enero 18, 2025

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#Si Sostenido

El juego del destino | Columna de Juan Jesús Priego

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Cuenta Jean Guitton en su libro Ce que je crois que cuando estuvo recluido en un campo de prisioneros de la Alemania nazi, en tiempos de la segunda gran guerra, durante una de esas largas noches de insomnio común, se puso a jugar con siete u ocho compañeros de la misma barraca a un juego que él llamó el juego del destino. «Consistía –explica- en contarse el uno al otro, en cuanto podíamos saberlo o reconstruirlo, cómo aquellos que serían nuestros padres habían conocido, amado y encontrado a aquellas mujeres que con el tiempo iban a ser nuestras madres».

«Entonces nos percatamos –sigue diciendo el filósofo- que a menudo en el origen de todo estaba un acontecimiento fútil, tal vez demasiado frívolo, inadvertido, como por ejemplo la preferencia de nuestros padres por una cierta forma, un cierto color de cabellera, una cierta luz en la sonrisa, un vestido. En ciertos casos se trataba de un error de maniobra, de un tren que no llegó, de un cálculo de interés; en otros, de una sorpresa o de una debilidad de la carne. Y recuerdo todavía el silencio que siguió a esas siete u ocho confesiones cuando caímos en la cuenta de que la sustancia de nuestra existencia, nuestro carácter fundamental, ese centro inmaterial y sin duda eterno de nosotros mismos, esa constelación de cromosomas que nos constituyen y hacen que cada uno sea sí mismo y no otro, había tenido lugar gracias a una casualidad».

Yo también, sin haber leído todavía el libro de Jean Guitton, había jugado muchas veces a este juego (¿quién no lo ha jugado alguna vez?), aunque con algunas variantes. Lógicamente, nunca se me había ocurrido ponerle un nombre. Me imaginaba a ese joven espigado y bien parecido que con el tiempo iba a ser mi padre lanzando a una jovencita llamada María Luisa la primera mirada amorosa. ¿Cuándo fue que coincidieron, cómo es que se encontraron, frente a qué tienda, alrededor de qué pozo, bajo la sombra de qué árbol? ¿Y qué se dijeron estos jóvenes cuando por primera vez pudieron hablarse? Porque antes, en aquellos tiempos que hoy los niños llaman jurásicos, los novios se veían poco y se hablaban menos todavía. Pero, aún así, yo me los imaginaba intercambiándose algunas frases.

Después me remontaba hasta mis abuelos. Reconstruía mentalmente el decorado de algún pueblo mexicano de principios de siglo y los hacía encontrarse por una de sus calles.

Pensemos: para un transeúnte ordinario aquellas escenas no podían ser más triviales, más anodinas: dos jóvenes que se ven primero con atención, después con estupor y por último amorosamente; pero desde el punto de vista de la trascendencia, de Dios, en ese momento yo, este pequeño e insignificante yo que nacería muchísimos años después, entraba en el fascinante campo de lo posible. En cierto sentido, yo estaba ya allí –al menos en potencia- cuando mis tatarabuelos, cuando mis bisabuelos, cuando mis abuelos, cuando mis padres se encontraron unos a otros gracias a ese algo que por falta de otra palabra llamamos casualidad. Pero no solamente me hacía presente yo; también aparecieron en ese instante mis hermanos, y los que serán los hijos de mis hermanos, y los hijos de sus hijos, y los hijos de los hijos de sus hijos, en una sucesión a la vez maravillosa, asombrosa e infinita.

¿Y si estos seres no se hubieran encontrado? ¿Y si mi padre, por pereza o por lo que fuera, hubiese tomado otra calle de la que tomó, habría conocido a mi madre? Y si mi madre se hubiera quedado cinco minutos más de lo ordinario platicando con sus amigas a la salida de la escuela, ¿habría conocido a mi padre? Nunca lo sabremos; todas estas cosas pertenecen a eso que bien podríamos llamar los secretos de Dios.

En la vida de cada persona, ¡cómo es decisivo cada minuto, cada paso, cada mirada! A veces basta un solo segundo, un solo paso, una sola mirada para cambiar un destino, o dos, o mil.

«Cuando veía a un hombre con gafas de aros dorados de inmediato me recordaba a alguien que nunca había visto: al doctor Ibarra… Siempre me había parecido que de alguna manera aquellas monturas habían empujado a mi madre a casarse con mi padre y que, como consecuencia, había nacido yo. Y que, por tanto, uno viene al mundo por cosas así de banales», dice el protagonista de Últimas noticias del paraíso, la novela de Clara Sánchez. «Mi bisabuelo se casó con mi bisabuela porque sabía cocinar el pollo. Si ella no hubiera sabido cocinar el pollo, él no se habría casado con ella. Si Batsheva Raphaelovitch no hubiera sabido cocinar el pollo, yo no existiría», dice a su vez la heroína de El desván de la casa de los Schepher, la bellísima novela de Tamar Yellin. También estos dos muchachos, por lo que puede verse, disfrutaban mucho jugando al juego del destino.

Es bueno dedicarle tiempo alguna vez, pues jugándolo caemos en la cuenta de que todos nuestros encuentros, aun los que parecen más insignificantes y cotidianos, adquieren, vistos desde la distancia, caracteres decisivos y eternos. ¿Quién iba a decir que una simple sonrisa, una mirada, una declaración de amor hecha con palabras inexpertas y titubeantes, un tren que no llegó, unos simples aros dorados, un pollo bien cocinado iban a ser tan brutalmente necesarios para el nacimiento de un amor?

El juego, claro está, termina con una sincera acción de gracias a Dios por gobernar el mundo con acierto  y previsión y no dejarnos en manos del acaso.

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#4 Tiempos

Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?

Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?

Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:

¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.

Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.

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#4 Tiempos

Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Eso me dijo mi papá:

-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.

Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.

Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.

Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.

Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.

Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.

Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.

Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.

¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.

Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.

Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.

Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo

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#4 Tiempos

¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.

Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.

Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.

Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.

Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.

A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para dar nos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera

. La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.

Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.

En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.

Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.

En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).

Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?

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