#4 Tiempos
Un año de mi vida | Columna de Carlos López Medrano
Mejor dormir
En un hotel de la colonia Cuauhtémoc, una encargada me relató, con un tono que oscilaba entre el chisme y la confidencia, la historia de un huésped que, durante su estancia, sufrió un colapso mental. Una noche, sin decir palabra, abandonó la habitación y pasó horas de pie en medio de la calle, inmóvil, como si aguardara una señal que jamás llegó.
Otro día, en la oficina, un hombre mayor de origen asiático se me acercó con gesto educado para entregarme dos bolillos. «Es un regalo para usted», me dijo.
Probé 101 vinos diferentes; los mejores fueron un Malbec de Valle de Uco, un Santo Tomás Barbera, un prieto picudo de Julio Crespo, un Corbières, un griego que no recuerdo el nombre y un barbaresco de 2013 que aún resuena con aquella pasta tomatosa preparada por el Heresiarca.
Salí una vez con una chica que dijo que ni ella ni su familia comían nunca ensalada ni fruta y que su platillo favorito era la sopa de pasta; viajaba por todo el mundo y vivía de sus rentas… al parecer tenía fijación por los jóvenes mulatos y yo no era de uno de ellos.
Fui a la Cineteca para ver La doble vida de Verónica, pero estaba totalmente descompuesto por el desvelo y los excesos y no me involucré como hice hace años al verla medianoche desde casa. También vi Hiroshima mon amour en pantalla grande por primera vez y esa sí que me atravesó por dentro, con un sentimiento que creía ya haber olvidado.
Conversé una tarde con una chica de Monterrey sobre Ases Falsos y otras bandas chilenas, sobre historias de terror en rincones de provincia y sobre la idea de viajar a la playa. Todo fluyó con ligereza, como si estuviéramos ensayando un diálogo que no tenía por qué acabar; pero terminó, y no volví a saber de ella.
Le regalé a un amigo un vino de Madeira. Me hubiera gustado preguntarle qué le había parecido, pero no lo volví a ver tras varias reuniones canceladas. Por otro lado, salí profundamente conmovido del cine tras ver Past Lives.
Mientras estaba en Ciudad de México recibí la llamada de alguien que aseguraba haberme visto en el municipio de Santa Lucía del Camino conduciendo una camioneta unos segundos antes. «¿Por qué no me avisaste que estabas aquí?», me dijo. Quedé descolocado ante la posibilidad de tener un doppelgänger, aunque más bien sospeché que se trataba de una alucinación etílica, un espejismo nacido de la soledad y el ron.
Tras un par de décadas, fui nuevamente a Plaza Satélite, y no una, sino dos veces. La primera, para conocer en persona a un amigo nicaragüense con el que había intercambiado mensajes sobre música y cine durante 18 años gracias a las redes sociales. La segunda, para acompañar a una mujer oriunda de la zona. La pasé mejor con mi amigo nicaragüense.
Conversé y almorcé durante un par de horas con una mujer en la Embajada de la India en México; hablamos de cosas intrascendentes pero necesarias, de esas que solo cobran sentido cuando ya se han ido. Luego la acompañé a comprar unos calcetines, esperé paciente sus pruebas y tras despedirnos en el estacionamiento desapareció para siempre, aunque en ese momento no parecía que eso fuera a ocurrir.
En Zona Maco conocí a Laura, una cineasta con mirada amable y redonda. Hablamos sobre cómo el servicio público se había convertido en un refugio para artistas con horizontes rotos. Me dijo que no renunciara a escribir, como si supiera algo que yo ignoraba y cada tanto la recuerdo para volver al teclado.
Viajé a Chiapas. Una señora de unos ochenta años partió un coco con un machete para mí, como si su acto fuera la cosa más natural del mundo, en una carretera a la altura de Arriaga. Estuve 20 minutos mirando la marea en Puerto Arista y vi a decenas de migrantes caminar kilómetros bajo el sol. En Tapachula vi a jóvenes haitianos con físicos que parecían tallados para competir desde ya en cualquier deporte, en cualquier lucha. Caminé sin rumbo bajo el sol inclemente de Tuxtla Gutiérrez. Al alejarme del Parque Central y doblar en una esquina, una joven me preguntó si necesitaba compañía.
Probé el lomo salteado y el agua de chicha por primera vez. Intenté enamorarme de vuelta, pero fracasé con el desencanto de quien ya sabe que todo va cuesta abajo. Bebí Glenfiddich —más de lo recomendable — en un par de eventos donde todos los demás preferían vino. Alguien perdió un vuelo por quedarse a comer helado conmigo.
Fui dos veces a la exposición de Damien Hirst en el Museo Jumex: una con una trigueña y otra con una rubia. Con la segunda tuve más suerte, sin entender cómo, salí con un autógrafo del autor. Comí una hamburguesa terrible en un hotel Hampton Inn de Guanajuato mientras veía un reportaje sobre los perros clonados de Milei. Comí a solas más de doscientas veces.
Me conmoví hasta la rendición en la Parroquia de San Juan Bautista. También en Coyoacán, vi a una mujer tener un ataque de nervios y perder el control tras insultar a vendedores de la zona. Traté de ayudarla un poco tras la llegada de la policía; pero supe que no había nada que hacer cuando me preguntó si yo era un espía. «Tienes cara de espía. Eres un espía, ¿verdad?».
Probé un pedacito de pulpo a las brasas y me indigné cuando un costarricense quitó una canción de Juan Gabriel para poner una bachata. Me enteré de la muerte de un amigo oaxaqueño con el que guardaba historias entrañables y con el que tenía más en común de lo que él creía. El tiempo, como suele suceder, no me alcanzó: dejé encuentros sin concretar, no por frivolidad o indiferencia, sino porque estaba rebasado por las circunstancias. Perdí a personas que estimaba, colmé su paciencia sin querer y terminaron alejándose (con razón).
Conocí a una mujer encantadora y tuve el privilegio de acompañarla un tramo del camino. Fue un honor, pero decidí no ir más allá; estábamos en frecuencias distintas, aunque nada nos quitará ese rosado espumoso que compartimos ni los cafés, ni las charlas, ni los paseos al calor de la música. Espero que aún lleve alguna de las canciones que puse en su lista de reproducción.
Vi a un vagabundo lanzando latigazos contra la nada en el Boulevard Miguel de la Madrid en Manzanillo. Fui a Xochimilco y admiré a un puñado de axolotls, criaturas simpáticas. Mantuve comunicación remota constante con dos personas de San Luis Potosí, quienes mantuvieron vivo el lazo con mi lugar de origen. Eché de menos y me ilusioné fugazmente. Comí tacos gobernador en Ensenada y acudí a la escena de un crimen en Baja California. Estuve en un restaurante tipo Art Decó en Tijuana y fui saludado por el dueño a quien conocía de casualidad de otro lado. Salí en un periódico local en una nota imprecisa con un titular de lo más chusco. Revisité dos buenas películas con Nicolas Cage: Leaving Las Vegas y The Family Man, tras varios años resonaron hondo en mí.
Volví a ver el mar varias veces. En una de ellas, ya por la noche tras un viaje relámpago de trabajo, dispuse mojar los pies en la orilla, el agua parecía tranquila hasta que una ola gigante me cubrió hasta la cintura por más que corrí, empapando el único pantalón que llevaba.
Comprobé la comodidad y sofisticación de las sillas Herman Miller, aunque nunca pagaría por una lo equivalente a un viaje por Europa. Comparé el sabor del Poire Williams con el de un curado de nanche con mezcal ante una sala llena de esnobs. El sommelier estuvo de acuerdo conmigo. «No lo había pensado, y sí», dijo.
Fui a un show de burlesque para acompañar a una mujer importante en mi vida. La pasamos bien, creo, y estuvo divertido, pero al final, como en cada uno de nuestros encuentros, se instaló esa desazón que parece inevitable entre nosotros. Esta vez parece que fue el último. Es una buena chica; seguro le irá de maravilla, aunque yo no esté ahí para verlo.
Para celebrar el 15 de septiembre tuve una noche de vinos mexicanos con diplomáticos y académicos, un enfrentamiento en el que botellas de Ensenada, Aguascalientes y Parras buscaron imponerse sin que nadie se decidiera a declarar un ganador.
Echaré de menos a una músico y socióloga, una ternura andante a la que apenas vi unas cuantas veces. Sobre este alejamiento todas las culpas serán mías, como decía no sé quién.
Me robaron el Kindle en una aglomeración del Centro Histórico. No me di cuenta hasta mucho después, cuando ya no había remedio. Perdí diez años de subrayados digitales, un registro de lecturas que en su mayoría jamás respaldé y que no podré reconstruir. Cada día me fastidia más salir, sobre todo si hay que ir lejos.
Sin proponérmelo, vi el arranque de una etapa de la carrera Panamericana. También vi a Luis Antonio de Villena caminar por una calle solitaria; pensé decirle algo, tomarme una foto… me parece unos segundos y luego me fui. Probé un ron salvadoreño, estaba bien. Pagué veinte pesos por la autobiografía de Chaplin en italiano.
Hice un último intento de reconectar con personas del pasado y no volveré a cometer ese error otra vez. Mi amigo Luis Ángel y su familia me compraron un pastel por mi cumpleaños, un gesto que no olvidaré, como tampoco el año en que Ana Michel hizo lo mismo o lo que me mandó Ixchel. Hay gente que me aprecia, pese a todo, y no dejo de sorprenderme por ello.
Por culpa del tránsito en la ciudad hice dos horas y media para llegar a un coctel en el Instituto Matías Romero, al llegar todo se había acabado y emprendí otra hora en el camino de regreso. Seguí promoviendo al Sanborns como refugio para beber unos tragos sin complicarse la vida. Topé con Laura León en un aeropuerto.
Un hombre de Georgia me dijo que no había restaurantes con comida de su país en México, y yo le dije que sí pensando más bien en uno armenio. Me adentré en zonas turbias de Iztapalapa con una comitiva en seguridad, una experiencia que parecía sacada de un reportaje de televisión abierta en los noventa. Conocí a la miss universo de Indonesia en una reunión (parecía mexicana). Fui romántico con quien no debía y también con quien no lo merecía, un error recurrente que no sé si terminaré por corregir. Leí un libro de Édouard Levé que me inspiró a escribir esto.
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#4 Tiempos
El Porvenir de Gerli y la eterna lucha barrial | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Aquella noche en el barrio de Gerli, en la provincia de Lanús en Buenos Aires, el aire parecía teñido de historia: me acerqué al portón del Club Atlético El Porvenir, en Blanco Encalada 400, rodeado de otras instituciones barriales que comparten el paisaje. Entrar al predio es respirar un siglo de pasión llevada por vecinos, familias y generaciones.
Me recibió el viejo estadio Gildo Francisco Ghersinich cuyo césped guarda las huellas de aquellos fundadores anarquistas de 1915 con sus tablones, su cemento y esa capacidad para aliviar el alma de casi 14,000 simpatizantes. Imaginar su fundación y primeros ascensos, las historias de lucha para conseguir una cancha propia y su gloria en la B intermedia y profesional es entender por qué El Porvenir no es solo un club: es un refugio.
Me tocó conocer a Fede, hincha de toda la vida que cuenta cómo resistieron desde el ascenso hasta el triunfo en la Primera D en mayo de 2023, pasando por aquella legendaria victoria en Copa Argentina frente a Lanús, un símbolo del ascenso que sueña con ser grande de nuevo. Esta es la magia del fútbol íntimo, el fútbol romántico de los clubes de barrio: esfuerzo colectivo, identidad barrial y orgullo poblado de relato y sudor.
Pero la visita también mostró grietas profundas: la dirigencia que encabeza Enrique Merelas (presidente por más de cuatro décadas) no esquiva el conflicto. El Porvenir enfrenta una crisis institucional que pone en riesgo todo ese legado comunitario. En febrero de 2025, la AFA suspendió la afiliación del club tras una denuncia presentada por el intendente Julián Álvarez ante Personas Jurídicas, acusando al municipio de intentar intervenir en la entidad. La intención habría sido deslindar el control sobre El Porvenir, excluyéndolo de todos los subsidios y dejando al Porve a su suerte.
La respuesta del club no fue tímida: se presentó una denuncia penal contra Álvarez por abuso de autoridad, discriminación, violencia institucional y filtración de información confidencial, denunciando marginación y persecución institucional. Las pintadas amenazantes aparecidas en los alrededores del estadio contra Merelas intensificaron la tensión, y la dirigencia llamó a socios y vecinos a defender su autonomía.
Afortunadamente, en marzo la AFA levantó la desafiliación preventiva: El Porvenir pudo volver a competir en la Primera C, debutando oficialmente el 18 de marzo ante Club Mercedes, tras semanas de incertidumbre. Pero aún pesa sobre el club un futuro incierto y una dirigencia cuestionada por aquellos que entienden que 44 años al frente de una institución no pueden justificarse con tradición si dejan estancamiento y despoblación de sueños.
En mi paso por la sede sentí esa contradicción: el club late con fuerza colectiva, con un barrio que lo respeta y lo habita, mientras que en los despachos internos se libra una batalla política que podría definir si El Porvenir se preserva como corazón barrial o se apaga por políticas ajenas.
Este club resume lo mejor y lo más complicado del fútbol argentino: su capacidad de emocionar desde lo modesto y lo comunitario, sin más hierro que la camiseta blanca y negra heredada del Sunderland argentino, y sin más ambición que resistir como espacio de encuentro. Pero también muestra cómo la política pretende apoderarse del alma de los clubes y puede quebrar ese romance que lo hace único.
Mi visita a Gerli me dejó el eco de cantos que nacen en gradas humildes y el pulso firme de gente que no se rinde. Ojalá los clubes de barrio, como El Porvenir, sigan siendo faros de pasión y memoria, y ojalá sus dirigentes internos y externos entiendan que la máxima autoridad no es el poder político, sino el cariño del socio y la voz del barrio.
Ojalá un día en México, entendiéramos un poco del fútbol de barrio.
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#4 Tiempos
Medio siglo del FIS-MAT, en honor a Mat. Silvia Sermeño | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En 1975 se realizó el primer Concurso Estatal de Física y Matemáticas para Escuelas Secundarias del Estado de San Luis Potosí, que ahora se conoce como Fis-Mat, el Concurso Regional Pauling de Física y Matemáticas que llega a estar conformado hasta por veintitrés concursos en las áreas de física, matemáticas, biología, química, astronomía, nanotecnología, ciencias naturales, ciencias del espacio, filosofía, donde participan estudiantes de primaria, secundaria y preparatoria. El Fis-Mat es el segundo concurso más antiguo del país y ha sido de cierta forma el conformador de los diversos concursos en México en las áreas en las que se enfoca, tales como las olimpiadas de física, matemáticas, química, etc.
El Fis-Mat es el único concurso de este tipo en el país y ha fincado toda una tradición. Con lo cual la edición 2025 del concurso marca cincuenta años de historia de uno de los concursos más importantes del país. Cada año el Fis-Mat es dedicado a un personaje relacionado con las áreas del conocimiento que abarca que haya destacado y contribuido al desarrollo de las mismas. Este año el concurso ha sido dedicado como un homenaje a la matemática Silvia Sermeño Lima por su papel desarrollado a lo largo de treinta años al desarrollo y enseñanza de las matemáticas en la Facultad de Ciencias de la UASLP, por lo que el Fis-Mat se ha denominado XLVI Concurso Regional “Pauling” de Física y Matemáticas “Silvia Elvira Sermeño Lima”.
El Fis-Mat nació como una iniciativa para alentar el estudio de disciplinas científicas en los jóvenes mexicanos con énfasis en los potosinos, apoyando su formación con actividades extraescolares y despertando vocaciones. Fue una iniciativa de los estudiantes de la antigua Escuela de Física y del dos veces galardonado con el Premio Nobel, el Dr. Linus Pauling, por lo que ahora asume su apellido y se dedicada a un personaje en especial como en esta ocasión es la Mat. Silvia Elvira Sermeño Lima.
Silvia Sermeño Lima estudió matemáticas en El Salvador su país natal y vino a México a continuar sus estudios y desarrollarse profesionalmente. En 1981 ingresó como profesora a la entonces Escuela de Física de la UASLP a colaborar en el desarrollo de la carrera de profesor de Matemáticas que acababa de iniciar actividades, así como encargarse de los cursos básicos formativos de las carreras de física y electrónica que existían en aquella época. Posteriormente se abrirían más opciones profesionales en el área de matemáticas y estaría participando en la formación de esas nuevas carreras de matemáticas.
Su labor en la ya Facultad de Ciencias fue intensa y estuvo a cargo de materias de matemáticas y formando a los jóvenes interesados en esta disciplina, en especial a quienes deseaban dedicarse a la enseñanza de las matemáticas en los diversos niveles educativos.
Su profesionalismo y dedicación en la educación y formación de matemáticos en San Luis Potosí fue determinante para consolidar este proceso que en la actualidad sigue siendo formador de matemáticos por la Facultad de Ciencias de la UASLP a nivel licenciatura y de posgrado en las áreas de educación matemática y matemáticas aplicadas.
Como un reconocimiento a su labor en la Facultad de Ciencias desde 1981 hasta el año 2009, cuando se jubiló como profesora de matemáticas se le han dedicado los trabajos del XLVI Concurso Regional “Pauling” de Física y Matemáticas, asignándole su nombre en este marco conmemorativo de medio siglo de existencia de tan importante concurso, donde se han dado cita estudiantes del nivel básico de diversos estados del país y que ha sembrado toda una tradición en nuestro estado.
Felicidades a la Mat. Silvia Elvira Sermeño Lima, y al Fís-Mat.
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#4 Tiempos
El poder y los tigres que llevamos dentro | Columna de León García Lam
LA VOLUTA
Trump está en el aparador internacional acusado -otra vez- de un escándalo sexual. Quiero aprovechar ese caso -y otros- para comentar que, cuando alguien ostenta una dosis de poder, algo en su interior se desata. ¿Por qué ese descontrol adquiere casi siempre un tinte sexual? ¿Por qué políticos, sacerdotes y artistas son recurrentemente acusados de sexualidad desbordada? Y, sobre todo: ¿por qué deberíamos vigilar especialmente el comportamiento sexual de quienes ostentan cargos públicos?
Vayamos a las civilizaciones clásicas, aquellas que asociamos con bacanales y hieródulas. ¿No prueban esas civilizaciones que el desenfreno sexual es una constante de la naturaleza humana? En efecto, pero hay una diferencia clave: aquel desenfreno era ritualizado y regulado. Si nos parece escandaloso solo es porque lo juzgamos con nuestra moral. El verdadero exceso ocurre cuando se transgreden las normas de la propia época: piense usted culta lectora de La Orquesta, en Calígula o Nerón, cuyas prácticas nefandas —que conocemos por Suetonio—escandalizaron incluso a sus contemporáneos.
Ante el riesgo del desenfreno, las primeras comunidades cristianas optaron por una solución radical: si el poder corrompe, mejor amputar la sexualidad de quienes lo ejercen. Así nació el celibato sacerdotal. Hoy sabemos que la estrategia clerical fracasó en incontables casos—como los “sobrinos” que eran hijos y las “amas de llaves” que eran concubinas—, pero reconozcamos que la intuición católica fue certera: lo reprimido se desata con el poder.
Freud nos ha gritado la respuesta que buscamos en su famoso libro El malestar de la cultura. La civilización exige reprimir nuestros deseos: trabajamos cuando queremos dormir, callamos cuando ansiamos gritar. Esas renuncias se acumulan en el inconsciente como energía latente. No hay ser humano—hombre o mujer— que escape a este control de la voluntad. Todos llevamos tigres agazapados en la psique , esperando su momento de saltar, sacar las garras y desenfrenarse.
He aquí el problema: cuando alguien accede al poder —político, económico o social—, sus tigres hambrientos quedan en libertad. El brillo en los ojos del recién investido es la alegría de la fiera que siente la cercanía de sus presas. Trump es el ejemplo obvio, pero basta mirar alrededor para encontrar casos nacionales y locales —políticos, empresarios, artistas— que usaron su influencia para liberar demonios personales. Redes de niños y niñas, secretarias, alumnas, asistentes, clientas, chicos y chicas buscando fama y un largo etcétera.
¿Está mal ser un libertino? Me parece que no. Siempre y cuando los actos empleados no sean por medio del poder público o en contra de las leyes civiles.
Si exigimos declaraciones patrimoniales a los funcionarios, para garantizar que no se hinchen de dinero con el erario, quizá deberíamos pedir también “declaraciones mentales”. Porque todo poder libera a las bestias interiores.
También lee: De Ozzy a Marilyn, hay un mundo que no cambia | Columna de León García Lam
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La disputa por el triángulo dorado de SLP | Columna de Luis Moreno
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