#Si Sostenido
El año 2052 | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
Sucede en un relato de Ray Bradbury (1920-2012), el famoso escritor de ciencia ficción. Una noche del año 2052, el señor Leonard Mead salió a dar un paseo por las calles de su ciudad –lo que, a decir verdad, no tenía nada de extraordinario, pues caminar durante la noche era algo que el señor Mead venía haciendo desde tiempos inmemoriales-. Caminaba solo (era un solterón ya entrado en años) y siempre a la hora en la que los faroles de las avenidas empezaban a encenderse automáticamente mediante un ingenioso procedimiento eléctrico.
Las calles de la ciudad eran seguras. La delincuencia organizada había sido reprimida y el número de las patrullas que merodeaban silenciosas por los arrabales había ido reduciéndose de año en año hasta quedar finalmente estabilizado en dos.
Algo que no dejaba de sorprender al señor Mead era que las calles estuviesen siempre silenciosas: prácticamente, él era el único habitante que, a la caída de la tarde, podía verse a muchos kilómetros a la redonda. ¿Dónde estaban sus conciudadanos?, ¿qué hacían todo el tiempo en sus casas?, ¿con quiénes conversaban? No lo sabía a ciencia cierta, pero podía imaginarlo: estaban viendo la televisión. «A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio: sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces a través de las ventanas».
En el fondo, el señor Mead se burlaba de aquella gente que no salía nunca de sus escondrijos y que permanecía todo el día callada e inmóvil, ora viendo un noticiero, ora una telenovela, ora un programa de concursos –uno de esos programas de concursos en que los participantes se creen muy listos porque saben (cuando hay muchos que hasta eso ignoran) que la palabra día lleva acento en la i-. «¿Qué pasa ahora en la televisión? –les preguntaba a las casas, mirando distraídamente su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Un comediante que se cae del escenario?». Le divertía imaginar a aquella gente con la boca abierta, entonteciéndose cada vez más, mientras él disponía de las calles como si fueran de su exclusiva propiedad.
Sin embargo, aquella noche…
Aquella noche lo interceptó una de las dos patrullas que recorrían rutinariamente la ciudad (ni siquiera era una persona uniformada) lo sometió a un severo interrogatorio. ¿Qué hacía fuera de su casa a una hora tan insólita?, ¿cómo se llamaba?, ¿qué era lo que lo movía a transgredir los usos sociales tan firmemente establecidos y tan profundamente arraigados?
«-¿Ocupación o profesión? –preguntó la máquina que conducía.
»-Escritor –respondió el señor Mead.
»-O sea que sin profesión –dijo la máquina como hablando consigo misma-. ¿Hay aire en su casa, tiene usted un acondicionador de aire, señor Mead?
»-Sí.
»-¿Y tiene usted televisión?
«-No».
Esto bastó para que la patrulla le ordenara subirse a ella. ¿Cómo concebir que un hombre normal, habitante de una ciudad supermoderna y superprogresista no tuviera televisión? ¿Qué hacía entonces en la vida este demente? Seguro que planeaba crímenes, pues ¿qué otra cosa podía hacer un hombre sin televisión, en qué otra cosa podía ocuparse? ¡Era inconcebible, realmente inconcebible! ¡En pleno año 2052 y sin televisión!
Una vez que se hubo subido al auto, el señor Mead preguntó a la máquina: «¿A dónde me lleva?». Lo llevaban al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas, es decir, al manicomio. Y colorín colorado, que el cuento se ha acabado.
¿Cómo serán nuestras ciudades en el año 2052? ¿Serán como las imaginó Ray Bradbury en este relato corto?
En el año 2001 tuve la ocasión de pasar una larga temporada en un pueblecillo de New Jersey, en los Estados Unidos, y puedo decir que lo que más me llamó la atención de aquella gente era que, hasta para ir a la tienda de la esquina, se valían del automóvil. ¿Es que no podían caminar? ¡Qué pueblo más silencioso era aquel! Prácticamente era yo el único que caminaba por entre los parques a la caída de la tarde. Pero los pueblos vecinos, para mi sorpresa, eran igual de silenciosos y tristes. En ellos no se oían nunca risas, voces, ni ruidos de pasos. ¿Dónde estaba toda aquella gente? Ya lo sospechará el lector: en su casa, protegida del calor, viendo la televisión, como en el relato de Bradbury…
Sí, quizá llegue un tiempo en que caminar por las calles a la hora del crepúsculo sea un crimen que la sociedad castigue severamente; tal vez llegue un tiempo en que negarse a ver talk shows y programas de concursos sea considerado una forma de desviación social… Después de todo, ¿por qué no? ¡Estamos tan sujetos a la tiranía de la estupidez!…
Ahora trato de imaginarme a los moradores de estos hogares sepulcrales. ¿De qué hablan, si es que hablan entre ellos? Qué lejano nos parece el tiempo en el que Graham Greene (1904-1991), el novelista inglés, hizo decir a una mujer recién casada en una de sus novelas: «Pero nunca tendremos un aparato de televisión, ¿verdad?»; a lo que respondió el marido de modo categórico: «Nunca» (El que pierde, gana).
Estos esposos sabían algo: que mientras más hablara la televisión, menos podrían hablar ellos; que entre más se dedicaran a ver historias de amor, menos oportunidades tendrían de vivir el suyo. Porque, sí: los medios de comunicación, dígase lo que se diga, tienen un defecto, por lo menos uno: que acaban volviendo a las personas silenciosas y tristes.
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#4 Tiempos
Ingeniero Labarthe, pionero de la cartografía geológica en México | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Hace sesenta y cinco años, en el mes de mayo, el Ing. Eugenio Pérez Molphe impulsaba el proyecto para la creación de un Instituto de Geología en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, que sería presentado por el Ing. Rubén Ortiz Díaz Infante, Director de la Escuela de Ciencias Químicas, un par de meses después en julio de 1960 se formalizaba la propuesta al Consejo Directivo Universitario de a UASLP, la cual sería aprobada iniciando así las actividades del Instituto de Geología y Metalurgia, como fue llamado en un ´principio, siendo nombrado el Ing. Pérez Molphe como su director.
El proyecto de inicio de la formación en Geología en San Luis se venía gestado dos años atrás, motivada entre otros factores, por la celebración del Año Geofísico Internacional donde estaban participando algunos universitarios potosinos, entre ellos el Dr. Gustavo del Castillo, que recibió en 1957 a investigadores que realizarían algunos experimentos geológicos en el marco de esta celebración.
En 1958 con motivo del Año Geofísico Internacional estuvieron en San Luis Potosí el doctor en geología Robert P. Mayer de la universidad de Wisconsin y el ingeniero geodesta Hermilio Cepeda del Departamento de Oceanografía de la UNAM, con el objeto de realizar experimentos geológicos a fin de determinar la velocidad con que se transmite el movimiento de la tierra, para lo que buscaban una mina abandonada para emplear un sismógrafo a fin de poder colocarlo a considerable profundidad, seleccionando para ello al mineral de Cerro de San Pedro. Para realizar sus mediciones se haría una explosión de dinamita en el Cerro del Mercado en Durango y mediante comunicación por radio con Cerro de San Pedro se trataba de registrar en el sismógrafo el evento.
En 1959 el Ing. Luis S. Jiménez López presidente de la Comisión Nacional de Fomento Minero en el Estado de San Luis Potosí, en un análisis minucioso sobre el panorama minero en México, declaraba que el país necesitaba más ingeniero geólogos, señalando la necesidad de una nueva dinámica en los campos de exploración y explotación de minerales cuyo factor propicie el justo y adecuado aprovechamiento de este núcleo de profesionales.
En esos años, terminaba sus estudios de ingeniería geológica el potosino Guillermo Labarthe Hernández en la Universidad Nacional Autónoma de México, titulándose en la licenciatura como ingeniero geólogo en 1958, año en que contraería matrimonio y regresaría posteriormente a San Luis Potosí.
Guillermo Labarthe Hernández nacería en San Luis Potosí en febrero de 1934, a principios de los sesenta se incorporaría al Instituto de Geología de la UIASLP que contaba con un número mínimo de profesores y sus actividades se orientarían al apoyo a la docencia y el impulso de la carrera de geología en la UASLP que iniciaba actividades en 1961 a la que se incorporarían alumnos que ya estudiaban ingeniería en la UASLP y que reorientaban su vocación a la geología.
El vínculo del Ing. Labarthe con la UNAM se reflejaría al realizar los primeros trabajos de cartografía en colaboración con esa institución que propició se titularan los primeros geólogos de la UASLP
un par de años después en lo que fue la primera generación de ingenieros geólogos, la cual estuvo formada por Arturo Elías, Jorge Fraga y Manuel Mendiola, que recibieron sus títulos en 1963.El Instituto de Geología de la UASLP sería el tercer instituto de investigación creado en la UASLP y el segundo que se formaba en el país. Si bien, sus primeros años estuvo enfocado principalmente en el apoyo a la docencia se establecían las raíces que propiciarían se realizaran se manera intensa actividades de investigación a mediados de los setenta.
En el mes de noviembre de 1962 salió a la luz pública la revista “Geología y Metalurgia”, con temas técnico-científicos de interés y que posteriormente, hacia 1977 daría lugar a la serie de boletines publicados como “Folletos Técnicos del Instituto de Geología”. En 1979 el Ing. Guillermo Labarthe Hernández era nombrado director del Instituto de Geología y se iniciaba un intenso trabajo de cartografía geológica siendo un esfuerzo pionero en el país.
En 1976 inicia los trabajos formales de investigación en cartografía geológica del Estado enfocando esfuerzos en la Zona Media y Altiplano del estado de San Luis Potosí, dirigidos por el Ing. Labarthe; estos trabajos serían los primeros que se realizaban en México. Los cuales sirvieron para definir los acuíferos de la zona de San Luis Potosí y Villa de Reyes. Por lo que al perforarse los pozos se sabía que tipo de rocas estaban en el subsuelo gracias al trabajo de cartografía realizado. En cuanto a recursos minerales, los depósitos de caolín que existen en la zona suroeste del estado fueron descubiertos por la cartografía realizada.
Todos estos recursos, acuíferos y minerales están encajonadas en rocas volcánicas, tema que sería parte de la especialización del Ing. Labarthe del que era un experto. La zona de San Luis fue una zona volcánica, y los estudios han ayudado a comprender la evolución de la corteza.
El Ing. Labarthe falleció iniciando el mes de mayo dejando un importante legado para la geología mexicana y en especial la potosina, siendo uno de sus pioneros y el iniciador de la cartografía geológica moderna.
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#4 Tiempos
Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam
VOLUTA
En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?
Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?
Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:
¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.
Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.
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#4 Tiempos
Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam
VOLUTA
Eso me dijo mi papá:
-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.
Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.
Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.
Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.
Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.
Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.
Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.
Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.
¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.
Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.
Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.
Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo
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