#Si Sostenido
Tristeza | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
¡Ah, la tristeza! «Por todas partes nos acosa –escribe Juan Casiano (365-435)- a través de mil incidentes y circunstancias diversas. Si le alojamos en nuestra alma, nos aparta en seguida de la contemplación divina, nos despoja de toda pureza y nos derriba, dejándonos a ras de tierra». Así es: el hombre triste es un hombre caído.
«En este estado no nos es posible orar con la alegría acostumbrada, y una inapetencia espiritual nos invade. Nos fastidian las lecciones santas, nos impide ser pacíficos y afables con nuestros hermanos; las mismas ocupaciones y ejercicios espirituales nos parecen desabridos y nos llenan de impaciencia; nos hallamos desprovistos de todo consejo razonable… Diríase que nos hemos convertido en hombres insensatos, faltos de razón y sin criterio. Más: como embriagados por el vino. Nuestro espíritu se hunde, y una desesperación penosísima se cierne sobre nuestro corazón» (Instituciones IX, 1).
¡Dios mío, y pensar que este diagnóstico fue hecho hace 1 600 años! La tristeza nos hace no encontrarle gusto a nada, además de volvernos hombres y mujeres sumamente irritables y antipáticos. ¡La gente triste no es nunca amable! «Del mismo modo –sigue diciendo nuestro autor- que la polilla horada el vestido y la carcoma la madera, así la tristeza corroe el corazón del hombre» (Instituciones IX, 2). Y aún dice más: «La tristeza tiene una sola ventaja: que puede inducir al alma a rectificar su vida y enmendar los vicios; pero la tristeza diabólica es diametralmente opuesta. Ésta es áspera, impaciente, dura, llena de amargor y disgusto, y le caracteriza también una especie de fatal desesperación» (Instituciones IX, 10-11).
El hombre triste, para decirlo ya, está siempre celebrando exequias. Nunca una sonrisa, una carcajada abierta, espontánea, liberadora. El pasado lo acongoja, el presente lo deprime y el futuro le causa espanto. No vive la vida, sino que la ve vivir. Cuando alguien le pide que se alegre, ya que, pese a todo, la vida es una fiesta, él responde que es posible que lo sea, pero que en todo caso él no ha recibido invitación alguna para asistir a ella. Su más grata compañía es la soledad. En realidad, no quiere sino una sola cosa: que lo dejen en paz.
Cuando lo invitan a salir, él siempre se pone malo: a través de un largo y paciente entrenamiento ha aprendido a convertir su cuerpo en un aliado. Sus seres queridos revolotean cariñosamente a su alrededor, pero él no los nota, y cuando se le mueren ni siquiera hace ver que los extraña. Vive como drogado por esa sustancia mencionada en la Odisea que, según Homero, «una vez mezclada con el vino impedía a quien la bebiese derramar en todo el día una lágrima, incluso aunque hubiese perdido a sus padres o ante ojos hubiera visto caer degollado a un hermano o a un hijo querido».
«Es que yo lloro por dentro», dice el melancólico para disculparse a sí mismo. Pero esto no es verdad; la verdad es que su corazón se ha endurecido. Siempre ausente de los demás, siempre apartado de ellos, nada considera suyo, salvo sus enfermedades y reveses; acodado como está en el alféizar de la vida, nada reclama su atención ni su compasión: ya puede descarrilarse un tren ante sus narices que él no se moverá: bastante tiene ya el pobre con sus propias muertes cotidianas.
¿Pecado la tristeza? Sí, porque aleja y aparta. Nada hay más solitario ni más débil que un hombre triste. Todas las tentaciones acechan al hombre cabizbajo. Como es bien sabido, los suicidios no se fraguan en las plazas, sino en los cuartos cerrados bajo siete llaves. Tal es la razón por la que los maestros espirituales de la antigüedad cristiana temían tanto al monje eternamente triste, al religioso siempre apesadumbrado: porque era capaz de todo.
Al individuo apesadumbrado pocas cosas lo reclaman, pocas cosas lo atraen. Su mirada no se detiene en nada, pues nada, a fin de cuentas, le interesa. ¿Qué hacer con él? Su situación es peligrosa, pues según Alfred Adler (1870-1937), el gran psicólogo vienés, «los individuos que carecen de eso que llamamos interés social (ese sano interés por cuanto sucede a su alrededor) son los que constituyen los grupos de personas difíciles, criminales, locos y borrachos».
Sí, la tristeza acaba por trastornar a quien se entrega a ella. El doctor Claude Miéville, médico jefe de uno de los más importantes centros psiquiátricos de Suiza, hizo una vez la siguiente observación: que, a la larga, la tristeza crónica acaba llevando a la locura. «Creo –escribió en uno de sus libros- que la locura es este corte, esta ruptura con los demás, no sólo con la sociedad, sino con todo: encerrarse en un mundo que se cierra sobre sí mismo».
La tristeza no es nunca inofensiva. Pero que los maestros espirituales de la antigüedad cristiana la consideraran un vicio es ya, por paradójico que esto pueda parecer, una buena noticia, pues significa que más que una enfermedad del temperamento o del carácter es un mal hábito de la afectividad o de la voluntad, y que por lo tanto es posible luchar contra ella.
Romano Guardini (1885-1968), maestro indiscutible en el complicado arte de vivir y hombre que hubo de luchar toda su vida contra este pecado, da a sus hermanos tristes el siguiente consejo: «Por la noche, al acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: mañana viviré alegre. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres, erguidos a lo largo del día; trabajar, jugar, tratar con la gente con el alma henchida de gozo. “¡Así seré mañana todo el día!”. Digámonos esto varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará toda la noche en el alma bajito, pero firme, como los duendes de los cuentos».
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#4 Tiempos
Ingeniero Labarthe, pionero de la cartografía geológica en México | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Hace sesenta y cinco años, en el mes de mayo, el Ing. Eugenio Pérez Molphe impulsaba el proyecto para la creación de un Instituto de Geología en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, que sería presentado por el Ing. Rubén Ortiz Díaz Infante, Director de la Escuela de Ciencias Químicas, un par de meses después en julio de 1960 se formalizaba la propuesta al Consejo Directivo Universitario de a UASLP, la cual sería aprobada iniciando así las actividades del Instituto de Geología y Metalurgia, como fue llamado en un ´principio, siendo nombrado el Ing. Pérez Molphe como su director.
El proyecto de inicio de la formación en Geología en San Luis se venía gestado dos años atrás, motivada entre otros factores, por la celebración del Año Geofísico Internacional donde estaban participando algunos universitarios potosinos, entre ellos el Dr. Gustavo del Castillo, que recibió en 1957 a investigadores que realizarían algunos experimentos geológicos en el marco de esta celebración.
En 1958 con motivo del Año Geofísico Internacional estuvieron en San Luis Potosí el doctor en geología Robert P. Mayer de la universidad de Wisconsin y el ingeniero geodesta Hermilio Cepeda del Departamento de Oceanografía de la UNAM, con el objeto de realizar experimentos geológicos a fin de determinar la velocidad con que se transmite el movimiento de la tierra, para lo que buscaban una mina abandonada para emplear un sismógrafo a fin de poder colocarlo a considerable profundidad, seleccionando para ello al mineral de Cerro de San Pedro. Para realizar sus mediciones se haría una explosión de dinamita en el Cerro del Mercado en Durango y mediante comunicación por radio con Cerro de San Pedro se trataba de registrar en el sismógrafo el evento.
En 1959 el Ing. Luis S. Jiménez López presidente de la Comisión Nacional de Fomento Minero en el Estado de San Luis Potosí, en un análisis minucioso sobre el panorama minero en México, declaraba que el país necesitaba más ingeniero geólogos, señalando la necesidad de una nueva dinámica en los campos de exploración y explotación de minerales cuyo factor propicie el justo y adecuado aprovechamiento de este núcleo de profesionales.
En esos años, terminaba sus estudios de ingeniería geológica el potosino Guillermo Labarthe Hernández en la Universidad Nacional Autónoma de México, titulándose en la licenciatura como ingeniero geólogo en 1958, año en que contraería matrimonio y regresaría posteriormente a San Luis Potosí.
Guillermo Labarthe Hernández nacería en San Luis Potosí en febrero de 1934, a principios de los sesenta se incorporaría al Instituto de Geología de la UIASLP que contaba con un número mínimo de profesores y sus actividades se orientarían al apoyo a la docencia y el impulso de la carrera de geología en la UASLP que iniciaba actividades en 1961 a la que se incorporarían alumnos que ya estudiaban ingeniería en la UASLP y que reorientaban su vocación a la geología.
El vínculo del Ing. Labarthe con la UNAM se reflejaría al realizar los primeros trabajos de cartografía en colaboración con esa institución que propició se titularan los primeros geólogos de la UASLP
un par de años después en lo que fue la primera generación de ingenieros geólogos, la cual estuvo formada por Arturo Elías, Jorge Fraga y Manuel Mendiola, que recibieron sus títulos en 1963.El Instituto de Geología de la UASLP sería el tercer instituto de investigación creado en la UASLP y el segundo que se formaba en el país. Si bien, sus primeros años estuvo enfocado principalmente en el apoyo a la docencia se establecían las raíces que propiciarían se realizaran se manera intensa actividades de investigación a mediados de los setenta.
En el mes de noviembre de 1962 salió a la luz pública la revista “Geología y Metalurgia”, con temas técnico-científicos de interés y que posteriormente, hacia 1977 daría lugar a la serie de boletines publicados como “Folletos Técnicos del Instituto de Geología”. En 1979 el Ing. Guillermo Labarthe Hernández era nombrado director del Instituto de Geología y se iniciaba un intenso trabajo de cartografía geológica siendo un esfuerzo pionero en el país.
En 1976 inicia los trabajos formales de investigación en cartografía geológica del Estado enfocando esfuerzos en la Zona Media y Altiplano del estado de San Luis Potosí, dirigidos por el Ing. Labarthe; estos trabajos serían los primeros que se realizaban en México. Los cuales sirvieron para definir los acuíferos de la zona de San Luis Potosí y Villa de Reyes. Por lo que al perforarse los pozos se sabía que tipo de rocas estaban en el subsuelo gracias al trabajo de cartografía realizado. En cuanto a recursos minerales, los depósitos de caolín que existen en la zona suroeste del estado fueron descubiertos por la cartografía realizada.
Todos estos recursos, acuíferos y minerales están encajonadas en rocas volcánicas, tema que sería parte de la especialización del Ing. Labarthe del que era un experto. La zona de San Luis fue una zona volcánica, y los estudios han ayudado a comprender la evolución de la corteza.
El Ing. Labarthe falleció iniciando el mes de mayo dejando un importante legado para la geología mexicana y en especial la potosina, siendo uno de sus pioneros y el iniciador de la cartografía geológica moderna.
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#4 Tiempos
Entre tangas, roscas y tamales | Columna de León García Lam
VOLUTA
En una nota del Universal publicada el último del año 2024 una comerciante de la Ciudad de México afirmó: “ya no se venden los calzones rojos y amarillos, se está perdiendo la tradición” y al parecer sí, la euforia por las tangas rojas ha perdido el interés de las nuevas generaciones chilangas que ya no creen en el amor, ni en las tradiciones o no tienen dinero para pagarlas. Sin embargo, en estados como Jalisco, las ventas de ropa interior se dispararon hasta el cielo y un dato llamó mi atención: para este año 2025, los consumidores tapatíos buscaron vorazmente los calzones amarillos. ¿Qué nos querrá decir este indicador popular?
Hace unos días, en una cápsula trasmitida por Radio Universidad (de SLP) se escuchó, en la voz de mi querido amigo Jonathan Gamboa, una explicación genealógica acerca de las tradiciones de fin de año: comer lentejas, hacer maletas y meterse debajo de la mesa son tradiciones que provienen de culturas bien lejanas en el tiempo y en el espacio. Entonces ¿por qué las aceptamos con tanta facilidad? No sé si usted lo note, querida culta lectora de La Orquesta, pero las tradiciones del fin de año o del año nuevo pretenden controlar el futuro incierto que tenemos enfrente: que las doce gotas de la felicidad, que las cabañuelas y los borregos de la buena fortuna, pero ¿qué tienen en común todas estas “tradiciones” a las cuales también llaman “rituales”?
Pues bien, yo que empleo parte de mi valioso tiempo en buscarle chichis a las lombrices, creo que lo que es común a una buena parte de estas tradiciones de Año Nuevo es el juego de esconder o revelar algo que está dentro. Me explico, la tradición de salir a la calle con una maleta requiere guardar dentro de la maleta elementos de lo que se desea atraer. La tradición de meterse debajo de una mesa es, de alguna manera, situarse dentro del centro de la abundancia que es la mesa. Sin embargo, el mejor ejemplo es la rosca de reyes:
¿Cómo debe ser la tradicional rosca de reyes? Unas personas afirman que la tradicional rosca lleva un monito, otras dicen que debe llevar 3 monitos y hay quien piensa que la mera tradicional rosca de reyes debe esconder además de los monitos, dedales y anillos. No hay manera de fijar una norma estandarizada. Lo que sí es interesante es la forma de la rosca. ¿Usted sabe cómo se llama la forma geométrica de una rosca? Se llama toro y algún otro día le contaré sobre sus propiedades matemáticas que son formidables. Me gusta pensar que, si la rosca es una representación del año, entonces el tiempo es algo que da vuelta, regresa al mismo lugar y en su interior, al igual que los tamales, esconde sorpresas insospechadas.
Estimada y culta lectora de La Orquesta: yo espero que las sorpresas de su año 2025, sean las mejores.
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#4 Tiempos
Votar entre la razón y la emoción | Columna de León García Lam
VOLUTA
Eso me dijo mi papá:
-Mira Leontino, que lo que guardas en la cabeza no sea lo mismo que guardas en el corazón.
Como muchas cosas que me dijo, no le puse suficiente atención, pero ahora ese mensaje ha logrado escarbar entre todos los recuerdos y salir a flote otra vez.
Interesante: la frase de mi papá tiene razón, pero también tiene emoción. Hace uso de dos recursos -muy humanos- a la vez y los junta y los enreda torciéndolos, pero nunca dejan de ser razón por un lado y emoción por el otro. La frase significa además que la razón tiene su lugar en el cuerpo, sus formas, sus métodos y la emoción los suyos propios. Esto viene muy a cuento con la época de elecciones en la que nos encontramos.
Como una especie de vicio raro, leo con pulsión desmedida todas las columnas de opinión que mi escaso tiempo me permite. Leí, por ejemplo, la columna de mi amigo Octavio Mendoza (Astrolabio) que trata acerca de las complejas motivaciones del votante: a la mera hora, ahí escondido detrás de una cortina de plástico, el elector tacha la opción que durante meses dijo que no iba a elegir. Si un votante hace eso, no pasa nada, es como una gota de agua rebelde que lucha contra las olas del mar. La cosa se pone buena, cuando esto mismo no lo hace uno sino 5 millones de votantes. Entonces, las alarmas se encienden, los encuestadores se arrancan los pelos y se desatan los programas de opinión, que a mí me encantan, tratando de explicar lo que antes parecía imposible.
Sí, efectivamente, las masas actúan caprichosamente. No razonan. Solo actúan motivadas por sentimientos básicos como el odio, el miedo, el rencor, la venganza o el gusto. Eso motivó a millones de personas a votar hace seis años y sentimientos similares moverán a millones de personas a votar este domingo.
Por otro lado, si lo pensamos bien (lo razonamos) ¿de qué sirve ir a votar? Alguien va a ganar de todos modos y quien gane no hará que el mundo, el país, el Estado, el municipio cambien. Todos sabemos que las campañas se hacen de puras promesas que ni siquiera se piensan cumplir. Como un signo más del apocalipsis, la calidad de los candidatos de todos los partidos empeora cada elección y se nos presentan cada vez más incultos, cínicos y simplones y si seguimos pensando así, no solo se nos quitarán las ganas de votar sino de vivir.
Ambas situaciones que he presentado aquí: votar motivado por el rencor y no salir a votar porque “no sirve para nada”, significan hacer de tripas corazón, o sea poner la pasión en la cabeza y la razón en el corazón y así todo se descompone.
Para que la democracia funcione se requiere que la motivación de votar sea algo que está por encima de nuestros intereses personales: nuestros hijos, nuestra comunidad, nuestro entorno. Salir a votar no puede ser un asunto de la razón, menos aún de las razones personales, sino de la pasión ciudadana, del amor por la patria, por la matria, por la familia. El resultado aquí no es lo que importa, sino nuestra obligación a participar.
¿Por quién votamos? Aquí debe entrar la razón desapasionada. Votar por rencor o votar por conveniencia personal no sirve para elegir al mejor gobernante. Lo que se requiere, en ese momento justo de estar a solas con nuestra boleta y el crayón en la mano es razonar fría y calculadoramente el sentido de nuestro voto.
Es el corazón quien levanta del sillón al elector, lo saca de la comodidad de su casa y lo lleva a la casilla. Ya estando en la mampara, la razón toma la mano del votante y lo hace elegir si no la mejor, la menos mala de las opciones que tenemos. Después de que le marcan el dedo con la famosísima tinta indeleble (por cierto, invento mexicano) queda en el votante, una extraña satisfacción de haber cumplido de la mejor manera posible.
Yo creo que vamos bien, si tomamos en cuenta que la democracia se tarda unos 400 años en dar resultados.
Querida culta lectora de La Orquesta, que tenga felices votaciones este domingo
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