#Si Sostenido
Annabelle (2014) | Columna de G. Carregha
Criticaciones
El sol se escondió en el horizonte de concreto para dar paso a la era conocida como “el fin de semana”. Había comenzado otra noche de viernes que se sentía como tarde de lunes dentro de esta eterna cuarentena en la que nos tiene hundido el pánico mundial. El ajetreo de las calles siendo utilizadas por autos y peatones como si no estuviéramos a punto del colapso humano se colaba por cada rincón del departamento. Sólo el sonido de nuestros cerebros apaciguando la ansiedad a marchas forzadas aderezaba los silencios esporádicos.
Seguíamos enjaulados por voluntad propia. Hacía meses que habíamos firmado un contrato de Sana Distancia™ con las autoridades locales, donde prometíamos no volver a salir al mundo exterior so pena de cárcel preventiva. Desde el exterior habían echado candado a nuestra puerta principal. Hasta tres veces por semana se paseaba por la cuadra una patrulla federal para asegurarse que el candado no hubiese sido comprometido. En fin, éramos un par de periquitos del amor encerrados en una jaula de 2×2, incapaces de volar, incapaces de saber en qué mes o año estábamos realmente.
Del mundo exterior sabíamos poco. La única información que se alcanzaba a filtrar hasta nuestros ojos eran los noticieros de Javier Alatorre y los memes en nuestros perfiles de Facebook. Y, asumiendo que nuestras fuentes de información fueran de fiar, podíamos estar seguros de una sola cosa: el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. En cosa de días un ejército de ángeles y dioses bajarían a juzgar a todo ser humano aún con vida, llevándolos al instante, ya fuera al cielo o al infierno, dependiendo de la suma de todas las acciones realizadas a lo largo de sus vidas. Nueva Zelanda fue la primera en desaparecer, después, Tlaxcala. Bueno, eso y que la muñeca Annabelle se había escapado del museo de los Warren. De cierta manera, ambas noticias parecían ser dos caras del mismo pronóstico.
“¿Te imaginas que se nos apareciera aquí, en la casa?”, preguntó Astrid, su cara hundida en la pantalla de su celular como si quisiera fusionarse con ella.
“¿La muñeca?”, pregunté yo con un dejo de ironía en cada sílaba.
“Obvio”, me contestó. “¿No has oído de todas las personas que han muerto de maneras inexplicables después de tocarla? ¡Imagínate que podamos ser los siguientes!”
“¿Te emociona la idea de morir a manos de una muñeca poseída?”
“Claro que no”, mintió, sus mejillas enrojecidas, su mirada perdida en el horizonte opuesto a mi cara.
“Mira, para que eso pasara, en primer lugar, todo este asunto de la muñeca diabólica tendría que ser cierto”, aseguré. Astrid se limitó a bufar directo hacia su pantalla de celular para hacerme notar cuán infeliz le hacía que no le siguiera el juego. “Además”, proseguí, “la muñeca de trapo esa tendría que romper la cadena que nos pusieron los estatales en la puerta. Es un objeto físico, no es como si pudiera atravesar paredes o algo así”.
Pensaba decir más al respecto, pero fui interrumpido por el ensordecedor sonido de una mesa pesada siendo arrastrada por el suelo. Se escuchó como si aquel mueble se hubiera movido a dos metros de nosotros, en el mismo interior de nuestro departamento. Esto no solo era imposible, pues en ese instante estábamos sentados en la única mesa que la pobreza millenial nos ha permitido adquirir, sino que éramos los únicos dos seres vivos en el lugar.
“¿Oíste eso?”, pregunté en voz alta con la esperanza de que Astrid contestara con un sencillo ‘¿oír qué?’
“¡Sí!”, gritó Astrid emocionada. “¡¿Crees que sea ella?!”
“Espero que no”, comencé, pero un portazo que hizo retumbar la estructura del edificio se dejó escuchar por lo largo y ancho del departamento, cimbrando incluso al zigzag de huesos al que llamo mi espina dorsal.
“Astrid”, susurré, “creo que estamos en peligro.”
“¿De verdad?”, respondió, su excitación sintiéndose cada vez más evidente con cada respiración pesada que emanaba de su ser.
“¡YA LLEGARON LAS FRÍAS!”, gritó un sujeto desde el piso inferior. “¡AHORA NOMÁS NOS FALTAN LAS PUTAS!”, concluyó, un gallo emanando de su garganta al momento de mencionar a las mujeres de la vida galante. A esto le siguió un aullido de hombre lobo de bajo presupuesto digno de película estudiantil mexicana. Otra macana de aullidos de igual calidad le siguió. Una serie de portazos se dejó escuchar en lo que un tropel de pisadas se arrastraba por el suelo, empujando todo mueble a su paso en respuesta a los anuncios.
“Ah”, exclamó Astrid. “Creo que ya rentaron el piso de abajo.”
Fue entonces cuando una serie de gruñidos y gemidos dignos de una marabunta de hombres heterosexuales de entre dieciocho y veintiún años intentando confirmar su hombría a través de chistes misóginos se mezcló con el oxígeno del aire que respirábamos. La testosterona excesiva mezclada con colonia barata a tropel se alcanzaba a oler aún a pesar del pesado ambiente de aburrimiento y desesperación en el que nos habíamos estado cociendo desde abril. Más, la desesperación sexual emanando de los cuerpos de aquellos individuos era más poderosa que cualquier otra cosa. Lo único que cortaba el ambiente de testosterona era un ardid de gruñidos tan heterosexuales como fingidos.
“¿Y si ponemos la de Annabelle a ver si, no sé, la invocamos y mata a los vecinos o algo?”, preguntó Astrid, por primera vez en todo el día alejando el celular de su cara para poder enfocar otra parte del universo ajeno a esa pantalla; en este caso, la ventana que nos permitía acceder visualmente al área de la fiesta.
“No creo que funcione”, dije, “pero no puede hacernos daño intentarlo…”
Enseguida entramos a Netflix y encontramos el título. A pesar de presionar el botón de play apenas ubicar el póster de la película, tuvimos que esperar cuarenta y cinco minutos para poder verla. Sin importar cuan alto pusiéramos el volumen, o cuan selladas estuvieran las ventanas del departamento, lo único que podíamos escuchar era el juego de “¿quién es el más probable que…?” que se había armado en la fiesta del piso inferior. Por supuesto, todas las preguntas eran de índole sexual y, por supuesto, cada mención a un acto sexual o de los genitales hacía reír como chimpancés en celo al contingente de adolescentes adultos a cuatro metros debajo de nuestros pies.
Sólo nos quedó suspirar, largo y tendido, por casi una hora. La aparición esporádica de memes referentes al escape de la muñeca en nuestros celulares no hacía más que incrementar el hype autogenerado por nosotros mismos.
SINÓPSIS: Un productor de Hollywood vio la cantidad de dinero generada por la película The Conjuring, y decidió entrar a un generador de historias en línea para expandir los primeros cinco minutos de la película original y quedarse con más dinero de adolescentes deseosos de ser espantados en el cine.
En ningún momento de los últimos seis años había sentido la necesidad de ver qué se escondía detrás del poster de la película Annabelle. No me causaba curiosidad el seguir las aventuras de la parte menos interesante de The Conjuring, un segmento de apenas cinco minutos que servía únicamente para explicar el tipo de casos en los que solían involucrarse los Carlos Trejo estadounidenses durante sus años activos . Jamás sentí que, de no visionar esta película, la historia de la familia Perron quedaría inconclusa en mi corazón. Annabelle poseía, para mí, el mismo peso que la maestría sacada de la manga instaurada por mi universidad en un intento vano de llamar la atención de la gente y mantenerse “relevante” en su área. Aunque, en su defensa, ver Annabelle cuesta menos, dura menos, y tiene la misma injerencia en el futuro laboral que el título de maestro en innovación comunicativa para las organizaciones.
Sin embargo, a pesar de haber evitado pasivamente por años a Annabelle, durante cada minuto de la película no dejaba de sentir que ya la había visto. Las escenas presentadas en pantalla seguían una lógica marcada por mi mente como algo que ya conocía, como un plan preestablecido que venía integrado con mi software de pretensión, como un aburridísimo déjà vu audiovisual. Cada “y después va a pasar esto” que me decía internamente mi crítico de cine interior se cumplía con todos y cada uno de los detalles generados por mi subconsciente en el tiempo y forma esperados. Incluso era capaz de predecir los excesos de volumen innecesarios y jump scares con casi perfecta exactitud, cual metrónomo de bodrios cinematográficos.
“Quizá la hubiera llegado a ver de reojo en alguna reunión social”, pensé, sabiendo perfectamente que a lo que menos me invitan en este mundo es a reuniones sociales.
“Igual y la estaba viendo alguna pareja sentimental un día que le fui a visitar y, sabiéndome mejor que una película de este tipo, decidí ignorarla viendo memes en mi celular”, me propuse, sin recordar una situación similar en los últimos veinte años de mi existencia, en donde ignorara una película en la televisión.
“¿Se las habré puesto a mis alumnos cuando daba clases de análisis de cine y TV para mantenerlos callados un día que no tenía ganas de enseñar?”, indagué en soliloquio mental sabiéndome casi incapaz de gastar una clase de universidad en algo tan frívolo como Annabelle.
“O, tal vez”, concluí, “esta película sigue tan al pie de la letra los tropos de las películas de terror que es más genérica que el queso barato.”
Fuera como fuera, nos estábamos llevando un chasco colectivo aquel viernes por la noche. Lo que en un principio imaginamos sería una versión extendida de la clásica historia de “nuestra muñeca se movió ¡y no había nadie en el departamento!” que decenas de YouTubers han logrado con muchísimo menos presupuesto – y mejores actuaciones –, resultó ser una genérica historia de cultos satánicos setenteros. En resumidas cuentas, estábamos ante la presencia de un cuasi-remake digno del Hallmark Channel de los ochentas de Rosemary’s Baby, pero con dos o tres efectos de un supuesto demonio rondando alrededor del inmueble. Era una película de terror psicológico que quería ser algo, quería resaltar por su propia mano, pero que, de vez en cuando, recordaba que estaba contractualmente obligada a mostrar la imagen de un esperpento de porcelana para ser considerada parte de un universo cinematográfico para conseguir presupuesto. De haberse eliminado la existencia de la muñeca Annabelle, la película podría haberse mantenido sobre sus propios pies como un bodrio predecible de calificación mediocre, pero original.
Siendo incapaces de ser absorbidos por la historia en pantalla por razones tanto inherentes a su bajo nivel de producción como por factores externos, Astrid y yo nos vimos desaprovechando nuestro viernes por la noche observando una versión pobre de “¿qué tal que Charles Manson si hubiera invocado a un demonio?” pero con sonidos de peda adolescente y malos chistes de doble sentido de fondo.
Muy a pesar de cuán predecible puede ser Annabelle, la película misma se rinde a menos de la mitad de su duración. Llega un punto en que, incluso ella misma, quiere acabarse de una vez para hacer algo mejor con su vida. Por ejemplo, de pronto, y sin explicación aparente, nos encontramos con una mujer que, espantada por ver a su muñeca recubierta de sangre de suicida, pide a gritos que se deshagan de ella porque le aterra. Quince minutos después, al ver a la muñeca reaparecer mágicamente en su nuevo hogar, decide que mejor no, que mejor si la quiere, que a fin de cuentas es suya. A esto se le sigue un personaje cuya existencia entera, su forma de hablar, su trasfondo y conocimientos específicos a la trama, parecen predecirle como el ardid final del demonio para llevar a cabo sus planes de robar niños en los setentas. Pues que dice el productor ejecutivo que no, que es más bonito que al final resulte ser bondad honesta y pura que salva el día porque Diosito así lo quiso.
La saga de The Conjuring es una basada en la existencia de los demonios, pero, también, es una que está obligada a concluir todas sus historias con un literal Deus Ex Machina que deja a la audiencia sintiéndose insatisfecha, pero sabiendo que la religión es siempre la respuesta a tus problemas.
Por nuestra parte, al no haber sido capaces de invocar a Annabelle con su película, Astrid y yo decidimos inspirarnos en ella para apaciguar la fiesta en el departamento de debajo de una vez por todas. Si cerrar las ventanas o poner una película de terror a todo volumen no funcionaba, las canciones de alabanza de Martín Valverde a volúmenes profanos serían el arma perfecta para la retaliación.
Increíblemente funcionó. Cual demonios inventados, los borrachos al sur de nuestros pies decidieron cerrar sus ventanas abiertas, ahogarse en su propio hedor a cerveza barata y cigarros, con tal de dejar de escuchar canciones religiosas.
El universo de The Conjuring no estaba tan equivocado después de todo.
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#4 Tiempos
Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam
VOLUTA
Eso me dijo mi papá:
-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.
Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.
Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.
Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.
Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.
Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.
Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.
Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.
¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.
Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.
Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.
Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo
También lee: ¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
#4 Tiempos
¿Existe la ciencia neoliberal? | Columna de León García Lam
VOLUTA
Una polarización creciente se ha cernido sobre el mundo y ha generado una guerra de trincheras por todas partes, que si la derecha, que si los conservadores, que si los musulmanes, que si metemos a la cárcel a los que le caen gordos a la tía Tatis, etcétera. Las multitudes se abalanzan a opinar. Usted no, por supuesto, estimada y culta lectora de La Orquesta. Usted y yo no caemos en esa trampa de la opinión sin ton ni son que nos polariza. Sin embargo, quisiera ofrecerle el humilde punto de vista de un antropólogo acerca de la polémica sobre ciencia e ideología. El nuevo CONACYT con H (CONAHCYT) ha acusado a sus antecesores de practicar una ciencia neoliberal y muchos científicos afirman que tal cosa no puede existir, pues la ciencia no tiene ideología.
Una de las grandes fortalezas de la ciencia —virtud que nunca se le ha visto a un diputado— es que es capaz de reconocer sus errores. La ciencia constantemente se inmola a sí misma sobre sus antecedentes. Es capaz de decirse y desdecirse. Esta virtud se basa en un principio de objetividad. La ciencia es capaz de desapasionarse. Es decir, puede reconocer un resultado, aunque este no sea el esperado o resulte adverso a las emociones, afectos o creencias de sus investigadores. Aquí se puede recordar al gran Lineo, quien empeñado en demostrar que en la naturaleza había un orden establecido por Dios, diseñó una clasificación de plantas que terminó por sentar las bases de la teoría evolutiva.
Por eso, la ciencia es capaz de observar objetivamente toda clase de fenómenos y por eso se dice con toda razón que los intereses científicos son ajenos a cualquier ideología.
Sin embargo, la ciencia no solo observa objetivamente átomos, moléculas, células, planetas o microbios. También observa seres humanos, lo cual significa dejar de lado el microscopio y usar el espejo para vernos a nosotros mismos. Las ciencias sociales observan no solo a otros seres humanos, sino a seres humanos que observan a otros seres humanos y esto genera una reflexión muy compleja.
Los colegas físicos, químicos o astrónomos están acostumbrados a una observación directa de los fenómenos que estudian. Los científicos sociales estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos en la observación. Esto produce dos visiones científicas de la misma ciencia. Una que supone a la ciencia como una tarea objetiva, neutra y desinteresada y otra que cobra conciencia de cómo los intereses humanos guían a la investigación científica. Entonces para responder a la pregunta ¿existe la ciencia neoliberal? La respuesta llana es sí, sí existe. Hay intereses neoliberales fortaleciendo intencionalmente a ciertos temas científicos. Aun más: hay científicos con intenciones neoliberales practicando ciencia objetiva. Disculpe culta lectora de La Orquesta que dejé abandonado el tema de qué significa ser neoliberal para otra Voluta.
A pesar de la eficacia del método científico y su asombrosa capacidad para dar nos conocimientos objetivos, hay suficiente evidencia de que las ideologías de los estados nacionales, las religiones y los intereses económicos juegan un papel fundamental en la llamada ciencia de frontera . La película de Oppenheimer visualiza cómo es que los políticos (y las situaciones históricas por las que atraviesan) manipulan y controlan los avances científicos. Se puede afirmar que el interés científico por la física cuántica no proviene de un interés neutral, sino absolutamente político. No puede existir tal interés inocente o neutro por la ciencia, pues los intereses científicos son dirigidos por intenciones económicas y militares. Una vez reconocida la injerencia de otros aspectos no científicos en la ciencia, habrá que decir que no sólo se trata de acusar al capitalismo o al neoliberalismo como manipuladores del interés científico, sino que también el comunismo, el BRICS y el alter mundo dirige a sus científicos con los mismos intereses económicos y militares.
Las universidades, los centros de investigación, los laboratorios y hasta las bibliotecas responden a los intereses ideológicos de los estados. Abundan los ejemplos: la relación entre las agencias espaciales y los consejos de seguridad, los avances biomédicos, la inteligencia artificial, etcétera.
En otras palabras, la trinchera de discusión que en México se ha abierto intenta responder la pregunta, la ciencia mexicana ¿a quién debe responder? ¿A la sociedad? ¿Al Estado? ¿A sí misma? Si es el Estado quién financia las becas y las estancias de investigación ¿no debe ser entonces quien regule y quien determine los intereses a investigar? Si la ciencia es útil, ¿no debiera dirigirse sus investigaciones al servicio de la sociedad? Pero ¿en verdad la ciencia debe ser útil o debe promoverse la libertad de investigación con independencia de su utilidad? No lo sé.
Por un lado, está la ingenuidad, creer o querer creer que es posible una ciencia desinteresada y desvinculada de los intereses nacionales o globales; por otro, está el terrible pragmatismo que pone a la ciencia como una sirviente del Estado y peor, la constricción a todo espíritu creativo que desee investigar algo y que no responda a los parámetros de la caprichosa sociedad que la mantiene.
En mi opinión, de antropólogo, pero que no necesariamente coincide con mis colegas de profesión y formando parte del fenómeno del que me quejaba al principio, montando el caballo loco de la opinomanía, pienso que la solución es que nuestro sistema mexicano de investigación científica debiera ser lo suficientemente abierto para que coexistamos tanto aquellos investigadores que colaboran entusiastamente en los intereses que atañen al estado mexicano (y que logren por fin la vacuna Patria y los respiradores Écahtl), pero también aquellos que trabajan para intereses corporativos o empresariales y quienes hacemos ciencia artesanal (la cual explicaré en otra ocasión).
Estoy convencido de que, en la tolerancia a la diversidad de posturas y en que, en nuestro país TODAS tengan una posible expresión y posibilidad pública, está la clave ¿y usted qué opina?
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#4 Tiempos
Xantolo 2023, viejos dilemas a nuevas tradiciones | Columna de León García Lam
VOLUTA
Hace un año me llamaron para una entrevista por MG Radio. Jesús Aguilar me preguntó acerca de la importancia cultural del Xantolo, sin embargo sus preguntas poco me permitieron responder lo que con sinceridad pienso. Por ello, un año más tarde, escribo esta columna, para preguntarme y responderme lo que considero que debe ser preguntado y respondido acerca del famoso Xantolo.
Pregunta número 1: ¿Qué es el Xantolo y por qué se le considera tradición de San Luis Potosí?
No existe una tradición de día de muertos que se llame Xantolo, al parecer el término proviene del latín sanctorum (Sancta Sanctorum) y el término refiere a los objetos más sagrados de los templos judíos, vaya a usted a saber qué enredos ocurrieron para que se confundiera al sanctorum con xantolo. Lo que sí, es que en las cabeceras municipales (que no son indígenas) se impuso este nombre para llamarle al festival que organiza el municipio cada año: concurso de altar de muertos, concurso de comparsas, etcétera. Puedo asegurar, estimada y culta lectora de La Orquesta, que la fiesta de las cabeceras municipales, poco tiene de semejanza con lo que ocurre en las comunidades indígenas.
Pregunta número 2 ¿Entonces el Xantolo es una falsa tradición? ¿Cómo podemos conocer la verdadera tradición del día de muertos?
Tampoco existen las tradiciones falsas, sino más bien existen las tradiciones inventadas. Es muy común que todo aquello que se presenta como “tradicional” sirve como discurso para legitimar al poder en turno. Los gobiernos parten de crear mitos fundacionales tales como “respetar las raíces” o “preservar las tradiciones” y de ahí a la creación de rituales públicos, como desfiles, procesiones, actos solemnes, etcétera. Todos esas festividades son rituales sin religión, generalmente huecas y vacías, pero efectivas. ¿No le parece raro que esos mismos jóvenes que rechazan todo legado cultural estén encantados en celebrar -según ellos- la tradición del xantolo?
Pregunta número 3: ¿Cómo se vive el día de muertos en las comunidades indígenas?
Primero, se vive en comunidad. Segundo, la idea principal es compartir con los difuntos tamales, dulces, chocolate o atole. Las comparsas representan a los ancestros que vienen del otro mundo y llegan a la comunidad.
Ahora, le comparto la carta de una ciudadana que me escribió lo siguiente:
Estimado antrop. León García Lam
Quiero contarle lo que ocurre en mi colonia y saber qué opina usted: Mi vecina de junto pone un altar a la Santa Muerte y el día 2 de noviembre saca al esqueleto para organizarle mitote y jolgorio; lo mismo hace con San Juditas, baile con caguamas, mujeres borrachas y pleito. Yo pienso que todo esto está muy mal, porque esta señora confunde la devoción católica con algo parecido a la brujería o el satanismo.
Yo pongo altar de muertos, tradicional, como se ponía en el rancho de mi abuelita. En una mesa pongo los retratos de los que ya se fueron, con velas, agua y ofrendas para que los difuntos coman y beban, pues tienen sed. Esa es mi creencia católica y pienso que es la que está bien porque es la más tradicional.
El problema es que frente a los domicilios de nosotras, vive una señora, muy seria y recatada que es hermana protestante y dice de nosotras dos, que adoramos al diablo y a la muerte. Yo por más que le explico que lo que yo hago es muy diferente de lo que mi vecina de al lado hace, ella dice que somos igualmente adoradoras de satanás.
¿Usted qué opina Antrop. Lam? ¿Cuál es la verdadera tradición?
Mi respuesta es que, de ahora en adelante, hay que llamarle a todo esto “Xantolo”.
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