abril 18, 2024

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Columna de Guillermo Carregha

The Call Of The Wild (2020) | Columna de G. Carregha

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Criticaciones

 

Es momento de celebrar: el cine ha muerto. Finalmente, después de mucho deliberar, el gobierno tomó la decisión de prohibir los cines. Nos tomó años de lucha, más de cien, pero logramos nuestro objetivo: acabar con el entretenimiento vacío más popular después de los narcocorridos. Como colectivo de más de un millón de individuos invertimos cantidades inimaginables de sudor, sangre y lágrimas – sin olvidar dinero en sobornos a nivel ejecutivo federal que provenía de “donaciones” realizadas por nuestros adeptos – para poder decir que, por lo menos una vez en la historia de la humanidad, hicimos que el sentido común reinara por sobre el capitalismo mismo.

Desde el comienzo teníamos en claro que sólo había una manera de llegar a la meta: abrirles la mente a las personas, un comentario negativo en redes sociales, un bot de Twitter a la vez, hasta obtener el desbloqueo colectivo de nuestro séptimo ojo. Sólo así la gente notaría el daño real que le ha estado provocando los cines a sus cabezas, la manera tan temible en la que nos han estado insertando identidades o pensamientos a través de cuadros de filme desde tiempos inmemoriales, llevándonos a los lugares mentales que quieren, haciéndonos pulpa manipulable marca Mi Alegría.

Aquella que fuera la herramienta de control de masas más útil desde la invención del pan de caja, sucumbió ante el poder de la razón. Ahora somos libres; libres de pensar, de crear personalidades propias sin tener que recurrir al clásico “soy una mezcla de X de [inserte película aquí] y Z de [inserte otra película aquí]”, libres de decir cualquier frase sin temor a que nos digan “¿eso no es de [inserte una tercera película aquí]?” El mundo, por fin, volverá a la normalidad; volveremos a tener una vida vacía donde las maneras de olvidar la existencia misma son tan tristes y deprimentes como, pues, la existencia misma. Volveremos a crear héroes de la literatura de autoayuda, regresaremos a imaginar los textos de las novelas del siglo XV sin tener en mente la cara de ningún actor, se dejarán de generar videojuegos mediocres basados en películas aún más mediocres y, lo mejor de todo, podremos volver a ignorar al teatro.

Las razones de por qué llevamos cinco semanas con todas las salas de cine en el país cerradas es superflua. Poco importa que, por sexta o séptima vez – dependiendo de la edad de cada quien – nos encontremos incrustados justo en el centro de otro “suceso histórico único en la vida” que “cambiará para siempre la manera en que los seres humanos se relacionarán entre sí”. Es irrelevante que, en pos de evitar una matanza colectiva que no haya sido ordenada por el presidente en turno, los miembros de nuestra autoridad suprema hayan decidido prohibir el derecho a reunirse en masa para prevenir muertes innecesarias. Aquellos son meros detalles. Lo importante es el resultado: Ya no hay cine. Las únicas películas a las que podemos acceder son las que son propiedad de Disney y que nos permiten ver en línea. “La industria” ha congelado los presupuestos destinados a generar más bazofias audiovisuales para nuestro entretenimiento en la pantalla grande porque ya no hay nadie que las vea. Las palomitas han vuelto a costar menos de treinta pesos.

Nuestra realidad ha vuelto, una vez más, a ser un bodrio. Tal como siempre debió de serlo.

Y, a pesar de haber dedicado mi vida entera a la erradicación de este supuesto arte, a pesar de haber gastado tiempo, energía y dinero en acabar con él, me pesa mucho decir que extraño al cine. Sonará hipócrita el enunciado, pero para acabar con tu enemigo debes conocer a tu enemigo, debes de acercarte a él lo más posible, de lo contrario terminas ignorando sus puntos débiles, terminas atacándole sin rima o razón. Lo malo es que también terminas agarrándole cariño a lo que juraste destruir, empiezas a ver en él cualidades positivas, a generar recuerdos estelarizados por él. Empiezas a decir cosas como “extraño ir al cine” sin un dejo de sarcasmo o cinismo cimbrado en las palabras. Empiezas a tener sentimientos contrarios a los que te llevaron a iniciar esta cruzada desde un inicio. Es como si, de pronto, hubiera atravesado uno de esos arcos argumentales de los que tanto se habla en los foros.

Bueno, no extraño ir al cine, decir eso sería una vil mentira. Extraño la idea del cine. Lo que en realidad quiero decir es “extraño ver películas de calidad variable reflejadas sobre una pantalla del tamaño de mi casa”. Lo que no extraño es el acto de sentarme en un cuarto oscuro repleto de individuos anónimos de olores variables a los que pagué por ignorar. Extraño la idea de retacarme la boca del estómago con cantidades industriales de comida de bajísima calidad, pero no extraño las cifras de tres números que cobran los establecimientos por ellas. Extraño que la idea de consumir pasivamente alguna de las múltiples creaciones audiovisuales de dos horas de quienes insisten en llamarse artistas sea considerada una salida social, pero no extraño las luces titilantes de decenas de celulares revisando WhatsApp porque “llegamos a la parte aburrida de la película”.

En otras palabras, la verdad es que no extraño ir al cine. Técnicamente, lo que extraño es la libertad de poder ir al cine. Extraño el poder tener un objeto físico sobre el cual desplegar todo el innecesario odio que la vida me va insertando poco a poco, minuto a minuto. Extraño el poder desdeñar a la gente que dedica su vida al cine, tanto de manera profesional como de manera intelectual a pesar de haberme convertido en uno paulatinamente. Extraño el tener la habilidad de levantarme de la silla de plástico sobre la que se derrite mi persona en cualquier momento indeterminado y gritarle a la nada un “¿saben qué? ¡Me voy al cine!

” que solamente escucharán mis pensamientos.

Gracias a la completa erradicación de las salas de proyección comerciales, estamos atravesando un espacio-tiempo en el que decir “voy al cine” equivale a transmitir el contenido de Netflix sobre una televisión de 32 pulgadas en completa soledad. Si la fortuna es aún más reacia en mirarnos que de costumbre, esta actividad se puede hacer en compañía de una persona con tendencias a pausar la película cada doce segundos para actualizar su newsfeed de Facebook. Tiempos inolvidables, que les dicen.

No puedo dejar de pensar, sin embargo, que antes de que el mundo del entretenimiento se acabara, antes de que la máquina Disney dejara de inyectarnos una película nueva de Marvel a la semana, antes de que perdiéramos la autonomía misma de hacer algo además de ver las paredes de nuestras casas por semanas, mi última experiencia cinematográfica fuera ir a ver The Call Of The Wild, la novena o décima adaptación cinematográfica del libro de Jack London del mismo nombre; una película cuya existencia desconocía hasta seis días antes de sentarme a verla.

Un día te imaginas que la vida continuará siendo lo mismo a lo que te han acostumbrado por treinta años, y al día siguiente vives bajo llave en una habitación sin saber si la Tierra seguirá existiendo cuando despiertes. La ansiedad se apodera de ti. Algunas noches, aquellas en que la desesperación del saber que no sobreviviré para ver cómo la sociedad supuestamente se reconstruye a sí misma en una “versión mejor de la misma”, subo a la azotea de mi casa a admirar como el pánico y la ignorancia consumen literal y figurativamente a las personas de mi ciudad. Ahí, entre los sonidos ambientales de cientos de tiendas Elektra siendo saqueadas al calor de las llamas de un desfile de autos en llamas, empiezo a cuestionar mi propia existencia. Entre todas las preguntas ad/hoc que generan mis neuronas basándose en la situación actual, una de las que más se repite es “¿y no podría haber escogido una mejor película para que fuese la swan song de los cines? ¿No podría haber sido algo reveladoramente asombroso o, en su defecto, algo épicamente horrible? ¿Tenía que haber sido algo que estuviera ‘buena’ y nada más? ¿Por qué nadie me avisó que el fin de la civilización se acercaba antes de ir a ver la historia de un perro de casa que aprende a ser un feroz lobo a base de madrazos?”

Las estrellas del firmamento son testigos de lo que sucede después: un pesado golpe de mi palma derecho justo en el centro de mi cara. Malas decisiones; soy un cúmulo de malas decisiones.

Cae sobre mí, y con todas sus fuerzas, el conocimiento de que lo último que vi en el cine fue el intento póstumo de 20th Century Fox por crear una película familiar de perritos que se viera cada navidad en televisión por cable hasta el fin de los tiempos. Lo último que vi en el cine fue una película enfocada en la maravillosidad de la naturaleza donde todos los animales eran animaciones computarizadas con rangos faciales de caricatura de los 2000s. La última vez que me pude dar el lujo de pagar un boleto de cine antes de que la economía colapsara por décima vez en lo que llevo de vida fue para ver una película donde, inexplicablemente, se quiso replicar el éxito de Gollum al poner a un humano a actuar los movimientos de un perro para pintar encima de él con CGI. Mi última ida al cine fue una que no me enseñó nada, que no me abrió las puertas a un mundo nuevo, que no masajeó mi imaginación. Mi última ida al cine fue una de puro entretenimiento puro. Mi última ida al cine fue una que aunque no me disgustó en absoluto, a la larga, voy a olvidar.

Es aquí, en este mundo en donde finalmente logramos prohibir los cines, que puedo asegurar que no extraño ir al cine. Extraño las posibilidades que éste nos da, como la de haber encontrado un mejor candidato para convertirse en mi elipsis cinematográfica antes de adentrarme en la pausa global de la que no sé si saldré con vida.

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#4 Tiempos

American Wedding o “la peor película que he visto en años” | Columna de Guille Carregha

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Criticaciones

 

En un esfuerzo por variar la temática de estas columnas, procederé a no hablar mal de una película mexicana de la que posiblemente nunca hayan oído hablar, para enfocarme en un bodrio estadounidense del que es más probable que sí tengan conocimiento. Pero, primero, un simpático párrafo para ponernos en contexto.

La serie de películas de American Pie es, sin duda, un artefacto de su tiempo. Algunas personas dirán que deberían quedarse ahí y no salir. La primera película salió en 1999 y, entre la selección musical de puras bandas de pop punk californianas y varios chistes bastante problemáticos, como la “hilarante” idea de transmitir a través de internet a una mujer desnuda sin su consentimiento, se podría decir que eso de envejecer con gracia no le salió muy bien. O sea, sí, mucho de lo ahí presentado mucha raza dirá que era “normal en aquella época”, pero la verdad es que ya era bastante cuestionable de entrada, solo que socialmente muy poca gente se atrevía a decir en voz alta que aquello no estaba chido. Pero si las vemos recordando que 1999, y los subsecuentes 2000es fueron la época cringe de la humanidad, pues están como cotorras.

Por mi parte, yo le tengo cero cariño nostálgico a la saga. De entrada, no tuve la oportunidad de conocer a la serie en su época dorada porque, además de que no se me permitía ver “esas películas peladas” a mi tierna edad de 11 años, no fue sino hasta 2014 que me di el tiempo de ver American Pie por primera vez. Y, efectivamente, me pareció que estaba cotorra. Y, pues ya. Me la pasé bien, me dio grima al por mayor en varios momentos, pero daba la impresión de que la película tenía el corazón en el lugar correcto. Solo que su corazón era problemático y un poco misógino. Pero, ahí estaba, más o menos bien puesto.

Ahora, existe un señor relativamente famoso en el mundo de la existencia humana, un tal Bob Dylan. Este señor de quien se pueden decir muchas cosas, excepto que tiene una voz angelical, en algún momento de la vida decidió tener un hijo. Posiblemente tuvo más, pero el que nos interesa es un sujeto llamado Jesse Dylan, quien decidió aventurarse a ser director de cine por un período de 5 años – entre sus obras maestras, se encuentra la tercera parte de American Pie, American Wedding.

A juzgar por lo que se ve en esta película, puedo asegurar que Jesse Dylan tiene cero sensibilidad artística y, claramente, la única razón por la que consiguió obtener el puesto de director en este bodrio es por resaltar su apellido con un marca textos amarillo en su currículum y porque la productora pensó que sería una excelente herramienta de publicidad el decir que el hijo de Bob Dylan se encargaría de cerrar la trilogía de American Pie.

Hacer películas de comedia es complicado. Aunque parezca que el punto es sólo agarrar una cámara y grabar idiotez y media para después fingir que hay una historia que une todos los gags que tienes en la memoria de la cámara, lo cierto es que hay que tener un sentido innato de ritmo, una capacidad de dejar a los chistes respirar lo suficiente como para que sean entretenidos, pero no tanto como para que se desinflen en un triste intento de hacer reír a la gente. O sea, no es nomás llegar y poner doscientos momentos que te hagan decir “LOL qué random” o “jojo qué políticamente incorrecto jojo” y cobrar tu cheque.

O sea, Jesse Dylan hizo exactamente eso, pero se supone que no es así.

De entrada, alguien tomó la terrible decisión de hacer que, en una película basada enteramente en el matrimonio del personaje principal de las dos películas anteriores de la serie, el protagonista de esta “aventura” sería el sujeto que EXPLÍCITAMENTE se nos dijo varias veces que nadie quería y a quien nadie consideraba un amigo, el ente que desde el principio fue creado para ser un personaje incidental cuya única descripción era ser “extremadamente desagradable y malhablado”; Stifler. Literalmente hay varios diálogos en las otras entradas de la serie donde los personajes dicen “Solo aguantamos su presencia para poder ser invitados a sus fiestas”. Nadie tiene momentos íntimos con él, siempre se quejan de los problemas innecesarios en los que los mete, y es el ejemplo de ser despreciable que todos los personajes de las películas usan como base para saber cómo no ser. La primera película termina en que los personajes principales se dan cuenta que intentar ser como Stifler es una de las misiones de vida más tristes que podrían haberse puesto a sí mismos.

Y, entonces, él se convierte en el personaje principal de la tercera entrega de American Pie. De hecho, es el único personaje en todo este bodrio que tiene algo similar a un arco, y este arco es “ten piedad del pobre Stifler, supuestamente tiene un buen corazón aunque nunca lo ha demostrado y desde siempre lo único que le ha importado es tener sexo con todo lo que se mueva y ser genial – pero también es un humano complejo que, no sé, tiene la capacidad de amar o una pendejada así”. DENTRO DE UNA PELÍCULA QUE ESPECÍFICAMENTE HACE ALUSIÓN A LA BODA DE OTROS DOS PERSONAJES EN SU TÍTULO

. No, no. Stifler. Ese es quien nos interesa.

Bueh, al menos hace algo más que Kevin quien está ahí por obligaciones contractuales para con el actor, pero que, si no estuviera en la película, la película no cambiaría en absoluto.

Y, el monstruo de espagueti espacial bendiga a Sean William Scott, quien tiene la capacidad de ser muy querible y hacer de personajes interesantes en otras películas, pero que no ha tenido la mejor de las suertes con su filmografía, pero aquí hace un pésimo trabajo. Y culpo enteramente a Jesse Dylan y su inhabilidad innata de entender qué es un chiste o cómo contarlo. La culpa es de él por no saber dirigirlo, no de Sean por no saber actuar.

Durante los tortuosos 100 minutos en donde te obligan a “disfrutar de las locuras de Stifler” cuando podrías estar, no sé, viendo el screensaver de Roku y pasártela mil veces mejor, lo único que puedes ver es a un señor adulto intentando aparentar que es uno más de la chaviza. Lo único que Sean William Scott hace es exageras sus expresiones faciales a niveles inimaginables para ser “gracioso”, mientras imposta la voz como estudiante de comunicación inseguro que cree que debe tener un tipo de dicción específica para “tener voz de locutor”. O sea, no es como si parte de la personalidad de Stifler nunca haya sido “muevo la cara bien chistoso cuando digo idioteces”, pero, cuando antes era un “oh, mira, el personaje cree que eso lo hace ser más querible e interesante”, aquí de verdad es un “¿por qué ese señor arrugado está pretendiendo que tiene 19 años y mueve sus arrugas de maneras inhumanas?” Da pena ajena. Pero, mucha. Me sentía mal por él. No podía dejar de pensar cosas como “¿tantas deudas tiene que se tuvo que rebajar a esto?” y me preocupaba por su salud financiera.

Como si eso no fuera poco, uno de los set pieces principales es cuando Stifler entra a un bar. Pero, esperen, es divertido, ¡porque es un BAR GAY! ¡Y ÉL NO SABE LO QUE ES UN BAR GAY! ¡EN 2004! ¡UN AÑO DESPUÉS DE QUE SE HICIERA POPULAR LA CANCIÓN GAY BAR DE ELECTRIC SIX! ¡NO ES ACASO LO MÁS HILARANTE!

Ese es el nivel de comedia que tenemos aquí, gente. Y, de nuevo, no es como si chistes como “¿a poco no estaría cagado que blink-182 estuviera en la computadora viendo un stream con un changuito en el hombro?” fueran grandes ejemplos de humor inteligente en las otras películas de la serie, pero por lo menos se tomaban la decencia de no durar 9 minutos.

Al final, después de, obviamente ser la causa principal de arruinar una boda que, no sé, podría haber sido un evento interesante en donde ver cómo los personajes principales maduran respecto a tener que ser adultos, dejando de lado sus ideales infantiles e intentando ver de qué manera van a navegar a través de sus vidas independientes, Stifler soluciona todo con un acto exagerado, improbable y que no balancea en absoluto todo el mal que realizó de manera consciente a lo largo de la película. Pero se esforzó. Así que, podemos concluir que es bueno. Y, por lo tanto, muy querible. Y se merece todas las recompensas materiales que el filme le quiera entregar. Como conseguir que la chica a la que estuvo manipulando durante toda la película para tener sexo le diga que, al final, si lo quiere.

No sé si el terrible guión que se armaron para este bodrio podría haber sido salvado por un mejor director, pero, definitivamente, Jesse Dylan no aportó nada positivo a la película. Qué bueno que ya se dio cuenta que no tiene habilidad para dirigir comedias y se convirtió en un productor más. Ojalá no le de una crisis de mediana edad y quiera volver.

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#4 Tiempos

Un documento llamado “Trivialidad superficial” (Pero que según es profundo, dicen) | Columna de Guille Carregha

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Criticaciones

 

Vivimos en una realidad en donde ViX, básicamente Televisa, financió y distribuyó un documental acerca de lo terrible que es ser un niño reclutado por el narco. No sé ustedes, pero por alguna razón la palabra “ironía” brilla en mi cabeza. No sé por qué.

“Una Jauría Llamada Ernesto”, supuestamente, nos lleva a adentrarnos en un mundo tan turbio como desgarrador: el reclutamiento y la vida de niños sicarios en los círculos del crimen organizado. Desde su concepción, la premisa promete una mirada directa y cruda a una realidad que muchos prefieren ignorar, una mirada que busca desentrañar las complejidades y horrores de la existencia de estos jóvenes atrapados en una espiral de violencia y criminalidad.

Por un lado, aprecio el hecho de que los cineastas hayan visto “Into The Void” y hayan pensado “¡Exactamente así, pero con seres humanos reales en lugar de actores!” porque le otorga al documental un aspecto visual muy único. Desafortunadamente, parece que no entendieron del todo POR QUÉ funciona en “Into The Void” y de alguna manera lo interpretaron mal como “así es como se ve un juego de FPS”, lo que significa que nunca han jugado un solo videojuego en sus vidas aparte de aquella vez que vieron a uno de sus sobrinos jugar Fortnite durante 10 minutos antes de decir “los chavos de hoy en día, ¿verdad?”. Es una idea interesante la de vincular un FPS con niños reales trabajando para un cártel, pero… quiero decir… es bastante problemático y de alguna manera hace parecer que no comprenden realmente sus propios temas y más bien los trivializan para ganar puntos de “innovación en lenguaje audiovisual cotidiano” o una tontería así entre los mamadores del cine.

Por otro lado, la estética elegida para esto lo hace visualmente aburrido. Para quien no haya visto Into The Void (o esta cosa), todo, TODO el apartado visual es ver la nuca de una persona y seguirle mientras camina y vive su vida. Su nuca. Sólo ves su nuca. Y YA. Son unos 80 minutos de “oh, sí, no sabía que los cuellos se arrugaban de esa manera… eh.” Y eso es todo lo que puedes captar con tus ojos, porque aparte de la imagen muy nítida de los cuellos, todo lo demás está borroso (ya sabes, EXACTAMENTE como un FPS). No hay forma de conectar (o a veces incluso diferenciar) a ninguna persona aquí. Son simplemente cuellos anónimos. Y si el objetivo era que a la audiencia no le importara un comino tus temas entonces… Felicidades, supongo. Lo lograste. Porque, hombre, no me importaba nadie aquí.

Finalmente, DESPRECIO las películas en las que tienes que haber visto una entrevista con sus directores para entender la idea básica de una película. No debería tener que buscar un paquete de prensa solo para entender qué demonios estabas intentando hacer con tu “dirección artística”. Resulta que esta película supuestamente crea a un niño imaginario llamado Ernesto

(de ahí el título confuso) mezclando las experiencias de como 7 u 8 niños. No lo sabrías solo viendo la película, porque tener una leyenda de 10 segundos explicando la idea fue demasiado fácil y quieren que pienses críticamente, algo que claramente no hicieron los realizadores.

Es bastante obvio que los cineastas creen que el VERDADERO problema de niños literales siendo obligados a empuñar armas y matar personas a los 9 años es tan común y trillado que las experiencias en esa área son simplemente líneas de diálogo intercambiables, donde al final nadie realmente importa ya que son simplemente carne de cañón y merecen cero simpatía. Además de esto, SUPUESTAMENTE, al menos según iMDB, todo esto se cuenta con el paralelo de “la fabricación de un arma”. Y por “fabricación” quieren decir “colocada dentro de una bolsa y transportada por una autopista dentro de un camión”. Y por paralelo queremos decir “sí, aquí hay como 3 escenas de personas mencionando que mueven armas. ¡SIMBOLISMO!”

Aún peor, la película tiene el ATREVIMIENTO, EL MERO ATREVIMIENTO, de tener alrededor de 10 minutos enteros de pantalla negra con nada más que ruidos de fondo genéricos intercalados aquí y allá porque NO PUDIERON HACER QUE ESTE BODRIO FUERA DE DURACIÓN DE LARGOMETRAJE SIN HACER TRAMPA. “Es que es más prestigioso ser largometraje que un mero corto… así si nos distribuyen… aunque no tengamos nada que decir.”

En resumen, el documental sobre niños sicarios producido por ViX ofrece una mirada superficial y desarticulada a un tema profundamente complejo y conmovedor. Aunque la premisa inicial prometía una exploración audaz y reflexiva de las vidas de estos jóvenes atrapados en la violencia del crimen organizado, la ejecución final deja mucho que desear. Desde su enfoque estilístico cuestionable hasta su falta de cohesión narrativa y profundidad temática, la película no logra capturar la complejidad y la gravedad de su materia prima. En última instancia, el documental deja al espectador con más preguntas que respuestas, y con una sensación de insatisfacción y decepción frente a una oportunidad perdida de abordar un tema tan importante de manera significativa y conmovedora.

¿Estamos seguros de que a las personas detrás de esto realmente les importaba el tema que escogieron? Porque si es así, no se nota en pantalla.

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#Si Sostenido

Annabelle (2014) | Columna de G. Carregha

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Criticaciones

 

El sol se escondió en el horizonte de concreto para dar paso a la era conocida como “el fin de semana”. Había comenzado otra noche de viernes que se sentía como tarde de lunes dentro de esta eterna cuarentena en la que nos tiene hundido el pánico mundial. El ajetreo de las calles siendo utilizadas por autos y peatones como si no estuviéramos a punto del colapso humano se colaba por cada rincón del departamento. Sólo el sonido de nuestros cerebros apaciguando la ansiedad a marchas forzadas aderezaba los silencios esporádicos.

Seguíamos enjaulados por voluntad propia. Hacía meses que habíamos firmado un contrato de Sana Distancia™ con las autoridades locales, donde prometíamos no volver a salir al mundo exterior so pena de cárcel preventiva. Desde el exterior habían echado candado a nuestra puerta principal. Hasta tres veces por semana se paseaba por la cuadra una patrulla federal para asegurarse que el candado no hubiese sido comprometido. En fin, éramos un par de periquitos del amor encerrados en una jaula de 2×2, incapaces de volar, incapaces de saber en qué mes o año estábamos realmente.

Del mundo exterior sabíamos poco. La única información que se alcanzaba a filtrar hasta nuestros ojos eran los noticieros de Javier Alatorre y los memes en nuestros perfiles de Facebook. Y, asumiendo que nuestras fuentes de información fueran de fiar, podíamos estar seguros de una sola cosa: el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. En cosa de días un ejército de ángeles y dioses bajarían a juzgar a todo ser humano aún con vida, llevándolos al instante, ya fuera al cielo o al infierno, dependiendo de la suma de todas las acciones realizadas a lo largo de sus vidas. Nueva Zelanda fue la primera en desaparecer, después, Tlaxcala. Bueno, eso y que la muñeca Annabelle se había escapado del museo de los Warren. De cierta manera, ambas noticias parecían ser dos caras del mismo pronóstico.

“¿Te imaginas que se nos apareciera aquí, en la casa?”, preguntó Astrid, su cara hundida en la pantalla de su celular como si quisiera fusionarse con ella.

“¿La muñeca?”, pregunté yo con un dejo de ironía en cada sílaba.

“Obvio”, me contestó. “¿No has oído de todas las personas que han muerto de maneras inexplicables después de tocarla? ¡Imagínate que podamos ser los siguientes!”

“¿Te emociona la idea de morir a manos de una muñeca poseída?”

“Claro que no”, mintió, sus mejillas enrojecidas, su mirada perdida en el horizonte opuesto a mi cara.

“Mira, para que eso pasara, en primer lugar, todo este asunto de la muñeca diabólica tendría que ser cierto”, aseguré. Astrid se limitó a bufar directo hacia su pantalla de celular para hacerme notar cuán infeliz le hacía que no le siguiera el juego. “Además”, proseguí, “la muñeca de trapo esa tendría que romper la cadena que nos pusieron los estatales en la puerta. Es un objeto físico, no es como si pudiera atravesar paredes o algo así”.

Pensaba decir más al respecto, pero fui interrumpido por el ensordecedor sonido de una mesa pesada siendo arrastrada por el suelo. Se escuchó como si aquel mueble se hubiera movido a dos metros de nosotros, en el mismo interior de nuestro departamento. Esto no solo era imposible, pues en ese instante estábamos sentados en la única mesa que la pobreza millenial nos ha permitido adquirir, sino que éramos los únicos dos seres vivos en el lugar.

“¿Oíste eso?”, pregunté en voz alta con la esperanza de que Astrid contestara con un sencillo ‘¿oír qué?’

“¡Sí!”, gritó Astrid emocionada. “¡¿Crees que sea ella?!”

“Espero que no”, comencé, pero un portazo que hizo retumbar la estructura del edificio se dejó escuchar por lo largo y ancho del departamento, cimbrando incluso al zigzag de huesos al que llamo mi espina dorsal.

“Astrid”, susurré, “creo que estamos en peligro.”

“¿De verdad?”, respondió, su excitación sintiéndose cada vez más evidente con cada respiración pesada que emanaba de su ser.

“¡YA LLEGARON LAS FRÍAS!”, gritó un sujeto desde el piso inferior. “¡AHORA NOMÁS NOS FALTAN LAS PUTAS!”, concluyó, un gallo emanando de su garganta al momento de mencionar a las mujeres de la vida galante. A esto le siguió un aullido de hombre lobo de bajo presupuesto digno de película estudiantil mexicana. Otra macana de aullidos de igual calidad le siguió. Una serie de portazos se dejó escuchar en lo que un tropel de pisadas se arrastraba por el suelo, empujando todo mueble a su paso en respuesta a los anuncios.

“Ah”, exclamó Astrid. “Creo que ya rentaron el piso de abajo.”

Fue entonces cuando una serie de gruñidos y gemidos dignos de una marabunta de hombres heterosexuales de entre dieciocho y veintiún años intentando confirmar su hombría a través de chistes misóginos se mezcló con el oxígeno del aire que respirábamos. La testosterona excesiva mezclada con colonia barata a tropel se alcanzaba a oler aún a pesar del pesado ambiente de aburrimiento y desesperación en el que nos habíamos estado cociendo desde abril. Más, la desesperación sexual emanando de los cuerpos de aquellos individuos era más poderosa que cualquier otra cosa. Lo único que cortaba el ambiente de testosterona era un ardid de gruñidos tan heterosexuales como fingidos.

“¿Y si ponemos la de Annabelle a ver si, no sé, la invocamos y mata a los vecinos o algo?”, preguntó Astrid, por primera vez en todo el día alejando el celular de su cara para poder enfocar otra parte del universo ajeno a esa pantalla; en este caso, la ventana que nos permitía acceder visualmente al área de la fiesta.

“No creo que funcione”, dije, “pero no puede hacernos daño intentarlo…”

Enseguida entramos a Netflix y encontramos el título. A pesar de presionar el botón de play apenas ubicar el póster de la película, tuvimos que esperar cuarenta y cinco minutos para poder verla. Sin importar cuan alto pusiéramos el volumen, o cuan selladas estuvieran las ventanas del departamento, lo único que podíamos escuchar era el juego de “¿quién es el más probable que…?” que se había armado en la fiesta del piso inferior. Por supuesto, todas las preguntas eran de índole sexual y, por supuesto, cada mención a un acto sexual o de los genitales hacía reír como chimpancés en celo al contingente de adolescentes adultos a cuatro metros debajo de nuestros pies.

Sólo nos quedó suspirar, largo y tendido, por casi una hora. La aparición esporádica de memes referentes al escape de la muñeca en nuestros celulares no hacía más que incrementar el hype autogenerado por nosotros mismos.

SINÓPSIS: Un productor de Hollywood vio la cantidad de dinero generada por la película The Conjuring, y decidió entrar a un generador de historias en línea para expandir los primeros cinco minutos de la película original y quedarse con más dinero de adolescentes deseosos de ser espantados en el cine.

En ningún momento de los últimos seis años había sentido la necesidad de ver qué se escondía detrás del poster de la película Annabelle. No me causaba curiosidad el seguir las aventuras de la parte menos interesante de The Conjuring, un segmento de apenas cinco minutos que servía únicamente para explicar el tipo de casos en los que solían involucrarse los Carlos Trejo estadounidenses durante sus años activos

. Jamás sentí que, de no visionar esta película, la historia de la familia Perron quedaría inconclusa en mi corazón. Annabelle poseía, para mí, el mismo peso que la maestría sacada de la manga instaurada por mi universidad en un intento vano de llamar la atención de la gente y mantenerse “relevante” en su área. Aunque, en su defensa, ver Annabelle cuesta menos, dura menos, y tiene la misma injerencia en el futuro laboral que el título de maestro en innovación comunicativa para las organizaciones.

Sin embargo, a pesar de haber evitado pasivamente por años a Annabelle, durante cada minuto de la película no dejaba de sentir que ya la había visto. Las escenas presentadas en pantalla seguían una lógica marcada por mi mente como algo que ya conocía, como un plan preestablecido que venía integrado con mi software de pretensión, como un aburridísimo déjà vu audiovisual. Cada “y después va a pasar esto” que me decía internamente mi crítico de cine interior se cumplía con todos y cada uno de los detalles generados por mi subconsciente en el tiempo y forma esperados. Incluso era capaz de predecir los excesos de volumen innecesarios y jump scares con casi perfecta exactitud, cual metrónomo de bodrios cinematográficos.

“Quizá la hubiera llegado a ver de reojo en alguna reunión social”, pensé, sabiendo perfectamente que a lo que menos me invitan en este mundo es a reuniones sociales.

Igual y la estaba viendo alguna pareja sentimental un día que le fui a visitar y, sabiéndome mejor que una película de este tipo, decidí ignorarla viendo memes en mi celular”, me propuse, sin recordar una situación similar en los últimos veinte años de mi existencia, en donde ignorara una película en la televisión.

“¿Se las habré puesto a mis alumnos cuando daba clases de análisis de cine y TV para mantenerlos callados un día que no tenía ganas de enseñar?”, indagué en soliloquio mental sabiéndome casi incapaz de gastar una clase de universidad en algo tan frívolo como Annabelle.

“O, tal vez”, concluí, “esta película sigue tan al pie de la letra los tropos de las películas de terror que es más genérica que el queso barato.”

Fuera como fuera, nos estábamos llevando un chasco colectivo aquel viernes por la noche. Lo que en un principio imaginamos sería una versión extendida de la clásica historia de “nuestra muñeca se movió ¡y no había nadie en el departamento!” que decenas de YouTubers han logrado con muchísimo menos presupuesto – y mejores actuaciones –, resultó ser una genérica historia de cultos satánicos setenteros. En resumidas cuentas, estábamos ante la presencia de un cuasi-remake digno del Hallmark Channel de los ochentas de Rosemary’s Baby, pero con dos o tres efectos de un supuesto demonio rondando alrededor del inmueble. Era una película de terror psicológico que quería ser algo, quería resaltar por su propia mano, pero que, de vez en cuando, recordaba que estaba contractualmente obligada a mostrar la imagen de un esperpento de porcelana para ser considerada parte de un universo cinematográfico para conseguir presupuesto. De haberse eliminado la existencia de la muñeca Annabelle, la película podría haberse mantenido sobre sus propios pies como un bodrio predecible de calificación mediocre, pero original.

Siendo incapaces de ser absorbidos por la historia en pantalla por razones tanto inherentes a su bajo nivel de producción como por factores externos, Astrid y yo nos vimos desaprovechando nuestro viernes por la noche observando una versión pobre de “¿qué tal que Charles Manson si hubiera invocado a un demonio?” pero con sonidos de peda adolescente y malos chistes de doble sentido de fondo.

Muy a pesar de cuán predecible puede ser Annabelle, la película misma se rinde a menos de la mitad de su duración. Llega un punto en que, incluso ella misma, quiere acabarse de una vez para hacer algo mejor con su vida. Por ejemplo, de pronto, y sin explicación aparente, nos encontramos con una mujer que, espantada por ver a su muñeca recubierta de sangre de suicida, pide a gritos que se deshagan de ella porque le aterra. Quince minutos después, al ver a la muñeca reaparecer mágicamente en su nuevo hogar, decide que mejor no, que mejor si la quiere, que a fin de cuentas es suya. A esto se le sigue un personaje cuya existencia entera, su forma de hablar, su trasfondo y conocimientos específicos a la trama, parecen predecirle como el ardid final del demonio para llevar a cabo sus planes de robar niños en los setentas. Pues que dice el productor ejecutivo que no, que es más bonito que al final resulte ser bondad honesta y pura que salva el día porque Diosito así lo quiso.

La saga de The Conjuring es una basada en la existencia de los demonios, pero, también, es una que está obligada a concluir todas sus historias con un literal Deus Ex Machina que deja a la audiencia sintiéndose insatisfecha, pero sabiendo que la religión es siempre la respuesta a tus problemas.

Por nuestra parte, al no haber sido capaces de invocar a Annabelle con su película, Astrid y yo decidimos inspirarnos en ella para apaciguar la fiesta en el departamento de debajo de una vez por todas. Si cerrar las ventanas o poner una película de terror a todo volumen no funcionaba, las canciones de alabanza de Martín Valverde a volúmenes profanos serían el arma perfecta para la retaliación.

Increíblemente funcionó. Cual demonios inventados, los borrachos al sur de nuestros pies decidieron cerrar sus ventanas abiertas, ahogarse en su propio hedor a cerveza barata y cigarros, con tal de dejar de escuchar canciones religiosas.

El universo de The Conjuring no estaba tan equivocado después de todo.

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