#4 Tiempos
No volverás a ser joven (y qué bueno) | Columna de Carlos López Medrano
MEJOR DORMIR
Es normal, supongo, que con el pasar de los años uno quiera reivindicar la vejez. No es curarse en salud, sino ya directamente una forma de protegerse en medio del fragor de los achaques. Esta punzada en la espalda es un lujo, señoría, y qué privilegio es parecer un abuelo sin haber tenido hijos. No cualquiera. La decadencia aviva las llamas de la creatividad; así, uno puede romantizar lo que convenga. Lo que a ojos de otros es una clara muestra del declive, se ha de erigir como un toque de distinción.
Excusas que uno se inventa, quizá. Pero cada vez rompo más lanzas a favor de lo viejo. No soy un oportunista que a buena hora se sube al tren del hombre mayor. Quienes me conocen saben que desde niño he tenido esa aura otoñal que anda por el vecindario como alguien que no corresponde con su edad. Inclinado al talante flemático, he tenido de larga data un carácter añejo. Estoy chapado a la antigua. Tras cada interacción social, me acerco más y más al perfil del anciano cascarrabias a quien he terminado no solo por comprender, sino admirar.
Es sabida la valoración que hay hacia las personas mayores en diversas culturas, como ocurre en oriente (Japón, Corea, la China tradicional), la antigua Roma y Grecia, en las que se veneraba el conocimiento adquirido a través de la longevidad. Pocos llegaban a soplarse noventa tacos, así que había secretos y sabiduría que aprender de los que lo conseguían. Consejeros en la toma de decisiones. Faros a los que dirigirse.
El respeto a las canas se ha perdido en la posmodernidad y en contextos materialistas en los que se desplaza a los mayores en favor del imberbe. Un orden social que premia lo productivo, incluso si lo producido es basura.
El panorama es catastrófico. El hombre formado en el campo, o el que ha se ha molido la espalda en la fábrica, tiene que aguantar que una adolescente invalide su opinión por ser un «onvre» o ser ninguneado con un «ok, boomer». Y una mujer que nunca ha hecho daño a nadie y tira una posta ancestral es desestimada por un mocoso que juega al Fortnite al ritmo de un «ya siéntese, señora» con risa simiesca. La misma ufanía de quien se hace el superado con un «ᵃ».
Tras cada manifestación de arrogancia y del ensimismamiento de una generación sin mayor legado que una rutina de baile ante una cámara para subir a una aplicación extranjera, está la oportunidad perdida de aprender de quienes guardan sabiduría en cicatrices y arrugas, seres que tal vez tengan un pozo del cual aprender (del mismo modo en que los mayores pueden nutrirse del manantial creativo de los jóvenes en este carretera de doble sentido). Todavía valoro más una condecoración ganada en batalla que los likes conseguidos por comer una sopa extrapicante en TikTok.
La insolencia del niñato, además, lo relega al papel de un meme importado ―cómo no― de Estados Unidos. Si usted quiere saber cómo se comportará el progresista promedio en Hispanoamérica, no tiene más que observar lo que se cocía en los medios estadounidenses y en las universidades de Nueva York y California el verano pasado. Ya lo verá pronto aquí, bajo la etiqueta de libre pensador.
Una obviedad olvidada por los que pasan por verde lechuga: todos envejecen, incluido el recién llegado que ahora se burla de lo que considera senil. Cada minuto es un paso hacia una etapa inevitable de la existencia. Renegarla carece de sentido; por lo contrario, es una bendición llegar a la senectud antes que al apagón prematuro, el de aquellos que se van jóvenes, y a los que si bien se les recuerda eternamente impolutos (James Dean, Edie Sedgwick, Sharon Tate, Sal Mineo), también llevan consigo la cruz de la hazaña incompleta.
Lo mucho que la madurez habría dotado al rostro de las estrellas condenadas a muerte temprana. Los embates físicos pasarían a segundo plano con tal de tenerlos aquí en la vida, esta bella desdicha. Con el acabado de Anna Magnani, pidiéndole a un hombre que no corrigiera su rostro en el proceso de edición: «Por favor, no retoques mis arrugas. Me costó mucho tiempo ganarlas».
En tanto nos dirigimos todos a la tercera edad, sería prudente echarle porras a lo arcaico y brindar a los ancianos los beneficios que deberíamos esperar algún día para nosotros. Hablo de cuestiones ajenas a pensiones y descuentos en farmacias, más bien una manera de incorporarlos al enjambre e incentivar la convivencia intergeneracional en esta abominable jungla derivada del puritanismo calvinista. A todo cerdo le llega su San Martín.
Es innegable que la sucesión de primaveras implica serias desventajas. Los sentidos se desgastan, la fuerza mengua, uno se amarga. Procuremos un envejecimiento sin el aroma de un tapete enmohecido. Sumar años sin caducar.
No idealizaré a los viejos per se: como en todo, los hay bastante necios e idiotas, pero se les ha de juzgar por dichas averías, no por su cualidad de longevos. Estemos al tanto de las nuevas tendencias, sin la obligación de contaminarnos de las que resulten nocivas. Lo clásico, se sabe, es lo que sobrevive al paso del tiempo. Su encanto encandila a la muerte, esquivándola una y otra vez.
Del mismo modo en que la edad implica debilitamientos, también trae consigo otras etiquetas y reformula los aportes que nutren a la sociedad. Comprender esto es importante. La vejez tiene una marcha pausada que habría que rescatar en tiempos donde se avanza y avanza… vete tú a saber hacia dónde. La tradición es el agua que apaga el fuego revolucionario que lo consume todo.
Lo viejo es un cognac XO, un whisky añejado en barricas de roble por 18 años, el destilado de un maestro mezcalero curtido por décadas de trabajo. Elixires en contraposición a la charlatanería de soluciones exprés, el kosaco en botella de plástico, el azulito que acompañan canciones que te degradarán si sigues al dedillo, el trago en lata que anuncia el comediante de moda.
La juventud da tumbos y saltos en el jardín. La madurez es arremangarse y arrancar de cuajo la maleza hasta que el cuerpo no da más de sí. Depurar lo que haga falta para quedar libre de amargor. Una fase de desprendimiento. Perdemos a los amigos, a los viejos amores, las oportunidades, la voluntad. Todo eso ya no está, adquiere otra la forma de un espectro que uno habrá de perdonar en la intimidad si se aspira a la noche sosegada. Las cuentas saldadas mejoran el descanso.
El envejecimiento tiene ritmos misteriosos. Hay años en los que se ganan enteros, en los que el físico adquiere la patina de una escultura a la intemperie, libre de enfermedades mayores que lo ensombrezcan. En cambio, hay meses en los que sobreviene la caída, en los que la faz se erosiona y da a la víctima el aspecto de alguien que ha sido apaleado por los acontecimientos.
Hemos visto personas cuyo aspecto se ve marchitado con suave armonía, como la animación producida por hojas que caen. Una transición más bien: colores y texturas que claudican poco a poco, sin que sus portadores lo perciban. Aquel mariscal de campo que de los veinte a los ochenta años mantiene un mismo semblante, un rictus similar, tan solo mudado entre gamas: del castaño al cabello blanco, de la rectitud al encorvado, de la piel suave a la áspera y a las manchas de sol. La gracia de Clint Eastwood pese a tantos diciembres a cuestas.
Pienso estas cosas al albor de otro cumpleaños. Con cada nueva vela me siento más en sintonía con mi espíritu.
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También lee: La amistad en fuga | Columna de Carlos López Medrano
#4 Tiempos
“México, esta niebla que arde” | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Culto Público, si no han leído la novela “Niebla Ardiente” de la muy joven escritora, Laura Baeza, les recomiendo hacerlo como desde ayer
Tuve la oportunidad de conocer a Laura personalmente hará unos cuatro años, ¿Qué les digo? Una de esas circunstancias alineadas que convergieron en el segundo piso de la librería Gandhi del centro, la de los Arcos Ipiña.
Fue en un taller breve de escritura creativa previo a la presentación formal de su libro, el que les recomiendo. Si conocerla fue una circunstancia, convivir con ella e intercambiar casualidades fue de plano como regalo de estrella fugaz.
Fui de los selectos y afortunados que en grupo terminamos sentados con ella en “La Oruga y la Cebada” en el Callejón San Francisco, conversando sobre lo que duele y lo que salva, entre un par de cervezas y una cena sencilla.
Ella me firmó su libro con una frase que ahora, en este 25 de noviembre, regresó a mi atormentada cabeza: “A Jorge, que siempre nos una el deseo por hallar algo más en esta realidad tan rara…con todo cariño, Laura Baeza”. El momento de por sí, ya era una realidad rara.
A la distancia, empiezo a creer que su frase fue más que optimismo, y es más un deber moral, y es que su ficción (vuelta a releer en estos días) se parece demasiado a México.
No es “spoiler” (o como se diga) pero “Niebla Ardiente” detalla el regreso de su protagonista Esther a México pensando en encontrar a su hermana Irene, quien había desaparecido hace años, y a quien creía muerta, cuando de la nada, un primero de enero en un reportaje que vio en la televisión, Esther la reconoce en una marcha y se lanza en su búsqueda.
Pero la novela, la primera de Laura (y creo que premiada) realmente no comienza allí. Comienza donde casi todas las historias de violencia en este país empiezan: en los pasillos de la burocracia, en los que los papeles cuentan más que las personas.
Esther aparece en un México reconocible para cualquiera: expedientes mutilados, archivos “perdidos”, oficinas donde la verdad siempre llega después de que las secretarias coman sus gorditas grasosas y funcionarios que usan el futuro para encubrir lo que nunca harán.
Es en esa atmósfera donde la desaparición deja de ser un crimen y se convierte en un proceso. Como alguien escribió: los países se definen por cómo recuerdan; México, al parecer, se define en cómo olvida.
En medio de esa maquinaria oxidada, Esther descubre a un policía. No es un héroe: es un hombre cansado que simplemente no rompe las reglas pero las dobla para que la realidad duela un poco menos. Ese personaje era como algo que escribió una pensadora feminista de la que en este momento no recuerdo su nombre “la dignidad aparece cuando alguien no mira hacia otro lado”.
En fin, siguiendo con la novela y nuestra realidad, este policía mira. Acompaña. Abre una grieta. Y sin embargo, ni siquiera es lo suficientemente poderoso para luchar contra un país donde las fosas clandestinas actúan como el archivo nacional.
La comparativa y reflexión con la novela va porque hoy es 25 de noviembre y México sigue siendo esa tierra donde la violencia parece que no importa, sino que se repite. Casi 2 feminicidios cada día. 3,284 mujeres asesinadas en 2024. 89% de impunidad. Una agresión física cada siete minutos. Más de 10 millones de mujeres violentadas digitalmente. En San Luis Potosí, 24,000 víctimas por cada 100,000 mujeres.
Uno quisiera creer que estos números son de un país lejano, pero no. Están aquí, sobre las mismas banquetas que caminamos todos los días. Ese es el verdadero crimen de México: haber entrenado a la gente para no sorprenderse.
Sí, no se debe negar que mucho se ha hecho pero poco alivia (hoy casi todos los gobiernos e instituciones hablan de esto, pero mañana la rutina sigue).
Sí, con la llegada de Claudia Sheinbaum como la primera presidenta de México, llegaron todas…excepto las que no alcanzaron a llegar porque les truncaron la vida.
El nuestro, es un país donde buscar es amor—y protesta.
Igual que como ocurre en la novela de Laura, que no describe un país imaginado sino nuestro México. Uno donde las hermanas encuentran hermanas, donde las madres encuentran hijas, donde las mujeres salvan mujeres. Un país donde todavía hay justicia, pero casi siempre fuera de los edificios públicos.
Y así como Esther enfrenta la niebla, miles enfrentan la opacidad del Estado día tras día: ventanas cerradas, sistemas incompatibles, versiones contradictorias, funcionarios que deletrean la palabra “protocolo” como si lanzaran un hechizo contra la verdad.
México es hogar de una burocracia tan grande que hasta la violencia tiene formularios que completar.
Tras varios años de no recordar la anécdota con la escritora, hoy vuelvo a esa dedicatoria: “encontrar algo más en esta extraña realidad…”
Ese “algo más” no es una esperanza ingenua. Es algo que se parece más a la obligación de nunca acostumbrarse, “la memoria es la única defensa contra la repetición del horror”.
Por esa razón, espero, que por cada mujer desaparecida o mujer luchando por no desaparecer, o lidiando contra cualquier tipo de violencia, recordemos que la niebla espesa arde. Y que si arde, es porque la herida está abierta.
Hasta la próxima. Jorge Saldaña.
También lee: La IA, periodismo, y la coartada perfecta | Apuntes de Jorge Saldaña
#4 Tiempos
Diego José Abad ilustre formador de potosinos | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
El majestuoso edificio central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí que fuera construido en el siglo XVII y alojara a la Compañía de Jesús se convertiría en un edificio característico de la educación en San Luis Potosí. En ese edificio funcionaría el Colegio de San Ignacio de la Compañía de Jesús orientado principalmente a la educación de primeras letras; posteriormente se establecería en dicho edificio el Colegio Guadalupano Josefino instaurado por Gorriño y Arduengo siendo el primer establecimiento de educación secundaria o superior en San Luis, dando paso posteriormente, al reinstaurarse la República al Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí que se convertiría en el primer establecimiento en obtener la autonomía universitaria dando paso así, en el mismo edificio, a la actual Universidad Autónoma de San Luis Potosí.
De los profesores ilustres que tendría el Colegio de San Ignacio de San Luis Potosí, se encuentra Diego José Abad, uno de los impulsores del pensamiento moderno en México y que tuviera influencia del jesuita Rafael Campoy, también profesor en San Luis Potosí y de quien tratamos en anterior entrega de El Cronopio en La Orquesta.
La física, o filosofía natural, formaba parte del cuerpo de temas de la filosofía en los cursos que de ella se realizaban en Nueva España y se dedicaba una parte a la lectura de temas de física, principalmente la aristotélica. De esta forma existirían manuscritos sobre la física como parte de cursos de filosofía, situación que se haría común, al ser redactados apuntes para los diversos cursos que se ofrecerían en Nueva España. La mayoría de esos textos se encuentran perdidos, pero existen las referencias que aseguran su presencia, los cuales fueron escritos, en su mayoría, por sacerdotes y frailes que pertenecían a diferentes órdenes religiosas.
Diego José Abad, puede considerarse el más profundo de los jesuitas innovadores; su Curso fue muy influyente, es bastante completo y se ven por todas partes las influencias modernas. Este curso, que ya no lleva el nombre de Cursus Philosophicus , sino simplemente el de Philosophia, aparece en un manuscrito del Colegio de San Pedro y San Pablo de México, cuyo contenido se enseñó desde 1754 hasta 1756.
Comprende la lógica, la física y la metafísica. Es el primer intento de asimilar (y no simplemente de atacar, como hasta entonces se hacía las más de las veces) las ideas modernas . En particular, se refiere a Gassendi y los atomistas, y trata de conciliar el atomismo con el hilemorfismo aristotélico. Intenta hacer lo mismo con Descartes, opuesto al gassendismo.
Habla de la necesidad de construir la física con ayuda de la experimentación y la matemática. Acepta el atomismo en el campo físico, mas no en el metafísico. Dice que muchas ideas aristotélicas sobre el cielo han sido abandonadas por los escolásticos después del descubrimiento del telescopio, mediante el cual se han podido ver las manchas del Sol. Lo mismo en cuanto a la noción del vacío, después de los experimentos de Torricelli, Otón de Gericke y Roberto Boyle. Cita a Maignan, y mucho a Descartes en cuestiones de filosofía del hombre. Aunque las más de las veces defiende la tradición, ya se muestra abierto a integrar ideas de la filosofía moderna.
Fue profesor del Colegio de jesuitas de San Luis Potosí donde enseñó gramática a los potosinos y donde fincó su formación filosófica sin rechazar las ideas del pensamiento moderno, pero con una posición crítica.


Diego José Abad nació en Jiquilpan en 1727 y tras la expulsión de los jesuitas moriría en Bolonia en 1779.
Si se interesan en ubicar su obra en el ambiente cultural y científico de la Nueva España pueden consultar nuestro artículo: Manuscritos y libros Novohispanos y Mexicanos de Física y Filosofía Natural, en la dirección:
También lee: Francisco Gándara, primer ingeniero higromensor potosino | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
#4 Tiempos
Jesús duerme en la popa | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
LETRAS minúsculas
“Al atardecer de ese mismo día, Jesús les dijo: ‘Crucemos a la otra orilla’. Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: ‘¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?’. Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: ‘¡Silencio! ¡Cállate!’. El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: ‘¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?’. Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: ‘¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?’” (Marcos 4, 35-41).
Todavía hoy, cuando pareciera que hemos alcanzado el dominio total de la naturaleza, viajar por mar –no digo sobrevolándolo en un avión, sino cruzándolo en un barco- es una experiencia sobrecogedora. ¡Qué indefensa viaja nuestra embarcación por los caminos del océanoi¡! Y si durante la noche se desata una tormenta, tanto peor: aun el barco más grande no parece sino una cáscara de nuez. En 1912, los tripulantes del trasatlántico más lujoso y sofisticado del planeta creyeron que el mar, gracias al ingenio humano, estaba ya domesticado; sin embargo, no fue así, y debieron pronto de rendirse a la evidencia: el Titanic se hundía, y ellos con él y en él…
El mar era y sigue siendo el símbolo de lo indomesticable, de lo ingobernable, de lo terrible. Para los antiguos, el mar estaba poblado de monstruos horribles cuyo solo nombre helaba la sangre. Nosotros sabemos, más o menos, lo que son las olas, pero para los antiguos éstas eran el efecto del movimiento de las criaturas marinas. Ahora bien, si tal era el pensamiento de los antiguos, ¿qué de raro tiene que, ante el huracán, los discípulos se pusiesen a gritar, poseídos del pánico más espontáneo y sincero?
El mar es siempre terrible, sí, pero Dios es más grande que el mar. Únicamente Él puede calmarlo porque es el Señor de los elementos del mundo: “El Señor habló a Job desde la tormenta: ¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando le puse un límite con puertas y cerrojos y le dije: ‘Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas’ ”? (Job 38, 8-11).
Al crearlo, Dios puso al hombre un límite: “Podrás comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, pues, si lo haces, perecerás sin remedio” (Génesis 2, 16-17); y, al crear el mar, también le impuso un límite: “¡Hasta aquí llegarás! ¡De aquí no podrás pasar!”. Por eso, cuando Jesús calme la tormenta y las aguas se aquieten al puro mando de su voz, los discípulos se preguntarán unos a otros, maravillados: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.
Ahora bien, si sólo Dios puede apaciguar el mar, entonces… Entonces los discípulos, por así decirlo, empezaron a sacar conclusiones…
“Un día, al atardecer… Así comienza el relato. Conviene tener presente, pues, que es ya de tarde, y que la oscuridad añadirá un punto de dramatismo a la escena que seguirá, ya dramática de por sí. Según éste, no es sólo que la barca fuese zarandeada por la tempestad: es que el agua se estaba metiendo ya por todas partes.
¿Y Jesús qué hace, mientras tanto? No hace nada. Él, a lo que parece, no se daba cuenta de lo que pasaba, pues “estaba dormido sobre un almohadón”. Los discípulos lo despertaron, y hay en su ruego una pizca de ironía, como si le dijeran: “Oye, Señor, esto va a pique. ¿Podrías hacernos el grandísimo favor de despertarte?”.
“Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cállate!”. El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Oligópistoi: así lo llama; con esta palabra griega los reconviene. Hombres asustadizos, apocados, temblorosos: gelatinas vivientes. Oligópistoi: hombres sin fe.
Los Padres de la Iglesia, hombres muy sagaces en la interpretación de la Escritura, vieron en esta tormenta una imagen de las agitaciones del corazón humano y compusieron bellísimos sermones en torno a este asunto. En una de sus Meditaciones (n. 37) dice así, por ejemplo, San Agustín (354-430):
“¡Dios mío, mi corazón es como un ancho mar siempre agitado por las tempestades: haz que encuentre en ti la paz y el descaso. Tú has increpado al viento y al mar para que se calmaran, y a tu voz se han apaciguado; ven a poner paz en las agitaciones de mi corazón, a fin de que todo en mí sea sosiego y tranquilidad, para que pueda poseerte a ti, mi único bien… Oh Dios mío, que mi alma, libre de pensamientos tumultuosos, se esconda a la sombra de tus alas. Que encuentre junto a ti un lugar de refrigerio y de paz, y toda transportada de gozo pueda cantar: ‘Ahora puedo dormir y descansar en paz’… Mi alma no puede gozar de paz y seguridad, Dos mío, si no es bajo la protección de tus alas. Que ella permanezca, pues, en ti y sea abrasada con tu fuego”.
Ya se trate, pues, de agitaciones interiores, ya de percances exteriores, lo importante es esto: que Jesús y nosotros viajamos en la misma barca, y que aunque nos esté permitido algunas veces gritar, no nos lo está, por ningún motivo, desesperar. Aunque parezca que duerme, Dios vela por los suyos; en consecuencia –como ha dicho alguien-, cuando uno está “embarcado” con Jesús no hay nada que temer.
“Jesús permanece cerca de los suyos y éstos pueden contar con su ayuda cercana a pesar de todas las apariencias en contra… Así pues, el peligro para los creyentes está en olvidarse de que están en camino y que Jesús les acompaña en el trayecto” (Joseph Imbach).
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