#4 Tiempos
Una pregunta inconveniente | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
Una vez, en una importante reunión, cometí la imprudencia de preguntarle la edad a una señora de cabeza respetable.
-¿Para qué quiere usted saberla? -me preguntó sinceramente indignada. Y luego protestó amenazándome con el puño-: ¡Nunca hay que preguntarle la edad a una mujer! ¿No sabe usted que es una molesta falta de educación?
La verdad es que no lo sabía. ¿En qué manual de urbanidad y buenas maneras está escrito que no haya que hacer esto bajo ningún motivo? Más tarde pude darme cuenta; sin embargo, que este rechazo a hablar de la propia edad no es de ningún modo privativa de las mujeres, y que también a los varones les resulta sumamente embarazoso el tener que referirse a ella.
En otra ocasión, mientras abrazaba a un amigo el día de su cumpleaños y le deseaba tanta felicidad como pudiera sentir en esta vida y en la otra, se me escapó de los labios la malhadada pregunta:
-¿Cuántos años ya?
Mi amigo se limitó a sonreír, a encogerse de hombros y a preguntarme si quería una limonada.
A veces me lamento de ser tan imprudente, y aunque trato de justificarme a mí mismo diciendo que no es culpa mía que en mi casa no se me haya enseñado a ser más sutil a la hora de formular ciertas preguntas, siempre queda en mí una especie de remordimiento por haber tocado una llaga a todas luces mal cicatrizada. Eugène Ionesco, el dramaturgo rumano, por ejemplo, solía robarle tres años a la vida: decía haber nacido en 1912, cuando en realidad había resonado su primer vagido en 1909.
¿Por qué esta especie de cleptomanía mediante la cual, sin quererlo y sin pensarlo, nos quitamos años constantemente a nosotros mismos? Se me ocurren tres razones.
La primera de ellas es que hemos glorificado tanto la juventud que lo viejo nos parece francamente extemporáneo o fuera de lugar. Hoy todos quieren ser jóvenes, aunque estén bien lejos de serlo o de haberlo sido. ¿No fue la canción Forever young (joven por siempre) una especie de himno que todo el mundo cantó en la lejana década de los ochentas? La juventud, se dice allí, es cosa del corazón y no de los años. Y creeríamos que así es en realidad, si no fuera porque quienes dicen esto son casi siempre los viejos.
Recuerdo haber dicho un día a una mujer que acababa de ser abuela:
-¡Pero qué joven luce usted hoy! Pensé, mirándola de lejos, que se trataba de su hija.
La mujer no encontraba palabras para agradecerme tan subido elogio.
¿Mentiría si digo que daba incluso saltitos de satisfacción? En los tiempos que corren, decirle viejo a alguien es como llamarlo cadáver, o exponerse a objeciones del tipo: «¡Viejos los cerros!», u otras semejantes.
Pero hay todavía otra razón. Hablar de la edad es hablar, se quiera o no, de la proximidad de la muerte. Al menos más cerca de ella que el año anterior, que el día de ayer, sí que nos encontramos. Cad a día que pasa nos acercamos a la fecha en la que ya no estaremos: fecha que nos es desconocida, pero que es tan cierta como nuestra nariz.
«Desde el instante en que comenzamos a existir en este cuerpo mortal, nunca dejamos de tender hacia la muerte…
No existe nadie que no esté más cercano a la muerte después de un año que antes de él, y mañana más que hoy, y hoy más que ayer, y poco después más que ahora, y ahora poco más que antes.
Porque el tiempo vivido es un pellizco dado a la vida, y diariamente disminuye lo que resta; de tal forma que esta vida no es más que una carrera hacia la muerte.
No permite a nadie detenerse o caminar más despacio, sino que todos siguen el mismo compás y se mueven con igual presteza», escribió el genial San Agustín en La ciudad de Dios (XIII, 10).
En La dama del alba, una magnífica pieza teatral de Alejandro Casona (1903-1965), el dramaturgo español, un anciano se queja del tiempo ido, y exclama lleno de pesadumbre:
«-¡Tengo setenta años!».
A lo que responde la muerte vestida de mujer, que anda por ahí cerca:
«-Muchos menos, abuelo. Esos setenta que dices, son los que no tienes ya».
Es verdad: los años que tenemos son los que ya no tenemos. Porque han pasado, porque ya no están. Y como hablar de nuestra edad es hablar de los años que ya no tenemos, damos carpetazo a la cuestión y pasamos a hablar de otra cosa: nos ponemos, como mi amigo, a repartir limonadas…
La tercera razón, me parece, tiene que ver con el miedo. Miedo a sentirnos descontinuados, fuera de circulación, de la vida. Miedo a que los demás decreten que ya les estamos robando el aire, a que nos inviten a irnos a otra parte.
¿Ha observado usted que es más fácil decir una palabra de consuelo a uno que ha perdido a un abuelo nonagenario que a un hija de veinte? «Ah, noventa años –decimos-. Ya el pobre necesitaba un descanso». En un relato de Antón Chéjov (Los campesinos) se lee que una mujer hipocondríaca, cuando iba al médico –e iba cada vez que podía- aseguraba tener cincuenta años, cuando en realidad tenía setenta, pues «pensaba que el médico, si se enteraba de su verdadera edad, no querría curarla y le diría que no estaba ya para curarse, sino para morirse». Éste es el tipo de miedo a que me refiero.
No se crea; sin embargo, que por escribir estas líneas, el autor habla gustosamente de su edad. Hace una semana, para no ir tan lejos, alguien le preguntó cuántos años tenía, y él dijo una cifra que hubiera correspondido a la realidad si a ésta no le hubieran sido escamoteados dos años de 365 preciosos días cada uno. ¿Qué quiere usted? Él tampoco es ajeno a la condición humana.
Lee también: Pesadilla | Columna de Juan Jesús Priego
#4 Tiempos
La cuna de la comunicación inalámbrica es San Luis Potosí | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
En este mes de junio se cumplen ciento treinta y nueve años del desarrollo de la comunicación inalámbrica. Desarrollo que es netamente potosino aunque la historia oficial se lo asigne a Marconi que lo diera a conocer diez años después en 1896. El 11 de junio de 1886 Francisco Estrada recibía el privilegio (patente) para comunicar trenes en movimiento con la estación de trenes, asunto que implicaba la comunicación inalámbrica.
No queremos dejar el aniversario en el vacío y de nuevo retomamos este tema que hemos estado dando a conocer a través del estudio de la vida y obra de Francisco Javier Estrada Murguía, el físico mexicano más importante del siglo XIX y que naciera en San Luis Potosí en febrero de 1838.
Las aportaciones de Estrada son abundantes e importantes y muchas de ellas como primicia mundial sea en el ámbito de la electricidad o del magnetismo. Entre ellas la más trascendente es el desarrollo de la comunicación inalámbrica.
La historia de este acontecimiento científico es recogido en mi libro “La Cuna de la Comunicación Inalámbrica” que editara el fondo editorial Rafael Montejano y Aguiñaga en 2021 y que sale a luz después de vencer un sinfín de problemas administrativos como edición financiada por al autor en 2024.
Puede considerarse la obra más completa sobre Estrada en este tema de la comunicación inalámbrica y puede conseguirse con el propio autor en el correo [email protected]
Luis Guillermo Martínez que participó en la presentación del libro, escribe en la Jornada Semanal sobre el libro lo siguiente:
Sobre la formación de la industria en el proyecto de la modernidad, el problema se debe, precisa el autor, a la dependencia industrial con la que se constituyó nuestro país en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX. De ahí también se explicaría por qué no se le concedió mayor importancia a los descubrimientos y adelantos de Estrada. Bajo el argumento que asegura una relación estrecha entre los avances del conocimiento tecnológico y la vida social, el autor afirma: “Esta relación puede observarse en las repercusiones económicas, de la vida social, la estructura de la familia y las actividades diarias que se desenvuelven en toda la sociedad.” Con esto se acerca en mucho a lo que planteó Marx al hablar de la “Maquinaria y la gran industria” cuando afirma que “la tecnología pone al descubierto el comportamiento activo del hombre con respecto a la naturaleza, el proceso de producción inmediato de su existencia, y con esto, asimismo, sus relaciones sociales de vida y las representaciones intelectuales que surgen de ellas.” ¿De qué manera se relaciona directamente el conocimiento científico y tecnológico con nuestra forma de vida actual? Por medio de la mercancía, la cual se produce gracias a dicha tecnología y se nos presenta como un hecho cotidiano al que nos enfrentamos de forma normalizada. Así, podemos comprender la forma mercantil desde otras perspectivas, ya no sólo como objetos útiles para nuestra vida cotidiana, sino como dinamizadores de nuestra socialidad, y esto es posible gracias a la tecnología que las sostiene o constituye.
Con sus experimentos sobre la reproducción técnica del sonido, Estrada fue puntal para el desarrollo y cambio radical de pensar estos problemas, que en la historia occidental empezaron con una tensión entre la reproducción y lo auténtico. En la actualidad, se dirime sobre la importancia de la forma de percibir el sonido reproducido técnicamente. La sensación fantasmagórica de escuchar a los que no están presentes, ya sea porque se encuentran lo suficientemente lejos para no oírlos de forma natural o porque ya no se encuentran vivos. También el fenómeno de traer al presente sonidos que fueron parte de otra época y, más aún, realizar un encabalgamiento con los sonidos actuales, algo similar a lo que en cine se conoce como montaje y que ahora en música se le llama sampleo, son elementales para los estudios de la filosofía y sus relaciones con la música. Más que Edison, Tesla y Marconi, estos problemas actuales los empieza a trazar Estrada, formando así, nos dice el autor de la obra, un trébol de cuatro hojas.
Agradecemos a Luis Guillermo Martínez sus comentarios y los invitamos a que se acerquen a la obra de este potosino distinguido que colocó al estado y al país en la palestra mundial a pesar del olvido sobre sus importantes contribuciones a la física que ahora marcan nuestras sociedades modernas.
También lee: El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
#4 Tiempos
La decadencia de la risa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
Ya a finales del siglo XIX, Eça de Querioz (1845-1900), el famoso novelista portugués, se quejaba de lo poco que nos reímos los modernos, lamentándose de que lo que él llamó «la risa antigua» estuviera en vías de franca desaparición. «Nosotros –escribió en un ensayo muy poco conocido-, hijos de este siglo serio, perdimos el don divino de la risa. ¡Ya nadie ríe! Casi ya nadie sonríe siquiera, porque lo que queda de la antigua sonrisa, fina y viva, tan celebrada por los poetas del siglo XVIII, o de la sonrisa lánguida y húmeda que encantó al romanticismo, apenas es un entreabrir lento y helado de los labios que, por el esfuerzo con que se contraen, parecen muertos o de hierro».
Sí, cada vez reímos menos, y, como dije en otra ocasión, si en algo aventajamos a los hombres y mujeres de otras épocas es en nuestra seriedad, que no es meditativa ni religiosa, sino triste, culpable y mortecina: una seriedad, para decirlo ya, muy parecida a la de los cadáveres.
Sigue diciendo el novelista: «Nunca más he vuelto a oír esa carcajada magnífica de mi infancia. Lo que hoy se escucha es a veces una sonrisa cascada, seca, dura, áspera, corta, que sale a través de una resistencia, como arrancada por unas cosquillas, y que bruscamente muere, dejando los rostros mudos y fríos. ¡He aquí la risotada de nuestro siglo!».
La alegría, hoy, ha acabado convirtiéndose en un lujo; y, si no me cree usted, si mi afirmación le parece exagerada, pregunte a sus vecinos si son felices para que obtenga un centenar de respuestas como ésta: «¿Feliz yo? ¡Cómo se le ocurre, estimado señor!». Y se pondrán a hablarle del trabajo –tan mal pagado-, del cambio climático, de la delincuencia organizada o del estrés. ¡Y conste que hoy tenemos casi todo aquello de los que nuestros antepasados carecieron! Las cajas de música de mi infancia tocaban sólo una canción, y, para colmo, había que darles cuerda; las cajas de música de los muchachos de hoy tocan –o al menos pueden hacerlo- hasta 20 o 30 000 canciones, pero no por eso el corazón de estos muchachos se ha vuelto más alegre, más musical. ¡Qué rostro más avejentado pasean por las autopistas de la vida! ¿Sonreír? No, gracias. La verdad es que ni siquiera se les ocurre.
«Nadie ríe –continúa Eça de Queiroz-, y nadie quiere reír. Tenemos todos el indefinible sentimiento de que la risa estridente y clara desentona con la atmósfera moral de nuestro tiempo». Y se pregunta: «¿De dónde proviene esta desoladora decadencia de la risa? Habría que componer un estudio sobre la Psicología de la taciturnidad contemporánea».
Algún día, si no cambio de parecer, escribiré esa psicología de la tristeza que invita a hacer a sus lectores el autor de La ciudad y las sirenas. Dicho tratado deberá responder a las siguientes preguntas: 1. «¿Por qué estamos hoy tan endiabladamente tristes?»; 2. «¿Quién nos ha robado el mes de abril?»; 3. «¿Por qué razón nos hemos vuelto tan huraños y tan antipáticos?», etcétera.
Que esto es así –es decir, que hoy estamos los hombres más tristes que nunca- lo dicen incuso autores bastante enterados de los problemas de nuestra época. He aquí, por ejemplo, lo que escribió el doctor Luis Rojas Marcos en un libro que apareció en las librerías casi cien años después de que lo hiciera ese ensayo de Eça de Quieroz que hemos venido citando; el libro en cuestión se titula La pareja rota y dice así en una de sus páginas:
«Desde finales de los años sesenta ha brillado la generación del yo, el culto al individuo, a sus libertades y a su cuerpo, y la devoción al éxito personal. La dolencia cultural que padecemos desde entonces es el narcisismo, aunque según dan a entender estudios recientes, la comunidad de Occidente está siendo invadida ahora por un nuevo mal colectivo: la depresión. La prevalencia del síndrome depresivo está aumentando en los países industrializados, y las nuevas generaciones son las más vulnerables a esta aflicción. Así, la probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra en algún momento de su vida de profundos sentimientos de tristeza, apatía, desesperanza, impotencia o autodesprecio, es el doble que la de sus padres y el triple que la de sus abuelos. En Estados Unidos y en ciertos países europeos, concretamente, sólo un 1 por 100 de las personas nacidas antes de 1905 sufrían de depresión grave antes de los setenta y cinco años de edad, mientras que entre los nacidos después de 1955 hay un 6 por 100 que padece de esta afección».
¡Dios mío, lo doble de tristes que nuestros padres y lo tripe de ansiosos que nuestros abuelos! ¡Pero si tenemos todo lo que ellos no tuvieron!…
¿Cuáles son las causas de tanta tristeza? Eça de Queiroz aventura la siguiente respuesta: «Yo pienso que la risa acabó porque la humanidad se entristeció. Y se entristeció a causa de su inmensa civilización…, pues cuanto más culta es una sociedad, más triste es su faz. Hemos perdido la simplicidad y, con ella, la risa». Y termina diciendo al lector: «¿Quieres un humilde consejo? Abandona tu laberinto, entra de nuevo en la naturaleza, no te compliques con tantas máquinas, no te sutilices con tantos análisis; vive una buena vida de padre próvido que trabaja la tierra, y reconquistarás, con la salud y con la libertad, el don augusto de reír».
Así termina el famoso novelista. Pero no, no nos convence el consejo, ni creo que se consiga mucho abandonando el laberinto (y, por lo demás, ¿quién podría hacerlo?). Según yo, lo que nos ha quitado «el don augusto de reír» no es el exceso de civilización, sino nuestra falta de religión. ¡Ah, si de veras creyéramos en un Dios que nos protege y nos cuida, cómo nos reiríamos de nuestros pequeños problemas! Es decir, reiríamos. Veríamos entonces las cosas desde esa lejanía sin la cual la risa es imposible. ¿No se ha dicho muchas veces que la risa nace del distanciamiento, de ver las cosas desde cierta altura? Pues bien, si esto es así, sólo Dios y los que creen en Él pueden reír de veras con esa explosión de regocijo que conoció Eça de Quieroz cuando era niño, es decir, cuando los hombres aún tenían fe…
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#4 Tiempos
El primer poeta potosino, Pedro de los Santos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
Si bien desde los primeros años de la fundación existieron poetas en San Luis y se cultivó este género, como lo hemos tratado en anteriores entregas, estos personajes serían españoles avecindados en la ciudad; el primer poeta nacido en el siglo XVII en estas tierras en la ciudad de San Luis Potosí sería Pedro de los Santos.
Pedro de los Santos. Este personaje es uno de los nacidos en San Luis Potosí, nacería a mediados del siglo XVII; en 1699 era colegial de San Ildefonso y Familiar y Maestresala del virrey don Juan Ortega Montañés.
Emigraría muy joven a la ciudad de México, al parecer estudiaría también en la Real y Pontifica Universidad de México pues en su Romance aparece el título de Bachiller.
Su Romance es el único poema que se le conoce, fue escrito en 1700 y publicado en 1702 conociéndosele con el título de Romance en elogio a San Juan de Dios en las fiestas que hizo México por su canonización. Poema que tendría el segundo lugar en el certamen poético por la canonización de San Juan de la Cruz, que describió el Pbro. Br. Juan Antonio Ramírez Santibañez; donde se apunta: “El segundo lugar, se le dio al que puede tener plaza de Músico suave, pues tira gajes de cantor en el palacio de Apolo y ser Maestresala de las Musas, al Bachiller donde Pedro de los Santos, maestre de la sala del Exmo. Sr. Dr. Don Juan de Ortega Montañés, del Consejo de su majestad, arzobispo de México, segunda vez Virrey, Gobernador, Capitán General de esta Nueva España y Presidente de su Real Audiencia”.
El Padre Peñalosa asegura que en su poema “no faltan, en el romance, algunas características de la poesía barroca, entonces en pleno apogeo, como la hipérbole, las alusiones mitológicas, la bimembración distribuida en dos versos o tal cual detalle de la luz y de color; pero sin el poderío y la plasticidad, sin el ingenio y la audacia de la verdadera y grande poesía barroca”.
Al decir del Padre Peñalosa una copia fotostática de su romance se encuentra en el Archivo Histórico de San Luis Potosí.
En su romance, los últimos versos dicen:
la misma tormenta corre
haciendo que el aire ocupe
mejor sagrada saeta
del Ave de culpa inmune.
Con ella el piélago vence,
con ella el viento confunde
y no admira que con ella
el mismo Puerto salude.
Con ella pone en Granada
columnas que no caduquen
a las injurias del tiempo,
pues su caridad las sube.
Mereciendo mayor palma,
Porque puso en servidumbre
Al mar, no con armas fieras,
Sino con palabras dulces.
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