junio 1, 2025

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#Si Sostenido

El número de la bestia | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas

-¿Ya le asignaron su número? -me preguntó gentilmente la encargada de la lavandería-. Sí, cuando pasó usted a registrarse con el administrador, éste debió por fuerza haberle asignado un número. ¿Lo recuerda usted?

No, la verdad es que no lo recordaba. ¿De qué número me estaba hablando?

-En realidad, señorita, yo no sabía que…

-Pues vaya a preguntarlo; de otra manera no podremos proporcionarle las etiquetas.

-¡Dios mío, otro número! Señorita -le dije-, soy el 128 según el número de mi cuarto; el 428 según el número de mi teléfono interno; el 13095 según la matrícula de la Universidad, y el 55 por el lugar que ocupo en las listas de los profesores. ¿Me falta ser todavía otro número?

Por toda respuesta la señora tomó el teléfono:

-Sí, Priego. ¿115? De acuerdo. Muchas gracias, señor administrador, es usted muy amable.

La mujer colgó el teléfono y dibujó una sonrisa.

-Dice el señor de la administración que es usted el 115. Aquí tiene las etiquetas.

Se trataba de las etiquetas que tenía que coserle a mi ropa para que no se confundiera con la de los demás alumnos en las gigantescas lavadoras del Colegio. Ni hablar, a partir de ese momento comenzaba a ser también, por desgracia, «el 115».

¡Ay, ya lo decía Galileo: la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos! Para los pitagóricos, esa especie de secta filosófica que floreció en Grecia alrededor del siglo V antes de Cristo (y para quienes el número perfecto era el 10), todo podía ser convertido a números, desde el mecanismo de las esferas celestes hasta las modestas notas musicales. [Una vez, una preciosa niña de rizos dorados lloraba desconsoladamente porque había sacado un nueve en su último examen de geografía. Al verla hecha un mar de lágrimas, la maestra se le acercó y le dijo al oído: «No te preocupes, preciosa. Si dejas de llorar, te pongo un 11», con lo que no hizo sino que le pequeña redoblara el llanto. «¡No, no quiero un once –decía gimoteando -, yo quiero un diez!». Con lo que queda demostrado que los pitagóricos siguen ejerciendo en nuestros ambientes culturales posmodernos una influencia nada despreciable]. ¿Y cuándo nació la llamada cultura digital si no desde el momento en que fue posible convertir los sonidos, las palabras y las imágenes en ceros y unos, es decir, en lenguaje binario, como se lo llama? Sin embargo, hay algo que no nos está permitido convertir en número, y este algo es el hombre.

Una de las cosas que más llama la atención al leer los libros santos es que Dios se dirige siempre a sus siervos llamándolos por su nombre. «¡Moisés! ¡Moisés!» (Exodo 3, 4), se levantó la voz de Yahvé desde la zarza ardiente. «¡Samuel! ¡Samuel!» (Samuel 4, 10). «Ahora, así dice Yahvé, tu Creador: No temas, que yo te he rescatado. Te he llamado por tu nombre. Tú eres mío» (Isaías 43,1). Dios se sabe nuestro nombre y lo pronuncia amorosamente desde que estábamos en el seno materno. Mejor aún, si pudimos llegar un día al seno materno es porque Dios pronunció un día nuestro nombre, llamándonos de la nada al ser.

El diablo, por el contrario, prefiere utilizar no nombres, sino números. Es curioso que el libro del Apocalipsis se refiera a él precisamente con el número 666

. Nuestro Papa emérito, cuando todavía firmaba sus libros con el nombre de Joseph Ratzinger, dijo una vez en una de sus homilías que había que ver en este hecho un elocuente simbolismo, pues lo diabólico es aquello que cosifica y convierte a las personas en cosas numeradas. En tiempos de Hitler los prisioneros de los campos de concentración habían perdido sus nombres, pero llevaban un número tatuado en uno de sus brazos. («Me llamo 174517, dice Primo Levi en Si esto es un hombre; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo»). Al diablo no le interesa la realidad sagrada que representa cada persona (realidad que queda expresada con el nombre de cada cual), no: a él sólo le interesa la masa y el número.

Con esto no quiero decir que la pobre señora de la lavandería sea culpable de quién sabe qué cosa: para facilitar su titánica labor era necesario que se las viera con cifras. Quiero decir únicamente que allí donde el ser humano es visto únicamente como una cosa, como un número –es decir, allí donde no se respeta su valor ni su dignidad de imagen de Dios-, allí se está ejerciendo una verdadera labor de satanismo, como la de aquel economista que dijo a un anciano en un debate transmitido por televisión: «Vosotros, los viejos, sois ya demasiados. Os habéis convertido en una carga tanto para el estado como para vuestros hijos. Por los miserables veinticinco o treinta años que habéis trabajado exigís un sueldo vitalicio. ¿Por qué nos robáis el aire? Lo que tendríais que hacer es moriros». Culto auténtico al demonio, aunque sin velas negras ni gatos degollados.

Y ya que Dios llama siempre a todos por su nombre, ¿no estaría bien aprendernos los nombres de aquellos que nos rodean para pronunciarlo también nosotros? ¡Esto es importante! A nadie le gusta que lo olvidemos, sobre todo si nos lo hemos encontrado por las calles de la vida en más de una ocasión. Y, sin embargo, a veces pasan años y años sin que sepamos cómo se llama a ciencia cierta aquel señor de hábitos invariables que trabaja dos escritorios más allá del nuestro.

Pronunciar el nombre de los otros, es decir, no olvidarlo, es ya, en cierto sentido, imitar a Dios. Y creo que, como propósito –y como un auténtico y abnegado ejercicio del espíritu-, no estaría del todo mal…

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#4 Tiempos

Ingeniero Labarthe, pionero de la cartografía geológica en México | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Hace sesenta y cinco años, en el mes de mayo, el Ing. Eugenio Pérez Molphe impulsaba el proyecto para la creación de un Instituto de Geología en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, que sería presentado por el Ing. Rubén Ortiz Díaz Infante, Director de la Escuela de Ciencias Químicas, un par de meses después en julio de 1960 se formalizaba la propuesta al Consejo Directivo Universitario de a UASLP, la cual sería aprobada iniciando así las actividades del Instituto de Geología y Metalurgia, como fue llamado en un ´principio, siendo nombrado el Ing. Pérez Molphe como su director.

El proyecto de inicio de la formación en Geología en San Luis se venía gestado dos años atrás, motivada entre otros factores, por la celebración del Año Geofísico Internacional donde estaban participando algunos universitarios potosinos, entre ellos el Dr. Gustavo del Castillo, que recibió en 1957 a investigadores que realizarían algunos experimentos geológicos en el marco de esta celebración.

En 1958 con motivo del Año Geofísico Internacional estuvieron en San Luis Potosí el doctor en geología Robert P. Mayer de la universidad de Wisconsin y el ingeniero geodesta Hermilio Cepeda del Departamento de Oceanografía de la UNAM, con el objeto de realizar experimentos geológicos a fin de determinar la velocidad con que se transmite el movimiento de la tierra, para lo que buscaban una mina abandonada para emplear un sismógrafo a fin de poder colocarlo a considerable profundidad, seleccionando para ello al mineral de Cerro de San Pedro. Para realizar sus mediciones se haría una explosión de dinamita en el Cerro del Mercado en Durango y mediante comunicación por radio con Cerro de San Pedro se trataba de registrar en el sismógrafo el evento.

En 1959 el Ing. Luis S. Jiménez López presidente de la Comisión Nacional de Fomento Minero en el Estado de San Luis Potosí, en un análisis minucioso sobre el panorama minero en México, declaraba que el país necesitaba más ingeniero geólogos, señalando la necesidad de una nueva dinámica en los campos de exploración y explotación de minerales cuyo factor propicie el justo y adecuado aprovechamiento de este núcleo de profesionales.

En esos años, terminaba sus estudios de ingeniería geológica el potosino Guillermo Labarthe Hernández en la Universidad Nacional Autónoma de México, titulándose en la licenciatura como ingeniero geólogo en 1958, año en que contraería matrimonio y regresaría posteriormente a San Luis Potosí.

Guillermo Labarthe Hernández nacería en San Luis Potosí en febrero de 1934, a principios de los sesenta se incorporaría al Instituto de Geología de la UIASLP que contaba con un número mínimo de profesores y sus actividades se orientarían al apoyo a la docencia y el impulso de la carrera de geología en la UASLP que iniciaba actividades en 1961 a la que se incorporarían alumnos que ya estudiaban ingeniería en la UASLP y que reorientaban su vocación a la geología.

El vínculo del Ing. Labarthe con la UNAM se reflejaría al realizar los primeros trabajos de cartografía en colaboración con esa institución que propició se titularan los primeros geólogos de la UASLP

un par de años después en lo que fue la primera generación de ingenieros geólogos, la cual estuvo formada por Arturo Elías, Jorge Fraga y Manuel Mendiola, que recibieron sus títulos en 1963.

El Instituto de Geología de la UASLP sería el tercer instituto de investigación creado en la UASLP y el segundo que se formaba en el país. Si bien, sus primeros años estuvo enfocado principalmente en el apoyo a la docencia se establecían las raíces que propiciarían se realizaran se manera intensa actividades de investigación a mediados de los setenta.

En el mes de noviembre de 1962 salió a la luz pública la revista “Geología y Metalurgia”, con temas técnico-científicos de interés y que posteriormente, hacia 1977 daría lugar a la serie de boletines publicados como “Folletos Técnicos del Instituto de Geología”. En 1979 el Ing. Guillermo Labarthe Hernández era nombrado director del Instituto de Geología y se iniciaba un intenso trabajo de cartografía geológica siendo un esfuerzo pionero en el país.

En 1976 inicia los trabajos formales de investigación en cartografía geológica del Estado enfocando esfuerzos en la Zona Media y Altiplano del estado de San Luis Potosí, dirigidos por el Ing. Labarthe; estos trabajos serían los primeros que se realizaban en México. Los cuales sirvieron para definir los acuíferos de la zona de San Luis Potosí y Villa de Reyes. Por lo que al perforarse los pozos se sabía que tipo de rocas estaban en el subsuelo gracias al trabajo de cartografía realizado. En cuanto a recursos minerales, los depósitos de caolín que existen en la zona suroeste del estado fueron descubiertos por la cartografía realizada.

Todos estos recursos, acuíferos y minerales están encajonadas en rocas volcánicas, tema que sería parte de la especialización del Ing. Labarthe del que era un experto. La zona de San Luis fue una zona volcánica, y los estudios han ayudado a comprender la evolución de la corteza.

El Ing. Labarthe falleció iniciando el mes de mayo dejando un importante legado para la geología mexicana y en especial la potosina, siendo uno de sus pioneros y el iniciador de la cartografía geológica moderna.

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#4 Tiempos

Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?

Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?

Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:

¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.

Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.

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#4 Tiempos

Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Eso me dijo mi papá:

-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.

Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.

Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.

Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.

Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.

Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.

Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.

Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.

¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.

Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.

Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.

Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo

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