diciembre 2, 2025

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#4 Tiempos

Un año de mi vida | Columna de Carlos López Medrano

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Mejor dormir

En un hotel de la colonia Cuauhtémoc, una encargada me relató, con un tono que oscilaba entre el chisme y la confidencia, la historia de un huésped que, durante su estancia, sufrió un colapso mental. Una noche, sin decir palabra, abandonó la habitación y pasó horas de pie en medio de la calle, inmóvil, como si aguardara una señal que jamás llegó.

Otro día, en la oficina, un hombre mayor de origen asiático se me acercó con gesto educado para entregarme dos bolillos. «Es un regalo para usted», me dijo.

Probé 101 vinos diferentes; los mejores fueron un Malbec de Valle de Uco, un Santo Tomás Barbera, un prieto picudo de Julio Crespo, un Corbières, un griego que no recuerdo el nombre y un barbaresco de 2013 que aún resuena con aquella pasta tomatosa preparada por el Heresiarca.

Salí una vez con una chica que dijo que ni ella ni su familia comían nunca ensalada ni fruta y que su platillo favorito era la sopa de pasta; viajaba por todo el mundo y vivía de sus rentas… al parecer tenía fijación por los jóvenes mulatos y yo no era de uno de ellos.

Fui a la Cineteca para ver La doble vida de Verónica, pero estaba totalmente descompuesto por el desvelo y los excesos y no me involucré como hice hace años al verla medianoche desde casa. También vi Hiroshima mon amour en pantalla grande por primera vez y esa sí que me atravesó por dentro, con un sentimiento que creía ya haber olvidado.

Conversé una tarde con una chica de Monterrey sobre Ases Falsos y otras bandas chilenas, sobre historias de terror en rincones de provincia y sobre la idea de viajar a la playa. Todo fluyó con ligereza, como si estuviéramos ensayando un diálogo que no tenía por qué acabar; pero terminó, y no volví a saber de ella.

Le regalé a un amigo un vino de Madeira. Me hubiera gustado preguntarle qué le había parecido, pero no lo volví a ver tras varias reuniones canceladas. Por otro lado, salí profundamente conmovido del cine tras ver Past Lives.

Mientras estaba en Ciudad de México recibí la llamada de alguien que aseguraba haberme visto en el municipio de Santa Lucía del Camino conduciendo una camioneta unos segundos antes. «¿Por qué no me avisaste que estabas aquí?», me dijo. Quedé descolocado ante la posibilidad de tener un doppelgänger, aunque más bien sospeché que se trataba de una alucinación etílica, un espejismo nacido de la soledad y el ron.

Tras un par de décadas, fui nuevamente a Plaza Satélite, y no una, sino dos veces. La primera, para conocer en persona a un amigo nicaragüense con el que había intercambiado mensajes sobre música y cine durante 18 años gracias a las redes sociales. La segunda, para acompañar a una mujer oriunda de la zona. La pasé mejor con mi amigo nicaragüense.

Conversé y almorcé durante un par de horas con una mujer en la Embajada de la India en México; hablamos de cosas intrascendentes pero necesarias, de esas que solo cobran sentido cuando ya se han ido. Luego la acompañé a comprar unos calcetines, esperé paciente sus pruebas y tras despedirnos en el estacionamiento desapareció para siempre, aunque en ese momento no parecía que eso fuera a ocurrir.

En Zona Maco conocí a Laura, una cineasta con mirada amable y redonda. Hablamos sobre cómo el servicio público se había convertido en un refugio para artistas con horizontes rotos. Me dijo que no renunciara a escribir, como si supiera algo que yo ignoraba y cada tanto la recuerdo para volver al teclado.

Viajé a Chiapas. Una señora de unos ochenta años partió un coco con un machete para mí, como si su acto fuera la cosa más natural del mundo, en una carretera a la altura de Arriaga. Estuve 20 minutos mirando la marea en Puerto Arista y vi a decenas de migrantes caminar kilómetros bajo el sol. En Tapachula vi a jóvenes haitianos con físicos que parecían tallados para competir desde ya en cualquier deporte, en cualquier lucha. Caminé sin rumbo bajo el sol inclemente de Tuxtla Gutiérrez. Al alejarme del Parque Central y doblar en una esquina, una joven me preguntó si necesitaba compañía.

Probé el lomo salteado y el agua de chicha por primera vez. Intenté enamorarme de vuelta, pero fracasé con el desencanto de quien ya sabe que todo va cuesta abajo. Bebí Glenfiddich —más de lo recomendable — en un par de eventos donde todos los demás preferían vino. Alguien perdió un vuelo por quedarse a comer helado conmigo.

Fui dos veces a la exposición de Damien Hirst en el Museo Jumex: una con una trigueña y otra con una rubia. Con la segunda tuve más suerte, sin entender cómo, salí con un autógrafo del autor. Comí una hamburguesa terrible en un hotel Hampton Inn de Guanajuato mientras veía un reportaje sobre los perros clonados de Milei. Comí a solas más de doscientas veces.

Me conmoví hasta la rendición en la Parroquia de San Juan Bautista. También en Coyoacán, vi a una mujer tener un ataque de nervios y perder el control tras insultar a vendedores de la zona. Traté de ayudarla un poco tras la llegada de la policía; pero supe que no había nada que hacer cuando me preguntó si yo era un espía. «Tienes cara de espía. Eres un espía, ¿verdad?».

Probé un pedacito de pulpo a las brasas y me indigné cuando un costarricense quitó una canción de Juan Gabriel para poner una bachata. Me enteré de la muerte de un amigo oaxaqueño con el que guardaba historias entrañables y con el que tenía más en común de lo que él creía. El tiempo, como suele suceder, no me alcanzó: dejé encuentros sin concretar, no por frivolidad o indiferencia, sino porque estaba rebasado por las circunstancias. Perdí a personas que estimaba, colmé su paciencia sin querer y terminaron alejándose (con razón).

Conocí a una mujer encantadora y tuve el privilegio de acompañarla un tramo del camino. Fue un honor, pero decidí no ir más allá; estábamos en frecuencias distintas, aunque nada nos quitará ese rosado espumoso que compartimos ni los cafés, ni las charlas, ni los paseos al calor de la música. Espero que aún lleve alguna de las canciones que puse en su lista de reproducción.

Vi a un vagabundo lanzando latigazos contra la nada en el Boulevard Miguel de la Madrid en Manzanillo. Fui a Xochimilco y admiré a un puñado de axolotls, criaturas simpáticas. Mantuve comunicación remota constante con dos personas de San Luis Potosí, quienes mantuvieron vivo el lazo con mi lugar de origen. Eché de menos y me ilusioné fugazmente. Comí tacos gobernador en Ensenada y acudí a la escena de un crimen en Baja California. Estuve en un restaurante tipo Art Decó en Tijuana y fui saludado por el dueño a quien conocía de casualidad de otro lado. Salí en un periódico local en una nota imprecisa con un titular de lo más chusco. Revisité dos buenas películas con Nicolas Cage: Leaving Las Vegas y The Family Man, tras varios años resonaron hondo en mí.

Volví a ver el mar varias veces. En una de ellas, ya por la noche tras un viaje relámpago de trabajo, dispuse mojar los pies en la orilla, el agua parecía tranquila hasta que una ola gigante me cubrió hasta la cintura por más que corrí, empapando el único pantalón que llevaba.

Comprobé la comodidad y sofisticación de las sillas Herman Miller, aunque nunca pagaría por una lo equivalente a un viaje por Europa. Comparé el sabor del Poire Williams con el de un curado de nanche con mezcal ante una sala llena de esnobs. El sommelier estuvo de acuerdo conmigo. «No lo había pensado, y sí», dijo.

Fui a un show de burlesque para acompañar a una mujer importante en mi vida. La pasamos bien, creo, y estuvo divertido, pero al final, como en cada uno de nuestros encuentros, se instaló esa desazón que parece inevitable entre nosotros. Esta vez parece que fue el último. Es una buena chica; seguro le irá de maravilla, aunque yo no esté ahí para verlo.

Para celebrar el 15 de septiembre tuve una noche de vinos mexicanos con diplomáticos y académicos, un enfrentamiento en el que botellas de Ensenada, Aguascalientes y Parras buscaron imponerse sin que nadie se decidiera a declarar un ganador.

Echaré de menos a una músico y socióloga, una ternura andante a la que apenas vi unas cuantas veces. Sobre este alejamiento todas las culpas serán mías, como decía no sé quién.

Me robaron el Kindle en una aglomeración del Centro Histórico. No me di cuenta hasta mucho después, cuando ya no había remedio. Perdí diez años de subrayados digitales, un registro de lecturas que en su mayoría jamás respaldé y que no podré reconstruir. Cada día me fastidia más salir, sobre todo si hay que ir lejos.

Sin proponérmelo, vi el arranque de una etapa de la carrera Panamericana. También vi a Luis Antonio de Villena caminar por una calle solitaria; pensé decirle algo, tomarme una foto… me parece unos segundos y luego me fui. Probé un ron salvadoreño, estaba bien. Pagué veinte pesos por la autobiografía de Chaplin en italiano.

Hice un último intento de reconectar con personas del pasado y no volveré a cometer ese error otra vez. Mi amigo Luis Ángel y su familia me compraron un pastel por mi cumpleaños, un gesto que no olvidaré, como tampoco el año en que Ana Michel hizo lo mismo o lo que me mandó Ixchel. Hay gente que me aprecia, pese a todo, y no dejo de sorprenderme por ello.

Por culpa del tránsito en la ciudad hice dos horas y media para llegar a un coctel en el Instituto Matías Romero, al llegar todo se había acabado y emprendí otra hora en el camino de regreso. Seguí promoviendo al Sanborns como refugio para beber unos tragos sin complicarse la vida. Topé con Laura León en un aeropuerto.

Un hombre de Georgia me dijo que no había restaurantes con comida de su país en México, y yo le dije que sí pensando más bien en uno armenio. Me adentré en zonas turbias de Iztapalapa con una comitiva en seguridad, una experiencia que parecía sacada de un reportaje de televisión abierta en los noventa. Conocí a la miss universo de Indonesia en una reunión (parecía mexicana). Fui romántico con quien no debía y también con quien no lo merecía, un error recurrente que no sé si terminaré por corregir. Leí un libro de Édouard Levé que me inspiró a escribir esto.

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#4 Tiempos

Consideraciones sobre la amabilidad | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

Tenía Víctor Hugo, el gran escritor francés, veintisiete años de edad cuando publicó, en 1829, El último día de un condenado, novela o largo relato en el que se pone a describir los pensamientos íntimos, las agitaciones interiores y los estados de ánimo que se apoderan de un hombre que pronto -muy pronto- va a tener que morir. La justicia ha señalado ya el día y la hora en que deberá tener lugar la ejecución; todo, pues, está listo…

Pero, no: ¡no todo está listo! Puede que lo esté el cadalso, puede que lo esté el verdugo, pero este hombre todavía no está listo. ¡Aún no sabe por qué debe morir! «Soy joven, estoy sano y fuerte –gime en el calabozo-. La sangre circula libremente por mis venas; todos mis miembros obedecen a todos mis caprichos; estoy robusto de cuerpo y de mente, preparado para una larga vida. Sí, todo esto es verdad; y, sin embargo, padezco una enfermedad, una enfermedad mortal, provocada por la mano del hombre».

Afuera, en la calle, todos ríen y se gozan: el calor del sol es bueno, la vida es bella. ¡Ah, tienen razón al mostrarse tan alegres! Para ellos hay futuro. ¿Cómo no sonreír cuando a la noche sigue el día, cuando se espera vivir muchas noches y muchos días? En cambio él… ¡Quizá no haya para él ni otra noche ni otro día!

Llama la atención, sin embargo, cómo es que este hombre se da cuenta de que no le queda mucho tiempo: ¡por la amabilidad del personal penitenciario! ¿De cuándo acá se mostraban tan amables estos monstruos de indiferencia? ¿De cuando acá? «El camarero de guardia acaba de entrar en mi calabozo, se quita el gorro, me saluda, pide perdón por molestarme y me pregunta, suavizando en lo posible su voz ruda, lo que deseo para el desayuno. Me entran escalofríos. ¿Será hoy?».

Es decir, ¿será hoy cuando tenga que ser ejecutado? Tanto refinamiento, tanta delicadeza le parecen francamente sospechosos. Hasta hace poco todos le hablaban a gritos, brutalmente, pero hoy se descubren la cabeza para saludarlo y hasta ejecutan ante él respetuosas reverencias. Sí, es posible que sea hoy. El condenado, entonces, se pone a temblar. Es que no era normal, no era normal en absoluto que…

Pero las cosas se complican todavía más cuando, de pronto, la reja del calabozo se abre y aparece en el marco de la puerta una figura pequeña, de largos bigotes negros, y amable hasta la falsedad. «Sí, es hoy –piensa el condenado al ver a este individuo ejecutando todas las ceremonias de la cortesía-. El mismo director de la prisión ha venido a visitarme. Me pregunta lo que me gustaría o podría serme de utilidad; incluso hasta expresó el deseo de que no tuviera quejas de él o de sus subordinados; se interesó por mi salud y por cómo había pasado la noche. ¡Al salir me llamó señor! ¡Sí, es hoy!».

Y admírese usted: los pensamientos del condenado resultaron ser ciertos; su intuición no lo engañó. Era hoy, precisamente cuando debía morir. No se equivocaba.

¿Por qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último momento? Al parecer, sólo los muertos –o los que están a punto de serlo- logran conmovernos. «¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! –exclama el personaje único de La caída

, el famoso monólogo de Albert Camus (1913-1960)-. El homenaje se les ofrece entonces con toda naturalidad, ese homenaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiésemos durante toda su vida… Observe usted a mis vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en el que usted vive. Los inquilinos dormían su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero. Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan».

¡Los hombres sólo somos corteses con los muertos! He aquí lo que el Nóbel francés quiso decir. Pero no sólo lo dice él. He aquí, por ejemplo, lo que Máximo Gorki (1868-1936), el escritor ruso, escribió en su autobiografía: «¡Las misas de difuntos son las más bellas de toda la liturgia! ¡Hay en ellas ternura y piedad para los hombres! ¡Nuestros semejantes no compadecen sino a los muertos!».

Está bien, está bien, así es. Y, sin embargo –me digo-, he aquí un método para cultivar la cortesía: ver en el otro, ese que ahora está junto a mí, un condenado a muerte -¡que lo es, sólo que él no lo sabe, o lo ignora, o no quiere pensar en ello!- y tratarlo como si mañana ya no fuera a estar aquí; tratarlo, en una palabra, con las mismas atenciones que el carcelero dispensó al condenado a muerte en el relato de Víctor Hugo. ¡Ah, si nos viéramos como somos, es decir, como mortales, qué dulces seríamos en nuestras relaciones, y qué corteses!

Dice Aliosha a Lisa en Los hermanos Karamazov, la novela de Fiodor Dostoyevski (1821-1881): «Hay que tratar muy a menudo a las personas como si fueran niños, y a veces como si fueran enfermos». No está mal, no está del todo mal. ¿Con qué delicadeza no trataríamos a una persona si supiéramos que quizá hoy mismo va a morirse? ¿Y cómo estar seguros que no será hoy el día en que morirá? Por eso, más vale ser amables con él.

Otra cita más; ahora la he tomado de Sobre héroes y tumbas, la novela de Ernesto Sábato (1911-2011), el escritor argentino: «¿Sería uno tan duro con los seres humanos si se supiese la verdad que algún día se han de morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?».

Todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal. El silogismo nos sale bien; en el fondo, los hombres no somos tan ilógicos como parecemos a primera vista. Sólo que no siempre sacamos de nuestros razonamientos todas las consecuencias pertinentes al caso.

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#4 Tiempos

“México, esta niebla que arde” | Apuntes de Jorge Saldaña

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APUNTES

Culto Público, si no han leído la novela “Niebla Ardiente” de la muy joven escritora, Laura Baeza, les recomiendo hacerlo como desde ayer

Tuve la oportunidad de conocer a Laura personalmente hará unos cuatro años, ¿Qué les digo? Una de esas circunstancias alineadas que convergieron en el segundo piso de la librería Gandhi del centro, la de los Arcos Ipiña.

Fue en un taller breve de escritura creativa previo a la presentación formal de su libro, el que les recomiendo. Si conocerla fue una circunstancia, convivir con ella e intercambiar casualidades fue de plano como regalo de estrella fugaz.

Fui de los selectos y afortunados que en grupo terminamos sentados con ella en “La Oruga y la Cebada” en el Callejón San Francisco, conversando sobre lo que duele y lo que salva, entre un par de cervezas y una cena sencilla.

Ella me firmó su libro con una frase que ahora, en este 25 de noviembre, regresó a mi atormentada cabeza: “A Jorge, que siempre nos una el deseo por hallar algo más en esta realidad tan rara…con todo cariño, Laura Baeza”. El momento de por sí, ya era una realidad rara.

A la distancia, empiezo a creer que su frase fue más que optimismo, y es más un deber moral, y es que su ficción (vuelta a releer en estos días) se parece demasiado a México.

No es “spoiler” (o como se diga) pero “Niebla Ardiente” detalla el regreso de su protagonista Esther a México pensando en encontrar a su hermana Irene, quien había desaparecido hace años, y a quien creía muerta, cuando de la nada, un primero de enero en un reportaje que vio en la televisión, Esther la reconoce en una marcha y se lanza en su búsqueda.

Pero la novela, la primera de Laura (y creo que premiada) realmente no comienza allí. Comienza donde casi todas las historias de violencia en este país empiezan: en los pasillos de la burocracia, en los que los papeles cuentan más que las personas.

Esther aparece en un México reconocible para cualquiera: expedientes mutilados, archivos “perdidos”, oficinas donde la verdad siempre llega después de que las secretarias coman sus gorditas grasosas y funcionarios que usan el futuro para encubrir lo que nunca harán.

Es en esa atmósfera donde la desaparición deja de ser un crimen y se convierte en un proceso. Como alguien escribió: los países se definen por cómo recuerdan; México, al parecer, se define en cómo olvida.

En medio de esa maquinaria oxidada, Esther descubre a un policía. No es un héroe: es un hombre cansado que simplemente no rompe las reglas pero las dobla para que la realidad duela un poco menos. Ese personaje era como algo que escribió una pensadora feminista de la que en este momento no recuerdo su nombre “la dignidad aparece cuando alguien no mira hacia otro lado”.

En fin, siguiendo con la novela y nuestra realidad, este policía mira. Acompaña. Abre una grieta. Y sin embargo, ni siquiera es lo suficientemente poderoso para luchar contra un país donde las fosas clandestinas actúan como el archivo nacional.

La comparativa y reflexión con la novela va porque hoy es 25 de noviembre y México sigue siendo esa tierra donde la violencia parece que no importa, sino que se repite. Casi 2 feminicidios cada día. 3,284 mujeres asesinadas en 2024. 89% de impunidad. Una agresión física cada siete minutos. Más de 10 millones de mujeres violentadas digitalmente. En San Luis Potosí, 24,000 víctimas por cada 100,000 mujeres.

Uno quisiera creer que estos números son de un país lejano, pero no. Están aquí, sobre las mismas banquetas que caminamos todos los días. Ese es el verdadero crimen de México: haber entrenado a la gente para no sorprenderse.

Sí, no se debe negar que mucho se ha hecho pero poco alivia (hoy casi todos los gobiernos e instituciones hablan de esto, pero mañana la rutina sigue).

Sí, con la llegada de Claudia Sheinbaum como la primera presidenta de México, llegaron todas…excepto las que no alcanzaron a llegar porque les truncaron la vida.

El nuestro, es un país donde buscar es amor—y protesta.

Igual que como ocurre en la novela de Laura, que no describe un país imaginado sino nuestro México. Uno donde las hermanas encuentran hermanas, donde las madres encuentran hijas, donde las mujeres salvan mujeres. Un país donde todavía hay justicia, pero casi siempre fuera de los edificios públicos.

Y así como Esther enfrenta la niebla, miles enfrentan la opacidad del Estado día tras día: ventanas cerradas, sistemas incompatibles, versiones contradictorias, funcionarios que deletrean la palabra “protocolo” como si lanzaran un hechizo contra la verdad.

México es hogar de una burocracia tan grande que hasta la violencia tiene formularios que completar.

Tras varios años de no recordar la anécdota con la escritora, hoy vuelvo a esa dedicatoria: “encontrar algo más en esta extraña realidad…”

Ese “algo más” no es una esperanza ingenua. Es algo que se parece más a la obligación de nunca acostumbrarse, “la memoria es la única defensa contra la repetición del horror”.

Por esa razón, espero, que por cada mujer desaparecida o mujer luchando por no desaparecer, o lidiando contra cualquier tipo de violencia, recordemos que la niebla espesa arde. Y que si arde, es porque la herida está abierta.

Hasta la próxima. Jorge Saldaña.

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#4 Tiempos

Diego José Abad ilustre formador de potosinos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

El majestuoso edificio central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí que fuera construido en el siglo XVII y alojara a la Compañía de Jesús se convertiría en un edificio característico de la educación en San Luis Potosí. En ese edificio funcionaría el Colegio de San Ignacio de la Compañía de Jesús orientado principalmente a la educación de primeras letras; posteriormente se establecería en dicho edificio el Colegio Guadalupano Josefino instaurado por Gorriño y Arduengo siendo el primer establecimiento de educación secundaria o superior en San Luis, dando paso posteriormente, al reinstaurarse la República al Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí que se convertiría en el primer establecimiento en obtener la autonomía universitaria dando paso así, en el mismo edificio, a la actual Universidad Autónoma de San Luis Potosí.

De los profesores ilustres que tendría el Colegio de San Ignacio de San Luis Potosí, se encuentra Diego José Abad, uno de los impulsores del pensamiento moderno en México y que tuviera influencia del jesuita Rafael Campoy, también profesor en San Luis Potosí y de quien tratamos en anterior entrega de El Cronopio en La Orquesta.

La física, o filosofía natural, formaba parte del cuerpo de temas de la filosofía en los cursos que de ella se realizaban en Nueva España y se dedicaba una parte a la lectura de temas de física, principalmente la aristotélica. De esta forma existirían manuscritos sobre la física como parte de cursos de filosofía, situación que se haría común, al ser redactados apuntes para los diversos cursos que se ofrecerían en Nueva España. La mayoría de esos textos se encuentran perdidos, pero existen las referencias que aseguran su presencia, los cuales fueron escritos, en su mayoría, por sacerdotes y frailes que pertenecían a diferentes órdenes religiosas.

Diego José Abad, puede considerarse el más profundo de los jesuitas innovadores; su Curso fue muy influyente, es bastante completo y se ven por todas partes las influencias modernas. Este curso, que ya no lleva el nombre de Cursus Philosophicus

, sino simplemente el de Philosophia, aparece en un manuscrito del Colegio de San Pedro y San Pablo de México, cuyo contenido se enseñó desde 1754 hasta 1756.

Comprende la lógica, la física y la metafísica. Es el primer intento de asimilar (y no simplemente de atacar, como hasta entonces se hacía las más de las veces) las ideas modernas

. En particular, se refiere a Gassendi y los atomistas, y trata de conciliar el atomismo con el hilemorfismo aristotélico. Intenta hacer lo mismo con Descartes, opuesto al gassendismo.

Habla de la necesidad de construir la física con ayuda de la experimentación y la matemática. Acepta el atomismo en el campo físico, mas no en el metafísico. Dice que muchas ideas aristotélicas sobre el cielo han sido abandonadas por los escolásticos después del descubrimiento del telescopio, mediante el cual se han podido ver las manchas del Sol. Lo mismo en cuanto a la noción del vacío, después de los experimentos de Torricelli, Otón de Gericke y Roberto Boyle. Cita a Maignan, y mucho a Descartes en cuestiones de filosofía del hombre. Aunque las más de las veces defiende la tradición, ya se muestra abierto a integrar ideas de la filosofía moderna.

Fue profesor del Colegio de jesuitas de San Luis Potosí donde enseñó gramática a los potosinos y donde fincó su formación filosófica sin rechazar las ideas del pensamiento moderno, pero con una posición crítica.

Diego José Abad nació en Jiquilpan en 1727 y tras la expulsión de los jesuitas moriría en Bolonia en 1779.

Si se interesan en ubicar su obra en el ambiente cultural y científico de la Nueva España pueden consultar nuestro artículo: Manuscritos y libros Novohispanos y Mexicanos de Física y Filosofía Natural, en la dirección:

https://www.researchgate.net/publication/391327380_Manuscritos_y_libros_Novohispanos_y_Mexicanos_de_Fisica_y_Filosofia_Natural

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Opinión

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