octubre 6, 2025

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#4 Tiempos

Se cocina un clásico | Columna de El Mojado

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Se cocina un clásico

Rudeza Necesaria

 

Para un equipo con poco reconocimiento nacional como San Luis, es difícil conseguir un clásico que no esté definido por la cercanía geográfica. Hasta ahora, las rivalidades futboleras de los clubes de San Luis Potosí eran contra ciudades cercanas: Gallos de Querétaro; Necaxa, de Aguascalientes; Mineros de Zacatecas; Toros de Celaya.

Sin embargo, las circunstancias han puesto a San Luis y Dorados de Sinaloa en contra en momentos definitivos en por lo menos cuatro ocasiones, lo que puede otorgarle a esta rivalidad el estatus de clásico, con lo que está por cocinarse en las próximas semanas.

El primer enfrentamiento directo en la rivalidad entre Dorados y San Luis ocurrió en el torneo Clausura 2006 de la Primera División Mexicana, cuando ambos equipos peleaban codo a codo el no descenso.

El plantel de Dorados tenía jugadores como Pep Guardiola o “El Loco” Sebastián Abreu. Para la última jornada, el 29 de abril de 2006, Dorados recibía en su estadio a los Pumas y el Club San Luis al Atlas.

Club San Luis necesitaba ganar forzosamente su último partido del Clausura 2006 para salvarse del descenso. El partido contra el Atlas comenzó mal para los potosinos, pues apenas a los 6 minutos de juego, un gol de Emanuel “El Tito” Villa sentenciaba al equipo de Raúl Arias a la quema.

Entre mucho nervio transcurrió casi todo el partido, hasta que en el minuto 88, un gol de Alfredo González Tahuilán empató el partido, aunque el Club San Luis seguía yéndose al descenso.

Entonces, un héroe improbable apareció con el gol de Marcelo “El Colorado” Guerrero, con poca actividad del torneo. “El gol del milagro” llegó cuando Guerrero aprovechó un rebote en el área chica que había rechazado el portero atlista, Antonio “El Poeta” Pérez.

El Lastras estalló en júbilo por la milagrosa salvación, en una hazaña que sigue comentándose hasta la fecha en San Luis Potosí. En Culiacán, por su parte, el marcador no se movió y Dorados tuvo que volver a la Primera División A, después de dos años en el máximo circuito. Un triunfo por cualquier marcador hubiera sido suficiente para el equipo sinaloense.

Nueve años después, en mayo de 2015, el Atlético San Luis de Raúl Arias llegó a la final del torneo de Clausura del Ascenso MX como líder general, contra los Dorados de Carlos Bustos.

La serie prácticamente se definió en el partido de ida, en Culiacán, cuando los Dorados ganaron 3-0 con goles de Raúl Enríquez, Diego Mejía y Rodrigo Prieto.

Para el partido de vuelta, en el Alfonso Lastras, los potosinos solo pudieron conseguir un gol, de Édgar “El Quesos” González, al minuto 63, con lo que los sinaloenses levantaron el campeonato del torneo y posteriormente, contra Necaxa, consiguieron el ascenso a la Liga MX

.

Otra final del Ascenso MX se vivió apenas en diciembre pasado, cuando Atlético de San Luis, bajo el mando de Alfonso Sosa, pudo coronarse en casa contra los Dorados dirigidos por Diego Armando Maradona.

El partido de ida en Culiacán lo habían ganado los sinaloenses con gol de Édson Rivera. Para la vuelta, Dorados amplió el marcador global al minuto 32 con gol de Jorge Córdoba.

El goleador de los potosinos, Nicolás Ibáñez, consiguió el empate en el segundo partido en el agregado del primer tiempo.

Ya en el segundo tiempo, al minuto 56, Dorados volvió a poner contra las cuerdas al equipo potosino, con gol de Édson Rivera.

Pese a la desventaja, de dos goles, el Atlético de San Luis pudo recuperarse con un autogol de Diego Barbosa al minuto 65 y un gol más de cabeza del español Ían González al 75.

Ya con el empate global, en los tiempos extras, un pase de Diego Pineda fue concretado como gol por Leandro “El Chino” Torres al minuto 103, con lo que explotó el júbilo de la afición potosina, pero también la molestia del Diego, quien se fue a los golpes contra algunos espectadores de la zona de palcos.

Ahora, solo cinco meses después, Dorados y Atlético de San Luis volverán a definir un campeonato del Ascenso MX. Si Atlético de San Luis se corona campeón habrá ascendido otra vez a la Liga MX, seis años después de que la última franquicia potosina de la máxima categoría fue arrancada a esta ciudad, para ser llevada a Tuxtla Gutiérrez por el empresario Carlos López Chargoy.

Si en cambio, el próximo domingo es Dorados quien obtiene el título, deberán jugarse una serie más para conseguir el Ascenso a Primera División, otra vez con el primer partido en Culiacán y el segundo en el Alfonso Lastras.

Esta rivalidad, sin importar para qué lado se inclina la balanza en las próximas semanas, tiene todos los ingredientes para un clásico.

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#4 Tiempos

Pena de muerte | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

Imagine que un día, mientras se baña, descubre en alguna parte de su cuerpo –por ejemplo, en la planta del pie izquierdo, aunque bien podría ser en cualquier otro lugar- unos números tatuados que nunca antes había visto. ¿Cómo es que aparecieron allí? Hace usted memoria: ¿quién pudo haberle jugado una broma tan pesada? Y, sobre todo, ¿cuándo y a qué hora, que usted no se dio cuenta?

Como quiera que sea, trata de averiguar el significado de aquella cifra misteriosa. Lee una vez y luego otra vez: 290614. Doscientos noventa mil seiscientos catorce. ¿Y qué quiere decir? Piensa usted en las cantidades de dinero que debe e, incluso, en el saldo de su cuenta bancaria. ¡No, imposible! Por más que ha tratado de ahorrar, nunca le ha sido posible reunir una suma semejante. ¡Ojalá tuviera esa cantidad! Pero no: sospecha que, por lo menos aquí, no se trata de dinero. ¿Y si hubiera que leer la cifra de otro modo, es decir, no de corrido sino por partes? 29-06-14. Así la cosa está más clara. Parece una fecha. ¿Veintinueve de junio del año dos mil catorce? Ahora imagine que, de pronto, lo invaden ciertas sospechas. ¿Y si esa fecha fuera la de su futura muerte?

Sí, eso es: usted ha desentrañado un misterio: esos números que nadie pudo haber tatuado -por la sencilla razón de que, si alguien lo hubiese hecho, usted se habría dado cuenta- son una revelación, algo así como un mensaje. Usted se morirá, pues, el veintinueve de junio del año dos mil catorce. Y cuando ha caído en la cuenta del significado de los números misteriosos, éstos desaparecen y no vuelven a dejarse ver nunca más. Fueron como un relámpago en la noche, sí, y, sin embargo, usted ya sabe…

¿Cómo sería la vida de los hombres si Dios, valiéndose de estos avisos o de otros, nos hiciera conocer el día de nuestra muerte? ¡Que sencillamente no podríamos vivir! Cada mañana nos despertaríamos con la boca pastosa pensando que la fecha fatídica está hoy más cerca que nunca. ¿Cómo vivir en semejantes condiciones?, ¿cómo no pegarnos entonces un tiro en la cabeza? Pero no. Dios, aunque conoce el día y la hora de cada uno, se la calla. Al crearnos, no nos puso en ningún ángulo del cuerpo nuestra fecha de caducidad. ¿Para qué conocerla? ¿Para vivir aterrorizados? Sin embargo, lo que ni Dios se ha atrevido a hacer, los humanos sí que lo hacemos, y hasta con una naturalidad que habría que llamar mejor ensañamiento. Nosotros sí, para castigar a los culpables, los condenamos a muerte y hasta les decimos, armados con el código penal, el día en que deberán ser ejecutados. ¿No es esto salvaje e inhumano? Imaginemos, en efecto, la vida de un hombre que deberá morir el 29 de junio del año 2014… ¿Cómo transcurrirían las horas de este hombre?

Bien, Víctor Hugo (1802-1885), el gran escritor francés, trató de imaginarlo escribiendo una novela publicada en 1829 que llevaba por título El último día de un condenado a muerte. En ella aparece un hombre acusado de asesinato al que la ley está a punto de dar el último golpe. ¿En qué piensa este hombre al saber que sus días están contados? ¿Qué ideas concibe mientras la fecha se aproxima y los minutos vuelan?

Para enterarnos es preciso leer la novela. Yo, por mi parte, sólo quiero detenerme allí donde el prisionero, en su celda, se pone a observar las paredes con curiosidad. ¡Va a morir, él va a morir! ¡Y cuantos ocuparon esta misma celda antes que él están ya muertos, y bien muertos, desde hace tiempo! Sin embargo, antes de irse de este mundo escribieron algo en las paredes que era como su último adiós. Se puso a leer…

«¿Qué hacer con la noche cuando aún no despunta el día? Se me ocurrió una idea. Me levanté y paseé mi lámpara por las cuatro paredes de la celda. Están llenas de frases, de dibujos, de extrañas figuras, de nombres que se mezclan y se tapan unos a otros. Parece como si, aquí al menos, cada condenado hubiera querido dejar su huella. Con lápiz, con tizón, con carbón, letras negras, blancas, grises, con frecuencia profundas hendiduras en la piedra, por doquier caracteres oxidados, como si estuvieran escritos con sangre… A la altura de mi cabeza hay dos corazones inflamados, atravesados por una flecha y, por encima, la leyenda: Amor para toda la vida. El desgraciado no se comprometió por mucho tiempo. Al lado, una especie de tricornio con una figurita groseramente dibujada por debajo y estas palabras: ¡Viva el emperador!. Y luego otros dos corazones inflamados con esta inscripción: Amo y adoro a Mathieu Danvin. Jacques. En la pared de enfrente se lee este nombre: Papavoine. La p mayúscula está bordada con arabescos y adornada con esmero»…

La celda que describe Víctor Hugo es la celda de los condenados, sí, y, sin embargo, antes de tomar el camino del cadalso unos hombres dibujaron corazones y escribieron unas cuantas palabras de amor. Amo y adoro a Mathieu Danvin. ¿Quién era este Jacques que, a escasas horas de morir, resumía así las andanzas y quehaceres de toda una vida? Antes de irse de este mundo, Jacques había escrito las palabras decisivas; palabras que nunca leería Mathieu Danvin, pero que él se sentía en el deber de dejar grabadas para siempre. ¡A punto de ser llevado a la guillotina, Jacques declaraba su amor en la distancia a Mathieu Danvin! Por ahora no quiero leer más. Y cierro la novela de Hugo pensando en esto: que acaso lo único que hemos venido a hacer a este mundo es decir unas cuantas palabras de amor, unas pocas, para luego irnos un poco así como los barcos se pierden en la lejanía del mar durante la noche. ¿Que no somos correspondidos? Eso no importa. ¿Que no dio nunca nadie importancia a nuestro afecto? Eso importa menos aún. Nosotros hemos amado, lo hemos dicho y con eso nos basta.

Cuando hemos pronunciado las palabras esenciales, cuando hemos escrito nuestra declaración de amor en una de las paredes de la vasta prisión que es este mundo, ya nada nos falta. ¡Hemos dicho ya lo único que importa decir! Que venga entonces el carcelero: nosotros tendemos las manos hacia él y lo acompañamos a donde quiera llevarnos…

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#4 Tiempos

El secuestro de 7 vidas al barranco | Crónica de Jorge Saldaña

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CRÓNICA

Por: Jorge Saldaña

Todos perdieron. En San Luis, a veces la justicia no llega por la puerta grande de los tribunales, sino por la rendija torcida del rencor. Cuatro adolescentes, todavía con el olor a niñez pegado en la piel, decidieron convertirse en verdugos de otro recién salido de la adolescencia. Lo subieron a un Mazda gris como si se tratara de un ritual iniciático: una venganza disfrazada de justicia.

El nombre del capturado era Fidel. Lo golpeaban dentro del auto, le gritaban lo que creían que era verdad: que había embarazado a una amiga, que la golpeaba, que la humillaba y que dejó junto a su hijo a la deriva. Ellos, convencidos de ser vengadores, eran apenas muchachos con un arma de balines que parecía real. Creían portar justicia, pero cargaban sólo una farsa de poder.

En la huida desesperada, Fidel se arrojó del vehículo. No era valentía ni cobardía: era instinto de supervivencia. Saltó, y el destino lo arrojó todavía más abajo, al barranco. El golpe contra las rocas fue la sentencia que ninguno de los adolescentes imaginó, pero todos firmaron con ese acto.

El saldo es un inventario de pérdidas: Fidel perdió la vida en la caída. Los cuatro jóvenes perdieron la libertad, y con ella, cualquier atisbo de futuro. La muchacha, centro invisible de la tragedia, perdió al padre de su hijo y a los amigos que quiso como vengadores. Se quedó sola, con un bebé en brazos y la sombra de un muerto sobre la cuna.

El niño crecerá huérfano de padre, y su madre, huérfana de red. No hay vencedores: sólo cenizas.

La historia parece sacada de una novela de Arriaga: adolescentes que creen en la épica de la violencia, que juegan a dioses con armas falsas, que hacen justicia con las uñas sucias del odio

. El final es tan brutal como inevitable: cuando la violencia se hereda, los hijos juegan con ella.

El barrio El Aguaje se quedó con una postal difícil de olvidar: sirenas iluminando la noche, un cuerpo roto en el fondo del barranco, y cuatro chamacos esposados, con la mirada aturdida de quien no alcanza a comprender que la adolescencia terminó en un segundo.

Nadie hablará de ellos en la sobremesa. Nadie los pondrá en canciones. Pero ahí está la historia, un espejo áspero que refleja a al del país entero: un lugar donde la justicia se busca a golpes, donde la violencia se hereda como apellido, y donde hasta los niños cargan con la fatalidad de ser verdugos o víctimas.

En esta tragedia, no hubo malos ni buenos: sólo cinco adolescentes devorados por un mismo monstruo, el de la violencia que crece como plaga en los rincones donde el Estado no llega, pero sí llega Netflix y todas las plataformas con series donde se exalta la violencia como único camino, y la justicia por propia mano como un acto de valentía en una selva que no tiene otra ley que el ojo por ojo y diente por diente.

La pregunta queda flotando como un eco incómodo: ¿A quién le importa?
Simplemente es una corriente y cruda historia más, en la que nadie gana.
Un reflejo del barranco en el que todos estamos al borde.

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#4 Tiempos

El sueño que parecía imposible | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

 

Durante décadas, el fútbol mexicano ha vivido con una deuda pendiente, la de encontrar a ese jugador distinto, capaz de cambiar un partido con una sola jugada, de desatar emociones colectivas y de encender la esperanza de millones. Y de pronto, en medio de la rutina de un campeonato que pocas veces sorprende, aparece un adolescente llamado Gilberto Mora para recordarnos que el sueño sí puede ser real.

Con apenas dieciséis años ya hizo historia. Debutó en la Primera División con Xolos y no fue un relleno, no fue una anécdota, se convirtió en protagonista, dio una asistencia, marcó un gol y rompió el récord de precocidad. Desde entonces, cada vez que pisa la cancha transmite esa sensación de que algo diferente va a ocurrir. Es el tipo de jugador por el que uno prende la televisión o se sienta en la tribuna con la ilusión de ver magia.

Lo extraordinario de Mora no es solo su juventud ni sus estadísticas. Es la manera en que juega con naturalidad, como si la presión no existiera, como si la cancha le perteneciera. Ve espacios que los demás ignoran, inventa caminos en lugares cerrados, toma decisiones que parecen dictadas por un instinto superior. Y lo más impresionante es que ya lo hace con la Selección Mexicana, donde su talento no se disfraza entre adultos, sino que se multiplica. En la Copa Oro lo vimos asistir, competir, atreverse, y ganar un título con una madurez que contrasta con su edad.

El horizonte para Mora es tan prometedor como inédito. Si el proceso se maneja bien, no solo podría disputar el Mundial Sub-17 —ese que corresponde a su categoría natural y donde sería la estr ella indiscutida—, sino que incluso está en condiciones de aspirar al Mundial Mayor

, en un salto que pocos futbolistas en el planeta pueden presumir. Imaginarlo jugando ambos torneos, en paralelo, sería confirmar que estamos frente a un fenómeno.

México ha tenido buenos futbolistas, jugadores de época, líderes de vestidor o símbolos nacionales. Pero pocas veces hemos sentido tan cerca la posibilidad de tener a alguien con el aura de un Messi o un Maradona: un joven que no solo juega, sino que transmite la sensación de que su historia puede transformar la del fútbol mexicano. Por eso cada partido suyo parece más grande que el marcador. Porque lo que está en juego es la ilusión de un país entero que lleva generaciones esperando a “ese” futbolista que cambie todo.

Claro, el riesgo existe. La presión mediática, los clubes europeos que pronto tocarán la puerta, la exigencia desmedida de una afición que no suele tener paciencia. Pero si Mora encuentra el entorno adecuado, si logra madurar sin perder la magia, entonces podemos estar al inicio de la historia que tanto tiempo se nos negó.

Gilberto Mora es hoy más que un jugador: es la encarnación de un sueño que parecía imposible. Si mantiene el rumbo, no estaremos hablando solo del más joven en debutar, anotar o asistir. Estaremos hablando del crack que México llevaba décadas esperando, capaz de unir en un mismo calendario el Mundial Sub y el Mundial Mayor, para después escribir la página que nos acerque, por fin, a la eternidad futbolística.

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Opinión

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