#4 Tiempos
Marcela | Columna de Juan Jesús Priego
LETRAS minúsculas
Supe de tu existencia por un libro de Anatole France (1884-1924). Sin duda, sabes de qué libro se trata, aunque en realidad no importa. Como los cometas, brillaste por un tiempo muy breve y luego te apagaste para siempre: ocho páginas bastaron al escritor francés para hacerte vivir y morir. Pero, dime, ¿puede una vida, con todos sus misterios y fatigas, caber en ocho páginas? Sin embargo, de algo a nada… ¡Toma en cuenta, querida Marcela, que hay seres de los que nadie escribió, y que tuvieron que irse de este mundo sin que ningún amigo o enemigo se tomara la molestia de hablar de ellos! Pienso, por ejemplo, en un abuelo al que conocí hace mucho: estaba lleno de historias. Pero ahora esas historias se han perdido porque nadie se interesó en recogerlas.
Estás muerta desde hace cien años, o acaso más. No obstante, quise escribirte porque no he dejado de pensar en ti. Tu imagen revolotea en mi interior desde hace varios días. ¡Oh, no se trata de una declaración galante, ni mucho menos! Te lo diré con franqueza: lo que me espantó de ti –y suscitó mi compasión y mi horror- fue tu soledad, esa soledad negra y fría a la que tú misma, con la ayuda paciente de tu temperamento, te condenaste siempre.
Según France, tenías los ojos de oro –¿qué quiso decir con esto?-, los dientes blancos y pequeños, y la voz cristalina «como una fuente del bosque». Pero esto, a decir verdad, tampoco importa tanto.
Según la manera en que te pinta el novelista, debió de haber sido fácil enamorarse de ti. Sin embargo, nadie lo hizo: todos te evitaban un poco así como rehúyen los ratones esas jaulas celulares y grises que conocen tan bien. Pero no se alejaban de ti porque fueras bella, sino porque –para ellos- tu cariño era un lazo que entorpecía sus movimientos, una cadena que les quitaba libertad. Si no te molesta (por traerte recuerdos ingratos), transcribiré ahora un párrafo que seguramente te resultará familiar y en el que en pocos trazos ha quedo retratada tu figura; helo aquí:
«Marcela y mi madre –escribe France en ese libro del que te hablo- se habían conocido en el colegio, pero mi madre, mayor, más prudente y ordenada, no pudo ser la compañera constante de Marcela, que ponía en sus afectos un ardor extraordinario y una especie de locura. Otra colegiala inspiró a Marcela sentimientos casi absurdos; era ésta la hija de un negociante, muchacha muy desarrollada, tranquila, burlona y de pocas luces. Marcela tenía siempre fijos en ella los ojos; se deshacía en lágrimas por una palabra, por un gesto de su amiga; la abrumaba con sus promesas; a todas horas mostrábase celosa, y durante el estudio le escribía cartas de veinte carillas; hasta que al fin la muchacha se hartó, dijo que la fatigaba todo aquello y que para lo sucesivo la dejase vivir en paz».
Un psicólogo, al leer esta breve descripción de tus comportamientos afectivos, seguro pronunciaría la palabra «inmadurez». Pero tú lo sabías: la amistad es «una especie de locura», y hay que poner en ella «un ardor extraordinario». Sabías que ser amiga era pensar en el otro, dedicarle tiempo, miradas y cartas.
La amistad es el matrimonio de los célibes; es decir, un compromiso lleno de responsabilidades y deberes. Y también sabías, pese a que todos a tu alrededor pensaran lo contrario, que ser amigos es mucho más que simplemente sonreírse mutuamente de cuando en cuando y saludarse al pasar.
Cuán joven, mi pequeña Marcela, viviste en carne propia lo que uno de tus contemporáneos, el poeta Charles Baudelaire (1821-1867), escribió en su cuaderno de notas: «El amor se parece mucho a una operación quirúrgica. Aunque los dos amantes estén muy prendados el uno del otro, uno de los dos estará siempre más sereno, o más poseído que el otro. ¡Amor, juego horroroso en el cual es necesario que uno de los jugadores pierda el control de sí!».
Pon la palabra amigos allí donde el poeta escribió amantes y tendrás la verdad en todas sus dimensiones. En una relación siempre hay alguien que quiere más, o que demuestra su amor mejor que el otro. Y ese alguien fuiste siempre tú. Tú la que perdió invariablemente control de sí. Los otros no, ellos no dejaron nunca que el corazón les jugara una mala pasada: ellos, como niños mimados, simplemente se dejaban querer.
Conozco personas así. Como quieren llegar lejos en la vida, miden como con una regla de precisión cada una de sus palabras y no dicen sino lo que conviene decir en cada caso. Pertenecen, según el decir de Jules Michelet (1798-1874), a esa clase de hombres que «han encontrado la dignidad y la seguridad en no decir nada». Su boca jamás los traicionará, y su corazón tampoco. Saben lo que quieren. Pero tú estabas hecha de otra manera y por eso no pudiste llegar a ninguna parte: te traicionaban tus cartas, tus miradas y tus celos, y perdías siempre. Más tarde, según nos cuenta France, te enamoraste de un muchacho que pronto te dejó para irse en busca de otra. Tu último amor fue un marinero a quien acompañabas en sus largas travesías, conformándote con verlo a lo lejos maniobrando el timón. En uno de esos largos viajes contrajiste a bordo de la nave una rara enfermedad y nunca más volviste a pisar tierra: fuiste arrojada al mar dentro de un saco.
Y no se volvió a saber de ti, meteoro mío. Te perdiste para siempre en la noche de los tiempos. Me recuerdas a aquella mujer que ungió una vez los pies de Jesús rompiendo el frasco de un perfume carísimo. Pudo, es verdad, ponerle dos gotitas, como se hace hoy con ciertos tratamientos de aromaterapia; pero la verdad es que no quiso quedarse con nada. Me recuerdas, también, a aquella anciana que echó en las alcancías del Templo las únicas dos moneditas que tenía. ¡No tenía más, y si las tuviera, igualmente las habría echado! Quiera Dios que en la casa de tu Padre recibas el mismo premio que ellas. Porque no puede quedar sin recompensa quien, a pesar de todo, ha sido capaz de amar tan tontamente…
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#4 Tiempos
El sabor uruguayo del futbol potosino | Columna de Arturo Mena “Nefrox”
TESTEANDO
El futbol potosino ha tenido muchos rostros, muchas etapas y muchas nacionalidades que han dejado su huella. Pero si hay una que ha sabido ganarse el respeto en la cancha y el cariño en la tribuna, es la uruguaya. No hablo solo de entrega, hablo de carácter, de identidad, de jugadores que supieron ponerse el equipo al hombro cuando San Luis más lo necesitaba.
Hoy que el nombre de Juan Manuel Sanabria suena con fuerza por razones fuera del césped, vale la pena recordar a los uruguayos que eligieron a San Luis, que se partieron el alma con esta camiseta, y que con su futbol dejaron una marca imborrable.
Sanabria, quien hasta hace poco fue capitán, referente, y para muchos el nuevo símbolo del Atlético de San Luis, rechazó irse al América. ¿Por qué? Eso solo lo sabe él. Pero mientras unos dudan, otros lo hubieran dado todo por una oportunidad así. Y sin embargo, eligió a San Luis. Eso dice mucho.
Marcelo Guerrero, aquel mediocampista ofensivo que llegó en los años dorados del primer San Luis en Primera. El “Colo” no era un crack mediático, pero tenía talento en los pies y visión en la cabeza. Fue clave en el subcampeonato del Clausura 2006. Ese torneo, donde estuvimos a nada de ser campeones, tuvo mucho del futbol uruguayo. Mucho de Marcelo.
Sebastián Abreu, el “Loco”, pasó brevemente por San Luis pero dejó su sello. Llegó con la fama de goleador nato y aunque no tuvo su mejor etapa, su presencia bastó para sacudir vestidores. Un delantero con personalidad, de esos que no se esconden. Un verdadero referente del futbol uruguayo que, aunque por corto tiempo, defendió los colores potosinos.
Más recientemente, Facundo Waller, otro charrúa que entendió lo que significa este equipo. Su paso por San Luis no solo fue destacable, fue vital. Contundente, técnico, siempre con una actitud ejemplar. Fue de los pocos que en temporadas grises mantuvo el nivel. Un volante moderno, de ida y vuelta, que mostró garra y calidad.
Pero no todos los nombres quedaron grabados en los reflectores. Algunos fueron más discretos, pero no menos importantes. José Enrique García, volante de contención, fue uno de esos gladiadores silenciosos a inicios de los 2000. Siempre cumplidor, sin lujos pero con un orden táctico que todo técnico valora.
Andrés Silva, central uruguayo que también pasó por San Luis en esa época, destacaba por su fortaleza física y su agresividad defensiva. No era un defensa sutil, pero sí un tipo al que no le temblaban las piernas en los partidos complicados. Le tocó vivir años de transición en el club, pero siempre rindió.
Uno que sí fue diferente fue Lorenzo Unanue, que llegó en los años 80, cuando San Luis todavía tenía una identidad más modesta pero una gran ambición. Unanue era fino, creativo, y marcó diferencia en una liga que no siempre apreciaba el talento extranjero. Fue de los grandes uruguayos que se puso esta camiseta, y su huella permanece en quienes lo vieron jugar.
A lo largo de las décadas, han sido los jugadores charrúas quienes más han entendido el código del fútbol en esta tierra: sacrificio, dignidad, talento sin soberbia. Y entre todos ellos, hay un nombre que no se discute: Nery Castillo, el más grande jugador uruguayo que ha pisado una cancha en San Luis.
Nery jugó en el Atlético Potosino durante los años más vibrantes del fútbol en la capital. Era extremo, rápido, elegante. Pero más que sus cualidades técnicas, lo que hacía diferente a Castillo era su entrega. El estadio Plan de San Luis rugía cuando tomaba la pelota. Marcaba diferencias, no solo con goles, sino con personalidad. Fue ídolo, fue referente y fue parte fundamental de una etapa que marcó a toda una generación. Su legado va más allá de la cancha: sembró en San Luis una identidad, una conexión con Uruguay que permanece hasta hoy.
El fútbol potosino no tiene la vitrina de otros equipos, pero sí tiene historia. Y en esa historia, los uruguayos han sido piezas importantes. Jugaron, ganaron, perdieron, sudaron esta camiseta como si fuera suya de nacimiento. Por eso, cuando uno ve a un jugador uruguayo en San Luis, ya sabe que algo bueno puede pasar. Porque si algo saben hacer los charrúas, es dejarlo todo en la cancha. Y a veces, eso es más importante que cualquier fichaje.
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#4 Tiempos
Jorge Echevarría y su taller de Sonido 13 | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash
EL CRONOPIO
De la mano de Oscar Vargas y David Espejo, los alumnos del maestro Julián Carrillo, y principalmente bajo el cobijo de la hija del maestro, Dolores Carrillo, Jorge Echevarría Chávez aprendió el sistema musical del Sonido 13 y tomó el destino de tocar música en el sistema de Sonido 13 de Julián Carrillo, convirtiéndose en uno de los principales difusores de la obra microtonal de Julián Carrillo. Desde 1979 ha sido promotor de la obra del compositor potosino dando conferencias y conciertos en diversos foros y universidades. También ha ejercido la docencia y ha sido catedrático en diversas escuelas, centros culturales y universidades del país. Ha sido director de varias agrupaciones musicales juveniles.
Como parte de su formación en el nuevo sistema musical de Carrillo se involucró en la construcción de instrumentos en cuartos, octavos y dieciseisavos de tono, participando en la construcción de arpas micro interválicas que desarrollaron los alumnos de Carrillo Oscar Vargas, David Espejo y Ramón Guerrero Aspero y construiría posteriormente su flauta para cuartos de tono con la cual basa sus interpretaciones de Sonido 13 con el grupo de formara con el nombre ITZA CAYUM que es un grupo que ha sido trazado por la música, recordando el conocimiento de notas y frases. La inspiración surge de instrumentos ancestrales para crear nuevas formas de expresión musical… expandiendo el espectro sonoro, empoderando en cada nota y pieza. Esta profunda fuente de tradición e innovación encuentra una voz moderna en Jorge Echavarría, miembro clave del reconocido grupo Paraphernalia. (PoF)
Jorge Echevarría Chávez realizó sus estudios musicales en la Escuela Nacional de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México como instrumentista en flauta transversal; también en la escuela de música José F. Vázquez; el Conservatorio Nacional de Música de la Ciudad de México, y estudió armonía contemporánea en el Sindicato de Música de la Ciudad de México.
En los últimos años han sido frecuentes sus visitas a San Luis Potosí para impartir cursos y conferencias, así como hacer composiciones con sus talleristas de música original en el sistema de Sonido 13. En particular participó en nuestro programa de conmemoración del 140 aniversario del nacimiento de Carrillo en 2015, registrando su participación en la serie documental 13 Conceptos del Sonido 13 que puede consultarse en youtube, así como su participación el programa de conferencias públicas La Ciencia en el Bar en particular con el tema la revolución musical del Sonido 13,
Sobre este tema estará en el mes de septiembre en San Luis Potosí impartiendo el taller, La revolución Musical del Sonido 13, el cual tiene el objetivo de desarrollar los conocimientos necesarios para componer e interpretar música en microintervalos, a través del uso del sistema general de escritura musical de Julián Carrillo. Este taller está dirigido a músicos de cualquier diversidad instrumental, con conocimientos básicos de solfeo y teoría musical general.
Este taller es una buena oportunidad para acercarse al sistema de Sonido 13 y experimentar ese universo musical fantástico que desarrolló el maestro potosino Julián Carrillo creando un nuevo universo sonoro que permite crear nuevas sensaciones estéticas.
Este año se conmemora el 150 aniversario del nacimiento de Julián Carrillo y el 130 aniversario del experimento fundacional del Sonido 13. Que mejor manera de festejarlos participando en el taller de Jorge Echevarría sobre la revolución musical del Sonido 13.
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#4 Tiempos
Variaciones sobre el mismo tema | Columna de Juan Jesús Priego Rivera
Cuenta Simone de Beauvoir (1908-1986) al comienzo de su ensayo Pirrus et Cineas que una vez Pirro, el general, hacía en voz alta proyectos de conquista:
“-Primero someteremos Grecia –decía.
“-¿Y luego? –le preguntó Cineas, el filósofo, que estaba por allí cerca y lo escuchaba con atención.
“-Luego conquistaremos África.
“-¿Y después de África?
“-Después de África pasaremos a Asia, conquistaremos Asia Menor, Arabia.
“-¿Y después? –volvió a preguntar el filósofo.
“-Después iremos a la India.
“-¿Y después de la India?
“-¡Ah! –exclamó Pirro-. Descansaré.
“-¿Y por qué no descansas de una vez?
“Cineas –comenta la novelista filósofa- parece sabio. ¿Por qué partir si es para volver? ¿A qué comenzar si hay que detenerse? Y, sin embargo, si no decido en primer término detenerme, me parecerá aún más vano partir. ‘No diré A’, dice el escolar con empecinamiento. ‘¿Por qué?’. ‘Porque después de eso habrá que decir B’. Sabe que, si comienza, no terminará: después de B será el alfabeto entero, las sílabas, las palabras, los libros, los exámenes y la carrera; a cada minuto, una nueva tarea que lo arrojará hacia una nueva tarea, sin descanso. Si no se termina nunca, ¿para qué comenzar?… Pero en tanto que permanezca vivo –dice Pirro- es en vano que Cineas me hostigue, diciéndome: ‘¿Y después? ¿Para qué?’. A pesar de todo, el corazón late, la mano se tiende, nuevos proyectos nacen y me impulsan hacia adelante”.
Quién tiene la razón: ¿Pirro o Cineas? Quizá los dos: Cineas advirtiéndole que el punto de partida no está nunca lejos del punto de llegada y que no es preciso conquistar el mundo para tomarse un descanso. Pero, ¿cómo descansar sin haber antes conquistado el mundo, es decir, sin haberse cansado? Pirro, pues, tampoco se equivocaba: no es lo mismo descansar antes que descansar después. Antes, el descanso es pereza; después, es recompensa.
“¿Conoces la historia del napolitano? –pregunta ahora Christiane Rochefort (1917-1998) por boca de uno de los personajes de Les Stances à Sophie-. El milanés lo ve tirado al sol y le dice:
“-¿Por qué no trabajas? Así tendrías dinero.
“-¿Y luego? –pregunta el napolitano.
“-Te comprarías una casa.
“-¿Y luego?
“-Llevarías e ella a una mujer, ascenderías en la escala social, te enriquecerías.
“-¿Y luego?
“-Y luego –dice el milanés- podrías pasar las vacaciones al sol.
“Y el napolitano responde:
“-¡Pero si ya estoy al sol!”.
En este caso nos parece mucho más sabio el napolitano que el milanés, pues éste sólo piensa en el dinero, en una casa con alberca y amplios jardines: en una comodidad, en fin, que aquél ya goza sin tener que molestarse. ¿Tanto trabajo, tanto desvelo para luego tirarse sol? Bien, él ya está al sol, y no desea sino una sola cosa: que lo dejen en paz.
Si trabajamos únicamente para “ganar”, el napolitano tiene razón. Pero los hombres no sólo trabajamos para “ganar”, sino, ante todo, para ganarnos a nosotros mismos: para que el mundo gane algo y sea un poco más rico con los frutos de nuestra acción. Eso fue lo que se le olvidó decir al milanés: y, por lo tanto, perdió justamente la partida.
Para terminar, he aquí otra historia del mismo tenor. La cuenta Giovanni Papini (1881-1956) en un capítulo de su libro Palabras y sangre. Iba un hombre caminado por la orilla de un río –imagino que sería el mismo Papini- cuando vio a un joven que se disponía a echar las redes:
“-¿Por qué haces eso? –preguntó el paseante.
“-Para coger peces –respondió el pescador.
“-¿Y para qué quieres coger peces?
“-Para venderlos.
“-¿Y qué haces con el dinero que obtienes?
“-Compro pan, vino, aceite, vestidos, zapatos y todo lo demás.
“-¿Y para qué compras todas esas cosas?
“-Para vivir.
“-¿Y para qué quieres vivir?”.
He aquí una pregunta realmente filosófica: “¿Para qué quieres vivir?”. Una vez que hemos respondido a esta pregunta y sabemos la respuesta, nuestro obrar tendrá sentido, pero únicamente hasta entonces y nunca antes.
El pescador se quedó callado. Y como no supo qué responder, se limitó a decir: “Para pescar”. Ignoraba para qué hacía, en el fondo, lo que hacía. Su vida era un círculo vicioso, un malentendido.
“¿Para qué quieres vivir?”. Es preciso responder. Y sólo hasta que lo hagamos también nuestro descanso formará parte del plan, y tendremos paz. Nuestro corazón no nos acusará de haber gozado de una tarde libre, ni nos reprochará por habernos tomando unas breves vacaciones. Seremos, entonces, los hombres más sabios. Y también los más tranquilos.
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