junio 2, 2025

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Defensa del cielo | Columna de Juan Jesús Priego

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El Cielo

LETRAS minúsculas

 

«No es que quiera hacer la bestia, pero no le encuentro sentido a la dicha de los ángeles». La frase es de Albert Camus, el pensador francés, y la dejó para siempre allí, en El verano, la obra de arranque de su carrera literaria. Pero, ¿realmente es sosa la dicha de lo ángeles? Y si es sosa, ¿por qué razón lo es?

Para Simone de Beauvoir el cielo debe ser aburridísimo por dos razones: primero, porque el cielo «es el reposo, la trascendencia abolida, un estado de cosas que se da y no puede ser superado» (Pirrus et Cineas); y, segundo, porque el hombre es por naturaleza inquietud, desasosiego, movimiento: ¿qué va ir a hacer un hombre al cielo?, ¿cómo se adaptaría a él?; no, no se adaptaría; más bien se moriría de nostalgia, de tedio, de aburrimiento. Cielo y hombre –dice la novelista, filósofa- son como aceite y agua: no están hechos el uno para el otro.

Y, por lo demás, ¿cómo es el cielo? Nadie ha podido decírnoslo. Para imaginarnos el infierno no nos falta imaginación, pero del cielo no sabemos nada. Dante mismo, según nos dicen los que saben, fue más poeta describiendo el horror que cantando la gloria. «Menos divina es la Comedia cuando su teatro es el Paraíso, que cuando lo fueron el Infierno y el Purgatorio –dice don Eugenio d’Ors, el pensador español-. Su cantor, alma de amargura, fue más excelente en el denuesto que en la loa». Otro escritor, para explicar esta anómala situación, dijo así para justificar tanto a Dante como al cielo: «El ser humano, acorde a sus inclinaciones tenebrosas, posee un poder imaginativo mucho mayor en el terreno de lo horroroso que en el beatífico» (Franz Werfel). Y en sus Glosas de Sigüenza dice también Gabriel Miró: «Los artistas traducen en la piedra, en los retablos, en los vitrales, en las miniaturas, la delirante obsesión del suplicio de las almas. El paraíso, no; casi siempre escasea la glosa plástica y literaria de la bienaventuranza. Más que ansia de paraíso, siéntese miedo de infierno. La fantasía más inflamada se alimenta siempre de realidades, y el artista tiene más documentos de dolor que de felicidad». Son explicaciones válidas, después de todo.

Cuenta una historia judía que una vez Abrahamino Bloom, aburridísimo como estaba en el paraíso, fue a pedir audiencia al Todopoderoso:

-Señor del mundo, estoy harto. Me aburro enormemente.
-¡Cómo! ¿Te aburres aquí, en medio de serafines, arcángeles, potestades y profetas?
-La verdad es que sí. Quisiera algo diferente. Me gustaría regresar a París. ¡Ay, cómo se divertía uno en los tugurios de París!
-De acuerdo –concedió el Altísimo-. Ve adonde el arcángel Gabriel y pídele un boleto de ida y vuelta a París, abierto para quince días.
Abrahamino fue volando a París, se divirtió como loco –un poco así como se divierten nuestros jóvenes en los penumbrosos antros posmodernos-, y el último día de su estancia en la tierra se encontró en la calle a uno de sus amigos.
-¡Qué cara más sombría tienes, Abrahamino! ¿Te sucede algo?
-Estoy terriblemente preocupado, amigo mío. Nadie ha querido comprarme un boleto de ida al Paraíso.
-Comprendo, comprendo –dijo el amigo -. Pero, ¿y si lo regalas?
-Ya lo intenté, pero no lo aceptan ni gratis.

¡Y para que un judío no quiera algo ni gratis, algo debe andar mal allí!

: tal parece ser la moraleja de la historia (tomada, precisamente, de un libro de chistes judíos).

Sería interesante investigar de dónde nos habrá venido la idea de que el cielo es aburrido. ¿De las descripciones de los teólogos o de la iconografía? Sin embargo, es verdad: la actitud estática, arrobada, ha sido siempre la actitud en la que se ha representado a los santos. Me preguntó en cierta ocasión una mujer: «¿No cree usted que será muy aburrido estar en esa posición por toda la eternidad?». Acababa de ver una pintura de San Ignacio de Loyola en pleno éxtasis místico y quería saber si a ella le esperaba lo mismo en caso de salvarse. Estaba en verdad preocupadísima, pues tanta beatitud le resultaba insoportable. Mucho más despreocupado fue Mark Twain, quien, en un acceso de ironía, declaró: «Al paraíso lo prefiero por el clima; al infierno, por la compañía».

Pero si en este momento aquella señora volviera a hacerme su pregunta, le respondería citando a Alain, el filósofo francés, quien dijo así en uno de sus libros: «La felicidad es un estado que no desearíamos que acabara nunca». El hombre feliz no busca el movimiento, no quiere cambios ni innovaciones: está bien como está. Desearía que su felicidad no tuviera fin: exactamente como le sucede a los bienaventurados. Ellos menos que nadie desearían un cambio en el orden de las cosas; son empecinadamente conservadores: a toda costa querrían eternizar su status quo por los siglos de los siglos. Y le citaría también al filósofo italiano Remo Cantoni: «El hombre feliz es aquel que no quiere evadirse de su propio estado. Por eso la perfecta beatitud es la perfecta quietud». Los antiguos pintores no se equivocaban, y además no es preciso exigirles tanto: representar a los bienaventurados eternamente quietos e inmóviles era la única manera que tenían de decir que eran perfectamente felices, que no deseaban otra cosa pues estaban bien así.

Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer, cantaba el enamorado de la canción. Ahora bien, ¿por qué quería el enamorado que las horas no pasaran? Porque llegaría el momento en que habría de separarse de la mujer que amaba. Lo mismo pedía Goethe: «¡Instante, detente: eres tan bello!», sin ningún resultado, pues el tiempo seguía transcurriendo como si tal cosa. Pero a Dios sí lo obedece. Y a ese instante detenido para siempre lo llamamos simplemente eternidad.

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#4 Tiempos

Ingeniero Labarthe, pionero de la cartografía geológica en México | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

Hace sesenta y cinco años, en el mes de mayo, el Ing. Eugenio Pérez Molphe impulsaba el proyecto para la creación de un Instituto de Geología en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, que sería presentado por el Ing. Rubén Ortiz Díaz Infante, Director de la Escuela de Ciencias Químicas, un par de meses después en julio de 1960 se formalizaba la propuesta al Consejo Directivo Universitario de a UASLP, la cual sería aprobada iniciando así las actividades del Instituto de Geología y Metalurgia, como fue llamado en un ´principio, siendo nombrado el Ing. Pérez Molphe como su director.

El proyecto de inicio de la formación en Geología en San Luis se venía gestado dos años atrás, motivada entre otros factores, por la celebración del Año Geofísico Internacional donde estaban participando algunos universitarios potosinos, entre ellos el Dr. Gustavo del Castillo, que recibió en 1957 a investigadores que realizarían algunos experimentos geológicos en el marco de esta celebración.

En 1958 con motivo del Año Geofísico Internacional estuvieron en San Luis Potosí el doctor en geología Robert P. Mayer de la universidad de Wisconsin y el ingeniero geodesta Hermilio Cepeda del Departamento de Oceanografía de la UNAM, con el objeto de realizar experimentos geológicos a fin de determinar la velocidad con que se transmite el movimiento de la tierra, para lo que buscaban una mina abandonada para emplear un sismógrafo a fin de poder colocarlo a considerable profundidad, seleccionando para ello al mineral de Cerro de San Pedro. Para realizar sus mediciones se haría una explosión de dinamita en el Cerro del Mercado en Durango y mediante comunicación por radio con Cerro de San Pedro se trataba de registrar en el sismógrafo el evento.

En 1959 el Ing. Luis S. Jiménez López presidente de la Comisión Nacional de Fomento Minero en el Estado de San Luis Potosí, en un análisis minucioso sobre el panorama minero en México, declaraba que el país necesitaba más ingeniero geólogos, señalando la necesidad de una nueva dinámica en los campos de exploración y explotación de minerales cuyo factor propicie el justo y adecuado aprovechamiento de este núcleo de profesionales.

En esos años, terminaba sus estudios de ingeniería geológica el potosino Guillermo Labarthe Hernández en la Universidad Nacional Autónoma de México, titulándose en la licenciatura como ingeniero geólogo en 1958, año en que contraería matrimonio y regresaría posteriormente a San Luis Potosí.

Guillermo Labarthe Hernández nacería en San Luis Potosí en febrero de 1934, a principios de los sesenta se incorporaría al Instituto de Geología de la UIASLP que contaba con un número mínimo de profesores y sus actividades se orientarían al apoyo a la docencia y el impulso de la carrera de geología en la UASLP que iniciaba actividades en 1961 a la que se incorporarían alumnos que ya estudiaban ingeniería en la UASLP y que reorientaban su vocación a la geología.

El vínculo del Ing. Labarthe con la UNAM se reflejaría al realizar los primeros trabajos de cartografía en colaboración con esa institución que propició se titularan los primeros geólogos de la UASLP

un par de años después en lo que fue la primera generación de ingenieros geólogos, la cual estuvo formada por Arturo Elías, Jorge Fraga y Manuel Mendiola, que recibieron sus títulos en 1963.

El Instituto de Geología de la UASLP sería el tercer instituto de investigación creado en la UASLP y el segundo que se formaba en el país. Si bien, sus primeros años estuvo enfocado principalmente en el apoyo a la docencia se establecían las raíces que propiciarían se realizaran se manera intensa actividades de investigación a mediados de los setenta.

En el mes de noviembre de 1962 salió a la luz pública la revista “Geología y Metalurgia”, con temas técnico-científicos de interés y que posteriormente, hacia 1977 daría lugar a la serie de boletines publicados como “Folletos Técnicos del Instituto de Geología”. En 1979 el Ing. Guillermo Labarthe Hernández era nombrado director del Instituto de Geología y se iniciaba un intenso trabajo de cartografía geológica siendo un esfuerzo pionero en el país.

En 1976 inicia los trabajos formales de investigación en cartografía geológica del Estado enfocando esfuerzos en la Zona Media y Altiplano del estado de San Luis Potosí, dirigidos por el Ing. Labarthe; estos trabajos serían los primeros que se realizaban en México. Los cuales sirvieron para definir los acuíferos de la zona de San Luis Potosí y Villa de Reyes. Por lo que al perforarse los pozos se sabía que tipo de rocas estaban en el subsuelo gracias al trabajo de cartografía realizado. En cuanto a recursos minerales, los depósitos de caolín que existen en la zona suroeste del estado fueron descubiertos por la cartografía realizada.

Todos estos recursos, acuíferos y minerales están encajonadas en rocas volcánicas, tema que sería parte de la especialización del Ing. Labarthe del que era un experto. La zona de San Luis fue una zona volcánica, y los estudios han ayudado a comprender la evolución de la corteza.

El Ing. Labarthe falleció iniciando el mes de mayo dejando un importante legado para la geología mexicana y en especial la potosina, siendo uno de sus pioneros y el iniciador de la cartografía geológica moderna.

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#4 Tiempos

Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?

Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?

Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:

¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.

Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.

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#4 Tiempos

Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam

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VOLUTA

 

Eso me dijo mi papá:

-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.

Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.

Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.

Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.

Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.

Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.

Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.

Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.

¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.

Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.

Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.

Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo

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