#4 Tiempos
Crónicas de un voto anulado | Columna de Víctor Meade C.
SIGAMOS DERECHO.
Ayer, como todos los domingos, desperté algo tarde, tomé café, leí algunas columnas y atendí mis rigurosos planes de hacer absolutamente nada por el resto del día hasta que llegara el momento de la noche en que me dispongo a escribir esta opinión.
Particularmente, el día de ayer tenía pensado no salir a votar en la consulta popular por los motivos que ya había expuesto en este espacio hace algunas semanas y por otros que se fueron sumando desde entonces. También había decidido que dedicaría estas líneas al —me parece— bobo, patriotero e injustificado linchamiento mediático que recibieron las jugadoras mexicanas de softball que dejaron en la basura parte de sus uniformes olímpicos.
Para bien o para mal, mis planes se interrumpieron cerca del mediodía, hora en que uno de mis hermanos me pidió que lo acompañara a vacunarse. Ya de vuelta a casa pasamos por enfrente de la mesa de votación de la consulta, que para sorpresa de nadie se encontraba absolutamente vacía salvo por los seis vecinos y vecinas funcionarias de casilla. Nos seguimos de largo.
Una vez en casa, con muchas preguntas y sin respuesta cierta a ninguna de ellas, sentí la inmediata necesidad de acudir a la mesa de votación y sufragar; al menos para vivirlo en carne propia y no solo a través de los testimonios de otros pocos. Decidido a participar, aún sin saber exactamente en qué sentido, me replanteé los tres posibles escenarios: votar por el «no»; votar por el «sí»; o anular mi voto.
Primero descarté votar por el «no» por razones que para este punto espero que sean obvias; quiero suponer que realmente todas y todos estamos de acuerdo en que los fenómenos de violencia, corrupción y abuso tienen que detenerse, investigarse, repararse. Aunque, claro, también me parece completamente válido y razonable votar «no» a semejante pregunta.
Descarté también votar por el «sí» porque, de nuevo, se trata de una pregunta que no tiene ni pies ni cabeza, es decir, no tiene ningún cauce procedimental definido.
También porque lo que sea que vaya a suceder después pudo haberse realizado sin la consulta y sin todos los costos que representó; la Corte lo menciona muy claramente en la sentencia: se trata de facultades discrecionales, o sea, pueden activarse cuando exista la voluntad para hacerlo. Además porque el gobierno y sus aliados promovieron esta consulta desde la mentira y la desinformación mañosa, repitiendo mil veces el cuento de los “juicios a expresidentes” y otra sarta de falsedades.
Sobre la anulación de mi voto, consideré que al menos para mí ello representaría una buena opción para participar en este ejercicio sin caer en las dinámicas obstinadas de los extremos del oficialismo y de la oposición, que, sin ningún plan, sólo llaman a votar por votar, o a contradecir por contradecir.
Anular también representaría una manera de aportar al total de votos necesarios para la obligatoriedad del resultado sin tener que votar por el «sí» y validar todo lo mencionado en líneas anteriores. No hace falta que lo digan, sé muy bien que los 37 millones de votos jamás se iban a alcanzar en estas condiciones. Sin embargo, la razón por la cual vale la pena sumarse a este ejercicio y buscar el resultado obligatorio es para respaldar a los colectivos de víctimas que ven en esta consulta una buena oportunidad para seguir luchando por la creación de comisiones de la verdad y de otros mecanismos dirigidos a atender fenómenos de violencia sistemática y no solo a hechos delictivos y
responsabilidades aisladas.
Bajo esas dos premisas —pensar la consulta desde el matiz, no desde la polarización sorda y simplona; y la necesidad de que sean las víctimas el centro de la discusión— acudí a la mesa cercana a mi domicilio a emitir mi opinión: una X grande rayada por toda la boleta. Ahora bien, de ninguna manera pretendo presentar mis motivos como correctos o más válidos que otros. Mientras no comprendamos que toda manifestación democrática que se realice de manera consciente —votar en cualquier sentido, o incluso no acudir a votar— es tan válida y respetable como cualquier otra, nuestros procesos deliberativos valdrán para muy poco.
Hay que decir que los votos emitidos por el «sí» o aquellos anulados que coinciden con el objetivo aquí descrito no servirán para nada si este ejercicio solamente inició y terminó el 1 de agosto. Pensar en esta consulta popular como un fin y no como uno de varios escalones es terriblemente equivocado; ante la pequeñez de este gobierno, los grandes esfuerzos de la ciudadanía tendrán que seguir siendo los que lleven la atención a lo más urgente: verdad, justicia y reparación para quienes han sufrido lo peor de nuestros gobiernos, incluido el actual.
El tiempo, el trabajo y la lucha invertida en los próximos meses definirán el verdadero resultado de esta consulta. Mientras tanto, vivir este primer ejercicio de democracia directa me deja —y supongo que a muchos y muchas más— decepcionado, con las ideas nubladas y buscando las respuestas que definitivamente no encontré mirando detenidamente y por varios minutos la tinta indeleble que marca mi pulgar derecho.
Lee también: Pegasus vs. PANAUT | Columna de Víctor Meade C.
#4 Tiempos
La seriedad y la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Un amigo mío, ejecutivo de cierta importancia, tan pronto como llega a su oficina arquea las cejas, se compone la corbata y adopta una pose tan autoritaria que a uno le dan ganas de obedecerle en todo. ¡Dios mío, qué transmutación de un minuto a otro y de una puerta a la siguiente! ¡Pero si apenas hace cinco minutos venía en su auto contando chistes rojos! Cuando se apeó del automóvil aún sonreía, pero apenas entró en el edificio adoptó un tono tan cadavérico y malhumorado que ya sólo verlo daba miedo. ¿Estoy ante uno de esos que los psicólogos llaman ciclotímicos?, me preguntaba yo lleno de asombro, pues no me explicaba cómo se podía pasar de un estado de ánimo a su contrario de manera tan radical y, sobre todo, en tan corto tiempo.
-Señorita –dijo mi amigo apretando un botón y levantando una bocina-, ayer por la tarde le pedí que revisara el expediente X. ¿Lo hizo usted?
La señorita tartamudeaba en la lejanía, presa de un pánico feroz.
-Sí, sí, lo he hecho. ¿Quiere usted revisarlo, licenciado?
Yo miraba a mi amigo como preguntándole: «¿Eres tú? ¿De veras eres tú?». Pero él hizo como que no entendió mi pregunta, y en eso la secretaria anunció la llegada del famoso y temido expediente X.
Entonces recordé lo que, según dicen, aconsejó una vez Anaximandro el filósofo a Pericles el político: «Acuérdate de lo que te digo: para seguir en el poder hay que ser serios». Y sonreí con cierta malicia, como entendiendo por fin de qué iba la cosa. Pero, ¿había leído mi amigo a los filósofos griegos?
Lo dudo. Ya el Memín Pinguín hubiera sido demasiado para él. Y esto lo digo no en plan de mofa, sino ateniéndome a lo que él mismo me dijo un día, a saber: que el único libro que había leído en su vida, y de eso hacía ya muchos años, era el instructivo de una cámara Nikon que acababa de comprar en aquel entonces; pero, de ahí en fuera, nada más…
–Es apasionante leer los instructivos y a la vez muy divertido –me dijo aquella vez-. Pero, ¿quién lee ya estas obras maestras de la concisión? ¡Es la literatura más olvidada de todas! No miento si te digo que mi modesta biblioteca personal, si puedo llamarla así, está formada sólo por esos instructivos o manuales de uso que la gente desecha con desconsiderada facilidad. ¡Tengo más de cien! Algún día leeré los noventa y nueve que me faltan.
¿Bromeaba mi amigo diciéndome estas cosas? Pero no, no bromeaba: recordemos que estaba en su oficina y que él, allí, no se habría permitido ni la sonrisa más discreta.
Pero ahora hablemos de una mujer a la que conozco. En su juventud fue algo hermosa, según pude verlo en viejas fotografías conservadas con devoción por ella misma en un álbum que, de tan pesado, nadie aceptaría cargar durante cinco minutos seguidos. Sí, digamos que fue bella. Pero cometió en su juventud el error de hacer caso a una amiga suya del colegio que le dijo un día:
-No permitas que tu hermosura se estropee. Evita, sobre todo, las patas de gallo.
-¿Y cómo las he de evitar? –preguntó ella, pues realmente le quitaban el sueño todas estas cosas.
-No rías. Y, si puedes, evita también las sonrisas. ¡Estropean el rostro como no tienes una idea! Lo arrugan, lo ajan, lo deforman.
¡Lo mismo pensaba aquel monje amargado de El nombre de la rosa!: «La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara y hace que el hombre parezca un mono».
Desde entonces aquella mujer ya nunca rió, conformándose, para manifestar su alegría, con estirar la boca y hacer una mueca, cual si estuviera ante un espejo comprobando que no se le ha quedado nada entre los dientes después de haber comido. ¿Sonreír de veras? No, gracias. Debo cuidarme de las patas de gallo.
Y así podría contra infinidad de historias más; baste por el momento con decir que, si bien la sonrisa tiene enemigos, yo preferiría mil veces que nadie me obedeciera y todo se me arrugara, a andar por la vida mostrando una horripilante cara de tabla.
Escribió el padre Auguste Valensin en su diario (anotación del 10 de mayo de 1937): «No sentir miedo de Jesús, no sentir miedo de mi Padre. Me imagino a Jesús con sus apóstoles. Llega a la orilla del lago donde los niños juegan. Y, al verlo, huyen los niños. Una madre le trae a su niñito de seis años y el pequeñín, aterrorizado, se agarra a las faldas de su madre, grita, quiere escaparse de allí. ¡Lo contrario de lo que sabemos que ocurría! Y me pregunto: ¿qué sentimientos hubiera experimentado Jesús? ¡Es tan doloroso darse cuenta de que se infunde miedo! Y todavía el miedo de un niño no puede realmente entristecernos porque es irrazonado, pero Jesús, que vino por amar a los hombres y fue todo amor para ellos, si hubiera visto a los que se acercaban a Él y a quienes ofrecía su afecto retirarse muertos de miedo; si hubiera visto a sus apóstoles tratarle como un maestro severo, mientras que Él se mostraba para con ellos indulgente y suave; si hubiera visto que los pecadores evitaban incluso por respeto su presencia, ¡qué pena hubiera experimentado!».
Jesús debió sonreír, y muy a menudo; debió ser incluso un maestro en el arte de la sonrisa, pues de no haber sido así, ¿por qué iban los niños a correr a abrazarlo espontáneamente, como sabemos que lo hacían? Somos más bien nosotros, sus discípulos, quienes hemos caído a veces en la tentación de la seriedad. ¡Como si por parecer serios nuestros enemigos fueran a respetarnos más! Quizá sea demasiado injusto al decir esto, pero un cristiano que infunde miedo –sea cual fuere su trabajo en la viña del Señor-, aún no ha podido ser cristiano más que a medias.
¿O me equivoco, estimado lector?
También lee: Variaciones sobre el mismo tema | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
#4 Tiempos
¿Ascenso otra vez? | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Hace unas horas se ha publicado información por parte de Ignacio Suárez, “El Fantasma”, una supuesta resolución por parte del TAS, para regresar el ascenso en el fútbol mexicano, para la temporada 25/26, de no cumplirse esto, la liga, federación y empresas que la conforman se verán sujetas a sanciones internacionales.
Con esto, parece ser que se da fin a una de las épocas más obscuras del fútbol mexicano, ¿o no?
Tratemos de entender cómo funciona esto. En el año 2020, los equipos de la Liga MX suspendieron el ascenso y descenso de la primera división, argumentando la falta de garantías económicas y deportivas de parte de la mayoría de los equipos de la segunda división, sustentando esto en los problemas económicos derivados de la pandemia de covid-19, dicha propuesta prometía que esta medida era solo provicional y no definitiva, dando un plazo máximo de seis años para regularizar la decisión de forma definitiva. Esto se votó al interior de la liga y fue aceptada por la mayoría de sus miembros, a pesar de las protestas de los dueños de los equipos de la segunda división.
El plazo se ha cumplido, seis años se cumplen al término de la siguiente temporada, y ante la insistencia y reclamos de los equipos de la segunda división (hoy llamada Liga de Expansión), el debate se ha vuelto a abrir.
Equipos, jugadores y aficiones de los equipos de Expansión sueñan con la posibilidad de abrir una oportunidad para buscar el ascenso el próximo año. De la misma forma, equipos en la tercera, cuarta y hasta quinta división (llamadas Serie A, Serie B y Liga TDP) donde inexplicablemente, también se han negado dichos ascensos.
Pero vayamos por partes, la situación de los equipos de las divisiones inferiores en México no ha cambiado mucho, equipos sin finanzas sanas, con muchas dudas sobre la transparencia de sus recursos, con poca infraestructura tanto en canchas de entrenamiento como en estadios, poco interés en formar jugadores y nulo o casi nulo intento por generar equipos femeniles, ponen en entredicho la posibilidad no solo de ascender, sino de una sana permanencia en primera división. Para ser más exactos, hoy solo cinco equipos de la Liga de Expansión tienen su carpeta de cargos completa para poder pensar en un ascenso (U de G, Yucatán, Correcaminos, Atlante y Morelia). Dicho esto, cualquier otro equipo que quisiera pelear por su lugar en la MX tendría primero que remediar su situación.
Ahora bien, se habla del ascenso, pero no de un posible descenso. Mucho se ha manejado la intención de aumentar la liga a 20 equipos, incluso hay propuestas para llegar a 24 o más equipos, emulando un poco la situación de la MLS, y hoy parece que la idea puede llegar a cobrar fuerza.
Y es que pensémoslo bien, la idea de aumentar la liga de 18 a 20 parece no solo posible, sino también interesante, los equipos recién ascendidos tendrían la posibilidad de establecerse económicamente en la Liga MX, sin el riesgo de un eventual descenso en tan solo una temporada, podrían pensar en estabilizarse deportivamente y buscar ingresos importantes en por lo menos dos años.
En fin, según “El Fantasma” la decisión está tomada, la Liga MX tendrá nuevos invitados, aunque me resisto a aceptarlo, creo que los dueños del balón encontrarán la forma de saltarse la regla en beneficio de su bolsillo y (nuevamente) en detrimento del deporte y su desarrollo, en fin.
También lee: Algo raro | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
#4 Tiempos
Final Destination: cuando el concepto es mejor que la película | Columna de Guille Carregha
Criticaciones
Hay películas que uno ve por pura curiosidad, otras porque están en el canon del cine, y luego están las que ves solo porque va a salir una secuela y quieres tener contexto para entender las posibles referencias que desate el internet si es que se vuelve un producto exitoso. Final Destination cae en esta última categoría.
*inserte GIF de la escena del camión de troncos de la secuela *
Vi Final Destination por primera vez esta semana. Nunca la había visto, ni de casualidad en la tele, ni en maratones de miedo de octubre, ni siquiera de fondo en casa de alguien. Cero. Lo curioso es que he visto memes, referencias, clips, gifs, listas de muertes más absurdas del cine… básicamente todo lo que la cultura de internet ha hecho con esta franquicia, sin haber visto la película original. Así que, aprovechando que está por estrenarse la sexta entrega (porque, por alguna razón, el mundo pareció exclamar que tiene una necesidad por retacarse mentalmente de más muertes innecesariamente complejas en formato cinematográfico), decidí ponerme al día.
Mira, esta película depende completamente de qué tan bien logren desarrollar su premisa de alto concepto. Y, seamos honestos, no es que se hayan matado haciéndolo. No tiene historia, no tiene un estudio de personajes, y ni siquiera intenta ser algo más que una anécdota estirada al límite. Una anécdota que, por cierto, en algún momento alguien debió haber contado en una junta de productores tipo: “¿Y si la muerte fuera como un asesino invisible, pero con mala leche y gusto por las trampas complicadas?” Y, nada, que le producción empezó al día siguiente, antes siquiera de poder terminar el guión.
La premisa, en frío, suena potente. Un grupo de adolescentes está por abordar un avión rumbo a París cuando uno de ellos, Alex (Devon Sawa, con cara de ídolo pop de comienzos de los 2000), tiene una visión hiperrealista del avión explotando. Se desespera, arma un escándalo, lo bajan junto con un puñado de personas más… y sí, el avión realmente explota. Final feliz, ¿no? Se salvaron.
Pues no. Aquí es donde entra el “concepto fuerte”: la Muerte tiene un plan maestro que no acepta modificaciones, y ahora quiere cobrar lo que le deben. Y lo hace de forma metódica, uno por uno, con accidentes ridículamente orquestados que te hacen preguntarte si la Parca se graduó en ingeniería industrial con especialización en sadismo.
¿Por qué lo hace? ¿Qué pasa si la gente que la muerte quería matar no se muere?
Ni idea.
Solo pasa. Y ya.
Y sí, entiendo por qué causó sensación en su momento. También entiendo por qué mucha gente la recuerda con cariño. Pero tengo que ser sincero: es una película que está bien… solo bien. Funciona, entretiene, cumple lo que promete. Pero hasta ahí. Nada más. Es como cuando, en vez de comer algo bien, bajas al OXXO y te compras dos burritos de microondas. O sea, no está mal, te llena… pero como que no llena ninguna de las nulas expectativas que tenías.
Lo más curioso es que, en los primeros minutos, parece que vamos a ver otra cosa. Un dramón adolescente con todos los clichés escolares: el rebelde, la chica rara, el maestro duro, el bully… Toda esa introducción me hizo pensar que la historia iba a ir por un camino tipo Scream con avioncito. Algo con conflicto juvenil, dinámicas de grupo, tensión sexual no resuelta, ya sabes. Nada nuevo, pero al menos con estructura.
Y sinceramente, esa película habría sido más interesante que la que realmente nos dieron. Sí, habría sido genérica hasta decir basta, tipo Eurotrip o The Lizzie McGuire Movie, pero bueno, al menos hubiera tenido una historia, ¿no?
Pero no. Lo que tenemos es una idea central que se convierte en todo el andamiaje. Todo recae en la premisa. Si logran convencerte de que acabas de ver una película completa, aunque en realidad solo viste a un grupo de personajes marcados por un reloj que anuncia cuándo les toca morir, entonces misión cumplida. Pero eso no es exactamente un logro. Es más bien un truco bien ejecutado.
No me malinterpreten, la disfruté. Claramente me entretuvo. Pero esperaba algo más. Tal vez porque ya conocía el fenómeno que generó esta saga como meme, antes de haber visto un solo minuto de la original. De hecho, lo único que sabía de Final Destination eran las muertes absurdas y la paranoia colectiva que generó sobre los viajes de avión, subirse a montañas rusas o pararse frente a un camión con troncos.
Y sí, las muertes son entretenidas. Coreografiadas con precisión quirúrgica, como si la Muerte tuviera un pizarrón con diagramas y post-its que dicen “¡ahora con fuego!” o “necesitamos más vidrios rotos”. Pero más allá de eso, no hay mucho.
Los personajes… bueno, existen. Tienen nombre, pero podrían llamarse “El que se va a morir pronto”, “La que va a sobrevivir”, “El escéptico que cae primero” y nadie notaría la diferencia. Son arquetipos ambulantes. Las relaciones entre ellos son mínimas, sus decisiones son más instintivas que lógicas, y rara vez hay algo que parezca desarrollo emocional o crecimiento. Una vez que entendiste el patrón, solo estás esperando la próxima escena de muerte. Ya ni siquiera por el suspenso, sino por el diseño de producción.
Lo curioso es que, pese a todo esto, la película sí se ve bien. Técnicamente está bien hecha. Se ve como una película, suena como una película, y en general tiene ritmo. La dirección es competente, los efectos (en su mayoría) funcionan, y los actores hacen lo mejor que pueden con lo poco que les dieron.
Y hay que reconocer que, por sobre todas las cosas, alguien decidió otorgarle a Sean William Scott un papel cinematográfico que no fuera un mero Stiffler 2.0. No está lejísimos de ese arquetipo suyo, pero al menos este personaje tiene un dejo de personalidad propia, aunque sea tenue. De hecho, la mayoría del elenco principal es más o menos simpático. No entrañable, pero aguantable. O sea, no amas a nadie… pero tampoco estás deseando que ya se mueran para salvarte de su existencia.
Salvo la chica que es atropellada por el camión. JOOODER. Qué manera de ser insoportable. Me dio gusto que se la llevara el transporte público, y encima me hizo reír, así que doble mérito. Por eso, y muchas cosas más, esa escena se merece un *chef’s Kiss*.
El resto del cast… bien. Nadie da cringe, nadie se roba la película. Están ahí. Funcionan. Y, como era de esperarse, la mayoría se vuelve olvidable después de que les toca su respectiva cita con la guadaña. Ya para el final, si no tienes Wikipedia abierta, es difícil recordar cómo se llamaban. Con una excepción: Clear.
Pasé media película preguntándome si decían “Clear” o “Clair”. Y, sí, según los créditos se llama Clear. Clear Rivers. Así en plan juego de palabras chiquito. ¿Por qué? Ni idea. Pero ahí está y, de alguna forma, se convierte en un personaje central.
Entonces, ves la película, ves cómo se mueren. Ya te lo había prometido todo el material de marketing. Aquí se viene a ver a gente muriendo por el simple gusto de ser morboso. Pero entonces, queda la duda. ¿Literalmente se va a acabar con todos muriéndose? ¿CRÉDITOS?
No. Quisieron ponerle una conclusión.
Dios santo. Ese final. Una joya… pero de lo mal hecho que está. En menos de cuatro minutos casi arruina todo lo anterior. Literalmente parece una escena que escribieron y grabaron con urgencia porque alguien del estudio dijo: “Oye, no podemos terminar así, la gente va a salir bajoneada. Inventa algo con fuegos artificiales, o una explosión, o qué sé yo”.
Y lo hicieron. Vaya que lo hicieron. Se nota que fue una decisión tardía, una intervención de último minuto para cambiar el tono y asegurar mejores reacciones en las pruebas de audiencia. Pero se siente completamente fuera de lugar. Incoherente. Forzado. No cuadra con lo que venía pasando, ni con la lógica interna de los personajes. Es como si todos se hubieran olvidado de lo que vivieron en los últimos 80 minutos.
Y no es que antes la película fuera perfecta, pero venía manteniendo cierta coherencia dentro de su propio juego. Ese final, en cambio, parece arrancado de otra versión del guion. O de un mal episodio de Goosebumps.
¿Me entretuvo? Sí. ¿Me aportó algo? No realmente.
Pero ahora entiendo de dónde salió toda la fama de Final Destination. No por ser una gran película, sino por ser una gran idea de marketing. Un concepto tan sencillo y adaptable que puedes estirarlo en mil direcciones. Y al parecer, eso hicieron. La franquicia sobrevivió no por lo que es, sino por lo que puede ser: una excusa para inventar muertes creativas como si fueran sketches de terror.
Final Destination es, en esencia, una gran idea disfrazada de película promedio. No está mal. Está OK.
Y a veces, eso basta.
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