#4 Tiempos
Recomendaciones del cine de Terry Gilliam | Columna de Mario Candia
Apuntes de un cineófito
El Rey Pescador (The Fisher King. 1991) Es una película diferente, a la que el tiempo ha tratado bien. La cinta nos retrata a un hombre superficial en la gran ciudad, atormentado y roto, que conoce por casualidad a un loco maravilloso que le salva la vida. The Fisher King trata con humor y originalidad el problema de las enfermedades mentales, de los demonios que todos tenemos dentro y que luchan por salir, con los que tenemos una batalla constante para mantener la cordura. Es comprensible que haya personas que se dejen llevar y caigan en el abandono personal de la lucha por mantener a raya sus demonios. La solución que da este film, la amistad, pero sobre todo, el amor.
Las Aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Münchausen. 1988) La imaginación al poder, efectos especiales impactantes incluso 34 años después de su estreno, surrealismo y humor al estilo de Terry Gilliam, cine de aventuras diferente, con un magnífico reparto, Uma Thurman como la diosa Venus más bella que nunca…El barón de Munchausen es un curioso personaje que vive mil y una fantásticas aventuras acompañado por sus fabulosos criados capaces de correr más rápido que la luz, escuchar los ronquidos de alguien a mil kilómetros, levantar violentos huracanes, o acertar un blanco en la otra punta del mundo. Años más tarde, cuando todo el mundo ha olvidado sus aventuras; él tiene que volver a reunir a sus criados para salvar la ciudad del ataque de sus antiguos enemigos. El principal factor de atracción de esta película es, sin duda, el divertimento que supone ver las mil y una locuras del barón, sus criados, y demás personajes que aparecen. Sin embargo, su mayor virtud es, precisamente, en las paradojas que produce contra posicionando realidad y ficción.
12 Monos (12 Monkeys. 1995) El síndrome de Casandra: dícese en psicología de la sensación de angustia que experimenta una persona que conoce de antemano lo que va a ocurrir, cuando nadie le cree. A este trastorno se ve sometido James Cole (Bruce Willis), un presidiario al que se le propone conmutar su pena a cambio de obtener información sobre las causas y el origen de propagación de un virus que devastó la humanidad en 1996. Nos hallamos ahora en un futuro que permite viajes al pasado, gracias a los avances científicos realizados bajo la superficie de la Tierra, donde residen los supervivientes de este apocalipsis. Basándose en una película francesa, Terry Gilliam nos sumerge en sus particulares visiones oníricas, surrealistas y extrañas para componer un rompecabezas confuso al principio, pero en el que acaban encajando todas sus piezas a la perfección. Además, la cinta ofrece un análisis sobre la mente humana y nos invita a una profunda reflexión acerca del comportamiento del hombre con respecto a la naturaleza y lo que le rodea, pensamiento que atormentará al propio protagonista haciéndole creer si realmente todo es una invención y ha perdido la razón.
Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas. 1998) Adaptación cinematográfica fiel de la novela homónima de Hunter J. Thompson, creador del género periodístico Gonzo. Relata las aventuras del periodista y escritor, encarnado en Johnny Deep, y su abogado interpretado por Benicio del Toro, en el seguimiento de una carrera de motos en Las Vegas. Para ello llevan todo lo necesario: Dos bolsas llenas de marihuana, un salero de cocaína, un litro de éter, mezcalina, ácidos, mariguana, ron y tequila. Gilliam, quien si no, es fiel a la memoria del maestro Gonzo. La película reproduce genialmente lo que todos imaginamos cuando leemos cualquier trabajo de Hunter J. Thompson. Una genuina obra maestra.
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#4 Tiempos
Visita presidencial de “caras y gestos” | Crónica de Jorge Saldaña
“Shhhhhhh… cállense”. El dedo índice de Rosa Icela Rodríguez, la potosina de carrera en el periodismo y en la política, llevaba y traía su dedo índice hacia sus labios como metrónomo de maestra en salón rebelde. La escena ocurría en la entrada sur del Centro de Negocios Potosí, donde se agrupaban familiares, diputados, dirigentes y devotos de Morena. Esa especie de club VIP de primera fila, que coreaba sin pudor:
—“¡Gooo-ber-nadora, gooo-ber-nadora, gooo-ber-nadora!”
La secretaria de Gobernación, vestida como maestra de convento —ataviada de negro, pelo recogido de bolita, lentes de armazón grueso—, parecía cargar todavía las tablas de quien sabe poner orden con solo mirar.
Silencio, les exigía, porque tras de ella estaba por entrar la mujer con la que compartió luchas, marchas, sobremesas y hasta hospedajes serranos en casa de las hermanas Rodríguez Velázquez, allá en Xilitla. Era su amiga de décadas, su aliada, su cómplice: Claudia Sheinbaum Pardo, presidenta de México.
La presidenta, la primera en la historia, llegaba a San Luis Potosí. Y no era cualquier visita: era el estreno de su primer informe en territorio potosino, ese suelo donde las lealtades se pintan de guinda y verde fosforescente, y donde la coreografía del poder es más elocuente que cualquier discurso.
El bloque guinda y el invitado inesperado
En el corazón del bloque morenista, tras las vallas que los separaban del resto de mortales, una presencia destacaba como pez en pecera ajena: Enrique Galindo, alcalde de la capital, priista de cepa y panista circunstancial, en un raro equilibrio de acercamientos. Invitado directo desde la oficina presidencial, se estrenaba en un evento federal en su propia ciudad. Una foto en ese lugar y con esa compañía, equivalió a un mensaje cifrado.
El resto del cortejo federal entró casi inadvertido: Mario Delgado, secretario de Educación, prefería mirar su celular que a la multitud; otros pasaban como sombras de reparto en una obra que no les pertenece. La expectativa estaba arriba: Sheinbaum aún no entraba, y ya el aire olía a electricidad contenida.
La entrada del “Pollo”
Un poco antes, del otro lado del recinto, por la puerta opuesta, apareció Ricardo Gallardo Cardona, gobernador del estado. Pantalón claro, camisa blanca de lino, aire festivo pero contenido. Su arribo fue anunciado por el micrófono, pero el sonido falló y nadie pareció darse cuenta. El gobernador, acostumbrado a entradas estruendosas, se detuvo un instante: esperaba reacción, y la reacción no llegaba.
El salvavidas vino de José Luis Fernández, diputado federal y animador de la “pollobancada”. Con brazos en alto, agitó a la multitud como director de orquesta desesperado:
—“¡Ya entró el gobernador!”
Entonces sí, estalló el coro verde:
—“¡Gobernador, gobernador, pollooo, poollooo!”
Aplausos, algarabía, una ola que creció de norte a sur. El gobernador respondió saludando a la primera fila, esa franja VIP donde se mezclaban empresarios, diputados locales, rectores, dirigentes sindicales, dueños de medios y hasta representantes de pueblos originarios con su quesqueme de gala. Un mural de México en miniatura, puesto ahí como escenografía.
De un lado, la élite verde, con chalecos que parecían uniforme; y si en la zona VIP de Morena resaltó la presencia de Galindo, en del Verde se extrañó a la senadora Ruth González.
Entre ambos bandos, saludos medidos y a lo lejos. Sonrisas tensas, cortesías que se dan mirando de reojo. La política en versión zoológico.
El templete y el ruido
El salón estaba lleno: 12 mil asistentes, según el conteo oficial. Playeras blancas con vivos verdes, otras con letras guindas, contingentes magisteriales con camisas del SNTE. Un mosaico tricolor que parecía más un mitin de campaña que un acto de gobierno.
El sonido, pésimo. Se anunciaban nombres y cargos en el presidium, pero la mayoría no escuchaba nada.
Cuando llegó el turno de la presentación de la secretaria de gobernación, Rosa Icela Rodríguez, se escuchó un vergonzoso abucheo: —“Buuuuuuuuuhhhhhh”.
Un bochorno. Gallardo, serio, negó con la cabeza, apretó los dientes y recriminó con la mirada a los suyos, como maestro a niños indisciplinados. Ese gesto, más que regaño, era advertencia: ¿Cómo se les ocurre?
Minutos después, vino el turno del gobernador que dudó de su presentación hasta que se inclinó hacia la presidenta:
—“¿Ya me nombraron? ¿Ya paso?” —“No sé…”, respondió Sheinbaum. —“Es que no se oye nada.”
Y se levantó al atril.
Gallardo habló breve, cálido, festivo. Usó la frase de Sheinbaum en Palacio: “Con nuestra presidenta vamos bien y vamos a ir mejor”.
El aplauso verde sofocó los abucheos tímidos de algunos mor enistas y maestros. Otra vez, la marea fosforescente se impuso en volumen.
El turno de la presidenta
Y entonces sí, llegó la voz que todos esperaban. Claudia Sheinbaum, con brazos alzados, saludó a la multitud. El grito fue unánime:
—“¡Presidenta, presidenta!”
Pero el griterío no paraba y la presidenta tuvo que poner orden:
—“¿Me van a escuchar? Les traigo buenas noticias…”
El silencio se abrió paso. Anunció que el gobierno federal apoyaría a San Luis Potosí para pagar a los maestros. No explicó cómo ni cuándo, pero bastó. El alivio se convirtió en aplausos, como si una promesa ya fuera pago en efectivo.
Enumeró programas sociales, destacó la labor de las mujeres, habló del tren de pasajeros, del aeropuerto de Tamuín, de 40 mil viviendas y de un programa de agua. Más que detalles técnicos, ofreció horizonte político. Y como en cada gira, recordó que no se volvería al pasado de la “noche triste neoliberal”.
El evento, con presidenta presente, duró cincuenta minutos. Al final, abrazo con palmadas al gobernador; abrazo fraternal, largo, entrañable con Rosa Icela. Ese gesto se volvió foto, y la foto mensaje.
Caras, gestos y señales
El himno nacional cerró el acto oficial. Todos de pie, todos correctos, todos con la misma solemnidad que en segundos se esfuma cuando el poder baja del templete.
La presidenta, una vez más acompañada de Gallardo, recorrió la primera fila, esa parte que no atendió en su llegada. Saludó rápido a diputados, (extrañamente el diputado Héctor Serrano ya no se encontraba. Testigos aseguran que al llegar la presidenta, se le vio salir apurado del recinto) empresarios, sindicalistas. Pausa breve con el rector Zermeño, y otra pequeña parada para recibir un obsequio y firmar un libro. Más selfies que conversaciones. Más sonrisas que palabras.
José Luis Fernández, siempre dispuesto al guiño, se presentó: —“Soy diputado federal de la pollobancada.” La presidenta sonrió.
Pero el tiempo real de Sheinbaum estaba reservado. El reencuentro fue en el bloque guinda, donde Rosa Icela había impuesto silencio al inicio. Ahí, sin prisa, Sheinbaum se tomó fotos con todos, abrazó, escuchó, sonrió. Ahí sí se detuvo.
Afuera, la realidad
Mientras tanto, los asistentes —12 mil según el conteo— esperaban la salida. No había puertas abiertas hasta que la presidenta abandonara el recinto. El aire se hacía espeso, los ánimos cansados.
No llegaron caminando ni tarde. Desde las seis de la mañana, camiones verdes y guindas se estacionaron en el Tangamanga. El acarreo de siempre, con lonas y listas. Para muchos, la visita presidencial duró diez horas entre esperar, escuchar, aplaudir, salir.
La crónica se cierra como se abre: con gestos. El silencio impuesto por Rosa Icela, la sonrisa diplomática de Gallardo, los abucheos inoportunos, el abrazo largo, las palmadas de rigor, los camiones alineados en el parque. Todo cuenta, todo dice.
Así se vivió y se sintió la gira de Claudia Sheinbaum en territorio potosino: un acto de Estado vestido de mitin, una coreografía donde cada quien jugó su papel, un episodio contado con caras y gestos que, más que narrarse, se lee entre líneas.
Una visita que más que registrarse en boletines, se recordará como postal política: entre presencias y ausencias notorias, entusiasmos forzados, abucheos imprudentes, abrazos sinceros y silencios que pesan más que los discursos.
San Luis Potosí, por un día, se convirtió en espejo: verde y guinda frente a frente, disputando el micrófono, midiendo aplausos, compartiendo escenario. Y en medio, una presidenta que promete futuro con frases de alivio inmediato.
Una visita que, como suele pasar en la política mexicana, más que se cuenta… se descifra.
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#4 Tiempos
Elogio de la literatura | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
¡Qué tristes son los personajes de Iván Bunin (1870-1953), qué tristes casi todos sus cuentos! Hay en ellos un no sé qué, una nostalgia que embelesa al lector desde el momento en que toma el libro y que no lo abandona sino muchos días después de que lo deja.
Acabo de leer, precisamente hoy, la pequeña antología de sus relatos breves que publicó en 1924 la vieja editorial Calpe y cierro el libro con un suspiro que no sé si será de pena o de dolor. El escritor ruso lo sabe; por lo menos él no se engaña: la vida del hombre está llena de desamparo, de abandono, de tristeza.
El personaje de uno de estos relatos, al ver llegar a su casa a un amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo –desde el tiempo en que combatieron juntos en la guerra de Crimea- lo saluda con los brazos extendidos, avanza hacia él y le dice lleno de júbilo: «¡Kovalev! ¿Estás vivo?». ¡Dios mío, qué pregunta! Así nos deberíamos saludar todos, pues la verdad es que nadie sabe si mañana aún estará aquí. A nuestro saludo habitual habría que agregarle una coma para que suene más sincero; no preguntar: «¿Cómo estás?», sino: «¿Cómo, estás?».
Entonces los amigos se abrazan, se besan según la usanza rusa y encienden el samovar mientras afuera, en la estepa, los elementos se enfurecen y la nieve cae sepultándolo todo. «Yakov Petrovich estaba de muy buen humor; pero en el fondo de su alma había nostalgia. Al día siguiente era Navidad…, y él estaba solo. ¡Gracias a Dios que Kovalev no lo había olvidado!». En realidad, Kovalev era el único que no había olvidado a este pobre viejo, pues todos a su alrededor o habían muerto o simplemente habían desaparecido de su vida sin dejar rastro.
¡De cuántas desapariciones puede ser testigo un hombre en el curso de una vida! Sí: envejecer es haber asistido a muchas muertes. «Todo ha pasado y ha desaparecido –dice Yakov Petrovich al amigo recién llegado, al único amigo que le queda-. ¡Cuántos parientes y compañeros tuve! ¡Todos están ahora bajo tierra!».
Sin que él se diera cuenta, el tiempo había pasado. ¿A qué hora crecieron los demás, en qué momento fueron haciéndose mayores y tomando cada uno su propio camino? ¡Huyeron como de puntillas, sin decir adiós! Y ahora, si no fuera por este viejo amigo que aún se acordaba él, Yakov Petrovich tendría que pasar las fiestas de Navidad como había pasado casi todas las horas de su ya larga existencia: solo.
En otro relato del mismo volumen un caballero se encontró por el camino a un anciano que comía en silencio y sin más compañía que los árboles y las piedras. Le preguntó:
«-¿Y tu mujer?
»-Hace seis años que murió –dijo el anciano.
»-¿Y tus hijos?
»-Tuve seis.
»-¿Viven?
»-No; todo han muerto.
»Y de nuevo calló –cuenta el hombre del caballo-, masticando con cuidado la patata. Mientras él estaba sentado y con los ojos bajos, yo examinaba su cara y pensaba: “¡Nunca conseguiré penetrar el misterio de su taciturna tristeza!”».
(Apenas termino de leer esta frase, me pongo de pie y busco entre mis libros la Antología del cuento triste que publicaron hace ya muchos años Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs; sólo quería comprobar una cosa: que hubiera en el libro por lo menos un cuento de Iván Bunin. Me digo a mí mismo mientras reviso el volumen: «Si no hay aquí, entre estas 600 páginas, un solo relato de este autor, pensaré que la selección ha sido hecha a la ligera ». Pero no. Ahí estaba, en efecto, el nombre de Iván Bunin; los recopiladores habían elegido uno de sus cuentos más famosos: El caballero de San Francisco. ¡Menos mal!).
En otro de sus relatos aparece un tal Basilio Chkut, y de él dice nuestro autor lo que sigue: «Era alto, ancho de hombros y encorvado. Toda su figura muestra aún el vigor de la estepa. ¡Pero qué triste está su cara! Ya está cerca de la tumba, pero jamás escuchará una palabra cariñosa».
¡Dios mío –pensé al cerrar el libro-, cuánta gente se va de este mundo sin haber escuchado jamás una palabra de afecto! Nunca hubo para ellos una sonrisa, una palmada en el hombro, una declaración de amor. Nada. ¿Qué hacen los que se mueven a su alrededor que parecen estar mudos? ¡Apenas si reparan en ellos! Y me pregunto: «¿He dicho a los que me son queridos cuánto importan para mí? ¿Se lo he dicho, o me he limitado a dejarles la tarea de que ellos por sí mismos lo adivinen?».
Antes de apagar la luz de mi cuarto –ya es noche cerrada, como siempre: no tengo otra hora para leer- pongo sobre el buró el libro de Iván Bunin y le acaricio las tapas en señal de gratitud. No fue, la de esta madrugada, una lectura infructuosa. Me recordó que cerca, muy cerca de mí, hay gente que aunque no me diga nunca nada, espera que abra la boca y les diga una palabra que les alegre el corazón. ¿Por qué nunca le he dicho a esta gente cuánto la quiero? ¡Sería demasiado injusto que se marcharan de este mundo sin que lo supieran de mi propia boca!
Y, finalmente, mientras apago la luz, sonrío satisfecho. Hoy la literatura me ha enseñado algo: que las gentes sufren porque están solas y que el tiempo pasa. Pero, ¿es que no lo sabía? Sí, lo sabía, pero aún no se me había ocurrido tomar las medidas pertinentes al caso.
¿Que no sirve de nada la literatura? ¿Que no sirve de nada? Vuelvo a sonreír, pensado en lo equivocados que están lo que esto dicen, cierro los ojos y me quedo dormido. ¡Ah, si no fuera por la literatura, qué poco sabríamos de nosotros mismos!
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#4 Tiempos
Fantasmas y oportunidad | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
Este domingo San Luis abre el Alfonso Lastras frente a Tijuana, y no es un choque cualquiera, para los potosinos es una prueba de carácter, de identidad, de si realmente están vivos en este torneo o sólo repitiendo errores bajo otro sol. Para Tijuana, la visita es de las incómodas, estos partidos lejos de casa suelen desnudar sus fisuras, y enfrente estará un equipo que ya aprendió a morder cuando tiene que hacerlo.
San Luis llega golpeado por la irregularidad. Ha ganado partidos fuera de casa, pero también ha perdido otros en los que se dejó intimidar por rivales que no parecían tener mucho; juegos en los que el pulso se va, la concentración se diluye y los goles encajados parecen inevitables. Esa vulnerabilidad ha sido la constante, una defensa que tiembla, un mediocampo que se pierde cuando faltan ideas y delanteros que dependen demasiado de la inspiración aislada o del error ajeno.
Tijuana, por su parte, no es un paseo. Ha mostrado destellos de buen fútbol, ha sumado resultados decentes, pero también ha dejado ver que le cuesta imponerse fuera de casa cuando el rival presiona alto o lo obliga a construir desde atrás. Su equilibrio se tambalea si el marcador no le favorece pronto, y su carácter depende mucho de momentos puntuales de inspiración.
El historial entre ambos juega en favor de los fronterizos: más victorias, más empates, pocas derrotas. San Luis ha ganado escasas veces contra Tijuana, tanto de local como visitante, y eso pesa no sólo en la estadística, sino en la mente. Saber que enfrente hay un rival que te ha dominado más veces de las que quisieras recordar añade presión extra, obliga a estar mejor preparado, más concentrado y sin margen para regalar minutos.
La noticia que sacude el ambiente es el regreso de Vitinho al Alfonso Lastras. El brasileño, que dejó huella en San Luis por su desparpajo y verticalidad, vuelve ahora vestido de visitante. Su sola presencia añade una dosis de morbo, la afición potosina lo recuerda como una chispa capaz de encender partidos en segundos, y este domingo podría ser precisamente la amenaza que complique al equipo que alguna vez lo arropó. Su regreso no es un detalle menor, es un recordatorio de lo que San Luis tuvo y dejó ir.
Y la urgencia se siente en la grada, los aficionados ya no apuestan por promesas, quieren resultados. Si San Luis no se aferra a la localía, no sale con intensidad y no demuestra identidad desde el primer minuto, este partido puede volverse otro de esos en los que la ilusión apareció en la previa, pero el gol nunca llegó, o llegó demasiado tarde.
Este domingo no sólo se juega un partido, también se reencuentran viejos fantasmas. Si San Luis logra que la vuelta de Vitinho sea anécdota y no sentencia, tendrá mucho ganado. Pero si se deja arrastrar por la nostalgia y la fragilidad que lo persigue, Tijuana podría salir de nuevo airoso del Lastras. La diferencia entre fiesta y tormenta se definirá en noventa minutos.
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