julio 16, 2025

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#4 Tiempos

F. Scott Fitzgerald y sus problemas con las mujeres | Columna de Carlos López Medrano

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MEJOR DORMIR

 

Existen mujeres capaces de encender una chispa en el corazón de los hombres. Y así como esta chispa puede iluminarlos, también puede consumirlos hasta que no queda nada de ellos. Se ha escrito mucho sobre el impacto que Zelda Sayre dejó en Scott Fitzgerald, pero se ha hablado un poco menos de Givebra King, quien llegó antes: ella fue la llama que alumbra al escritor estadounidense como solo puede hacerlo el primer gran amor. Un amor imposible que forjó su carácter y que contribuyó a dejarlo en un estado de perpetua melancolía.

Ginevra King, una joven socialité perteneciente al grupo de las Big Four, las solteras más deseables de Chicago, desempeñó un papel fundamental en la formación del temperamento de Fitzgerald y en los temas recurrentes en su obra desde tierna juventud. Aunque Estados Unidos carece de casas reales, su estatus se asemejaba a una especie de princesa de aquel país. Ecos de su personalidad están presentes en cuentos como El joven rico o Sueños de Invierno. Y de manera más prominente en Daisy Buchanan de El Gran Gatsby, que a la fecha hay quienes enlazan erróneamente a Zelda.

El romance entre King y Fitzgerald se desarrolló entre los años 1915 y 1917, cuando ella tenía dieciséis y él dieciocho. Ginevra, hija de padres adinerados y hechicera de hombres (incluso fue expulsada de la escuela por coquetear desde la ventana con un grupo de estudiantes que la admiraban afuera de su habitación por las noches), estaba acostumbrada a una vida llena de lujos, algo que Scott no podía ofrecerle. A pesar de esto, ella se convirtió en la mujer en la que él depositó sus ideales y deseos. Fue el espejismo que a veces perseguimos en un horizonte inalcanzable.

Ginevra tenía numerosos pretendientes provenientes de familias adineradas que le ofrecían beneficios con los que Scott no podía competir. Es famosa la oposición que la familia de King ponía a aquel noviazgo y la frase lapidaria que alguien le soltó al escritor en una ocasión (algunos lo atribuyen al suegro): «Los chicos pobres no deberían pensar en casarse con jóvenes ricas».

Pero estar con ella era alimento para su egolatría y le hacía creer por un tiempo que formaba parte de un mundo en el que no encajaba. Era un esclavo de su propia imaginación como sugirió en A este lado del paraíso. En algunas de sus historias, deja entrever la sensación que lo embargaba: Ginevra había jugado con él. Del mismo modo en que algunos felinos hacen con sus presas, mostrándole interés y una esperanza que a la postre apagan con zarpazos. La felicidad transmutada en agonía.

En adelante, Fitzgerald no conservó los momentos de alegría junto a Ginevra, sino la amargura y el dolor de la separación. Era un hombre ambivalente, navegando entre la luz y la sombra. Ginevra, en todo caso, fue quien moldeó su actitud hacia la vida, y su ruptura lo empujó cada vez más hacia el cinismo. Las inolvidables líneas finales de Sueños de invierno revelan claramente sus sentimientos.

Hace mucho, mucho tiempo, hubo algo en mí, pero ha desaparecido. Ha desaparecido, ya no existe. No puedo llorar. Y tampoco lamentarlo, porque no volverá jamás.

La relación terminó sin que el autor cumpliera con la penúltima línea de ese fragmento. A través de sus cuentos y novelas, Scott Fitzgerald enviaba señales a la mujer amada, relevando sus pareceres a través de personajes con evidente anclaje a su vida personal. También expresaba vendettas hacia aquellos pertenecientes a una clase social que no lo aceptaba y que tenía el monopolio sobre Ginevra. Ella lo leyó, pero ya no hubo reciprocidad. No necesariamente por falta de ganas, imposible saberlo con certeza, pero sí al menos por inclemente sucesión de circunstancias que alejan a las personas que no están destinadas a estar juntas. La vida separa a los que se aman, con suavidad, sin hacer ruido. Y el mar borra sobre la arena los pasos de los amantes separados, decía Jacques Prévert.

Scott y Ginevra tuvieron pocos encuentros en persona. Mantuvieron, eso sí, una intensa comunicación a distancia a través de decenas de cartas llenas de coqueteos y provocaciones, por lo que su amor tuvo un cariz de imaginario, teñido de una poderosa idealización. Un esbozo del paraíso anhelado. Sin embargo, su final condujo a lo que Salinger describiría como «el corazón de una historia quebrada», un vínculo que deja esquirlas en el interior de quien ha sido abandonado, esquirlas que cada tanto vuelven a arder. Lo que más quería no pudo ser. Había estado tan cerca, había sentido su calor, imaginado el porvenir a su lado, y un mal día… se difuminó entre sus dedos.

Esta relación frustrada dejó a Fitzgerald con una espina clavada en el fondo. Lloró por ella el resto de sus días. Un chasco que tenía espejo en su situación literaria y financiera. El nervio del escritor correspondía a un hombre sabedor de lo que merecía, sin tenerlo. Un hombre endeudado económicamente que a su vez sentía que la vida estaba en deuda con él. Conocía las altas esferas desde el interior. Los lugares, la ropa, las costumbres, personajes, las bebidas. La fortuna estaba ahí, a la mano, pero no podía aprehenderla.

Críticos como Hernán Poblete Varas han apuntado a esa tragedia fitzgeraldiana: alguien que estaba cerca de sus sueños, quien los veía inminentes, a punto de ocurrir… sin que llegaran a concretarse. Entre el frenetismo de la escritura y la bebida (sobre todo esta última), disimulaba o pretendía olvidar lo que había perdido para siempre. Aunque eventualmente llegaba ese momento en el que un recuerdo se interponía en su labor. Entonces rompía en llanto, como un niño perdido.

Los vaivenes de su obra eran insuficientes para asegurar una permanencia en la gloria. Incluso en sus puntos más altos, carecía del dinero conferido por el linaje, el que en verdad cuenta para los magnates y sus allegados. Dentro de las clases sociales hay estratos que trascienden al signo materialista. El old money que atiza las farras de los Beautiful and Damned y que servía de garantía para aquel tipo de muchachas que buscan más un proveedor que un cariño incondicional; alguien que pueda solventar viajes y atuendos como atributo de la masculinidad. Muchos sacrificios han estado motivados por mujeres de pechos grandes enfundadas en vestidos floreados.

Como Borges decía de Oscar Wilde, Scott Fitzgerald era un superficial muy profundo. Su visión del amor interesado quedó patente en un pasaje de El Gran Gatsby en que uno de los personajes relata el colapso de su matrimonio. Myrtle Wilson se casó enamorada, solo para dejar de amar a su esposo una vez que descubrió que no tenía dinero. El horror llegó al enterarse de que en su propia boda había usado un traje prestado por alguien más. «Me casé porque creí que era un caballero. Creí que sabía lo que es una buena educación, pero no valía ni para limpiarme lo zapatos con la lengua».

Fitzgerald era un crítico feroz de las clases altas, pero al mismo tiempo quería inscribirse en ellas y jugar según sus reglas del juego. En este sentido, tenía una visión opuesta a la de Ludwig van Beethoven. Para el compositor alemán, la distinción del genio superaba la mera circunstancia de aquellos que se amparaban en su cuna y título nobiliario para justificar su ostentación. Beethoven creía firmemente que los verdaderos artistas poseían un don que inclinaba la balanza espiritual. En contraparte, Fitzgerald hacía un esfuerzo sostenido por estar ahí con los potentados que le miraban por encima del hombro. Creía que así podría tener el estatus que tanto anhelaba. Además de sentir atracción, sus sentimientos hacia Ginevra estaban en cierta medida fundamentados en el prestigio que ella podría brindarle.

Pero nunca nada fue suficiente para Fitzgerald. La redención que encontraba en la opulencia se desvanecía rápidamente. A pesar de sus gastos y su lucha por mantener un estilo de vida propio de los ricos, siempre había alguien con un coche mejor, joyas más deslumbrantes y la capacidad de viajar durante más tiempo, todo sin caer en deudas. La carrera era imposible desde el planteamiento que él mismo deparó para sí. Mientras que para otros, la riqueza les llegaba de forma natural a través de la herencia, él tenía que forjarla con arduo trabajo por medio de una obra que experimentaba altibajos. Eventualmente la flor se marchitó y no volvió a la altura de los días soleados.

Debido a las necesidades económicas urgentes, Fitzgerald postergó sus proyectos de novelas a favor de escribir cuentos para revistas y trabajar en proyectos cinematográficos. Algunos de los cuentos eran memorables, otros estaban hechos con prisas, con la complacencia del lector en mente. Priorizó los ingresos inmediatos que requería por su agitado modo de gastar, decisión que le pesó siempre, ya que consideraba que las novelas eran su camino hacia la inmortalidad literaria. Las angustias financieras y románticas afectaron su productividad artística, justo la arena en la que podía vencer a todos aquellos jóvenes del jet-set que conoció en Princeton y en las fiestas en las que solo encajaba de medio cuerpo.

Al final, solo pudo completar cuatro novelas, habiendo transcurrido nueve años entre la tercera y la cuarta. Estaba agotado y consumido por las prontitudes y los excesos de la noche espirituosa. Tras la publicación de Hermosos y malditos, hubo un periodo de dos años en los que solo escribió seis cuentos y un puñado de artículos. «Un promedio de cien palabras diarias», como diría en una de sus cartas. Una nadería frente a lo que se esperaba de él.

Tras la ruptura con Ginevra, en 1918 Scott Fitzgerald conoció a Zelda, otra chica agitada que reanimó el fuego que creía perdido… hasta que ese fuego también lo consumió. Siempre hay una mujer que te salva de otra, y mientras esa mujer te salva, se prepara para destruirte. Palabras de Charles Bukowski que aplican para el caso, con la salvedad de que la destrucción fue mutua. Un choque de trenes que tuvo una dramática conclusión para ambos.

Tanto para Zelda como para su familia, la estabilidad económica era igualmente un factor crucial a la hora de formalizar y unirse en matrimonio. De modo que Scott inicialmente fue rechazado por ella, ya que en ese momento aún no había alcanzado el estatus de autor consolidado. Sus ingresos en el mundo de la publicidad y publicaciones en revistas podían ser suficientes para ser feliz en la modestia. Pero ni él ni sus aspiraciones lo eran.

Scott luchó por estar a la altura de las expectativas de unos Roaring Twenties que contribuyó a romantizar. Necesitaba solvencia para sostener la ficción que había cimentado y para llevarle el ritmo a los caprichos de pareja. Su primera novela, A este lado del paraíso, fue un campanazo que le hizo soñar con un futuro próspero que no se consolidó. El endeudamiento fue una constante, una presión que retrató con humor en Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año.

Scott Fitzgerald era un tierno animal que cazaba algunas presas para obsequiar a mujeres que miraban con desdén aquello que tanto trabajo le había costado conseguir. Tal vez, si en vez de cazar, hubiera contemplado la belleza de esos pájaros, dejándolos volar, su historia habría tenido menos chascos y sufrimientos. Un error común entre los hombres es obnubilarse ante la fatuidad de quien los desdeña en vez de aliarse con los seres indefensos que cantan para animarlos.

Como uno de sus tantos héroes trágicos, Fitzgerald terminó enfermo, quebrado y sin los reflectores que merecía. Sumido en la humildad, el purgatorio del dandy. La posteridad le reivindicaría. Su obra se vende por decenas de miles en todo el mundo e inspira a noveles escritores. Emblemas que podría presumir ante aquellos ricachones que le acomplejaban y vedaban la entrada a la alta sociedad. Ellos quedaron en el anonimato, mientras que él ocupa un lugar especial en la historia de la literatura. Beethoven tenía razón.  

Pero qué más da si Scott no puede enterarse. Falleció en 1940, pocos días antes de Navidad. Tenía 44 años. Al funeral acudieron cuatro gatos. Se marchó creyendo que era menospreciado y que estaba destinado al olvido. Tal vez Ginevra se acordó de él en alguna hora perdida de abril.

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#4 Tiempos

El experimento de Carrillo que abrió la puerta a un nuevo universo musical | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

El pasado 13 de julio se cumplieron ciento treinta años del trascendental experimento donde Julián Carrillo dividió el tono en dieciséis partes obteniendo lo que llamó el Sonido 13 que se agregaba a los doce sonidos conocidos hasta ese entonces, 1895 y al mismo tiempo expandía en noventa seis los sonidos en la octava musical. Carrillo abrió la puerta a un nuevo universo musical, y gracias a la genialidad de su autor logró convertirse en todo un sistema que a últimas fechas ha recobrado especial interés a nivel mundial.

A partir de ese experimento Carrillo desarrolló su teoría del Sonido 13 que revolucionaria el mundo de la música. Controvertidas teorías que causaron en el país, principalmente, a diferencia de otras partes del mundo, un rechazo a la figura y obra de Julián Carrillo que perdura de cierta manera a la fecha, desvirtuando la importancia de ese simple experimento que realizó con la ayuda del violín abocándose a dividir la cuarta cuerda del violín sucesivamente hasta los límites prácticos de ese proceso.

Uno de los puntos que suele criticársele a Julián Carrillo, es el del descubrimiento, por decirlo así, del microtonalismo, suele asegurarse que una gran cantidad de personajes trabajaban en ese aspecto y que habían logrado hacerlo, o bien que sistemas como el hindú y algunos otros tenían música microtonal. Por otro lado, suele cuestionarse también, que fuera justo el 13 de julio de 1895, sin que nadie lo viera y sin que en ese momento se registrara el acontecimiento, salvo, el dicho del propio Carrillo que menciona el descubrimiento y que recurre a uno de sus condiscípulos como testigo de dicho experimento.

Se tacha de chocante la crónica difundida por el propio Carrillo. Esta situación, suele desvirtuar el propio acontecimiento, pues el experimento como tal, fue más allá de su simple realización, abrió la posibilidad de la discusión teórica y experimental acerca del sistema musical en práctica; mientras otros personajes trataban de lograr los cuartos de tono, Carrillo logró los diesiceisavos de tono y desarrolló las respectivas teorías que le permitieron enriquecer, simplificar y purificar la música, construyó nuevos instrumentos únicos en el mundo, ideó un nuevo sistema de escritura musical, escribió música en sistema microtonal demostrando su posibilidad interpretativa y auditiva, e incorporó las importantes y poco estudiadas leyes de metamorfosis musical. Todo ello forma parte del llamado Sonido 13. Existen todas las evidencias contextuales para asegurar, no solo la posibilidad de realización de dicho experimento, sino, los factores necesarios para que una personalidad como la del entonces joven Carrillo, pudiera llegar a la conclusión de la división del tono en dieciséis partes iguales, dieciseisavos de tono.

En San Luis Potosí Carrillo fincaba esa inquietud con la acústica musical y preparaba el terreno para experimentar con el sonido y la dependencia de la frecuencia con sistema de ondas estacionarias como suceden al vibrar una cuerda cualquiera.

Un niño entusiasmado por la música, que comenzaba a manifestar un especial talento por la misma, en una clase donde de cierta forma se le permitía jugar con elementos a su alcance, soñando y desplegando su espíritu inquisidor, le abría la posibilidad de experimentar mediante el juego, moldeando su ingenio. De esta forma, al decir de su maestro de primeras letras Germán Faz en la Escuela número nueve de San Sebastián, Carrillo solía jugar con una de las cintas de su zapato, que entonces tenían un núcleo de resorte, haciéndola vibrar sosteniendo con la boca uno de sus extremos y con la mano el otro de ellos, produciendo sonidos que podía percibir, se moldeaba, como decíamos, el futuro investigador. Por cierto, su profesor comentaba muchos años después, ya cuando se propagaba intensamente las teorías del Sonido 13, que éste, de cierta forma, pudo haberse fraguado en esos regulares juegos con las cintas de su zapato que realizaba el niño Julián, mientras trascurrían las lecciones diarias de aritmética. En ese juego Carrillo podría observar que el sonido producido por la cuerda de su zapato dependía de la forma en que la tensionaba y de la longitud que controlaba con su mano, tal como lo haría con el violín, poco tiempo después, armando notas que deleitaban al oído.

El propio Julián Carrillo en sus escritos en el libro pláticas musicales que editó en 1923 en su volumen dos refiere detalles contextuales del experimento y el nombre del discípulo que ayudó en ese experimento:

“en el último lustro del siglo pasado y queriendo ver si era posible dividir el semitono, intenté con mi discípulo y amigo Eucario Rodríguez, de Guanajuato, un trabajo de experimentación y de una manera primitiva -supuesto que carecíamos de medios apropiados para ello- logramos, subdividiendo la cuerda de un violín con el filo de una navaja, oír entre las notas Sol y La de la cuarta cuerda dieciséis sonidos distintos perfectamente claros”.

El Sonido 13 es mas que este experimento, tiene una estructura compleja que Carrillo desarrollo y cuya epistemología se basa en tres axiomas derivados básicos que se centran en el compromiso o, los principios, de Simplificación, de Purificación y de Enriquecimiento, que Carrillo llamó postulados.

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#4 Tiempos

La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS mínúsculas

Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».

Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.

Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».

La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.

«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».

Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.

Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:

«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».

¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…

¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».

Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…

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#4 Tiempos

El tormentoso futuro y sus pronósticos | Columna de Arturo Mena “Nefrox”

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TESTEANDO

Se llega al inicio del torneo y como siempre, la ilusión, el deseo y un poco de esperanza regresan a los campamentos del fútbol mexicano.
Ya con algunas semanas de partidos amistosos, preparación de pretemporada y contrataciones interesantes, arrancamos con la idea de pronosticar el futuro de San Luis en la liga.

La mecánica es simple, ir jornada tras jornada sumando (cuando lo amerite) los puntos que puede obtener el equipo, para al final hacer una suma e intentar predecir si es suficiente como para pelear por un lugar en la liguilla o no, así que comencemos.

Jornada 1: León (Derrota) 0 puntos
Jornada 2: Monterrey (Derrota) 0 puntos
Jornada 3: Chivas (Derrota) 0 puntos
Jornada 4: Cruz Azul (Derrota) 0 puntos
Jornada 5: Puebla (Empate) 1 punto
Jornada 6: Querétaro (Victoria) 4 puntos
Jornada 7: Toluca (Empate) 5 puntos
Jornada 8: Tijuana (Victoria) 8 puntos
Jornada 9: Santos (Victoria) 11 puntos
Jornada 10: América (Empate) 12 puntos
Jornada 11: Pachuca (Empate) 13 puntos
Jornada 12: Mazatlán (Victoria) 15 puntos
Jornada 13: Atlas (Victoria) 18 puntos
Jornada 14: Pumas (Derrota) 18 puntos
Jornada 15: Necaxa (Victoria) 21 puntos
Jornada 16: Juárez (Victoria) 24 puntos
Jornada 17: Tigres (Derrota) 24 puntos

24 puntos representan una real posibilidad de jugar play in y con ello pensar en llegar a la liguilla. Sin embargo, el pronóstico habla de un arranque muy complicado llegando a sumar alguna unidad hasta la jornada 5, lo cual preocupa para la estabilidad del equipo y su nuevo cuerpo técnico. Un torneo que luce complicado y de adaptación para el director técnico y una base muy consolidada de jugadores que conocen muy bien la liga.

Por el bien del fútbol en San Luis, esperemos que la bola ruede a su favor, que renazca el buen toque de balón y se demuestre que con poco se puede competir, no queda más que esperar y en unos meses hacemos el recuento de lo logrado contra este complicado pronóstico, que comience la fiesta del fútbol mexicano, una vez más.

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