su casa a un amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo –desde el tiempo en que combatieron juntos en la guerra de Crimea- lo saluda con los brazos extendidos, avanza hacia él y le dice lleno de júbilo: «¡Kovalev! ¿Estás vivo?». ¡Dios mío, qué pregunta! Así nos deberíamos saludar todos, pues la verdad es que nadie sabe si mañana aún estará aquí. A nuestro saludo habitual habría que agregarle una coma para que suene más sincero; no preguntar: «¿Cómo estás?», sino: «¿Cómo, estás?».
Entonces los amigos se abrazan, se besan según la usanza rusa y encienden el samovar mientras afuera, en la estepa, los elementos se enfurecen y la nieve cae sepultándolo todo. «Yakov Petrovich estaba de muy buen humor; pero en el fondo de su alma había nostalgia. Al día siguiente era Navidad…, y él estaba solo. ¡Gracias a Dios que Kovalev no lo había olvidado!». En realidad, Kovalev era el único que no había olvidado a este pobre viejo, pues todos a su alrededor o habían muerto o simplemente habían desaparecido de su vida sin dejar rastro.
¡De cuántas desapariciones puede ser testigo un hombre en el curso de una vida! Sí: envejecer es haber asistido a muchas muertes. «Todo ha pasado y ha desaparecido –dice Yakov Petrovich al amigo recién llegado, al único amigo que le queda-. ¡Cuántos parientes y compañeros tuve! ¡Todos están ahora bajo tierra!».
Sin que él se diera cuenta, el tiempo había pasado. ¿A qué hora crecieron los demás, en qué momento fueron haciéndose mayores y tomando cada uno su propio camino? ¡Huyeron como de puntillas, sin decir adiós! Y ahora, si no fuera por este viejo amigo que aún se acordaba él, Yakov Petrovich tendría que pasar las fiestas de Navidad como había pasado casi todas las horas de su ya larga existencia: solo.
En otro relato del mismo volumen un caballero se encontró por el camino a un anciano que comía en silencio y sin más compañía que los árboles y las piedras. Le preguntó:
«-¿Y tu mujer?
»-Hace seis años que murió –dijo el anciano.
»-¿Y tus hijos?
»-Tuve seis.
»-¿Viven?
»-No; todo han muerto.
»Y de nuevo calló –cuenta el hombre del caballo-, masticando con cuidado la patata. Mientras él estaba sentado y con los ojos bajos, yo examinaba su cara y pensaba: “¡Nunca conseguiré penetrar el misterio de su taciturna tristeza!”».
(Apenas termino de leer esta frase, me pongo de pie y busco entre mis libros la Antología del cuento triste que publicaron hace ya muchos años Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs; sólo quería comprobar una cosa: que hubiera en el libro por lo menos un cuento de Iván Bunin. Me digo a mí mismo mientras reviso el volumen: «Si no hay aquí, entre estas 600 páginas, un solo relato de este autor, pensaré que la selección ha sido hecha a la ligera ». Pero no. Ahí estaba, en efecto, el nombre de Iván Bunin; los recopiladores habían elegido uno de sus cuentos más famosos: El caballero de San Francisco. ¡Menos mal!).
En otro de sus relatos aparece un tal Basilio Chkut, y de él dice nuestro autor lo que sigue: «Era alto, ancho de hombros y encorvado. Toda su figura muestra aún el vigor de la estepa. ¡Pero qué triste está su cara! Ya está cerca de la tumba, pero jamás escuchará una palabra cariñosa».
¡Dios mío –pensé al cerrar el libro-, cuánta gente se va de este mundo sin haber escuchado jamás una palabra de afecto! Nunca hubo para ellos una sonrisa, una palmada en el hombro, una declaración de amor. Nada. ¿Qué hacen los que se mueven a su alrededor que parecen estar mudos? ¡Apenas si reparan en ellos! Y me pregunto: «¿He dicho a los que me son queridos cuánto importan para mí? ¿Se lo he dicho, o me he limitado a dejarles la tarea de que ellos por sí mismos lo adivinen?».
Antes de apagar la luz de mi cuarto –ya es noche cerrada, como siempre: no tengo otra hora para leer- pongo sobre el buró el libro de Iván Bunin y le acaricio las tapas en señal de gratitud. No fue, la de esta madrugada, una lectura infructuosa. Me recordó que cerca, muy cerca de mí, hay gente que aunque no me diga nunca nada, espera que abra la boca y les diga una palabra que les alegre el corazón. ¿Por qué nunca le he dicho a esta gente cuánto la quiero? ¡Sería demasiado injusto que se marcharan de este mundo sin que lo supieran de mi propia boca!
Y, finalmente, mientras apago la luz, sonrío satisfecho. Hoy la literatura me ha enseñado algo: que las gentes sufren porque están solas y que el tiempo pasa. Pero, ¿es que no lo sabía? Sí, lo sabía, pero aún no se me había ocurrido tomar las medidas pertinentes al caso.
¿Que no sirve de nada la literatura? ¿Que no sirve de nada? Vuelvo a sonreír, pensado en lo equivocados que están lo que esto dicen, cierro los ojos y me quedo dormido. ¡Ah, si no fuera por la literatura, qué poco sabríamos de nosotros mismos!
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#4 Tiempos
Fantasmas y oportunidad | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Este domingo San Luis abre el Alfonso Lastras frente a Tijuana, y no es un choque cualquiera, para los potosinos es una prueba de carácter, de identidad, de si realmente están vivos en este torneo o sólo repitiendo errores bajo otro sol. Para Tijuana, la visita es de las incómodas, estos partidos lejos de casa suelen desnudar sus fisuras, y enfrente estará un equipo que ya aprendió a morder cuando tiene que hacerlo.
San Luis llega golpeado por la irregularidad. Ha ganado partidos fuera de casa, pero también ha perdido otros en los que se dejó intimidar por rivales que no parecían tener mucho; juegos en los que el pulso se va, la concentración se diluye y los goles encajados parecen inevitables. Esa vulnerabilidad ha sido la constante, una defensa que tiembla, un mediocampo que se pierde cuando faltan ideas y delanteros que dependen demasiado de la inspiración aislada o del error ajeno.
Tijuana, por su parte, no es un paseo. Ha mostrado destellos de buen fútbol, ha sumado resultados decentes, pero también ha dejado ver que le cuesta imponerse fuera de casa cuando el rival presiona alto o lo obliga a construir desde atrás. Su equilibrio se tambalea si el marcador no le favorece pronto, y su carácter depende mucho de momentos puntuales de inspiración.
El historial entre ambos juega en favor de los fronterizos: más victorias, más empates, pocas derrotas. San Luis ha ganado escasas veces contra Tijuana, tanto de local como visitante, y eso pesa no sólo en la estadística, sino en la mente. Saber que enfrente hay un rival que te ha dominado más veces de las que quisieras recordar añade presión extra, obliga a estar mejor preparado, más concentrado y sin margen para regalar minutos.
La noticia que sacude el ambiente es el regreso de Vitinho al Alfonso Lastras. El brasileño, que dejó huella en San Luis por su desparpajo y verticalidad, vuelve ahora vestido de visitante. Su sola presencia añade una dosis de morbo, la afición potosina lo recuerda como una chispa capaz de encender partidos en segundos, y este domingo podría ser precisamente la amenaza que complique al equipo que alguna vez lo arropó. Su regreso no es un detalle menor, es un recordatorio de lo que San Luis tuvo y dejó ir.
Y la urgencia se siente en la grada, los aficionados ya no apuestan por promesas, quieren resultados. Si San Luis no se aferra a la localía, no sale con intensidad y no demuestra identidad desde el primer minuto, este partido puede volverse otro de esos en los que la ilusión apareció en la previa, pero el gol nunca llegó, o llegó demasiado tarde.
Este domingo no sólo se juega un partido, también se reencuentran viejos fantasmas. Si San Luis logra que la vuelta de Vitinho sea anécdota y no sentencia, tendrá mucho ganado. Pero si se deja arrastrar por la nostalgia y la fragilidad que lo persigue, Tijuana podría salir de nuevo airoso del Lastras. La diferencia entre fiesta y tormenta se definirá en noventa minutos.
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#4 Tiempos
De conformidad con Armani | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
Le debo mucho a personas de las que ni siquiera recuerdo el nombre. Hace quince, quizá veinte años, leí un artículo sobre Giorgio Armani en una revista de la que no retengo ni el título ni el autor. Lo único que llevo clavado en el pecho es el párrafo inicial que aún conservo como recorte y que cada tanto acude a mi memoria por dejarme una lección sencilla e invaluable: la de resistir.
El texto decía:
Cuarenta y tantos años y te va… «bien». Ese sentimiento es tan común para muchos hombres. Es una sensación que les da escalofríos en el alma cuando se ven al espejo, porque es el momento en que se dan cuenta de que deben guardar en un cajón sus antiguas ambiciones juveniles. Es la hora de conformarse con lo que se tiene.
Pero Armani decidió que no se conformaría. En julio de 1975…
Es lo único que tengo de aquel artículo, y ha sido suficiente. Ahí estaba lo esencial: no renunciar a los ideales. El autor evocaba el carácter de Armani, esa estrella tardía que rozaba los cuarenta mientras seguía a la sombra; trazando para Cerruti, elogiado a medias, con algunos cumplidos y atenciones, aunque bajo el nombre de otro. Condenado al taller ajeno y volver vacío a casa.
Muchos habrían sido felices con lo que Armani tenía por entonces. No estaba nada mal. Una profesión estable, buena paga, un lugar en la industria, sin riesgos, cierta tranquilidad. Sé feliz con tu trabajo. Si se lo proponía, podría llevar una vida manejable, moderadamente satisfactoria.
Pero para los espíritus de primera línea la conformidad es intolerable. Armani sabía que dentro de sí había algo más, y se decidió a buscarlo. Tuvo la fortuna de un fino soporte: su querido Sergio Galeotti. Los primeros pasos de un visionario precisan de alguna confirmación, un guiño que eche para adelante en tiempos de flaqueza. Galeotti representó eso para él.
Al cabo de un tiempo, ese hombre que parecía llegar tarde acabó por adelantarse a todos. Armani se convirtió en el diseñador italiano más famoso de su época, un emblema del estilo europeo. También un magnate y un símbolo. Su apellido se volvió sinónimo de calidad y seducción.
Mucho aprendí de aquel ejemplo. Un volantazo siempre es posible, incluso cuando el calendario insiste en dictar lo contrario, por mucho que las circunstancias se empeñen a adjudicar espacio en un rincón. He vuelto a esas líneas en mis horas de duda para recordarme que no hay límite de edad para dar la batalla, y que nadie la dará por nosotros. Después he encontrado historias semejantes, de hombres y mujeres que, en sus cuarenta, cincuenta, setenta o más allá decidieron no resignarse y se levantaron de la mesa para reclamar lo que aún podían ser, imponiéndose ante un pa norama sin emoción.
De Armani supe más tarde otras cosas. Cada que me adentraba venía mayor fascinación. Trazó para mí un ideal: ir arreglado y rodeado de bellas mujeres. Morir entonces con lentitud, con la gracia de una hoja que cae en una danza admirable. Su apego a la limpieza, heredado de su madre (desde niño tuvo un paño entre las manos para borrar lo que está mal con el mundo); su capacidad de desprenderse de lo que sobra, de lo chillón, de lo que hace ruido. «Hay que descartar todo lo demasiado llamativo», repetía, «y buscar algo más sutil, más silencioso». Así eran sus trajes, bondadosos en su ligereza, como una segunda piel que no aplastaba a quien la vestía. Supo que la comodidad era una expresión de la libertad. Las tres camisas que llevaba en la maleta.
El tono de su piel recordaba a la pulpa de una naranja madura recién abierta, un resplandor cítrico rodeado siempre de gente guapa, como si la belleza tuviera que escoltarlo. Acqua di Giò fue el primer perfume que convirtió en universal lo exclusivo. Alberto Morillas atrapó en un frasco la luz de un mediodía frente al mar, y Armani supo reducirlo en una frase: lo más importante es ser normal.
Él y sus modelos eran un brillo en medio de la decadencia de la civilización, un lujo popular que los pasajeros de un autobús vislumbraban al pasar frente a un anuncio o al mirar una película de Richard Gere. Supo ser el verano en una piscina, un yate cargado de aceitunas y también un rascacielos con pisos de mármol. Como revés a un verso de aquel poema español del siglo XV «Edechas a la muerte de Guillén Peraza», con Armani no se veían pesares, sino placeres.
Los maniquíes sueñan con portar piezas de Armani y ser acomodados por él en un escaparate, con la calma de un pintor impresionista. Diseños que juegan con los ojos, el anhelado capricho de llevar sus telas, que al final él resumía en su atuendo ligero, camiseta, pantalón, chaqueta, el peinado echado para atrás y esa sonrisa simétrica, flecha del estilo que entra por las fosas nasales. Gracias sus propuestas más de uno se animó a ser un yuppie es vez de caer en las sucias garras del jipismo.
En el delirio de mis comparaciones, pensaba en cierto diseñador estadounidense de cara atomizada como una extensión de Burger King, ahí donde Armani era una vuelta al Mediterráneo. Como Giorgio, desprecio a la gente que se aprovecha de la ingenuidad de la gente para alcanzar el éxito o, en última instancia, llegar al poder.
El mundo bien pueda dividirse en conformistas e inconformes. Los primeros se abandonan al asiento torcido de la rutina en cuanto les parece tolerable (y no les va tan mal); los segundos viven con el aguijón de no estar nunca en su sitio, y por eso se levantan y vuelven a intentarlo en su despecho. No siempre logran lo que persiguen, pero su combate en sí mismo ya es una inspiración. Giorgio Armani contaba que el mayor legado de sus padres fue un «sentido de dignidad», junto con la tenacidad y fortaleza mental suficiente para resistir en los momentos difíciles. Ropajes aparte, la historia de aquel hombre que, cumplidos los cuarenta, se lanzó a por todas, constituye un regalo de buen moño para quienes aún creemos que nunca es tarde para empezar de nuevo.
Contacto
Correo: yomiss@gmail.com
Twitter: @Bigmaud
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