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Majo Zavala: la intérprete que vuelve más incluyente al Congreso de SLP
La Orquesta conversó con la encargada de interpretar a Lengua de Señas Mexicana las sesiones en el Poder Legislativo
Por: Bernardo Vera
El 28 de noviembre se conmemora el Día de las Personas Sordas en México; una fecha que permite la reflexión sobre los alcances que la sociedad ha obtenido en términos de inclusión con la comunidad de potosinas y potosinos que viven esta condición; especialmente al considerar que en San Luis Potosí existen 33 mil 950 personas bajo esa discapacidad, según los datos del Censo de Población y Vivienda 2020 del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (Inegi). De acuerdo a la misma fuente, es la tercera discapacidad con mayor número poblacional a nivel estatal, por debajo de “ver aun usando lentes”, en segunda posición; y “caminar, subir o bajar”, como la primera.
La Orquesta, en el marco de esta fecha, platicó con Majo Zavala, licenciada en Educación Especial por la Escuela Normal del Estado, con especialidad en audición y lenguaje, quien actualmente funge como intérprete del español a Lengua de Señas Mexicana (LSM) en el Congreso del Estado de San Luis Potosí, y desempeña esta actividad en las sesiones ordinarias, extraordinarias y solemnes del Poder Legislativo. Una labor que le ha permitido trabajar solidariamente con el acceso a los canales de comunicación dirigidos a la comunidad de personas sordas de la entidad potosina.
El interés de Majo por apoyar a personas sordas y acercarse a la LSM, ocurrió por primera vez durante sus años de licenciatura, mientras realizaba sus prácticas. En ese período le tocó trabajar junto a un niño sordo, y detectó que a pesar de los esfuerzos para su desarrollo armónico en el aula, aún existía una barrera muy importante entre el menor con sordera y resto de sus compañeros: la inclusión, por encima de la integración.
“En mi último año de prácticas de la licenciatura me tocó dar clase a un alumno que era sordo, y yo veía que estaba integrado, más no incluido. De ahí surge la necesidad de que los compañeros lo incluyan, y empecé a investigar un poco sobre las personas sordas; qué idioma usaban, como se comunicaban, e implementé mi documento recepcional sobre la inclusión de la Lengua de Señas en el salón de segundo grado de secundaria para favorecer la comunicación en el alumno sordo. Posteriormente hicimos varios proyectos con los compañeros alumnos de este chico y el objetivo principal era que todos aprendieran la lengua de señas, porque nadie interactuaba con él”.
A través de esta experiencia, los alumnos obtuvieron un dominio hasta del 35 por ciento de la lengua de señas; un resultado satisfactorio que, en su momento, favoreció a la inclusión del alumno sordo con sus compañeros. No obstante, para Majo no fue suficiente, y su vocación la llevó a conocer a Jaqueline Torres, presidenta de la asociación civil “Comunidad Potosina de Sordos” (Coposor) y a Oliver Sanchez, presidente de Hermenéutica AC (asociación que forma intérpretes y traductores en San Luis Potosí), quienes la invitaron a tomar más cursos de LSM y capacitaciones sobre interpretación y traducción, además de participar e incorporarse en dichas asociaciones, donde tuvo la oportunidad de conocer más personas dedicadas a la interpretación y traducción de LSM.
Para Majo, la barrera comunicativa entre personas sordas y oyentes en San Luis Potosí se ha vuelto una de las mayores dificultades que enfrenta la comunidad sorda ante la sociedad potosina, en actividades aparentemente sencillas y cotidianas. Pero también, se debe a la falta de empatía con las personas sordas y el poco interés sobre el aprendizaje de la lengua de señas.
“Ahora que yo estoy dentro de la comunidad sorda, para mí es muy sencillo darme cuenta de qué carencias son las que presentan día a día, principalmente la comunicación. Por ejemplo, si tú vas a alguna cita médica como persona sorda, no siempre te pueden dar toda la información. En algunas ocasiones, las personas oyentes tenemos dudas sobre cómo tomarnos un medicamento o como realizarnos un estudio; las personas sordas también”.
“Como segundo punto, la falta de compromiso de la sociedad por aprender. Si la gente aprendiera la lengua de señas no habría esta separación de discapacidad auditiva y las personas oyentes. Pero también hay muchas veces en que es novedad para las personas; ‘ay, mira, un curso de lengua de señas, hay que aprender’. Pero ese gusto por aprender les dura dos o tres meses, cuando sabemos que se requiere de tiempo para poder aprender y dominar la lengua de señas y facilitar el acceso a la información a las personas sordas.”
Majo Zavala llegó al Congreso del Estado por una propuesta legislativa de Martha Barajas García, entonces diputada local de la LXII legislatura. La iniciativa estipulaba la integración de un intérprete de LSM en todas las sesiones plenarias y sus diferentes modalidades, y con ello, permitir el acceso a la información y promover la inclusión en el ámbito político dirigido a la comunidad sorda.
“La iniciativa proponía en uno de los artículos de la Ley de Inclusión de Personas con Discapacidad, que el Congreso del Estado tuviera un intérprete. Se hizo todo un filtro para saber qué personas en San Luis Potosí estaban calificadas y eran competentes en la lengua de señas para ocupar ese cargo. Hicieron preguntas, compartieron varios Curriculums Vitae. Cabe mencionar que hay dos asociaciones de sordos importantes en San Luis Potosí, y cada una propuso un intérprete de lengua de señas. En el caso de Coposor, en conjunto con Hermenéutica AC, yo fui la propuesta”.
Majo consiguió quedarse como la intérprete de las sesiones ordinarias, extraordinarias y solemnes del poder legislativo. Pero también participa en las comisiones importantes para las personas con discapacidad, como la reciente consulta de la Ley de Personas con Discapacidad, donde las y los diputados estuvieron por las cuatro regiones del estado, y ella sirvió como intérprete para exponer las propuestas y necesidades de las personas sordas.
Ella como intérprete destacó que la participación ciudadana de este sector poblacional en la política, abre la posibilidad de que la comunidad sorda en San Luis Potosí, y en el resto de la república, gane estos espacios públicos. Además, la comunidad sorda siempre se ha interesado por que los intérpretes en cargos gubernamentales estén debidamente capacitados para realizar su labor, y se promueva la participación de las personas sordas en la vida política, como ocurrió en el caso de Víctor Hugo Zurita Ortíz, diputado local en el Congreso de Michoacán.
“Él es sordo, y es diputado local. Eso es lo que se pretende, que al tener a un puente de comunicación entre lo político y lo cotidiano, se permita en un futuro que los partidos políticos tengan una cuota para personas con discapacidad, y dentro de esa cuota pueda participar una persona sorda de la mano de su intérprete”.
Majo se dice feliz de ver hasta dónde ha llegado a través de la LSM, y la comunidad sorda ha reconocido su trabajo, tanto dentro como fuera del congreso estatal. A pesar de que ella confesó que inicialmente no le gustaba esta lengua, se dejó guiar por su espíritu de ayuda al prójimo, humanidad y servicio con otras personas, a través de colaborar con Juntos A.C., le abrió aún más campo en la interpretación laboral, mismos que son parte importante en el comienzo de su carrera, así como a Hermenéutica A.C., por la invitación para formar parte de su equipo y comenzar con su aprendizaje de interpretación en LSM.
“Al día de hoy, ser una intérprete reconocida a nivel estatal, me llena de mucha satisfacción. Al principio sí hubo un poco de frustración al no conocer ciertos conceptos o palabras, pero creo que es parte de la formación que cada uno tenemos. Hay que estar al pendiente de las capacitaciones y lo he hecho de la mano de grandes intérpretes profesionales y de la comunidad sorda. Me siento muy contenta de estar en el Congreso del Estado, de interpretar a algunos amigos en el ámbito médico, laboral, etcétera. Esta profesión es muy noble y linda porque te permite dedicarte a diferentes ámbitos, y al día de hoy soy una intérprete satisfecha con su trabajo y los vínculos de amistad que ha generado”
Finalmente, Majo Zavala invitó a la sociedad potosina a trabajar en inclusión y no solo en integración con las personas discapacitadas, en especial con las personas sordas de San Luis Potosí, a través de la empatía y esforzarse por explorar la Lengua de Señas Mexicana. Además de incentivar a quienes deseen formarse como intérpretes profesionales.
“Hay todavía un lado muy humano en la sociedad que trata de incluirlos, pero creo que sí nos falta mucho por hacer, y también de aprender de la cultura de las personas sordas. Conocer que son capaces de manejar, correr, bailar, desarrollar cualquier habilidad al igual que nosotros, y lo único que los limita es el acceso al sonido. Invitaría a las personas a tener esta empatía. Sabemos que es imposible que todo el mundo sea intérprete porque se dedican a otras cosas, pero que hagan el esfuerzo, aprendan lo básico para poder incluir a la comunidad sorda dentro de la sociedad potosina. Y a las personas que quieran formarse como intérpretes, la verdad es un mundo maravilloso y con muchas bondades en esta profesión”, finalizó.
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Por: Redacción
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Una carta con crayolas para el alma | Apuntes de Jorge Saldaña
APUNTES
Hace poco menos de veinte años, cuando la vida todavía tenía forma de casa compartida y de futuro en plural, aprendí una de esas lecciones que no se anuncian, no se presumen y casi nunca se cuentan. Me la dejó quien fue mi compañera excepcional —la persona que me acompañaba en la vida— junto con una década de recuerdos, una despedida sin rencores y una enseñanza que hoy, por primera vez, me atrevo a escribir.
Nunca he hablado de esto. No por falsa modestia, sino por una creencia muy firme: ayudar en silencio es la única forma honesta de ayudar. No quiero que esto suene a presunción ni a chantaje emocional. Es una crónica pero también un cuento verdadero, una anécdota que se quedó años esperando turno y que hoy les comparto a Ustedes mi Culto Público.
En los primeros años de nuestro matrimonio, una Navidad, el DIF Estatal la llamó —o ella llamó, no lo recuerdo bien— para preguntarle si quería hacerse cargo de una “cartita navideña” de un niño o niña de alguno de los albergues de San Luis Potosí. Dijo que sí. Me involucró de inmediato. Yo también dije que sí (Así funcionan las cosas cuando uno comparte la vida con alguien que tiene brújula moral)
La dinámica era sencilla: los niños escriben su carta; tú compras los regalos; alguien más se encarga de entregarlos.
Durante años fuimos el Santa Claus de infancias invisibles. Nadie lo sabía, nadie lo contaba. Los regalos solicitados eran modestos: muñecas, colores, carritos, tenis, peluches. A veces —con otra letra, más adulta— aparecían tallas de ropa o números de calzado. Las maestras metían mano, porque los niños no piden sudaderas o zapatos… pero las necesitan.
Y entonces llegó esa carta: Una hoja doblada a la mitad con un dibujo torcido que pretendía ser un arbolito de Navidad, y una frase que aún hoy me hace un nudo en la garganta:
“Me llamo Ana (no es su nombre)… tengo cinco años y en esta navidad quiero una bolsa de papitas…para mí sola.”
(Lo juro: cada vez que lo escribo, algo se me rompe un poco por dentro).
Aquí no hay sorpresa solamente.Hay culpa.Hay coraje.Hay rabia contra todos pero sobre todo contra uno mismo.Hay tristeza. Hay un espejo que desnuda.
Porque ante una niña que no ha podido tener en toda su vida una bolsa de frituras para ella sola, cualquier cosa es despilfarro.
Pensar en cualquier cuenta de restaurante, todos los excesos a los que luego uno se da el gusto. cualquier viaje innecesario o cualquier fanfarronería, pensar en todo lo que se tiene y andar ocupado como si eso fuera símbolo de éxito, mientras hay alguien que deposita su esperanza navideña en algo tan sencillo…
Ninguno de esos años conocimos a los niños. La institución se encargaba de entregar los regalos. Nos explicaron por qué: evitar vínculos. Muchos de esos niños cargan una herida de abandono. (Creo que esa herida es el requisito número uno para estar en un albergue…) Por lo tanto, conocer a alguien externo, generoso, tierno, y luego volver a perderlo, puede ser delicado, es decir el que llega… también se va.
Han pasado los años.Los agostos después de los julios. Los diciembres antes de los eneros.
No tuve crisis de cuarentón sin hijos (guiño, guiño), pero sí una crisis conmigo mismo: preguntas, silencios largos, rompecabezas sin imagen en la tapa. Los caminos de aquella mujer excepcional y los míos se separaron sin estruendo, sin terceros, sin odio. Un adiós que luego trajo muchas bienvenidas, unas largas, otras no tanto.
Pero la tradición siguió. Estoy seguro de que también del otro lado.
Solo, entre comillas, invité a otras familias: la de sangre y la otra, la del trabajo que con el tiempo se vuelve casa. Desde entonces nunca ha sobrado una cartita. Siempre hay más manos que papel.
Recuerdo que hubo una excepción triste: La de un amigo, de esos del chat de toda la vida, que estalló cuando le llevé la carta:
—Jorge, no tengo tiempo ni para mis hijos. No voy a ir a comprar una sudadera de “Lady Bug” para una niña que ni conozco. Diles que vengan a una de mis tiendas y que agarren lo que quieran.
Pensé, con tristeza: qué pobre es mi amigo.
Con todo lo que tiene, no le alcanza para regalar treinta minutos a una niña que no tiene nada… salvo un deseo dibujado con crayola. El que verdaderamente no tiene nada es él y de verdad me conduelo hasta la fecha.
Pero este año algo cambió: Por primera vez nos avisaron que nosotros (los “cartahabientes”) llevaríamos los regalos en persona . Pregunté por el tema de los vínculos. Me explicaron que las nuevas terapias permiten visitas cuidadas. Los niños no se apegan por un regalo.
—A diferencia de muchos adultos —pensé— que sí se venden por uno.
Llegamos y había 19 niñas y niños sentados en hilera sobre un escalón, esperando turno para romper la piñata.Tan pequeños.Tan vivos. Tuvimos todos que desempolvar de la garganta el “dale, dale, dale, no pierdas el tino”.
Antes, casi al entrar y verlos lo entendí de golpe: Mientras escuchaba el jalón de mocos o la voz entre cortada de alguno de mis compañeros, me di cuenta que los de la hilera en el escalón no estaban tristes…simplemente porque no saben que deberían estarlo.
Ellos no cargan su historia.La historia la cargamos nosotros, los de enfrente. Los extranjeros llenos de culpas.
Los que esperan turno por romper un jarrón que promete dulces, son las 19 almas más puras y energéticas de toda la colonia, quizá de toda la ciudad.
Y entonces nos incorporamos. Vi a Toño arrullar a un bebé dormido. A Charlie jugar a darle de comer a una muñeca. A Fermín repartir paletas y prender un pingüino bailarín.A Ana abrir un celular de juguete. A Adriana contar cuentos.
A mí me tocó jugar a las princesas… con una princesa. Una niña de cara luminosa que tenía la boca pintada de azul por una paleta enorme de esas mucho más grandes que sus pequeños dientes. Le pregunté su nombre varias veces. Nunca le entendí.
Entre otras cosas, me tocó llevar un cuento. Llevé tres de Oliver Jeffers: Cómo encontrar una estrella, Perdido y encontrado y De vuelta a casa. Historias simples que dicen lo que a los adultos nos cuesta décadas entender: que a veces nada está perdido; que volver a casa no siempre es regresar y que las estrellas no se esconden, solo que uno deja de mirar.
Mientras leía, entendí algo brutalmente sencillo: las respuestas que mis noches oscuras no me dieron durante años, estaban ahí, sentadas en un albergue.
El sentido de la vida no era una señal divina. Era un niño que vuelve a casa. Era levantar la vista. Era salir de casa, o de la cárcel interna, para dar un vistazo a los demás. En eso estábamos cuando una adulta nos interrumpió:
—¿Ya te dijo cómo se llama? —preguntó una maestra.
—Sí, pero no le entendí.
Se inclinó y me susurró:
—Se llama Flor… pero ella dice que se llama Flor del Campo.
Flor del Campo. Claro.
No era un nombre. Era una respuesta.
Los perdidos no están ahí. Estamos afuera. Las estrellas no están escondidas.
Y los que tenemos que volver a casa… somos nosotros. Entonces caí en cuenta que este año tuve la mejor cosecha: una Flor del Campo que me sanó el alma.
Gracias, Bárbara.
Gracias, Ximena.
Gracias a todos.
Jorge Saldaña.
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#Crónica | Tres cobertores y una promesa: relato de un camino guadalupano
Francisco avanzó de rodillas con ayuda de cobertores rumbo al Santuario, mientras cientos de historias pasaban a su lado
Por: Ana G Silva
A las 9:17 de la noche, la Calzada de Guadalupe respira una solemnidad que solo se siente en diciembre. El día 12 todavía no llega, pero desde horas antes la fe ya comienza a mover cuerpos, a sostener promesas, a encender velas que iluminan el camino como pequeñas estrellas terrenales.
Frente al reloj junto al Mercado Tangamanga, Francisco se coloca sobre sus rodillas. No hay ceremonia, no hay discursos; solo el silencio íntimo de dos hombres —él y su primo, Alex— que saben que el camino será duro, pero necesario. A unos pasos, su familia organiza los tres cobertores envueltos con cinta, improvisación que la experiencia ha enseñado para que el pavimento, frío y áspero, no hiera más de lo inevitable.
Inician.
Las luces del reloj en este emblemático corredor peatonal quedan atrás; la Caja del Agua se acerca. Los cobertores se colocan, se levantan, vuelven a colocarse. Dos familiares avanzan unos pasos, extienden el siguiente tramo de tela para que Francisco y Alex puedan seguir. Se turnan sin decir palabra.
La Calzada esta noche no es un tránsito: es una procesión viva. Y aunque hay momentos en que otras personas rebasan a Francisco, también hay instantes en que él y su primo pasan frente a peregrinos que han pausado a recobrar fuerzas. Pero nadie compite. Aquí, cada quien camina —o avanza de rodillas— al paso de su promesa.
A los lados, un río de historias avanza en silencio y oración.
Hay quienes caminan sosteniendo un rosario, murmurando avemarías que se pierden entre las luces navideñas. Muchos peregrinan de rodillas: algunos con rodilleras; otros sin nada que amortigüe el dolor; algunos acompañados solo por una persona que les ofrece agua o un hombro; y otros rodeados por familias enteras que avanzan como escudos humanos para protegerlos del tumulto.
Entre los miles de cuerpos alineados hacia el Santuario, aparece un hombre que llama la atención: camina de rodillas con la espalda descubierta, y en ella luce un gran tatuaje de la Virgen que brilla con el sudor y el reflejo de las luces. A su lado, un amigo lo acompaña de cerca, moviendo un cobertor, ayudándolo a incorporarse cada ciertos metros, dándole palabras de aliento mientras ambos escuchan, desde un aparato portátil, canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe. Sus rostros muestran cansancio y devoción en partes iguales.
En distintos puntos se encuentran elementos de Protección Civil, la Cruz Roja, voluntariado de la iglesia, Policía Municipal y Guardia Civil Estatal. Se detienen junto a quienes necesitan descansar; cargan botellas de agua; preguntan por mareos y dolores; algunos alumbran el camino con linternas mientras otros ofrecen palabras de calma. Son pr esencia discreta pero esencial, un recordatorio de que la fe es un acto personal, pero el camino siempre es acompañado.
Y aunque a esa hora el flujo de peregrinos es constante, conforme la noche avanza hacia las 12:00 de la madrugada, la Calzada comienza a llenarse aún más. Cada vez llegan más personas —familias completas, parejas, jóvenes, adultos mayores— todos atraídos por la misma intención: ir al encuentro de la Virgen.
En el trayecto, Francisco sigue avanzando, lento pero firme. Sus familiares continúan el ritual de los cobertores: uno se coloca bajo sus rodillas, otro se prepara metros adelante, un tercero queda listo para el siguiente turno. El tiempo se convierte en una mezcla extraña: a ratos parece detenerse en el peso del dolor y la concentración; a ratos parece correr, empujado por la multitud que pasa, que susurra, que reza.
En ese mar de historias, ocurre una escena que queda grabada:
Una mujer, también de rodillas, comienza a llorar del dolor. Faltan apenas unos 250 metros para llegar al Santuario. Sus familiares intentan darle ánimo, pero sus piernas ya no responden. Paramédicos de la Cruz Roja se acercan de inmediato; revisan su respiración, valoran si puede continuar. Desde la distancia, Francisco alcanza a ver el movimiento, los gestos de preocupación. Por respeto, no se sabe si la mujer pudo seguir o no. Pero la imagen queda como un recordatorio del límite humano… y de la inmensidad de la fe que empuja incluso cuando el cuerpo falla.
Finalmente, después de una hora y cuarenta minutos, Francisco y su primo llegan al Santuario.
Ahí, la imagen cambia por completo: frente al templo no hay silencio, sino un océano de personas que ya aguardan su turno para entrar, para agradecer, para ofrecer un ramo, una veladora, una intención. Algunos llegan caminando, otros llorando, otros con las rodillas marcadas por el trayecto. Pero todos llegan.
Porque aunque cada uno trae su propia historia —un milagro pedido, una promesa, un agradecimiento, un duelo, un deseo de consuelo—, lo que los une es ese movimiento colectivo, esa peregrinación que no se mide en kilómetros, sino en fe.
Y así, en la víspera del 12 de diciembre, la Calzada de Guadalupe vuelve a demostrar que el camino a la Virgen nunca se recorre solo. Se avanza con la familia, con desconocidos que ayudan, con cuerpos cansados que dan ejemplo, con autoridades y voluntarios que cuidan, con música que consuela… y con la certeza de que al final, la fe siempre encuentra su destino.
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