octubre 19, 2025

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#4 Tiempos

Un cuento, una corcholata y un tamal | Columna de Jorge Saldaña

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Tercera Llamada.

 

La tarde azul de un viernes que anuncia lluvia cubre el patio del Palacio Nacional. Huele otra vez a lluvia capitalina. Los burócratas, administrativos, jefes, secretarias y ayudantes que suelen poblar el histórico espacio están en horas en que son escasos. Así son los viernes, más en uno de quincena y de puente.

Entre los escasos, se cuenta un viejo intendente, que encorvado a base de trapeadores y trapos, está terminando su labor sacando el último brillo al pasillo de loseta roja de barro que remata uno de los pasillos del recinto e ícono nacional.

A los tres pisos de arcos, no asustan los truenos ni al mármol de los salones el olor a nueva tormenta. La piedra y la cantera se inmutan al paso del hombre encorvado que se pasea lento en la insistencia de cumplir hasta el final de su horario la labor de sobar la historia todos los días durante los últimos 30 años y que clama en silencio su jubilación como su hora de salida.

De ese hombre no trata la historia, pero con él inicia:

Ese viernes con olor a lluvia, con sonido a trueno, con quincena encima y azul de tono tarde-noche en el cielo, fue cuando el pre jubilado hombre a su salida, entre la fuente de piedra de uno de los patios y los pasillos adornados por magueyes que conducen a los pasillos casi secretos que usan para salir los empleados, se topó con una brillante redonda y pequeña joya plateada.

¿Qué es esto?-Se preguntó el hombre mientras revisaba con incredulidad su hallazgo- No es moneda porque solo de un lado tiene el escudo nacional, pero del otro nada.

Pero tampoco es nada, si tiene el escudo algo debe significar y valer. Tampoco parece que sea de plata o de algún metal precioso, pero solo por su brillo parece ser valiosa. En el canto de la pieza hay heridas, marcas asimétricas que hacen pensar a quien la halló: “Parece una corcholata”.

¿A quién que pase por aquí podrá habérsele caído? Quién sabe, por aquí pasan lo mismo el presidente que secretarios de Estado, que ayudantes, que secretarias, que intendentes, que periodistas y en ese camino justo donde lo encontró, hasta visitantes –Pensaba el encorvado hombre mientras la guardaba, como cualquier cosa en la bolsa de su chamarra.

Lo que desconocía aquel entregado hombre es que eso que llevaba en su chamarra es la pieza de la que hablan viejas historias escritas a mano de autores por nadie recordados (¿qué no es eso justamente la historia, sino la segregación caprichosa de un cúmulo de olvidos?) los mismos que se revolvieron con sus relatos y compartieron destino empolvándose entre cientos de pergaminos acumulados en alguna bodega del archivo histórico en la zona de “no clasificados” ahí mismo, en el Palacio Nacional.

“La Moneda del Águila Invertida”, cuentan, se llamaba originalmente el texto que relata justamente cómo una pieza de material desconocido pero valioso, denso y magnético, lleva labrada solo en un lado el escudo nacional guardando un conjuro pre-revolucionario:

“El que tome por regalo presidencial la Moneda del Águila Invertida, jamás será el jefe de este palacio” cuenta el mismo viejo y empolvado pergamino

del que nuestro personaje no tiene, ni tendría por qué saber de su existencia.

Por razones obvias, ni Castañeda en su libro “La Herencia” arqueología de la sucesión presidencial, se atrevió a contar ni como accesoria, esta historia tan desconocida, pero se cuenta, desde cuando se sabe, que en una pequeña caja de caoba, la moneda pasó de manos de Díaz Ordaz a Alfonso Corona del Rosal, de López Portillo a Mario Moya Palencia, de Miguel de la Madrid a Sergio García Ramírez y de Salinas de Gortari a Manuel Camacho Solís.

Luego- dicen- se perdió la pista. Quién sabe que regalo haría Zedillo a Francisco Labastida, pero de la moneda, se supone, ya no se ha sabido más.

Durante los sexenios de Fox, Calderón y Peña ¿La tuvo bajo su resguardo López Obrador?

¿Se la regalaría a Ebrard? Quién sabe. Es demasiado imaginar.

Pero regresemos al viernes de tarde azul que huele a lluvia y a la moneda -corcholata en la chamarra de nuestro personaje encorvado a trapos para limpiar maderas finas y a base del peso de los finos trapeadores que pulen mármol del Palacio Nacional.

La lluvia empezó a caer del mismo modo que el hambre y nuestro personaje no es, como no lo es nadie, impermeable a ninguna de las condiciones.

Aquel hombre entregado, viejo, cansado y trabajador (el que pensó que encontró una curiosa corcholata) paró en un puesto para comprar un tamal con la morralla de la chamarra que empezó a empapar.

Lo atendió menuda, curiosa y avispada chica.

-“Señor, esto no es moneda… no le alcanza para el tamal”

-Pues te la regalo, quédatela tú y mañana te pago por completo el tamal.

No se volverían a ver. Por razones desconocidas el hombre no volvió al sufrido empleo al que entregó su vida y el puesto no se volvió a instalar.

¿Era aquella “corcholata” tirada en Palacio Nacional la misma pieza que los autores olvidados de los pergaminos llaman la “Moneda del Águila Invertida”?

Si aquella pieza no compró ni un tamal ¿cuanto menos alcanzará para ser intercambiado por una banda presidencial?

De ser el caso, ¿Se deshace el hechizo si la pieza no es un regalo presidencial sino un gesto ciudadano y popular?

Nadie sabe ni las respuestas ni el final de este cuento, Culto Público, simplemente porque aún no se acaba de contar.

Puede que después de julio del 24 se agregue a caso un capítulo más.

Hasta la próxima.

Jorge Saldaña

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#4 Tiempos

Tamtoc, cuna del calendario mesoamericano | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

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EL CRONOPIO

 

En el año 2005 se llevó a acabo el proyecto arqueológico Tamtoc en la huasteca potosina, donde se localizó una gran lápida esculpida en bajo y alto relieve en el fondo de un estanque que se conecta a un canal que desemboca en la llamada Laguna de los Patos. Junto a la lápida se encontró cerámica a manera de ofrenda cuyos análisis indicaron que correspondían a tradiciones alfareras asociadas a la costa del Golfo de México del periodo 900 años antes de Cristo a 650 años antes de Cristo.

Análisis posteriores indicaron que esa lápida conocida como Monumento 32, así como la escultura femenina asociada corresponde al periodo Preclásico tardío con inicio en 350 antes de Cristo. El monolito en cuestión está labrado con un mensaje simbólico que no se asemeja a ninguna otra muestra de arte mesoamericano.

Una vez colocado en su posición original y con estudios sobre su orientación con la ayuda de herramientas de la arqueoastronomía se encontró que la orientación implica una peculiar división del año, la cual define la temporada de iluminación del monolito por los rayos solares. La conclusión actual, por parte de los investigadores, es que Tamtoc es una de las ciudades donde tempranamente se utilizó el calendario mesoamericano.

En Tamtoc se desarrollaron importantes rituales vinculados a la vida y la fertilidad, que concurren en la noción de la cosmogonía mesoamericana y por extensión en la cosmovisión. Resultados que tras largos años de análisis son dado a conocer por uno de los involucrados en los estudios astronómicos de la ciudad de Tamtoc, Jesús Galindo Trejo, en una reciente publicación de los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.

Las primicias de este descubrimiento nos las compartió Jesús Galindo en el 2007 en lo que fue la primera charla del ciclo Noches de Museo que organizamos en el entonces Museo de Historia de la Ciencia de San Luis Potosí. Dieciocho años después, publica sus resultados aportando a la historia de uno de los más antiguos pueblos originarios del país situada en la huasteca potosina y que marca esa cosmovisión huasteca reflejada en el Monumento 32, que es uno de los monumentos importantes de ese sitio arqueológico.

Parte de los cálculos astronómicos que realizó Jesús Galindo nos los reservamos, como nos lo pidiera entonces, hasta que sean publicados.

Jesús Galindo Trejo es Licenciado en Física y Matemáticas por la Escuela Superior de Física y Matemáticas del IPN. Realizó estudios de Posgrado en la Facultad de Ciencias de la UNAM.

Obtuvo el doctorado en Astrofísica Teórica en la Ruhr Universitaet Bochum en la República Federal de Alemania. Fue Investigador Titular en el Instituto de Astronomía de la UNAM durante más de 20 años en las áreas de Plasmas Astrofísicos y Física Solar. Actualmente es Investigador Titular en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Su actividad de investigación se centra principalmente en la Arqueoastronomía de Mesoamérica. Es miembro del SNI. Pertenece a la Unión Astronómica Internacional. Ha realizado investigación Arqueoastronómica en Malinalco, en el Templo Mayor de Tenochtitlan, en Teotihuacan, en Oaxaca, en la Huaxteca, en Baja California y en algunos sitios de la Región Maya.

Sus inicios en la arqueoastronomía se remontan a fines de la década de los ochenta, cuando participó en nuestro programa de divulgación científica Domingos en la Ciencia de San Luis Potosí, charlas en las que nos hablaba todavía de sus investigaciones sobre física solar y nos adelantaba sus inquietudes en iniciar estudios de arqueoastronomía en el sitio de Malinalco  cuando conoció al cronista de Malinalco, quien le señaló que en la historia de ese pueblo había aspectos que podrían estar conectados con la disciplina astronómica. Asimismo, su participación en el proyecto coordinado por la doctora Beatriz de la Fuente, del Instituto de Investigaciones Estéticas, sobre pintura mural prehispánica, lo interesó en la cosmogonía de los antiguos mexicanos.

En una entrevista para la revista ¿cómo ves?, Galindo aseguró que el acercamiento al estudio de las antiguas civilizaciones del país lo ha llevado a acercarse a las 60 lenguas de México, porque de esta manera “se puede penetrar en la mentalidad de aquellos que hace más de 500 años construyeron sociedades y levantaron templos, legados actualmente ignorados por muchos mexicanos”.

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Meditación sobre el azar | Columna de Juan Jesús Priego Rivera

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LETRAS minúsculas

 

-Dudé de Dios –dijo el hombre visiblemente apenado-. Creo, según he oído decir, que es el único pecado que no tiene perdón. Pero es que estaba al borde del colapso…

El hombre se mesaba los cabellos, se secaba el sudor, lloraba más que gemía.

-Incluso hasta llegué a blasfemar. Dije a Dios cosas que no me hubiese atrevido a decir ni siquiera al peor de mis contrarios. ¿Verdad que para esto no hay perdón?

Yo me limitaba a dejarlo hablar. A todas luces se veía que lo necesitaba. Era necesario que lo dijera todo, que se desahogara. ¿Para qué, pues, interrumpirlo?

-Cuando me dijeron que ya no había trabajo para mí, creí que nunca perdonaría a Dios. ¿Por qué me había dado cuatro hijos si ya no iba a poder mantenerlos? Hoy, claro está, veo las cosas desde otra luz, pero en aquellos días de incertidumbre y desasosiego… ¡Quería morirme! Y, lo que es peor, quería que también mis hijos se murieran. ¿Comprende usted que les deseé la muerte?

Pensé en esos cuatro niños a los que yo no conocía. ¿Sabrían alguna vez que su padre, en un momento de desesperación, pensó lo que acababa de decirme? Pero no, no lo sabrán. Los pensamientos de su padre quedarán guardados para siempre en el silencio de Dios. ¡Que no lo sepan, que su padre no se lo diga nunca! Hay sinceridades que matan.

¡Y pensar que era necesario que yo perdiera aquel trabajo para poder tener el que ahora tengo! Cuando pienso en esto, me lleno de vergüenza. Sí, era necesario vivir esa pena para conocer la satisfacción que ahora experimento. Mis hijos, hoy, están mucho mejor que antes, y me digo a mí mismo: «¡Qué bueno que perdí aquel empleo!».

Sonreí. Porque siempre he creído que la palabra azar es una palabra bastarda que no debió acuñarse nunca. ¿Quién la inventó y qué quiso decir con ella? ¿Que el mundo se mueve como un barco sin timón? ¡Casualidad! ¿Quién es el tonto que cree en las casualidades? La palabra azar no debería existir en el vocabulario cristiano, pero, ya que existe, habría que darle el significado que le daba, por ejemplo, Anatole France (1844-1924): «Azar: aquello que Dios hace cuando no quiere poner su nombre». 

A estas alturas de mi vida he llegado a la conclusión de que ni siquiera los libros que caen en nuestras manos lo hacen por casualidad. A veces pienso que, si nos los encontramos en el estante de una librería cualquiera, es porque Dios ha querido decirnos algo a través de ellos.

Y de los encuentros, ¿qué decir? Que es Dios quien nos envía a estas personas que no buscábamos por una razón que generalmente desconocemos pero que forma parte de su misterioso querer. «El destino, al igual que todo lo humano –dijo una vez el escritor argentino Ernesto Sábato (1911-2011)-, no se manifiesta en abstracto, sino que se encarna en alguna circunstancia. Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obras de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en la vida me ha sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino como si hubiéramos pertenecido a los capítulos de un mismo libro!

Nunca supe si se los reconoce porque ya se los busca o se los busca porque ya bordeaban los aledaños de nuestro destino» (Conferencia en la Feria del Libro de Sevilla, 2002).

También ahora, como en los tiempos de Moisés, sólo nos es permitido ver a Dios «de espaldas», es decir, cuando ya ha pasado. Únicamente entonces podemos decir como aquel hombre de quien acabo de contar la historia: «¡Y pensar que era necesario que yo perdiera aquel trabajo para poder tener el que ahora tengo!». Siempre es hasta después cuando se comprende por qué ocurrieron ciertas cosas que en su momento nos parecieron horrorosas, ininteligibles e insoportables.

En un libro sobre Jesucristo (El Jesús desconocido), Donald Spoto hace la siguiente reflexión: «El azar no implica necesariamente falta de propósito; lo que llamamos caos quizá no sea desorden, sino un claro signo de las limitaciones de nuestra comprensión… La experiencia humana valida este enfoque. En nuestra historia individual, ¿no vemos un momento aparentemente accidental o fortuito, a posteriori, como sumamente significativo e incluso como el comienzo de una nueva etapa de la vida? Si yo no hubiera asistido a tal escuela en tal momento, por ejemplo, no habría tenido ese excelente maestro, seguido ese importante curso ni trabado esa duradera amistad. Si nuestros padres no se hubieran conocido en tal momento, nunca jamás lo habrían sido. Si no hubiéramos asistido a tal reunión, no habríamos conocido al amor de nuestra vida ni iniciado una carrera importante. No es exagerado afirmar que los elementos más importantes de la vida del amor dependen tanto de lo que podríamos llamar accidente significativo como deliberación. El novelista y dramaturgo francés Georges Bernanos lo expresó muy bien: Lo que llamamos azar tal vez sea la lógica de Dios».

Vistas así las cosas, aun cuando me halle en cama y afiebrado –y quiera morirme de pura pesadumbre-, debo poder decirme a mí mismo con convencimiento y seguridad:

-Sí, quizá sea necesario que hoy no salga de casa. Si Dios me tiene encerrado aquí, por alguna razón será. ¿Iba hoy a atropellar a un caminante distraído en la avenida, o es que un camión carguero iba a arrollarme a mí? En efecto, tal vez sea éste el motivo por el que no debo salir. Después de todo, es muy posible…

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Las dos mujeres de Truman. Palabras con cicuta

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Apuntes

Hay autores que escriben un solo amor con distintos nombres. Truman Capote lo hizo con los de Nancy Clutter y Holly Golightly: la muchacha asesinada y la mujer que huye. Dos rostros de la misma herida.

Nancy era todo lo que el mundo aprueba: pureza, promesa, familia. Una adolescente que hacía listas, organizaba fiestas y creía que el bien era una costumbre diaria. Holly, en cambio, era todo lo que el mundo juzga: libre, contradictoria, caprichosa, superviviente. Todo sinónimo de “libre y espontánea”.

Ambas están solas frente a una sociedad que las define, una desde la muerte y otra desde el deseo.

Yo creo que Capote estuvo enamorado de una mujer que fue las dos. Una que lo deslumbró por su bondad y lo desarmó por su caos. En Nancy encontró la integridad que él nunca tuvo; en Holly, la libertad que siempre le fue negada. Una mujer que cocinaba con delantal los domingos, pero que podía desaparecer una semana sin explicar por qué. La amaba por lo que lo salvaba y por lo que lo destruía.

En A sangre fría, Capote mira a Nancy como si aún pudiera rescatarla. La describe con ternura casi maternal, pero también con una envidia melancólica: ella no sabía lo que era la vergüenza ni el exceso. En Desayuno en Tiffany’s, en cambio, elige no salvar a Holly. La deja ir. Le permite el privilegio que Nancy nunca tuvo: seguir viva aunque nadie la entienda.

Quizá esa fue la forma en que Truman se reconcilió con su propia culpa. Escribir a la que murió como víctima y a la que se fue como promesa. Una purificada por la muerte, la otra condenada a vivir

. Entre ambas, Capote puso su propia alma: la de un niño que soñaba con el orden de Nancy y despertaba con el desorden de Holly.

No se puede amar a dos mujeres tan distintas sin romperse un poco. Pero Capote lo hizo. Amó la pureza que se deja matar y la libertad que se mata sola.

Y quizá, como tantos de nosotros, entendió demasiado tarde que una y otra eran la misma. Que la vida te puede matar por ser buena o por querer ser libre. Y que entre esas dos muertes —la literal y la simbólica— se esconde el precio de vivir como uno quiere.

Punto.

Y aquí estoy yo, leyendo a Truman y sintiendo que me contó la historia antes de que ocurriera. Porque yo también quise que Holly fuera Nancy: que se quedara, que colgara su vestido brillante y se sentara a esperar el desayuno. Pero ella eligió la noche, otro hombre, otra ciudad.

Yo sigo aquí, recogiendo los platos, preguntándome si alguna vez alguien puede amar a una mujer así sin terminar escribiendo sobre su ausencia.

Quizá eso somos los que escribimos: los que convertimos el abandono en literatura.
Los que seguimos hablando con las Holly que quisimos que fueran Nancy, aun sabiendo que la vida —como en Capote— siempre acaba a sangre fría.

Yo soy Jorge Saldaña.

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