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Patricio: falla tras falla del ISSSTE costaron la vida de un bebé en SLP (Parte II)
Antes lee la primera parte de esta historia: Patricio: falla tras falla del ISSSTE costaron la vida de un bebé en SLP (Parte I)
Por: Roberto Rocha
PARTE II
COVID EN LOS CUNEROS
Sin embargo, fue hasta ese mismo lunes que, por rumores, Alberto y su esposa se enteraron que en los mismos cuneros de neonatología había un bebé que había dado positivo por covid-19: “Ella escuchó rumores de los pacientes y de las enfermeras que estaban ahí, que en el área donde estaba nuestro bebé, en neonatología, había un bebé infectado con el covid. Eran rumores todavía, no era totalmente oficial pero ya había muchos rumores. Ella se alarmó porque decía ‘a lo mejor es el mío, no sé, no hay informes’”.
Alberto y su esposa dejaron el hospital porque la habían dado de alta, aún sin conocer a su hijo. Los médicos les pidieron que dejaran sus números de teléfono para avisarles de cualquier situación con el bebé.
“Se acabó el lunes, no nos hablaron, no supimos nada. El martes nos desesperamos, pero por fortuna mi esposa encontró a una amiga enfermera en el hospital. Ella buscó a la pediatra, quien le respondió ‘comunícate con ellos, es necesario que vengan porque quiero hablar con ellos’. Pero esto fue porque teníamos un contacto allá adentro, si no, nadie nos habla”.
“Entonces ya nos vamos los dos al hospital y salió la pediatra. Nos dijo que nuestro bebé está muy grave, que necesita una cirugía porque tenía una enterocolitis bacterial grado III, y estaban ya algo infectados los órganos. Ahí también fue que nos confirmó que en el área donde estaba nuestro bebé había un caso de un recién nacido con el covid, nos dijo ‘hay mucho más riesgo porque tenemos un paciente ya confirmado con el covid dentro del área donde está su bebé’. Nunca nadie nos informó esto o nos dijo que lo más conveniente era llevarnos a nuestro bebé para evitar que fuera contagiado”.
SIN ESPECIALISTA
“La pediatra nos dijo ‘yo he estado intentando hablar con la especialista, la neonatóloga de turno, la única que tenemos, pero no me contestó’. La doctora repitió que era urgente hacer algo, por lo que hicimos hincapié que si era necesario trasladarlo a otro hospital, lo íbamos a hacer sin ningún problema. Nos dijeron que por el momento no convenía porque ya tenía el tratamiento y que iban a esperar a ver cómo iba evolucionando. Entonces ella misma nos dijo ‘yo ya me moví, ya mandé traer un cirujano subrogado porque la que hay aquí no va a venir o no puede venir, estamos esperando que llegue’, entonces nos enseñó el documento y nos dijo ‘ya lo pedí y estamos en espera de que llegue, porque sí está muy grave’”.
¿Y LA PRUEBA DE COVID?
“Ese mismo martes, la pediatra nos dijo otra cosa, nos dijo que por el caso del niño de covid tenía la orden de que se le hiciera la prueba de laboratorio desde el domingo, sin embargo ya era martes pero no se la habían hecho. Yo le respondí ‘¿cómo es posible que si ven que es algo urgente no se la han hecho’, y me dijo ‘no lo sé, hay cambios de turno, se va cambiando el personal y no le han hecho la prueba’”.
“Esperamos a que llegara el cirujano, pero la pediatra nos dijo que no sabía quién era. Pasaron una o dos horas y estábamos mi esposa y yo muy preocupados porque nos habían dicho que era grave. Antes de esto, en ningún momento habíamos escuchado que vocearan a nadie en el Hospital, y de repente empezaron a vocear que se necesitaba la jefa de enfermeras en neonatología, después que se necesitaba otra cosa también en neonatología y decíamos ‘¿que pasaría? porque nunca los habían voceado y ahora están muy movidos todos, no sabíamos lo que estaba pasando”.
“YA NO LO ALCANCÉ”
“Alrededor de las 9 salió una doctora. No la conocíamos, pero intuimos que era la neonatóloga. La paramos, le dijimos ‘¿doctora, usted es neonatóloga? y ella nos dijo: ‘¿ustedes son los papás de Patricio?’”.
Después, la neonatóloga les dio la noticia: “Su bebé estaba muy grave, muy delicado, por eso me habían mandado llamar, aunque yo no lo atendí, pero vine por el llamado. Pero ya cuando yo llegué, al bebé ya no lo alcancé”, dijo la doctora.
“Con esas palabras fue que nos enteramos que nuestro bebé perdió la vida”- explica Alberto-. “Fue difícil por la impotencia de que no se hicieron a tiempo las cosas”.
La doctora siguió informándoles: “Nos dijo así, que cuando llegó ya no tenía más nada que hacer, que nada más le hablaron y pues ella venía a hacer lo que se podía, pero llegó y no lo alcanzó. Dijo que lo lamentaba mucho, nos estuvo insistiendo que había en cuneros un bebé con covid y que ella estaba también sorprendida de que lo habían tenido ahí al bebé, que ella no sabía por qué ”.
APENAS LO CONOCIERON
“Después salió otra pediatra y le dijimos que por favor nos permitiera conocerlo. No tuvimos oportunidad de verlo ni de darle leche materna. Nada, nada, no lo conocíamos. Incluso yo tenía hasta la ilusión de pensar que lo habían podido cambiar, que no era el de nosotros, por lo que había escuchado yo anteriormente, de que había una señora ahí peleando que a su bebé se lo habían cambiado. Con esa ilusión yo estaba esperando, ‘ojalá que no sea el mío, ojalá que todo esto haya sido un error’”.
“Más tarde salió la pediatra y nos dijo que sí nos iban a permitir el ingreso para que lo conociéramos. Pero nos volvió a confirmar, ‘el área donde estaba su bebé, donde falleció, hay un bebé ya confirmado con el covid y pues es muy necesario que tengamos mucha protección’. Entramos a un vestidor y como a dos metros estaba el cuarto con los bebecitos. No es muy grande, debe ser como de 5 por 5 metros. Nos percatamos que había dos niños. No sé si el bebé del covid sería uno de ellos. Entramos y yo esperaba recibir la protección que ellos me habían dicho, yo me imaginaba por lo menos careta, una bata, algo. Salió la pediatra con el bebé, y nos dice ‘por favor, pónganse este guante’. Nos dieron un solo guante de látex, el cubrebocas era el personal que traíamos, por qué obviamente no podíamos entrar sin él. Un guante de látex, esa fue toda su protección, pero a mí ya no me importó porque yo lo que quería era verlo, conocerlo, estar seguro que fuera de nosotros y que no lo hayan cambiado. Lo vimos y notamos que era el de nosotros, porque hay mucho parecido a mí. No me cupo la menor duda que era el mío, estuvimos ahí cinco minutos más o menos, despidiéndonos de él, viéndolo”.
“Al salir, la pediatra nos preguntó si alguno de nosotros tenía antecedentes de covid, y contestamos que ninguno de los dos hemos tenido los síntomas ni nadie de nuestra familia. Dijo: ‘lo que pasa es que su bebé presentó ya al final los síntomas, se le hará la prueba, pero pues los resultados todavía no los tienen. Es muy probable que su bebé también se haya contagiado por el covid’. Yo hasta le grité ‘es que si se contaminó fue aquí, porque nosotros ni siquiera lo conocíamos ni siquiera teníamos contacto con él’. Después nos mencionó la pediatra que era muy importante que nosotros nos hiciéramos la prueba”.
UN CERTIFICADO HECHIZO
Alberto señala que al esperar junto con la funeraria que le entregaran el cuerpo del bebé en el hospital, los hicieron moverse en dos ocasiones, sin embargo, con el fallecimiento de Patricio no terminaron las negligencias.
El miércoles pasado, al día siguiente de la muerte, la funeraria le pidió a Alberto el certificado de nacimiento y el certificado de defunción. Este último documento sí lo tenía, pero el primero no, pues no le fue entregado en el hospital.
Al llegar al Hospital General del ISSSTE en Carlos Diez Gutiérrez, en el área de admisiones le dijeron que no encontraban el documento. Después de mucho buscar, dijeron que lo encontraron pero que necesitaban la firma de la madre, aunque ya había firmado el día del nacimiento e incluso había notado la huella del bebé.
Alberto negó que fuera a llevar a su esposa al Hospital, porque tenía reciente la herida de la cesárea, por lo que solo accedió a que firmara fuera del centro de salud: “En el camino me dice mi esposa que la huella que venía en ese certificado estaba muy distinta a la que ya había visto, que era una huella más grande, más ancha y que tenía la tinta fresca”.
Sigue aquí con la parte 3 de esta historia: Patricio: falla tras falla del ISSSTE costaron la vida de un bebé en SLP (Parte III)
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
También lee: Unicornio trasquilado | Apuntes de Jorge Saldaña
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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano
Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado
Por: Ana G Silva
A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.
Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.
Inician.
Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.
La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.
A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.
Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.
Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.
En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.
Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.
En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.
En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:
Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.
Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.
Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.
Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.
Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.
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Reforma educativa abre paso para que 30 docentes regresen a aula en SLP
La medida deriva de una reciente reforma legislativa que busca proteger a quienes enfrentan acusaciones sin fundamento
Por: Redacción
La Secretaría de Educación del Gobierno del Estado (SEGE) estima la reincorporación de 30 docentes que habían sido separados temporalmente de sus funciones tras enfrentar diversas denuncias. Según varios medios de comunicación, esta medida deriva de la reciente aprobación de una reforma legislativa diseñada para salvaguardar al personal docente.
El titular de la SEGE, Juan Carlos Torres Cedillo, explicó que el objetivo de esta nueva legislación es defender a las y los catedráticos que son señalados sin fundamento por parte de padres de familia o tutores. Si bien los 30 docentes aún no han sido exonerados de manera definitiva, su reincorporación es un paso que se prevé gracias al nuevo marco legal.
El funcionario estatal detalló que cuando existe una acusación contra un maestro, ya sea ante la SEGE o la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), se procede a su separación parcial de la impartición de clases. Torres Cedillo reconoció que este proceso administrativo provoca una carencia de maestros frente a grupo, lo que a su vez genera afectaciones directas a los escolares, quienes pierden continuidad en sus clases.
La reforma legislativa, de acuerdo con las declaraciones del titular de la SEGE, busca mitigar estas afectaciones al proporcionar un mecanismo legal que defiende a los docentes de acusaciones infundadas, permitiendo que la mayoría regrese a sus aulas para continuar con su labor educativa.
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